Title: Ni rey ni Roque (3-4 de 4)
Author: Patricio de la Escosura
Release date: April 27, 2025 [eBook #75974]
Language: Spanish
Original publication: Madrid: Imprenta de Repullés, 1835
Credits: Ramón Pajares Box. (This book was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries.)
Nota de transcripción
p. III-i
p. III-iii
NI REY NI ROQUE
EPISODIO HISTÓRICO
DEL REINADO DE FELIPE II,
AÑO DE 1595
NOVELA ORIGINAL
ESCRITA
POR DON PATRICIO DE LA ESCOSURA,
AUTOR DEL CONDE DE CANDESPINA
TOMO III
Madrid
Imprenta de Repullés
—
Año de 1835
p. III-1
NI REY NI ROQUE
En tanto que sus amores con la bella pastelera absorbían toda la atención de Vargas, ocurrían en su propia familia acontecimientos de la mayor importancia para él, y que, a pesar de que se ponía algún cuidado en ocultárselos, hubiera podido cuando menos sospechar, si no se hallara tan preocupado en sus propios asuntos.
Siete meses hacía que el marqués, gracias, como se ha dicho, a su primo el comendador Hinojosa, había roto sus relacionesp. III-2 con la supuesta viuda del contador de Indias. Hizo en ello el pobre un gran sacrificio a lo que se le dijo que su pundonor exigía, pues tal era la debilidad de su carácter y la pasión que había sabido inspirarle la diestra meretriz que acaso la hubiera perdonado sus infidelidades, dando crédito a las reiteradas protestas de arrepentimiento y enmienda que, aun en el acto de verse sorprendida, le hizo con fingidas lágrimas. Por fortuna Hinojosa, que se hallaba presente, impuso silencio a aquella insolente, y arrancó de sus redes al obcecado amante.
No por esto perdió ánimo Violante: la posesión de un hombre rico, apasionado y tonto era demasiado preciosa para dejarla perder sin que hiciese por evitarlo los mayores esfuerzos. Así, pasados los primeros ocho días después de la riña, y enterada por sus espías de la gran melancolía del marqués, creyó oportuno escribirle un billete lleno de pasión, de arrepentimiento, y de protestas de darse unap. III-3 muerte violenta si su adorado amante no quería perdonarla.
Si el tal billete hubiera llegado a su destino no tiene duda que produjera el afecto que de él se prometió quien lo escribía; pero Hinojosa estaba alerta. Previendo desde luego que Violante no dejaría de intentar el recobro de su perdida cucaña, tomó tan bien sus medidas que la carta cayó en sus manos, y apaleó lindamente al portador prometiéndole que le haría la cabeza añicos si bajo cualquier pretexto osaba volver a presentarse en aquella casa.
El pobre mensajero volvió a la de Violante con las orejas bajas, y pintó con tan vivos colores la manera con que le habían recibido, protestando con tales veras que no volvería aunque en recompensa le ofrecieran todo el oro del mundo, que de allí en adelante no encontró la dama criado que quisiera encargarse de semejantes comisiones.
Tomó entonces el partido de rondarp. III-4 en persona las cercanías de la casa de su amante, decidida a hablarle si lograba la dicha de verle salir solo de ella alguna vez. También esta tentativa salió frustrada. El marqués salía raras veces, y siempre acompañado del inflexible comendador, del cual Violante temía, no sin fundamento, que la tratase con tanto o más rigor que a su criado.
Todas estas dificultades, y la falta que desde el principio empezaron a hacerla los espléndidos regalos del marqués, exasperaron el ánimo de aquella mujer en vez de abatirlo.
El amante por quien vendía al hermano de don Juan, que era uno de aquellos hombres despreciables cuya especie se ha conservado por desgracia hasta nuestros días, que comerciando con las gracias de su persona se humillan hasta el punto de recibir un salario de la ramera descarada, así que la vio sin la mina donde hasta entonces había estado surtiéndose con profusión de cuanto necesitabap. III-5 para sostener sus vicios, la abandonó sin consideración alguna, desapareciendo de la noche a la mañana y llevándose, de paso, las alhajas que encontró más a mano. Y no era esta sola la desgracia que tenía que experimentar Violante, pues la suerte le reservaba otra que en su situación parecía aun más terrible que todas. A poco tiempo de verse abandonada por sus dos amantes se confirmó en la sospecha que antes había tenido de hallarse encinta. Los primeros días creyó aquella infeliz volverse loca; pero meditando después en su situación formó un plan para salir de apuros que no podía estar mejor combinado.
Redujo a dinero metálico las muchas joyas que aún le quedaban, y aumentando con él y con lo que produjo la venta de sus magníficos muebles el bolsillo que había tenido la prudencia de ocultar a su pérfido amante, se halló con un capital que, depositado en manos seguras, le producía lo bastante para vivir con decencia,p. III-6 si bien con la más severa economía.
Hecho esto tomó una habitación reducida, conforme a su nueva posición, no muy lejos de la casa del marqués; y sin más asistencia que la de una sola criada, entabló una vida tan retirada como antes la había tenido bulliciosa. Desaparecieron las galas y los adornos, reemplazándolos un modesto hábito del Carmen y un manto negro. En vez de los banquetes y festines se sustituyeron las misas y devociones. En una palabra, en menos de un mes la cortesana Violante se convirtió en una beata, que tenía asombrado a su barrio con la ejemplar vida que hacía.
Por más de tres días fue aquella mujer el objeto de la conversación general en todo Valladolid. Los hombres decían que se había vuelto loca; las viejas, que Dios la había tocado en el corazón; los predicadores, con alusiones sobradamente claras, incitaban a seguir el ejemplo de aquella pecadora a todas las que se hallabanp. III-7 en su caso; pero las mujeres jóvenes y algunos hombres de talento pensaban que aquello no era más que una nueva farsa. Hinojosa opinaba también del mismo modo; y el marqués no opinaba nada, porque como a nadie veía más que a su primo y al capellán Teobaldo, y ambos se guardaban muy bien de hablarle de semejante materia, ignoraba cuanto pasaba.
Desde que Violante adoptó su nuevo método de vida, renunció absolutamente a hacer diligencia ninguna para reconciliarse con el marqués; y el comendador, que al principio había temido que todo aquel aparato de devoción y reforma de costumbres no fuera más que una añagaza para sorprender a su incauto primo, acabó por persuadirse de que la dama no pensaba ya en él. Este era precisamente el punto más importante para la ninfa. Hinojosa era su más temible, o por mejor decir, su único enemigo, pues don Juan ni la conocía, ni pensaba en ella;p. III-8 el padre Teobaldo era un sandio personaje muy fácil de engañar, y el marqués estaba vencido con poquísimo trabajo a favor suyo.
Un mueble, el más indispensable para toda devota, es un director espiritual; y para los fines de Violante lo era entonces extremadamente. Lo importante era hacer una elección acertada. El padre Teobaldo fue la persona en quien primero se fijó; pero reconoció desde luego la imposibilidad de lograrlo, pues aquel capellán, afecto al servicio particular de la familia del marqués, y haciendo una vida sedentaria por hábito, por vejez y por inclinación, no ejercía jamás sus funciones sacerdotales fuera del oratorio de la casa de los Vargas.
Como su vida anterior la tenía a mucha distancia de los eclesiásticos, a excepción de uno que otro cortesano, fue preciso que se dirigiese a varias beatas con quienes había hecho conocimiento desde que ella lo era también; y después dep. III-9 haber escuchado con atención sus informes sobre diferentes religiosos, eligió por fin para su director espiritual a cierto dominico anciano, llamado el padre maestro Retamar, hombre célebre por su piedad, y más aún por su candor y beneficencia.
El bueno del padre la recibió con amor; oyó lo que quiso decirle; le prometió su asistencia y auxilios; y en una palabra, dando crédito a la fingida historia de seducción que le plugo a la ninfa contarle, aunque sin nombrarle por entonces el seductor, se aficionó a ella sobremanera.
Sucedió que Violante tuvo una ligera enfermedad. El padre Retamar fue a verla diariamente, y como su edad y buena reputación le ponían enteramente a cubierto de toda suposición maligna, el resultado fue que todo el que lo supo empezó a creer sincero el arrepentimiento y verdadera la reforma de aquella mujer. Las beatas de aquel barrio se deshacían en alabanzas de la nueva Magdalena: nop. III-10 faltaba entre ellas quien opinase que si continuaba viviendo de aquella manera, podría llegar a ser una bienaventurada.
No dejaba de tener mérito tampoco para Violante la novedad de su posición. Fijar la atención del público había siempre sido su mayor deseo. Hacerlo escandalizando o edificando debía serle, y le era en efecto, indiferente. Además, los placeres la habían ya saciado, y si bien no dejaba alguna vez de bostezar de aburrimiento en la iglesia debajo de su manto, hallaba la compensación en la perspectiva de asegurarse para siempre una fortuna sólida e independiente.
Entre tanto su preñez adelantaba aproximándose a su término, y con él llegaba la época fijada para la ejecución del gran proyecto.
Una tarde, pues, que el reverendo Retamar a la vuelta del paseo había entrado a verla, la halló deshaciéndose en lágrimas con el rosario en la mano, y preguntándolap. III-11 qué era lo que tanto la afligía, respondió la taimada:
—¿Qué ha de afligirme, padre mío? Mis pecados son muchos, pero la pena que por ellos se me impone en este mundo es superior a mis fuerzas.
—No digáis eso, hija; no lo digáis: por graves que vuestras penas os parezcan, el Señor, que os las envía, sabrá por qué: llevadlas con resignación, hija, y se os recibirán en descuento de vuestras culpas.
—Padre mío, por mí no lo siento: conozco que todo castigo es poco para mi fragilidad; pero si queréis oírme un momento a solas sabréis la justa causa de mi dolor.
El compañero del padre maestro tuvo la bondad de salirse al cuarto donde estaba la criada, y solos aquel y su penitente, empezó esta a decir:
—Yo, padre, soy viuda de un contador de Indias: volví joven a España, y me establecí por desdicha en Valladolid. Dios ha querido dotarme, según dicen, de alguna hermosura; ella y mi geniop. III-12 festivo atrajeron inmediatamente a mi casa a todos los caballeros más jóvenes, más galanes y también más libertinos de la ciudad.
—Cosa demasiado natural, hija mía, demasiado natural; pero todo eso ya me lo habéis dicho diferentes veces.
—Quiero tomar las cosas desde el principio, para presentaros completo el cuadro de mis desdichas y flaquezas.
Diciendo esto empezó Violante a llorar de nuevo con profundo sollozo, tanto que el pobre fraile tuvo que acudir a su pañuelo, y medio lloroso aún la dijo:
—Confianza en Dios, que es misericordioso; prosiga, hermana, prosiga.
—Muchos fueron los que desde luego me galantearon, pero desechados inmediatamente, tuvieron bastante cordura para limitarse a ser mis amigos, visto que no podían ser amantes. Dos de ellos, sin embargo, se obstinaron. Uno, ¡ay de mí!, el marqués de ***, y otro un don Rodrigo, mancebo de perversas inclinaciones.p. III-13 El primero, lleno de buenas prendas, se fue cautivando insensiblemente mi corazón: el segundo, a quien siempre miré con el más alto desprecio, después de haber intentado en vano rendirme por cuantos medios se le ocurrieron, juró vengarse de mis desdenes, y lo cumplió demasiado. El marqués, padre Retamar, que sabía bien que yo no era mujer para ser su manceba, se limitó mucho tiempo a galantearme con la mayor moderación y respeto, hasta que ya, no pudiendo (decía él) resistir a su amor, me propuso darme su mano. Figuraos si tal propuesta, hecha por un hombre a quien yo amaba tiernamente, sería para mí grata y seductora. Reflexioné, sin embargo, que aunque mi nacimiento fuese honrado, era muy inferior al suyo, y que casándose conmigo iba no solo a indisponerse con su ilustre familia, sino tal vez a exponerse al enojo del rey. Quise más bien renunciar a mi propia dicha que proporcionar tales disgustos a mi amante.
—No se puede obrarp. III-14 con más juicio ni con más virtud. Adelante, que hasta aquí no tenéis motivos de afligiros.
—¡Ah, padre! Veréis en lo que sigue cuán fundado es mi dolor. Declaré, pues, al marqués que estaba firmemente resuelta a no casarme con él, y como le viese, sin embargo, insistir con más fuerza que antes en su proposición, me exalté tanto que juré por la salvación de mi alma no ser jamás su mujer.
—Mal hecho, hija; muy mal hecho: quebrantaste el segundo mandamiento jurando sin necesidad.
—Las consecuencias de aquel malhadado juramento fueron fatales. Desesperado el marqués con mi negativa, enfermó; y negándose a admitir cuantas medicinas se le querían administrar, tres facultativos declararon unánimes que indudablemente moriría. Yo le amaba, padre mío, como aún hoy le amo a mi pesar: le veía morir, y sabía que era la causa de ello. Fui a verle, y me estremezco solo al recordar el estado en que le hallé. Cárdeno el color, hundidosp. III-15 los ojos, sin voz apenas: en resumen, con todas las señales de una muerte próxima. Partióseme el corazón de dolor con tan triste espectáculo. Así que el desdichado me vio dio un profundo suspiro, y en tono sepulcral me dijo: «Tú me matas». ¿Qué había de hacer una débil mujer en tan amargo trance? El amor y la compasión sofocaron el grito de mi conciencia, y le ofrecí que, ya que mi juramento no me permitía nunca ser su esposa, le sacrificaría mi reputación entregándome a sus brazos, si él consentía en tomar las medicinas y sujetarse a cuanto los médicos le ordenasen. Todo lo prometió y cumplió con indecible alegría. Mis cuidados, sus esperanzas y los buenos facultativos le restablecieron en breve tiempo. Yo, padre, también cumplí mi criminal promesa.
—Dios tenga piedad de vos, hija mía.
—Así sea, como lo espero de su misericordia. Vivimos algún tiempo el uno en los brazos del otro: súpose en la ciudad, y perdí para siempre mi buena opinión.p. III-16 No tardaron nuestros amores en llegar a los oídos de don Rodrigo: la idea de ver a su rival en mis brazos le enfureció de manera que, según he sabido después, trató de asesinarnos a ambos; pero tranquilizándose en breve, meditó y puso en práctica otra venganza más cruel si cabe. Imposible parece que haya hombre que conciba tan infernal proyecto; víctima soy de él, y apenas puedo creerlo. Don Rodrigo se puso de acuerdo para perderme con un primo del marqués llamado el comendador Hinojosa, quien aspirando a manejarlo por sí y apropiarse de parte de sus riquezas, me aborrecía y aborrece mortalmente. Sedujeron a dos de mis criados que, una noche en la cena, me sirvieron un vino infeccionado con cierto licor soporífero, que tardó poco en aletargarme. Lleváronme a mi lecho, y en él se introdujo el traidor don Rodrigo. El marqués, conducido por su primo, me vio a la mañana siguiente en los brazos de aquel malvado. Despertome el ruido dep. III-17 las voces de mi injuriado amante y de su infame pariente. Figuraos mi turbación. El marqués no quiso oírme; don Rodrigo huyó, robándome las joyas que yo llevaba puestas la noche antes. Yo miraría esta desgracia como un bien, pues a ella debo el haber abierto los ojos sobre mis extravíos, si yo sola hubiera sido la víctima de ella; pero una inocente criatura que aún no ha visto la luz, y que debe la existencia al marqués, va a verse en la miseria, privada del consuelo de abrazar a su padre, y sin más amparo que el de una madre infamada por la más atroz de las calumnias.
Al concluir su bien compuesta novela dio Violante una muestra de su talento en el arte de fingir, llorando y sollozando a más y mejor con no poca pena del candoroso dominico.
Este, después de emplear con la mejor fe posible todas las razones que su caridad le sugirió para consolar a la que él creía más desgraciada que culpable, viéndolap. III-18 algo más serena, acabó por preguntarla qué partido pensaba tomar en aquellas circunstancias. Violante contestó que verdaderamente no sabía qué hacer; y que estaba resuelta a seguir los consejos de su reverencia, si tenía la bondad de querer ocuparse en los asuntos de una criatura tan miserable. El fraile protestó que sus deberes y la propensión natural de su corazón le hacían mirar como la más sagrada de sus obligaciones el auxiliar a los menesterosos, de cualquiera manera que lo necesitasen y en su mano estuviese el hacerlo; que en consecuencia aconsejaría a su penitente lo que mejor le pareciese; y que para exponerse menos a errar, lo pensaría detenidamente aquella noche, y a la siguiente mañana volvería a conferenciar con ella. Despidiose, pues, exhortando a Violante a la resignación y a implorar con repetidas y fervorosas oraciones el auxilio del Todopoderoso.
Antes de las diez de la mañana delp. III-19 siguiente día ya el bueno del padre Retamar salía de la casa de su hija de confesión, después de haber convenido con ella en el giro que debía darse a aquel asunto, y de haberse ofrecido espontáneamente a tomarlo todo a su cargo.
Para no perder tiempo se dirigió entonces mismo a la casa del marqués, en donde su hábito y su nombre, ventajosamente conocido en toda la ciudad, le abrieron paso sin dificultad hasta el cuarto del que buscaba, a quien acompañaban en aquel momento el comendador y el padre Teobaldo. Los tres se pusieron en pie para recibir al religioso; y así que este, después de corresponder cortésmente a su saludo, anunció que deseaba hablar reservadamente al dueño de la casa, se retiraron los otros, dejándolo a solas con él.
Hinojosa no lo hubiera hecho si sospechara el negocio que llevaba a su cargo el dominico; pero ¿quién había de figurarse que un hombre a todas luces respetablep. III-20 era, sin saberlo, instrumento de las maquinaciones de una mujer abandonada?
Solos ya el marqués y el padre Retamar, estuvieron algunos instantes en silencio, esperando el primero a que el otro hablase, y sin saber el fraile por dónde principiar. El marqués, cansado de esperar en balde, rompió por fin el silencio.
—¿No podré saber —dijo— qué motivo es el que me proporciona la honra de esta inesperada visita de vuestra paternidad?
—La honra es toda mía, toda mía, señor marqués; y el motivo que me trae es uno muy grave, en que se halla interesada nada menos que vuestra eterna salvación.
—¡Jesús me valga! Padre maestro, no tardéis en decírmelo.
—No quisiera, señor mío, que se me tuviera por entremetido: protesto desde luego que solo el interés de la religión y el cumplimiento de mis obligaciones como sacerdote es el que me mueve a venir a hablaros.
—Vuestra paternidad puede decirp. III-21 cuanto quiera, seguro de que yo le escucharé con la veneración que todo buen cristiano debe a los religiosos.
—No esperaba yo menos del hijo de vuestros padres (que en gloria estén). Yo los he conocido, señor marqués, y puedo certificar que eran personas de singular virtud y ejemplares costumbres.
—Muchas gracias, padre Retamar, por la merced que les hacéis.
—Justicia y nada más, señor marqués; pero vamos al asunto, que es lo que importa.
Tosió el fraile, limpiose las narices, y después de aclarada la garganta en el tiempo que fue menester para tomar aliento y hacer ánimo, dijo por fin:
—Vuestra señoría no habrá olvidado que en otro tiempo conoció a una señora llamada Violante.
El marqués mudó de color, pero no respondió palabra. Un instante después continuó el padre:
—Yo, señor marqués, aunque indigno sacerdote, soy hace algunos meses confesorp. III-22 y director espiritual de esa afligidísima y arrepentida mujer. Con esto digo bastante para que me supongáis enterado de cuanto ha mediado entre ella y vos. Sí, señor, todo lo sé; y aun lo que vos mismo ignoráis. Un don Rodrigo...
—¡Bribón! —exclamó el marqués.
—Más de lo que su señoría piensa, pues valiéndose de un ardid infame, como puedo probarlo, supo hacer que pareciese delincuente a vuestros ojos la que jamás cometió otro delito que el de ceder a vuestras instancias.
—Padre mío, os han engañado. Yo, yo mismo la he visto en los brazos de don Rodrigo. ¿Qué podrá decir a esto?
—¿Qué podrá decir? Lo que oiréis de mi boca.
Y en seguida refirió el padre Retamar al marqués la fábula que Violante le había contado a él, omitiendo solo, por amor de la paz, la parte que en ella se atribuía al comendador. Para probar la verdad de todo cuanto dijo ofreció presentar la criada que se suponía seducidap. III-23 por don Rodrigo, y que, arrepentida de su delito, estaba pronta a declararlo en forma, siempre que se la prometiese su perdón.
Violante había buscado a la misma criada que la vendió a ella al comendador Hinojosa; y aquella mujer, que solo aspiraba a ganar dinero, importándole poco que para lograrlo se tratase de engañar a desengañar a un marqués tonto, convino desde luego en representar el nuevo papel que se le propuso. Empezó a representarlo el mismo día de que vamos hablando, en casa de su ama, delante del padre Retamar; y este con su testimonio quedó tan convencido de la inocencia de Violante, que hubiera sufrido el martirio por defenderla, lo mismo que por confesar la verdad del Evangelio.
Oyó el marqués con suma atención y no poco enternecimiento la relación de las desgracias de su querida; pero cuando acabó de convencerse de su inocencia fue cuando el padre dominico, con un calor que acostumbraba pocas veces, lep. III-24 hizo saber la vida ejemplar y retirada que después de su separación había tenido Violante.
—Sí —exclamó con indecible gozo—, sí; es inocente, y sus trabajos recibirán la recompensa, y volveremos a unirnos...
—No señor —replicó el fraile—. ¿Podéis hacer la injusticia al hábito de nuestro padre Santo Domingo de creer que un hombre que lo viste se había de mezclar en este asunto para reconciliar a dos amantes, para restablecer unas relaciones ilegítimas, para contribuir a la perdición de dos almas?... No señor: no será así; y estad seguro de ello.
El pobre hermano de don Juan, oyendo aquella filípica, aunque justa, inesperada, se quedó precisamente como un niño sorprendido in fraganti por su pedagogo haciendo alguna travesura de marca mayor. Con los ojos espantados, la boca abierta y las manos cruzadas largo tiempo, aun después de haber acabado de hablar el fraile, escuchaba a ver si teníap. III-25 algo más que decirle. Entre tanto el padre Retamar, recobrando su acostumbrada calma, volvió a tomar sosegadamente el hilo de su discurso.
—Violante ha reconocido que se hallaba en el camino de la perdición: se ha apartado de él, y está resuelta a no volver a pisarlo. Vuestra mujer legítima bien sabéis que no puede serlo: así, pues, como cristiano estáis obligado a renunciar para siempre a ella. Mas aún nos resta que hablar del más importante, del verdadero objeto que me ha traído a esta casa. Violante está encinta.
—¡Madre mía de los Dolores! ¿Será posible, padre Retamar?
—Tan posible que en breve dará a luz, Dios mediante, una criatura cuyo padre sois.
—¿Yo su padre?... Pero y don Rodrigo...
—Calculad las fechas, señor marqués, y veréis cómo en ese punto no debe quedaros duda.
Tenía el marqués demasiada inclinación a Violante para no creer cuanto bueno de ella le quisiesen decir; y comop. III-26 por otra parte, en consecuencia de su educación monástica, cuando un eclesiástico le hablaba era siempre de su opinión, se dio desde luego por convencido, y lo quedó plenamente de la paternidad con que la dama quiso favorecerle.
Conseguido esto, lo demás era fácil de arreglar. Aunque no sin repugnancia, prometió el marqués no ver a Violante; y aseguró, con el mayor gusto, que reconocería en forma al hijo o hija que ella diese a luz, señalando a su madre una pensión vitalicia de mil ducados sobre todos sus bienes, por medio de escritura legal que había de otorgarse en las veinticuatro horas, contadas desde entonces mismo. Por último, convinieron en que todo lo tratado entre ambos quedaría secreto, pues el marqués no quería exponerse a las reconvenciones de Hinojosa, ni disgustar a su hermano. Inmediatamente el marqués pidió su coche y salió a casa de su escribano a formalizar la escritura de la pensión; y el fraile se fuep. III-27 a dar cuenta del buen éxito de sus diligencias a Violante, quien no tuvo poco trabajo en ocultar su inmensa alegría bajo el velo de una devota conformidad con la voluntad del Señor.
Quince días después dio la beata de nuevo cuño a luz un muchacho robusto, al que el padre Retamar, al bautizarlo con el nombre de don Pedro Alcántara de Vargas, que era el mismo de su presunto padre, dijo que encontraba maravillosa semejanza con el marqués. Este, que en aquel acto vio también por primera vez al tierno infante, se deshacía en lágrimas de gozo, estrechándolo en sus brazos y jurando que todas las facciones eran las de la familia de los Vargas, si bien más bellas por lo que de Violante tenían. El hecho es que el recién nacido era, como lo son todos, un rollo de carne con ojos y facultad para llorar, en cuyo rostro, aún en embrión, solo la ceguedad del cariño encuentra semejanzas que no pueden existir.
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No nos atreveremos a decir que el nuevo don Pedro Alcántara fuese en efecto hijo del marqués, pero tampoco a negarlo; y esto en razón a que ni su propia madre podía decir en ello cosa cierta.
Una labradora de Simancas, villa pequeña situada sobre un cerro en las orillas de Pisuerga a dos leguas de Valladolid, buscada de antemano, se llevó al niño para criarlo, y solo se la dijo que era de padres nobles y ricos, sin descubrir quienes fuesen. El padre Retamar quedó encargado de pagar a aquella mujer un espléndido salario, y de suministrarla además cuanto necesitase.
Violante se restableció pronto, y aunque con la pensión del marqués hubiera podido vivir con más lujo, conservó por prudencia su método anterior de vida, sin más diferencia que la de hacer una vez cada semana un viaje a Simancas a ver a su hijo, a quien quería entrañablemente, y de cuya conservación dependía en gran parte su fortuna.
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Desde la visita del padre Retamar la amistad del marqués a su primo el comendador empezó a resfriarse tan notablemente que, advirtiéndolo, aquel caballero tomó la resolución de no mezclarse de allí en adelante en darle consejos, visto que el marqués estaba siempre en conversaciones secretas con su capellán, a quien había confiado su secreto.
Justamente estos sucesos coincidieron con el segundo y tercer viaje de don Juan a Madrigal; y ambos hermanos, ocupados en sus amores, cuidaron poco uno de otro, contentos con que no se observasen sus pasos, ni se pusiesen trabas a sus operaciones.
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Dos o tres días después del nacimiento de su equívoco sobrino regresó don Juan a Valladolid; y apenas hubo llegado a su habitación, cuando encerrándose en ella abrió el misterioso pliego que Gabriel le había entregado. Rota la primera cubierta, halló que contenía otro pliego sellado con las letras S. R. L., cuyo sobrescrito era el siguiente:
«A doña Inés Contiño, Sotomayor, Álvarez de Castro; en el convento de religiosas de la orden de...
Salud y gracia».
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A más de este halló Vargas un billete abierto que decía así:
«Señor don Juan: en el convento de religiosas de la orden de..., que no podéis ignorar en qué parte de la ciudad se halla, encontraréis la dama a quien va dirigida la adjunta carta. Para que se os permita la entrada en él, preguntad por doña María de Castro, y decid que vais a hablarla de parte de su tío el abad. — Dios os guarde, como deseamos. — S.».
—¡Otro misterio más! —exclamó don Juan—; pero a bien que en viendo yo a Inés habrán de terminarse sin remedio.
Concluyendo esta reflexión se puso a vestirse para presentarse en el convento con la debida decencia, y aún no había acabado de hacerlo, cuando vinieron a buscarle de parte de su hermano el marqués, que deseaba hablarle inmediatamente.
Trasladose Vargas sin detención a su cuarto, y le oyó, con no poca sorpresa, decir que un asunto importante le llamabap. III-32 a Madrid, para donde pensaba salir sin falta al día siguiente por la mañana, llevando consigo al padre Teobaldo.
Don Juan, admirándose de que su hermano se decidiera a viajar, y a Madrid, adonde jamás había querido pensar en ir, y más aún de que tuviese asuntos reservados para él, cosa que hasta entonces no le había sucedido, pero deseoso también de abreviar la conferencia para poder marcharse al convento, se limitó a contestar que estaba bien, pues el marqués lo creía conveniente, y a desearle un feliz viaje y pronta vuelta.
Por su parte el marqués, que había temido que su hermano le hiciese mil preguntas a las que no sabía qué contestar, se dio por muy contento de verse libre de aquel apuro; y so pretexto de disponer las cosas para su viaje, se despidió de Vargas, que no le hizo repetir dos veces el permiso para retirarse.
¿Quién podrá pintar la agitación de Vargas en el tránsito desde su casa alp. III-33 convento designado en la esquela anónima que el pliego contenía? Sería imposible.
Perdíase en conjeturas a cual más singular, a cual más descabellada y distante de la verdad; pero lo que más le aquejaba era el temor que le hacía concebir el haber visto hasta entonces burladas siempre sus esperanzas de no conseguir, aun en aquella ocasión, el deseado conocimiento de quién era Inés, y de los medios indispensables para poseer su mano. Las tres iniciales del sello y la que servía de firma al billete eran también para Vargas otra materia de interminables cavilaciones, pues ni acertaba ni podía acertar con su significado. Por manera que, aunque el convento distara mil leguas de Valladolid, llegara a él tan embebido como entonces llegó en sus diversos pensamientos.
Entró en la portería, llamó al torno, y dando allí el recado que se le prevenía en el billete, recibió orden de pasar al locutorio,p. III-34 al cual fue conducido por la demandadera. Llévale esta no al locutorio general donde las madres recibían las visitas, sino a uno particular, amueblado con la limpieza y nimiedad de adornos que acostumbran las monjas, pero con más suntuosidad y elegancia que en tales parajes suele hallarse. La demandadera, mujer habladora y bachillera, por si acaso don Juan no había reparado aquella diferencia, se la hizo notar, advirtiéndole que el tal locutorio era el reservado en que la madre abadesa recibía las visitas de su ilustrísima el señor obispo y otros personajes de distinción.
Con poca cuerda que don Juan la hubiera dado hubiera podido saber la historia detallada de todos y cada uno de los muebles de aquel aposento; pero Vargas, que desde que entró había clavado los ojos en la reja que separaba la parte destinada para los profanos de la que ocupaban las religiosas, no se dignó responder una sola palabra; y la demandadera,p. III-35 picada de ver que se la trataba con tanta indiferencia, se retiró, murmurando entre dientes que era lástima que un mancebo tan galán de persona no fuera algo más cortés.
No se pasaron tal vez tres minutos desde que el hermano del marqués entró en el locutorio hasta que se abrió la puerta de este que comunicaba con lo interior del convento, y entró por ella una dama de noble porte y elegante traje.
Llevaba un vestido de rica seda negra labrada, con la manga, que solo llegaba hasta el codo, muy ancha, y terminada de la misma manera que la del hábito de algunos frailes, en figura triangular. El jubón era ceñido al cuerpo, cerrado por las espaldas y abierto por delante, con dos solapas caídas sobre el pecho. Una gola blanca como el armiño ceñía su garganta. El talle del vestido, arreglándose a la forma del cuerpo, iba sobre la cadera; y la falda, con bastante vuelo, era algo más larga por detrás que por delante.p. III-36 Una rica cadena de oro, que daba dos vueltas al cuello y caía con gracia sobre el pecho y espaldas, llevaba pendiente un magnífico medallón guarnecido de diamantes con el retrato de una mujer joven y hermosa. El peinado de aquella dama era sumamente sencillo y gracioso: el pelo recogido en un rodete colocado bastante atrás, y la parte de delante dividida como hoy se lleva, pero sin rizo alguno. Dos hilos de perlas finas daban vuelta a la cabeza y se terminaban sobre la frente en un broche, en el cual brillaba un diamante de alto precio. Para no dejar nada por decir, añadiremos que en las manos de aquella dama se veían muchas sortijas, y que en la derecha llevaba un libro de oraciones encuadernado en terciopelo morado con abrazaderas de plata.
Menester fue que Vargas la mirara muy despacio para reconocer en una persona tan ricamente ataviada a la humilde pastelera de Madrigal; pero en fin, no pudiendo negarse a lo que sus ojos veían, exclamó:
p. III-37
—¿Inés, sois vos?
—Yo soy, don Juan: no me causa extrañeza vuestra admiración; pero en verdad no deja de sorprenderme que hayáis descubierto mi asilo, el nombre que en él me dan, y la manera de verme.
—Yo mismo, Inés, no sé cómo esto ha sido; tal vez vos podréis comprenderlo mejor viendo este pliego.
Sacó entonces el que llevaba, y alargóselo a Inés al través de la reja. La bella morena lo recibió con gravedad, reconoció el sello antes de abrirlo, y se puso en pie para hacerlo. Así que lo hubo verificado buscó la firma, besola con respeto, y después, siempre en pie, leyó su contenido con la mayor atención.
Vargas la miraba sin acertar a comprender tanta ceremonia, y esperando con ansia el resultado de aquella lectura, que duró lo bastante para que le pareciera interminable.
Por fin Inés, después de haberse enterado muy a su sabor del contenido del pliego, volvió a doblarlo escrupulosamente,p. III-38 y lo encerró en un saco llamado limosnero que llevaba pendiente de la cintura, así como un cordón de hilo de oro que la servía de ceñidor, y se terminaba en dos borlas casi sobre los pies.
—La persona de quien dependo —dijo la dama pastelera ya sentada—, la persona de quien dependo únicamente en este mundo, me autoriza a enteraros de la historia de mi vida, a declararos quién soy, y a daros explicaciones sobre un lance que ha podido dar lugar a dudas sobre mi sinceridad. Hablo de lo ocurrido en el Carmen. Lo que voy a deciros parecerá tal vez falta de recato; pero acostumbrada a vivir entre hombres y en medio de los peligros hace años, puede disculpárseme si me muestro algo más libre que otras de mi sexo. El primer hombre a quien he amado, el único que he amado, el que hoy amo y amaré siempre, sois vos, don Juan.
—¡Celestial Inés! ¡Quién será más dichoso que yo cuando os oigo hablar así!
—Bajad la voz, no nos oigan, y escuchadme,p. III-39 porque sería imprudente prolongar esta visita demasiado. Hace tiempo que yo preveía que llegaríamos al punto en que hoy estamos, aunque tal vez no contaba con que fuese tan pronto. Sin embargo, tengo ya concluida una relación acaso prolija de los principales sucesos de mi vida. Por el escrito que os entregaré podréis juzgar si soy o no digna de vuestro amor. Pero ¡ah, don Juan! ¿Por qué quiso el destino que me conocierais?
—Para mi ventura, adorada mía.
—Plegue al cielo que así sea, pero temo lo contrario: yo no puedo ser vuestra sino con una condición.
—¿Y dudáis de que todas me parecerán suaves, deliciosas, tratándose de lo que más deseo?
—Tal vez no; y ese es mi mayor tormento. Don Juan, la empresa en que se os quiere comprometer no solo es arriesgada, sino, y ojalá que me engañen mis tristes presentimientos, desesperada, imposible de llevar a cabo. ¿Cuál sería mi dolor si rico, joven y dueño de mi corazón, os viera víctimap. III-40 de proyectos que nada os interesarían si no me hubierais conocido?
—Y bien, Inés, desde este momento son míos; no necesito saber más que podrán reportaros alguna utilidad, y conducirme a mí a la dicha de ser vuestro esposo, para ser el más celoso partidario de ellos. ¿Qué es preciso hacer? ¿Atravesar los mares? ¿Abandonar patria y familia? ¿Pelear, renunciar a mi propio nombre, servir de esclavo? Hablad, Inés: ¿qué se exige de mí? Decidlo; y si hay peligro, por grande que sea, que me detenga un instante, despreciadme entonces como indigno de vuestro amor.
El entusiasmo de don Juan conmovió a Inés extraordinariamente; y no permitiéndola su agitación responder de palabra, alargó por la reja una mano, que fue besada con indecibles transportes.
—Y bien, mi Inés, mi señora, mi vida, ¿qué me decís?
—¿Qué he de deciros, don Juan? Si yo hubiera de combatir contra solo mi amor, aunque grande,p. III-41 tal vez pudiera vencerlo aunque me costara la vida; pero contra el vuestro también, me es imposible. Sea, pues, lo que el destino ordene. Esperadme un momento.
Salió diciendo esto del locutorio y en breve volvió, trayendo una caja o estuche de madera preciosa, la cual con su llave pendiente de un cordón entregó a Vargas, diciéndole:
—Dentro de esa caja hallaréis la historia de la mujer en quien habéis puesto los ojos. El cielo sabe si me cuesta que nos separemos tan pronto, pero es preciso: idos, don Juan.
—¿Tan presto, señora?
—No podemos ni debemos llamar la atención de las religiosas. Dentro de tres días volved a la hora de hoy.
—¡Tres días, Inés! ¡Tres días sin veros!
—Tiempo hubo en que un mes no os pareció mucho tiempo de ausencia.
—¿Aún os dura esa memoria, Inés mía? Paréceme que ya he pagado bastante aquel delito. Es imposible que pudiendo veros pase yo tres días sin hacerlo.
—Pues bien, venid pasado mañana:p. III-42 ya rebajo un día. Adiós, y no me olvidéis.
—Antes me olvidaré de que existo.
—Mucho ponderáis, señor don Juan.
—Más siento, señora, a fe de caballero.
En esto, deshaciendo Inés su mano de las de su amante, que al tomar la caja se había quedado con ella, se retiró ligeramente para salir del locutorio. Ya en la puerta volvió la cabeza, y mirando a Vargas con toda la expresión del amor y del agradecimiento.
—Adiós, mi don Juan —le dijo, y desapareció.
Vargas salió del convento arrebatado de gozo, y volando más que andando corrió a examinar el contenido de la preciosa cajita.
p. III-43
MANUSCRITO DE INÉS.
«¡Oh Clara! ¡Mi amada Clara! Si desde tu morada celestial tu alma pura puede todavía conservar sus relaciones con los objetos que en la tierra le fueron queridos, me atrevo a creer que nunca tu espíritu se apartará de tu Inés. La feliz indiferencia por los hombres, que tanto envidiabas en ella, ha desaparecido para siempre: ahora y no entonces es cuando comprende todos tus tormentos. ¡Pobre Clara! Solo en la tumba has hallado el descanso. ¿Será mi destino correr igual fortuna?
»Aún no sé si este escrito será jamásp. III-44 leído por otro viviente más que yo misma. ¿Quién podrá asegurar que la persona para quien le destino querrá comprar, a costa tal vez de su propia dicha, la satisfacción de su curiosidad con respecto a mí? Comoquiera que sea, si estos caracteres, trazados por mi mano, llegaren a las suyas algún día, sepa que para él, y para él solo, he podido resolverme a confiar al papel las desgracias de mi familia, cuyo término está cuando menos muy lejano.
»Don Sebastián Contiño de Álvarez nació en la ciudad de Oporto, en el reino de Portugal, vástago de una ilustre familia. Su inclinación le llamó al ejercicio de las armas desde la niñez, y en ella se envejeció. Era don Sebastián un soldado a toda ley: valiente, sincero, y fiel a su rey. Ya muy adulto se enamoró, y obtuvo sin dificultad la mano de doña María Sotomayor de Castro, que era una señora igual a él en nacimiento, superior en fortuna, y célebre porp. III-45 sus virtudes y claro entendimiento.
»Fruto de este matrimonio fueron dos hijas: mi pobre hermana Clara y yo, que nací dos años después.
»Apenas habría yo cumplido cuatro años, cuando tuve la desgracia de perder a mi madre; y a pesar de ser entonces tan tierna mi edad, no he podido jamás olvidar la dolorosa impresión que aquel suceso me causó, ni los extremos que mi padre hacía con la aflicción de separarse para siempre de una esposa a quien adoraba. Clara y yo recibimos, deshechas en lágrimas, la última bendición de nuestra madre moribunda; y solo a ella puedo atribuir el que en medio de tantas vicisitudes en que después nos hemos visto, ni la una ni la otra nos hemos apartado un solo instante de la senda de la virtud: gracias sean dadas al que todo lo puede.
»El mismo año de la muerte de mi madre, que fue el pasado de 1578, se partió el rey don Sebastián a su desgraciada expedición al África; y mi padre,p. III-46 no queriendo dejar de acompañarle, nos puso al cuidado de una parienta de mi madre, llamada doña Francisca de Alba, mujer de don Frey Cristóbal Tabora, gran privado del rey, y que también le acompañó en aquella sangrienta jornada, causa de dolor eterno para el Portugal.
»Parece que mi padre al despedirse de nosotras tenía el triste presentimiento de no volvernos a ver. Estrechonos en sus brazos mil veces, y no pudo dejarnos sin derramar copiosas lágrimas; cosa en él bien singular, pues acaso en esta ocasión y en la de la muerte de mi madre serían las dos únicas de su vida en que se le viese llorar.
»Perdiose la batalla: murió en ella la flor de la nobleza lusitana, y la consternación fue general. Mi tía doña Francisca no supo de su marido; nosotras ignoramos la suerte de nuestro padre; y ni teníamos ni podíamos hallar consuelo, porque donde quiera que volviésemos la vista solo hallábamos orfandad, viudez yp. III-47 desolación. Jamás pueblo fue tan severamente castigado por faltas de su rey como Portugal por el imprudente arrojo de don Sebastián.
»La edad de Clara y la mía nos libertaron entonces de apurar aquel cáliz de amargura; pero sin embargo mi hermana, que nació con un corazón demasiado sensible, contrajo desde entonces una melancolía que conservó hasta el sepulcro.
»Para colmo de desdichas, nuestra tía se hizo un objeto de sospechas eternas para el gobierno; y es de advertir que cuantos volvieron de la batalla, o eran deudos, amigos y allegados de los que fueron a ella, o bien habían gozado de algún favor con don Sebastián, fueron desde entonces perseguidos más o menos, casi sin excepción.
»¿Qué cosa más natural que, ignorándose la suerte de un padre, de un esposo, de un hermano, de un amigo, se tratase de inquirir qué era de él? ¿Quién se atreverá a condenar al que no quiere convencerse,p. III-48 sin haber adquirido pruebas innegables, de que ha perdido para siempre a una persona querida?... Y, sin embargo, cualquiera de estas dos cosas se miraba y se mira hoy en Portugal como un crimen atroz.
»Doña Francisca de Alba preguntaba, inquiría, buscaba sin cesar indicios de que su marido no había muerto... “Conspira”, dijeron los satélites del tirano; y la triste viuda se vio muy cerca de ser sepultada en un calabozo. Tuvo, pues, que salir de Lisboa y establecerse en su quinta de la Torre Vieja. Nosotras la seguimos; pero mi tía, que aún no se consideraba segura, no queriendo exponernos a una tropelía de las que entonces eran frecuentes, ni envolvernos en su ruina, nos envió a la Sierra del Carnero con una criada de confianza llamada Marta y el mulato Domingo, a quien don Juan conoce.
»En lo más escondido de un profundo valle, en medio de un bosque de naranjosp. III-49 y limoneros, una choza, que tal parecía por su techo pajizo y paredes de caña, nos ofreció un asilo cómodo y seguro, del que jamás me olvidaré aun cuando algún día llegue a habitar suntuosos palacios. Formaba aquel valle una cadena circular de montes poblados de añosas encinas, y de lo más alto de uno de ellos corría un abundante y cristalino arroyo, cuyas aguas fertilizaban su suelo, y habiendo no lejos de la choza un profundo remanso, nos proporcionaba el placer de bañarnos en el estío. Una sola vereda de cabras era la comunicación que existía entre nosotros y el resto del mundo. Nuestra choza era grande, bien repartida, y cómoda. Poco tiempo después de habitarla se retiró también a ella, huyendo de la persecución, el capellán de mi tía, anciano venerable y lleno de instrucción, que tomó a su cargo educarnos a Clara y a mí. Marta nos instruía en las labores propias de su sexo.
»Pocas veces dejamos mi hermana yp. III-50 yo de ver brillar en el horizonte el primer rayo del sol: siempre juntas, siempre con los brazos enlazados corríamos el valle, y cada día encontrábamos un nuevo placer. Hoy era un nido de ruiseñores; mañana la temprana fruta de un árbol querido. Corríamos, saltábamos, y el tiempo presente era el único que nos ocupaba. Ni el estudio ni el trabajo se nos hacían penosos, porque no nos obligaban a él: nuestro preceptor era el hombre más indulgente, más tolerante que es posible imaginar; y nosotras lo queríamos tanto, que la idea de complacerle nos hacía aprender con gusto cuanto quería enseñarnos.
»Clara, de más edad, más reflexiva, con mayor talento que yo, aprovechaba también más; pero me quería con tanto extremo que tenía un verdadero pesar cada vez que se conocía superior a mí. Si el hombre que dice haberse prendado de mí hubiera conocido a aquel ángel, viéndome a su lado me tendría por despreciable».
p. III-51
—Imposible —exclamó Vargas al llegar aquí—, imposible: no puede haber habido mujer igual ni comparable a ti, Inés mía.
Después de haber desahogado así su corazón, continuó leyendo.
«Pero yo me olvido de que estos detalles, tan interesantes para mí, han de cansar a cualquier otra persona: ocho años pasamos en aquella soledad sin que el menor incidente viniera a turbar nuestra dicha. Nuestros bienes, fielmente administrados por mi tía, nos ponían en estado de proporcionarnos toda especie de comodidades: nada deseábamos ni teníamos que desear.
»Yo tenía ya trece años; mi hermana quince, y era hermosísima criatura. Dicen que se me parecía; pero yo, y no pase por modestia, le soy muy inferior. Clara era muy blanca, perfectamente formada, y sus facciones no eran solo regulares, sino además sumamente agraciadas. Su porte era grave, dulce su mirar, encantadora su sonrisa. En general parecíap. III-52 melancólica, y jamás su alegría fue estrepitosa; pero había en su corazón una vehemencia, en su fantasía una exaltación, que dan lugar a decir que en los pocos años que pisó la tierra, más que en ella vivió en un mundo ideal.
»Cuando al despertarnos por la mañana me refería sus sueños, me parecían de aquellos cuentos maravillosos que me entretenían en mi primera infancia. Todo en ellos era sublime, extraordinario y bueno. La misma inclinación se notaba en sus lecturas: siempre prefirió las obras más metafísicas. Nunca la oí hablar de tesoros, sino de virtud y gloria. Decir que era muy religiosa es excusado; en su carácter no podía menos de serlo. Era demasiada su semejanza con los espíritus celestiales para que dejase de estar siempre en comunicación con ellos por medio de la oración.
»De mí solo diré que adoraba a mi hermana, y que tenerla a mi lado y juguetear eran todos mis deseos.
p. III-53
»Una tarde de verano, ya mucho después de puesto el sol, nos hallábamos las dos hermanas a la orilla del lago, sentadas al pie de un sauce y abrazadas como de costumbre. Hablábamos de nuestros padres, o por mejor decir, Clara hablaba y yo la escuchaba. No se le había olvidado ni una sola de las circunstancias de la muerte de mi madre, ni de la despedida de su esposo: referíamelas entonces acaso por la millonésima vez, y sin embargo nuestras lágrimas corrían en abundancia. Clara, refiriendo una desgracia, hubiera hecho llorar a las piedras.
»En esta disposición, no sé cómo alcé la vista, y en la cumbre del monte que teníamos en frente, que era justamente el que atravesaba la vereda por donde se entraba en nuestro valle, creí divisar cuatro o cinco hombres a caballo. Comuniqué mi observación a Clara, y esta confirmó mis sospechas.
»Desde que habíamos ido a la cabaña continuamente estábamos oyendo quep. III-54 aquel era el único rincón de Portugal donde se podía vivir sin estar expuesto a las persecuciones del tirano.
»Sabíamos que nuestra tía no se había venido a vivir a él por no exponerse a que la confiscasen sus bienes, no atreviéndose a visitarnos sino muy de tarde en tarde, y con las mayores precauciones, para que no se descubriese nuestro retiro. Tampoco se nos había ocultado que nuestro capellán estaba allí para sustraerse a la proscripción que le amenazaba. En una palabra, estábamos convencidas de que el descubrimiento del valle en que vivíamos sería seguido infaliblemente de nuestra ruina.
»Con estos antecedentes es fácil de concebir cuál sería nuestro sobresalto viendo aquellos cinco hombres que descendiendo del monte se aproximaban a paso largo a nosotras.
»Yo me arrojé en los brazos de Clara, a quien estaba acostumbrada a mirar como mi natural protectora, y conocí que,p. III-55 aunque procuraba serenarme, no estaba tampoco muy tranquila.
»“¿Qué hacemos?”, le dije. “Huyamos a la choza”, me respondió, “tal vez no nos habrán visto”.
»Tomamos inmediatamente este partido, y llegamos, casi sin aliento, a la pieza en que el capellán, leyendo, y Marta, en sus labores, nos vieron entrar de aquella manera, con no poca sorpresa. Pero nosotras, sin darles lugar a que nos preguntasen cosa alguna, les referimos lo que habíamos visto.
»El capellán, creyendo ya verse en poder de los jenízaros de Felipe, y de allí sepultado en un calabozo de la Inquisición, se quedó petrificado; y Marta no pensó más que en tratar de escondernos a mi hermana y a mí. Pareciome bien aquella resolución, pero no así a Clara. Esta dijo que si eran gentes enviadas por el rey las que venían, sin duda estarían bien informados de cuántos y quiénes fuesen los habitantes de la cabaña, y quep. III-56 ocultarse cualquiera de ellos solo serviría para darles lugar a cometer mayores tropelías sin fruto alguno para el escondido, a quien irremediablemente habían de encontrar por fin.
»Estaban Marta y el capellán combatiendo aquella opinión, cuando se vieron interrumpidos por dos o tres golpes dados con fuerza a la puerta, que nosotras al entrar habíamos cerrado.
»Cuál sería nuestro temor, se deja comprender. Quedémonos por algún tiempo inmóviles como estatuas: llamaron segunda vez a la puerta, y fue preciso pensar en lo que se había de hacer.
»“Es necesario responder”, dijo Clara. “¿Y quién se atreve?”, replicó Marta, “yo no”. “Ni yo”, exclamó el capellán. “Pues yo iré”, dije yo entonces. “Vamos las dos”, añadió Clara; y así se hizo.
»Acercámonos en efecto a una ventana, desde la cual vimos que el que llamaba a la puerta era el mozo de confianza que mi tía solía enviarnos con las provisionesp. III-57 y otras cosas necesarias. Ambas hermanas nos echamos a reír del gran miedo que sin causa habíamos pasado, y abrimos al bueno de Santiago, que así se llamaba el mozo, quien nos manifestó que también se había sorprendido y asustado con nuestra tardanza en responderle.
»El capellán y Marta creo que mientras esto pasaba en la puerta estarían encomendándose a todos los santos del cielo, pues cuando entramos en su cuarto con Santiago los hallamos de rodillas, blancos como la pared, cruzadas las manos, y clavados los ojos en el cielo. Costonos algún tanto convencerlos de que nada ocurría que pudiera justificar sus temores; pero por fin acabaron cediendo a la evidencia, y el buen eclesiástico preguntó a Santiago cuál era el objeto de su venida. Respondiole este, que lo vería por la carta de doña Francisca de Alba que puso en sus manos.
»Nunca he visto pasar a un hombre con tanta rapidez del exceso de la aflicciónp. III-58 al colmo de la alegría, como pasó entonces el capellán con la lectura de aquella carta, que contra su costumbre de hacerlo en voz alta, reservó entonces para sí.
»Brilló en su rostro un contento inexplicable; y como si le hubieran quitado por encanto veinte años de encima, se levantó de su asiento con indecible agilidad, y frotándose las manos, dio dos o tres paseos por la sala antes de decirnos una palabra.
»Esperábamos las tres, con la ansiedad que tan natural es en nuestro sexo, la explicación de todo aquello, pero por entonces lo que supimos servía más para irritarla que para satisfacerla.
»“Hijas mías, los hombres que habéis visto a caballo no son lo que pensabais. Vienen aquí, pero como amigos. Bien me lo daba a mí el corazón: por eso no me he asustado tanto como vosotras”.
»Esto nos dijo el capellán; y Clara y yo, oyendo su intempestiva fanfarronada,p. III-59 nos miramos, faltando poco para que soltáramos la carcajada.
»“Son”, continuó él sin advertirlo, “sujetos de distinción. Uno de ellos viene enfermo, y es menester disponerle una cama. Vamos, señora Marta, no perdáis el tiempo. Y vosotras, hijas mías, supongo que no tendréis inconveniente en ceder vuestro aposento para un desgraciado. ¿No es verdad?”. “Y con mil amores”, respondió Clara, cuyo tierno corazón compadecía ya al hombre de quien se le hablaba.
»Marta, mi hermana y yo volamos a nuestro cuarto. En un instante hicimos desaparecer nuestras costuras y bordados: dispusimos una cama que no le hubiera parecido mal a un príncipe, y salimos a anunciárselo al capellán, pero ya no le encontramos en la choza. Supusimos, con razón, que habría salido al encuentro de nuestros huéspedes, pues a poco rato le vimos llegar acompañado de cinco hombres montados en muy buenos caballos.p. III-60 Traían todos unos antifaces negros, cosa que nos sorprendió, pues, viviendo en aquella soledad, ignorábamos que los caminantes, en verano, suelen usarlos para libertar el rostro del ardor del sol y de la incomodidad del polvo. Sus vestidos no eran ni tan buenos ni tan malos que llamasen la atención. Los sombreros, de ala ancha; pero lo que más atrajo las miradas de Clara y las mías fueron las cotas de malla que llevaban encima de unos coletos de gamuza. Tal vez ellas y las armas, tanto blancas como de fuego, de que iban provistos, me hubieran hecho tenerlos por ladrones a haberlos visto algunos años después. Entonces el vicio y el delito eran para mí palabras incomprensibles.
»Mientras mi hermana y yo observábamos todo esto, se habían apeado cuatro de los jinetes, y llegándose con muestras de respeto al quinto, que permanecía montado a caballo, recibieron sus armas, que él mismo fue dándoles. Luegop. III-61 que estuvo desembarazado, trató de apearse; pero viendo los otros que no podía hacerlo, se encargaron de ello, haciéndolo con brevedad, pero con tanto cuidado que nos persuadió de que aquel hombre era el enfermo. Ya en el suelo, fue menester que se agarrara de los brazos de dos de sus acompañantes para entrar en la choza, y aun así andaba con suma dificultad.
»“Ese infeliz”, me dijo Clara, “parece que está muy malo”. Marta y yo también pensábamos lo mismo, pero era tal nuestra curiosidad, que no nos daba lugar por entonces a compadecerlo.
»Sin detención ninguna el capellán condujo a los desconocidos a la habitación preparada, y allí el enfermo se metió inmediatamente en la cama. Al cabo de una media hora salió nuestro preceptor; comunicó a Marta sus disposiciones para la cena, y la orden de arreglar, lo mejor que pudiese, en la sala que nos servía de biblioteca y cuarto de estudio, tres camasp. III-62 para aquellos señores, pues uno de ellos había de velar continuamente a la cabecera del enfermo.
»Cuando estuvo dispuesto todo, avisamos; y se nos previno que Domingo llevase la ligera colación preparada para el doliente hasta la puerta de su habitación. Allí la tomó uno de los que le acompañaban, y después se presentaron los cuatro en el comedor para cenar con nosotras, ya sin antifaces, pero con las cotas de malla, espadas y dagas.
»Vimos entonces que de aquellos cuatro sujetos uno era anciano, dos jóvenes, y el otro niño, que no llegaría a diecisiete años. Estaban todos tan tostados que más parecían mulatos que europeos; y mostraban en lo enjuto de los rostros, lacio de los cabellos y gravedad en el mirar, que la vida que llevaban no era ni cómoda, ni exenta de peligros.
»Saludáronnos cortésmente, excusándose de la molestia que nos causaban con la inevitable necesidad de hacerlo. A lap. III-63 mesa se condujeron con la más perfecta urbanidad, pero hablaron poco: no se nombraron jamás unos a otros; y aunque comieron con buen apetito, no mostraron en ello gran placer. Acabada la cena, que no fue larga, nos retiramos, ellos a descansar, y nosotras a hacer conjeturas sobre quiénes serían.
»A la mañana siguiente, después de habernos vestido para ello con algo más de cuidado que solíamos hacerlo diariamente, fuimos conducidas por nuestro preceptor al cuarto del enfermo, a quien hallamos en la cama sin antifaz ni otra cosa que impidiese verle el rostro.
»“Señor”, le dijo el capellán, “aquí tenéis a las dos sobrinas de mi señora doña Francisca de Alba”. “Bellas niñas”, contestó con una voz, aunque entonces débil, bastante sonora. “¿No me habéis dicho que eran hijas de Sebastián Contiño?”. “Y muy servidoras vuestras”, respondí yo, que como de menos edad, estaba también menos cortada que Clara.
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»“¡Pobre Contiño!”, continuó el doliente como si no me hubiera oído: “lo hizo bien; se portó como un valiente; y no fue solo. Pero todo fue inútil: Dios quiso castigar nuestra arrogancia. Que su voluntad sea hecha. Hijas mías, vuestro padre era un buen soldado, un completo caballero; espero que algún día recibiréis la recompensa de sus servicios en la tierra, porque él años ha que disfruta de ella en mejor vida”.
»Estas palabras arrancaron nuestras lágrimas. El enfermo, sintiendo al parecer habernos afligido, varió de conversación, y empezó a hacernos a ambas, aunque con más frecuencia a Clara, diversas preguntas, a las cuales tuvimos la dicha de responder acertadamente. Aquella conversación duró una hora. Yo salí ya un poco cansada; pero como Clara parecía muy satisfecha, no quise decirle una palabra.
»Todo aquel día no cesó mi hermana de hablarme del enfermo. Ponderabap. III-65 su figura, que a mí, a la verdad, no me parecía gran cosa; la sonoridad de su voz, que a mí me amedrentaba; y sobre todo, aquel tono grave y majestuoso que le hacía suponer, y en esto íbamos conformes, que aquel hombre debía ser un gran personaje.
»La enfermedad que el tal padecía era una herida en una pierna que por falta de cuidado estaba en muy mal estado. Agravose considerablemente, le entró calentura; y sus cuatro compañeros y el capellán decidieron unánimemente que era indispensable ya la asistencia de un facultativo. Con este objeto escribieron a mi tía, y el fiel Santiago fue como siempre el portador del mensaje.
»Según después he sabido, la elección de doña Francisca de Alba recayó en el licenciado Juan Méndez Pacheco, médico de una aldea vecina a Lisboa, que tenía fama de hábil y de poco afecto a los españoles.
»Avisole que fuera a Guimaraes ap. III-66 ver un enfermo en quien se interesaba. Hízolo así Pacheco, y cuando ya iba a entrar en el lugar, Santiago, sacándolo del camino, lo condujo a lo más áspero del monte, en donde le aguardaban ocultos dos de los incógnitos de nuestra choza. Después de asegurarle que nada tenía que temer, le taparon el rostro para que no viese el camino por donde iba, y lo trajeron así hasta el cuarto mismo del paciente.
»Reconoció Pacheco la llaga, que dijo haber sido hecha por una bala que pasó de soslayo; la curó, y en quince días que permaneció allí sacó al enfermo de peligro y lo puso en disposición de poderse levantar, declarando que ya no creía necesaria su asistencia. Con esto, y con sustituir al ungüento que en una caja de plata llevaban los incógnitos para curar la herida por otro más eficaz, se le despachó del mismo modo que vino, con una carta para mi tía, quien no solo le recompensó liberalmente, sino que tuvo la debilidadp. III-67 de confiarle tal vez cosas que no debiera. Debo advertir que Pacheco no vio jamás el rostro del enfermo, quien siempre que el médico iba a entrar en su cuarto se ponía unos grandes anteojos pardos que le desfiguraban enteramente. A los demás los vio, pero a ninguno pareció conocer, ni ellos a él.
»Durante la estancia del médico en la choza, nuestras relaciones con el enfermo se hicieron más íntimas. Gustaba de nuestra compañía, y el capellán, encantado de ello, lejos de poner obstáculo alguno, apenas nos dejaba salir un instante de su estancia. Marta, que no había recibido una educación descuidada, sabía tocar el arpa medianamente, y nos había dado lecciones a Clara y a mí: en breve supe yo tanto como mi maestra, y mi hermana mucho más. Pulsada el arpa por sus manos, producía sones que arrebataban: parecía que las cuerdas, animándose, adquirían la sensibilidad de aquella angelical criatura; y nada distraía tantop. III-68 al enfermo como que Clara tocase algunas de sus composiciones favoritas en aquel instrumento.
»Yo no me apartaba de mi hermana; es decir, que no salía del cuarto en que ella estaba; pero como mi edad ni mi carácter permitían que me estuviese mucho tiempo quieta, no cesaba de juguetear, ya en una parte, ya en otra. Clara, por el contrario, siempre sentada a la cabecera del enfermo, ora leía, ora tocaba el arpa, o bien conversaba con él; y si era grande el placer de este en tenerla a su lado, no era menor el de ella en acompañarle.
»Podría tener aquel hombre entonces de treinta y cuatro a treinta y cinco años de edad, y aunque llevaba en el rostro visibles señales de grandes trabajos, lejos de ofrecer nada de repugnante, no dejaba de tener bastante gracia. Su conversación era bastante amena. Había corrido, al parecer, gran parte de la Europa, y observando detenidamente sus costumbres,p. III-69 pues describiéndolas con viveza y maestría, nos tenía escuchándole horas enteras. No había en Portugal familia ilustre cuya historia no conociese perfectamente; y según hablaba, no solo parecía que había estado en relaciones con ellas, sino con cuantos personajes había en dicho reino. De todo hablaba con calma, y acaso con indiferencia; pero si la casualidad hacía que se mencionase al rey de España, se hubiera dicho que una chispa eléctrica le inflamaba. Sus ojos brotaban llamas al solo nombre de Felipe; murmuraba entre dientes algunas imprecaciones, y variaba al instante de conversación.
»Siempre que esto ocurría, mi miedo era inexplicable; y daba señales tan claras de tenerlo que algunas veces, conociéndolo el enfermo, me llamaba para hacerme caricias y desimpresionarme. Sin embargo, siempre miré a aquel hombre con cierta especie de temor que jamás he podido desterrar.
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»Clara también se afligía en tales casos, mas no se asustaba: si existe en efecto la simpatía entre los humanos, en nadie se ha explicado con más prontitud ni fuerza que en mi hermana y el enfermo. Yo entonces veía sin comprender; pero reflexionando después muchas veces sobre aquellos sucesos, me he convencido de que muy desde el principio se enamoró Clara del incógnito, y este de ella.
»Una sola circunstancia, que por cierto me afligió bastante, hubiera sobrado hoy para revelarme aquel amor naciente.
»En nuestros paseos Clara no hablaba una palabra, y apenas respondía a mis continuas preguntas. Siempre distraída, no cesaba de suspirar, y hubo días en que, aprovechándose de la primera ocasión favorable, se salía fuera de la choza.
»Ya he dicho de mi cariño a ella que era una verdadera idolatría. Sentime de su proceder, y se lo dije con las lágrimas en los ojos. Clara me estrechó tiernamente entre sus brazos, me acarició,p. III-71 y se disculpó. Yo la creí, y dos días después volvió a suceder lo mismo que antes.
»Mes y medio pasaron los incógnitos en la choza. De los cuatro que acompañaban al enfermo, los tres de más edad casi siempre estaban conferenciando en secreto con el capellán: el otro gustaba más de acompañarnos a paseo a mi hermana y a mí; para su edad era demasiado formal, y yo le hacía por ello muchísima burla: él lo sufría pacientemente, pero no variaba de conducta. Muchas veces me dijo que era muy hermosa: yo me reía. Parece que ya en aquel tiempo se enamoró de mí; por mi parte entonces no sabía ni podía saber qué cosa era el amor; y cuando en lo sucesivo me hallé en edad de amar, jamás sentí por aquel joven la menor inclinación».
Respiró don Juan leyendo esta declaración, pues hubo un momento en que tembló no ser el primero que hubiera sabido conmover el corazón de Inés.
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«Anunciáronnos, al cabo de este tiempo, que trataban de irse. Yo recibí esta noticia con indiferencia: no así Clara, que sintió despedazarse su corazón. Al montar a caballo el incógnito, sacándose de un dedo un precioso anillo, se lo puso a mi hermana diciéndola: “Tomad, hija mía, esta memoria de un hombre cuyos dones fueron en otro tiempo muy estimados, y hoy solo cuenta con algunos corazones fieles; séalo el vuestro también, que del mío jamás se borrarán esas facciones, ni el agradecimiento por vuestros cuidados”.
»Los sollozos de Clara respondieron por ella. No perdió de vista a los caminantes hasta que la distancia y la espesura del monte se los ocultaron; suspiró entonces, y puedo asegurar que en muchos días ni aun sonreírse la vi.
»No prolongaré más esta relación con minuciosos pormenores. Baste decir que, desde la marcha de los desconocidos, pasamos un tristísimo año hasta su vuelta, que se verificó inesperadamente.
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»El herido venía ya enteramente bueno de salud, pero más caído de espíritu. La vista de Clara le animó algún tanto, y mi hermana no pudo disimular el gozo que en verle sentía. Ella misma me ha confesado después todo lo que voy a referir.
»A pocos días del regreso de aquellos hombres, saliendo Clara a paseo una tarde sin mí, que, no sé cómo, me quedé en la choza, y estando sentada a la orilla del lago, el incógnito se ofreció a sus ojos cuando menos lo esperaba. Saludola, sentose a su lado, y estuvo algún tiempo pensativo, hasta que por fin dijo:
»“Mi edad y mis trabajos, hermosa Clara, parece que debían haberse puesto a cubierto de las pasiones; pero vuestros ojos han sido más poderosos que los años y la experiencia. Yo os amo con delirio, y la reflexión ni más de un año de ausencia han podido borrar de mi memoria vuestra imagen seductora, y el amor me ha vuelto a traer a este valle, solo parap. III-74 ofreceros mi corazón y oír de vuestra boca si mi suerte ha de ser en todo adversa, o me reserva el cielo aún alguna felicidad”.
»Clara decía que esta declaración, aunque hecha en tono apasionado, también lo fue con entereza y dignidad. No me ha dicho lo que respondió; pero es de inferir que el incógnito no quedaría muy descontento de su respuesta, cuando los paseos solitarios se repitieron tantas veces cuantas lo permitió la impertinentilla hermana Inés.
»A poco los incógnitos volvieron a marchar; pero su regreso fue también en breve, y en todo el año siguiente repitieron sus visitas con frecuencia.
»En este intermedio la melancolía y distracción de Clara iban en aumento. El incógnito y ella tenían frecuentes conferencias secretas; pero ni debían versar sobre materias alegres, ni salir ambos muy satisfechos, pues los ojos de mi hermana estaban inflamados de llorar, y el entrecejo de su amante hacía temblar.
p. III-75
»Un día los dos se presentaron a la mesa, si no alegres, por lo menos no tristes. Después de comer, el desconocido se encerró con el capellán, y estuvieron hablando como dos horas; salió el buen eclesiástico de la tal conversación como loco de contento. Santiago fue despachado en toda diligencia con una carta para mi tía. Dos días después volvió a venir acompañando a la misma doña Francisca de Alba. Esta, así que vio al incógnito, se echó a llorar, y quiso arrodillarse; mas él, recibiéndola en sus brazos, lo impidió.
»Clara al parecer comprendía todo aquello: yo estaba como quien ve visiones, y no poco resentida de la reserva de mi hermana. La noche misma de la llegada de mi tía, así que estuvimos solas, Clara, abrazándome tiernamente, me dijo que se casaba con el incógnito. Jamás ha habido sorpresa igual a la mía ni mayor aflicción, pues creí que casarse Clara y separarme de ella sería todo uno.
»No le costó poco trabajo consolarme,p. III-76 convenciéndome de que jamás se apartaría de mí; y yo, que solo a aquello atendía, ni me acordé de preguntarle el nombre de su esposo.
»Veinticuatro horas después, como a las once de la noche, vestidas mi tía, Clara, Marta y yo de toda gala, y escoltadas por el incógnito, sus cuatro acompañantes, el capellán, Santiago y Domingo, montamos a caballo; y habiendo andado dos o tres horas por veredas ocultas, y muchas veces por lo más enmarañado del monte, llegamos, acabada de sonar la una de la madrugada, a corta distancia de una ermita dependiente de cierto monasterio de San Agustín. En sus inmediaciones encontramos a otras cuatro personas embozadas en grandes capas, quienes sin duda nos esperaban, pues así que echamos pie a tierra, y uno de los nuestros habló con ellos algunas palabras, se dirigieron con nosotros a la ermita.
»Santiago se adelantó solo a llamar a la puerta de esta, y el religioso que lap. III-77 habitaba no dejó de tardar bastante en responder. Hízolo por fin, preguntando con harto desabrimiento quién era el que llamaba tan a deshoras. Respondió Santiago que un labrador que vivía en una cabaña no distante de allí, en paraje que nombró y ahora no recuerdo, se había puesto repentinamente enfermo de tanto peligro, que se temía expirase de un instante a otro, por lo cual le suplicaba fuese sin tardanza a administrarle los últimos auxilios espirituales.
»Preguntó el fraile que cómo se llamaba el enfermo, y nuestro mozo, que llevaba bien estudiada la lección, respondió que era un tal Pedro Trebiños, labrador muy conocido del religioso, y que en efecto habitaba el paraje que Santiago había dicho. Con tales señas no le quedó duda al ermitaño; y diciendo que iba a abrir la puerta de la ermita, se retiró de la ventana a que primero se había asomado. Inmediatamente que lo hizo, y a una seña de Santiago, se aproximaron dos dep. III-78 los incógnitos, y con las dagas desnudas se arrojaron sobre el pobre fraile cuando abrió la puerta, e imponiéndole silencio bajo pena de la vida entraron con él en el vestíbulo de la ermita. Así que Santiago nos avisó fuimos también a ella nosotras, los que nos acompañaban y los que habíamos encontrado esperándonos; todos, en fin, a excepción del mismo Santiago y el mulato, que se quedaron en guarda de los caballos.
»Yo no sé quiénes pensaría el fraile que éramos; pero lo cierto es que aunque no hablaba palabra se le conocía que estaba muriéndose de miedo. Dijéronle que nos condujese a la sacristía, y ya en ella que nos franquease los mejores ornamentos que para decir misa tuviese. Hízolo todo apresurado y temeroso, así como a ir a encender todas las velas del altar mayor, y en seguida encerráronle en su propia celda, dejando en su guarda a uno de la comitiva.
»Así que el fraile se retiró, arrojó sup. III-79 capa una de las personas que se nos habían reunido a las inmediaciones de la ermita, y vi con la mayor admiración que era un venerable anciano, un obispo con todas sus vestiduras. Nuestro capellán y otros que le acompañaban le ayudaron a revestirse, y ellos mismos lo hicieron también.
»Mandáronnos retirar a todos de la sacristía para que el obispo confesase al incógnito: Clara se confesó en seguida también con él, y luego el prelado nos dijo una misa, asistido por los dos capellanes.
»Concluido aquel sacrificio, Clara, apoyada en mí, pues tal era su turbación que apenas podía andar, se encaminó al altar, como asimismo el incógnito. Todos los asistentes se aproximaron también, y el obispo principió la lectura del rito matrimonial. Concluida la lectura, y al hacer las preguntas de costumbre a los desposados, y oyendo que al incógnito le decía: “Vos, varón, queréis por esposa, etc.,p. III-80 a la señora doña Clara Contiño, Sotomayor, Álvarez de Castro”, esperé que al hacerle a mi hermana igual interpelación sabría el nombre de su esposo. Engañeme empero. El obispo empezó en efecto a decir si quería por esposo al señor don... Pero el incógnito lo interrumpió: “Es inútil que me nombréis. Ella sabe quién soy y vos también: esto basta; las paredes oyen”. No replicó el obispo, y la ceremonia se concluyó, con harta mortificación mía, sin que yo tuviese el gusto de saber quién era ni cómo se llamaba mi singular cuñado.
»Antes de retirarnos firmamos todos un papel, que se nos dijo ser el que en cualquier tiempo haría constar la legitimidad de aquel matrimonio. Besamos en seguida el anillo del obispo, y recibiendo su bendición salimos de la ermita. Poco antes de amanecer estábamos en nuestro valle. Mi hermana se retiró a la estancia de su marido, y yo, que jamás había dormido sino en su compañía, me fui sola yp. III-81 despechada a mi lecho, maldiciendo de todo corazón al que me había robado el cariño y la sociedad de Clara.
»Poco disfrutó esta por entonces de la compañía de su esposo: a los quince días de casado se separó de ella. Volvió a poco tiempo, y permaneció en el valle algunas semanas. Para abreviar diré que en el primer año de su casamiento mi pobre Clara no vería a su marido más de cuatro meses.
»Es natural figurarse que yo no dejaría de preguntar cuál era el nombre de mi cuñado; pero Clara me contestó que no podía decírmelo, pues había prometido callarlo bajo juramento; que lo que a mí me bastaba saber, y ella podía revelarme, era que su marido pertenecía a una casa mucho más ilustre que la nuestra, y que él mismo era persona de grande importancia; pero que habiéndole ocurrido grandes desgracias, y sufriendo a consecuencia de ellas una persecución del gobierno que ponía su vida en peligro, sep. III-82 veía en la precisión de vivir oculto, errante, y en continuo sobresalto.
»No tuve dificultad ninguna en creer cuanto mi hermana me dijo, pues todo iba muy conforme con las apariencias.
»La pobre Clara, durante las continuadas ausencias de su marido, no sosegaba un instante. Llorar, rezar, observar el camino del monte, eran sus ocupaciones. Si algún consuelo encontraba en mi compañía, era bien escaso. “¡Qué feliz eres”, me decía muchas veces, “en conservar tu independencia! ¡Qué dichosa en conservarte hoy como cuando vinimos a esta choza!”.
»Pasaré por alto nuestras conversaciones. Interesantísimas para nosotras, serían impertinentes para los demás.
»Dieciocho meses hacía que Clara se había casado cuando una noche, siendo más de las doce de ella, se presentó su marido en el valle. Encerrose con ella como cosa de media hora, y al cabo de ella salió con muestras de grande agitación.p. III-83 Abrazome tiernamente (y esta fue la primera vez que lo hizo), y montó a caballo, encargándome mucho que cuidase de la salud de mi hermana y la consolara en su ausencia, que entonces sería más larga que las pasadas.
»Inútil encargo para quien en nada pensaba más que en la dicha de Clara. Entré en su cuarto, y la hallé anegada en lágrimas y postrada de rodillas ante un crucifijo, orando fervorosamente. “Libertadle, Señor”, decía, “de las manos de sus enemigos. Bastante ha purgado sus delitos. Misericordia, Señor, de él y de mí”.
»Caí yo también a su lado, también lloré, y también dirigí mis plegarias al Redentor. Solo aquello podía consolar a Clara entonces. La mirada que me dirigió viéndome unir mis oraciones a las suyas pintaba un agradecimiento, una satisfacción que no hay pluma capaz de describir.
»Después de algún rato me dijo: “Soyp. III-84 muy desdichada, Inés mía. A pesar de las precauciones con que mi marido vive, los verdugos españoles han llegado a sospechar su existencia en Portugal, y se cree que esto se debe a alguna indiscreción del licenciado Juan Méndez Pacheco, a quien nuestra tía, Dios se lo perdone, dijo más de lo necesario. Tiene, pues, el desdichado que huir, si puede, del suelo de su patria; y no quiere llevarme consigo por no exponerme a mil peligros. ¿Y cuándo, Inés, cuándo tiene que abandonarme? Cuando antes de muchos meses seré madre tal vez”.
»Al acabar ocultó su rostro en mi seno; corrieron en abundancia las lágrimas de ambas; y de allí en adelante pocos días se pasaron sin repetirse la misma escena. Una semana después de la noche de que acabo de hablar recibimos a Santiago con un billete de mi tía, cuyo contenido era el siguiente:
p. III-85
“Señora y amada sobrina: vuestro esposo y mi señor se ha embarcado, con el favor de Dios, el jueves último, dirigiéndose al puerto de *** para pasar de allí a Roma. Conformaos con la voluntad de Dios, y confiad en su justicia y misericordia, en tanto que yo quedo rogándole con todo el fervor de mi corazón tenga en su santa guardia a vuestro esposo y a vos. Vuestra servidora y tía — Doña Francisca de Alba”.
»Tranquilizose Clara algún tanto con esta noticia, y su vida se hizo más serena, aunque sumamente melancólica. Penas tan graves en una persona joven, en extremo sensible, y de constitución delicada no podían menos de hacer grande impresión; y en efecto, la hicieron. Unida esta a su embarazo, destruyó para siempre la salud de mi desdichada hermana.
»Después de seis meses de haberse ausentado mi cuñado nació su hija Clara, tan parecida a su madre, y a mí en particular, que cuantos la han visto después la han tenido por hija mía. Nuestro padre capellán la bautizó; yo fui su madrina:p. III-86 su madre, a pesar de hallarse muy delicada, no quiso consentir en que nadie diera el pecho a la niña más que ella misma.
»Pasamos un año después de esto sin tener noticia alguna de mi cuñado: Clara no le había olvidado, pero la hija la servía de gran consuelo. El excelente carácter, las gracias inocentes, y las caricias infantiles de la niña la hacían sonreír a veces. Jamás la oí formar para su hija proyectos ambiciosos; antes por el contrario, aseguraba que, si en su mano estuviera, no saldría nunca Clarita de aquel mismo valle en que ella y yo habíamos pasado momentos tan apacibles.
»Un día, de que no renuevo nunca la memoria sin amargo dolor, aquel joven que acompañaba al incógnito la primera vez, y que según he dicho parecía enamorado de mí, se presentó en la choza con aire tan abatido y melancólico, que bastaba verlo para presagiar que era portador de alguna funesta nueva.
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»“¿Y mi esposo”, preguntó Clara llena de temor, “vive?”. “Vive, señora”, contestó gravemente el mancebo. “Dios sea alabado”, replicó mi hermana con un profundo suspiro; “¿y por qué no viene con vos?”.
»A esto respondió el mensajero refiriéndonos con brevedad cuanto les había ocurrido desde su marcha del valle, y se reducía a haberse embarcado en Portugal mudando de hábito y nombres, llegado con felicidad a ***, pasando de allí a Roma, y al cabo de pocos meses a Nápoles, por consejo de algunos amigos. Parece que en esta última ciudad hombres demasiado confiados dejaron entrever el secreto de mi cuñado a otros que, intimidados por el poder, o seducidos por el oro de los españoles, lo pusieron en conocimiento del virrey, quien procedió sin tardanza a la prisión del desventurado, que entonces quedaba en el Castell-del-Ovo. Milagrosamente sus inseparables compañeros pudieron sustraerse a favor dep. III-88 varios disfraces a la persecución de los satélites del virrey; y el que entonces nos hablaba se encargó de venir a poner en nuestro conocimiento tan triste suceso, exponiéndose, como es de suponer, a peligros inmensos.
»Una revolución completa se obró entonces en Clara: aquella mujer tímida como la paloma, dulce como el corderillo, se convirtió de repente en un ser animado del mayor entusiasmo.
»“Corramos”, exclamó, “a Nápoles. No en balde me ha dado el título de esposa suya: si la fortuna hubiera coronado sus esfuerzos, él repartiera conmigo su gloria y su esplendor: hoy que le es contraria, mi deber es participar de sus penas, morir con él si necesario fuese. Ahora mismo me pondré en camino”. “Y yo contigo, Clara mía; nuestra suerte será la misma”, dije yo. Clara me dio un estrecho abrazo. El capellán, que estaba presente, se opuso a este proyecto en vista de las dificultades y peligros que ofrecía; Martap. III-89 le apoyó, y el mensajero mismo de mi cuñado se puso de su parte.
»Clara entonces, revistiéndose de una dignidad nueva en ella, dijo en tono solemne: “He dicho mi voluntad, y no la revocaré en esta materia. No se hable más de ello”. Quedámonos todos mudos, y solo se pensó en hacer los preparativos para el viaje. En dos días todo estuvo pronto; al tercero salimos del valle; y el quinto Clara, su hija, el capellán, el desconocido, el mulato y yo nos embarcamos en Lisboa para Italia».
A este punto del manuscrito de Inés llegaba don Juan, cuando un criado vino a avisarle que un señor magistrado le buscaba. Suspendió, pues, la lectura, aunque de muy mala gana, y encerrando los papeles en la cajita bajó a la sala de estrado.
p. III-90
La persona que interrumpió a don Juan era don Rodrigo de Santillana, alcalde del crimen de la chancillería de Valladolid. Después de los cumplimientos de costumbre, don Rodrigo, con la facilidad de un hombre de mundo, entabló desde luego la conversación sobre el asunto a que iba.
—He sabido, señor don Juan, dijo, que vuestro hermano el señor marqués piensa salir mañana de esta ciudad para la corte; y habiendo yo sido llamado a ella por el rey nuestro señor, vengo a suplicaros me alcancéis la honra de hacer el viaje en su compañía, pues de no ser así, hasta hallar ocasión de hacerlo conp. III-91 alguna comodidad se pasará más tiempo del que yo deseara.
Don Juan, a quien no le pesaba hallar ocasión de pagar la cortesanía con que don Rodrigo le había tratado en el lance del Campo Grande, pasó sin tardanza al cuarto de su hermano, y consiguió fácilmente la pretensión del alcalde. En seguida presentó este al marqués, y quedaron ambos muy satisfechos uno de otro.
Despidiose don Rodrigo; pero don Juan no pudo volver, como deseaba, a ocuparse en la lectura de la historia de su amada, porque el marqués le entretuvo hablándole de asuntos de familia y haciéndole varios encargos para que los desempeñase durante su ausencia. Entre otras cosas le encomendó muy particularmente que no dejase de visitar a menudo a cierta condesa viuda, quien tenía una hija única llamada Blanca, que, sobre ser heredera de inmensos bienes, pasaba por una de las más hermosas y discretas damas de ambas Castillas.
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—Sois mozo —le dijo—, pero no tanto que no debáis ya pensar en estableceros, y seguramente ningún partido hallaréis tan ventajoso bajo todos aspectos como el de uniros a doña Blanca.
—Hermano —replicó Vargas, nada complacido con semejante insinuación—, yo por ahora no pienso en casarme. Además, debéis recordar que solo he dejado Flandes para vivir en vuestra compañía.
—Sí, es verdad; pero las circunstancias..., quiero decir... En fin, aunque casado, siempre viviréis en Valladolid, y viene a ser lo mismo.
—No hablemos de eso, hermano, porque es inútil. Yo estoy seguro de que la madre de doña Blanca jamás se la dará por esposa a un segundón.
—Os engañáis: vos no sois pobre; y en punto a familia, les llevamos grandes ventajas. Su título es de ayer, y su apellido flamenco; y la antigüedad del nuestro es tanta como la de la monarquía. Esto es algo; y además, yo tengo mis razones para creer que no seréis despreciado si lográis agradar a doñap. III-93 Blanca, cosa que de vos depende.
No quiso Vargas prolongar la discusión, y se calló, pero firmemente resuelto a no poner los pies en casa de la condesa, y a negarse al matrimonio en cualquiera ocasión que volvieran a proponérselo.
Toda aquella tarde y gran parte de la noche la pasaron ambos hermanos en arreglo de papeles, ajustes de cuentas, y combinación de varias disposiciones relativas a asuntos de interés doméstico. Cuando todo estaba concluido, el marqués dijo a su hermano:
—Don Juan, somos mortales, y la hora de la muerte es incierta. Yo no soy aún anciano, y a Dios gracias disfruto de buena salud; pero no por eso tengo la vida asegurada: he hecho, pues, mi testamento, que cerrado y sellado queda en poder de nuestro escribano: hago en él por vos lo que puedo y debo como buen hermano, a quien nunca habéis dado un motivo de disgusto. Espero que si yo muriere antes de volver de este viaje, os conformaréisp. III-94 en todo con mi última voluntad, desempeñando fielmente la comisión que pongo a vuestro cargo.
Vargas respondió que esperaba que no tendría el disgusto de perder a su hermano mayor, a su segundo padre, en muchos años; pero que si desgraciadamente el cielo lo ordenaba así, podía el marqués estar seguro de que sus disposiciones se ejecutarían exactamente, cualesquiera que ellas fuesen, contando con que él (don Juan) por su parte las miraría como sagradas.
Ya era más de la media noche cuando los hermanos se separaron, y Vargas, que para despedir al marqués tenía que levantarse antes del alba, no pudo entonces continuar la lectura del manuscrito de Inés.
A la siguiente mañana, don Rodrigo, el padre Teobaldo y el marqués, entraron en el coche de este, y salieron de Valladolid por la puerta del Carmen, con dirección a la corte. Don Juan, a caballo,p. III-95 los acompañó hasta un lugar distante dos leguas de la ciudad, que llaman Puente-Duero. Allí, al separarse, don Rodrigo, sacando la cabeza por la ventanilla del coche como para despedirse de Vargas, le agarró la mano y, sonriéndose con aire maligno, le dijo a media voz:
—El temperamento de Madrigal, señor don Juan, es harto malsano; y la compañía de los frailes poco conveniente para un caballero mozo. Discreto sois: recibid este aviso amistoso. Cochero, arrea.
Obedeció el cochero, y el carruaje, a pesar de lo arenoso del pinar por donde pasa el camino, se alejó con velocidad del paraje en que don Juan dudaba aún de si daría crédito a sus oídos.
«Parece —exclamó por fin— que toda la especie humana se ha empeñado en mezclarse en mis negocios y obrar misteriosamente conmigo. ¿De dónde sabe este alcalde que yo voy a Madrigal y visito allí a un fraile, si yo a nadie se lo he dicho? Dios me tenga de su mano, que bienp. III-96 lo he menester para no quedarme sin el poco juicio que me resta».
Hecha esta reflexión, para libertarse de las muchas y desagradables que le asaltaban, arrimó las espuelas al caballo; y el animal, acostumbrado ya a conocer las intenciones de su amo, salió a la carrera por el primer camino que se le presentó, que fue no el de Valladolid, sino el de Simancas, que está poco más o menos media legua a la derecha de Puente-Duero.
No reparó Vargas en que había errado el camino hasta que alzando los ojos vio que el sol naciente doraba con sus primeros rayos la cúpula del torreón del castillo de Simancas, en donde años antes murió mártir de la libertad el obispo Acuña.
Aunque estaba impaciente por llegar a su casa para concluir la empezada historia de la bella portuguesa, se consoló con que el rodeo no había sido muy largo; y volviendo las riendas al caballo echóp. III-97 a andar a trote largo por la orilla del Pisuerga con dirección a la ciudad.
No muy distante de ella vio caminar por la misma senda que él iba, pero en sentido contrario, una mujer hermosa montada en una excelente mula, y acompañada por un mozo de a pie, en el cual reconoció desde muy lejos la gallardía y destreza del pastelero Gabriel de Espinosa. Tantas y tales eran las singularidades que don Juan había visto en aquel hombre, que ya no podía sorprenderle, por más inesperadamente que se le presentase. Miró, pues, ya que no como natural, al menos como muy poco maravillosa, su presencia en las cercanías de Valladolid, aun cuando era de suponer que estuviese entonces en Madrigal, y apresuró algo el paso para salirle al encuentro.
Poco tardaron nuestros caminantes en hallarse frente a frente. Gabriel reconoció también a Vargas; pero no conviniéndole, sin duda, manifestarlo entonces, puso disimuladamente el dedo índice dep. III-98 la mano derecha sobre sus labios en señal de silencio, mirando a Vargas significativamente, y fingiendo que el caballo se le había espantado, pasó a escape por delante del hermano del marqués sin saludarle; este no trató de estorbárselo y, saludando a la dama, continuó su camino.
Luego que hubo andado algunos pasos volvió atrás la cabeza y vio que Gabriel iba ya muy tranquilo al lado de la señora de la mula.
«Anda con Dios, hombre incomprensible —dijo para sí—. Hoy no te conviene conocerme: no me estuviera mal a mí tampoco no haberte visto jamás».
En estas y otras reflexiones llegó a la puerta de su casa, y allí lo olvidó todo para volver a ocuparse en la lectura de la historia de la bella Inés de Contiño.
p. III-99
Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas.
(Cervantes: Don Quijote, parte 1.ª, cap. 13).
MANUSCRITO DE INÉS
«Al embarcarnos, llevamos con nosotros una suma considerable en dinero y alhajas, la mayor parte nuestras, y algunas cartas de recomendación para Nápoles que nos dio doña Francisca de Alba. Después de una navegación larga, pero sin contratiempos de otra especie, llegamos por fin a Nápoles, donde nos alojamos lo más cerca que pudimos del Castell-del-Ovo, en una casa que tomamos por nuestra cuenta, diciendo que íbamos a Italia a cumplir cierta promesa hecha a san Genaro.
»La misma noche de nuestra llegadap. III-100 fue a vernos el anciano que siempre iba en compañía de mi cuñado, avisado por el joven que fue a buscarnos al valle. Alabó sobremanera la heroica resolución de Clara, cuya mano besó; y nos dijo que su marido continuaba preso y custiodiado con la mayor vigilancia.
»“Han estado a verle”, añadió, “el virrey y algunos otros grandes: el primero no se cubrió hasta que el preso se lo mandó expresamente; y a todos nos ha inspirado compasión y respeto la nobleza y dignidad con que soporta su infortunio; trátanle por ahora con las mayores consideraciones; pero han escrito a España; se está esperando por momentos la respuesta, que ya debía haber llegado, y la hora en que venga será la de su muerte”. “¿Y podrá Felipe cometer tal infamia?”. “Podrá, señora, porque el monarca español no conoce freno. El príncipe de Egmont, degollado en un cadalso; Orange, proscrito; su propio hijo, bárbaramente asesinado os dicen bastante cuál es la suerte quep. III-101 aguarda a vuestro esposo, si no logramos sacarlo de la prisión antes que el tigre se aperciba que puede imprimir en él su garra”.
»Esta perspectiva espantosa y cierta afligió, pero no desalentó, a Clara, que jamás perdió la esperanza de salvar a su esposo.
»Pero prodigamos el oro, y conseguimos corromper a un carcelero, estableciendo por su medio una correspondencia seguida con el preso, quien en su primera carta no hallaba expresiones con que encarecer su agradecimiento y amor a su adorada Clara. Nosotros le informábamos sucintamente de los pasos que se daban en favor suyo, y de nuestras esperanzas, exagerándolas; pero no de nuestros temores, que no eran pocos, ni de pequeña importancia.
»El carcelero que habíamos ganado no era más que el llavero que le llevaba la comida y le servía; pero para entrar y salir en el castillo era menester pasar enp. III-102 su interior por dos o tres puertas, guardadas cada una por distinto portero, y en lo exterior por medio de la guardia, que daban los tercios españoles que guarnecían la ciudad. Además, el gobernador del fuerte iba en persona todas las mañanas y noches a cerciorarse de la presencia del preso en su encierro. ¿Cómo, pues, ponerlo en libertad?
»Cada día se nos ocurría un nuevo proyecto, y cada noche nos acostábamos con el desconsuelo de haberse conocido la imposibilidad de ponerlo en práctica. Mi cuñado nos escribía que estaba resignado con su suerte, que cesáramos de exponernos por él a nuevos peligros, y que nos volviéramos a nuestro retiro. Pero Clara ni oír hablar de tal cosa quería, y yo no supe nunca pensar más que como ella. En todo este tiempo nos visitaron muchas veces los compañeros del esposo de mi hermana, que bajo diferentes disfraces, y confundidos con la clase ínfima del pueblo, permanecían en Nápoles.
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»Todos ellos se ocupaban sin cesar en el mismo objeto que nosotros, pero tan infructuosamente también. Por fin, el más anciano de nuestros amigos formó un proyecto que, aunque complicado y difícil, ofrecía sin embargo más probabilidades de buen éxito que cuantos se habían imaginado.
»Un médico francés establecido en Nápoles fue quien intentó los primeros pasos de nuestra empresa, merced a una considerable gratificación. Por medio del carcelero sobornado, enviamos al marido de Clara una bebida que a poco tiempo de tomada no solamente le aletargó, sino que también le prestó todas las demás apariencias cadavéricas. Cuando por la mañana fue el mismo carcelero a llevarle el desayuno, fingiendo gran sorpresa de hallarle en aquel estado, corrió a dar parte al comandante del fuerte. Trasladose este en seguida a la prisión y, creyendo muerto a mi cuñado, lo puso sin tardanza en conocimiento del virrey, quien tambiénp. III-104 pasó en persona a cerciorarse del hecho. Pero el brebaje del francés produjo tan maravilloso efecto que, convencidos todos de que el preso había dejado de existir, mandaron que encerrado en un ataúd se le trasladase inmediatamente a una capilla próxima al castillo, para hacerle allí algunos sufragios, con el mayor secreto.
»Prevista esta circunstancia por los amigos de mi cuñado, aquel mismo día, después de anochecer, se fueron aproximando por distintas partes a la capilla; se hicieron abrir la puerta, no sé con qué pretexto, y amarrando al sacristán a uno de sus pilares, envolvieron al supuesto muerto en algunas mantas que llevaban a prevención, y salieron con él a la calle. De allí se dirigieron inmediatamente al puerto, y se embarcaron en un buque francés que habíamos fletado enteramente por nuestra cuenta: sin detenernos levantamos el ancla, y al vernos en alta mar nuestro gozo fue indefinible.
»Veinticuatro horas completas permanecióp. III-105 el esposo de Clara aletargado. Al cabo de ellas volvió en sí, y habiéndole administrado la bebida que a prevención llevábamos por disposición del médico, cuando llegamos a Marsella iba ya completamente bueno.
»En Marsella, después de una larga conferencia entre mi cuñado y sus amigos, se decidió que convenía por entonces separarnos por algún tiempo, y así se verificó en efecto, señalando el término de un año para reunirnos en España.
»Clara, su esposo, su hija, el capellán y yo nos internamos en Francia, y fijamos nuestra residencia en un pueblecillo de las montañas del Languedoc, llamado Lacaune. Su situación, en medio de una sierra de las más agrias, los gigantescos peñascos que en todos sentidos le rodean, y los torrentes que en la estación del invierno parece que van a inundarle, no se me olvidarán jamás; pero tampoco se borrará de mi memoria la hospitalidad y atenciones de sus habitantes.
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»Para establecernos allí tomó mi cuñado el nombre italiano Fiormino, y se dio por un particular emigrado a causa de su aversión a los españoles que entonces dominaban su país: esto bastó para hacernos el objeto de la solicitud de todo el pueblo. Visitonos cuanto en él había de familias nobles, que eran bastantes, y procuraron en cuanto estuvo a su alcance hacernos olvidar nuestras desgracias. Pero nada bastó para que mi pobre Clara recobrase su salud.
»Durante la prisión de su marido sufrió mi infeliz hermana tormentos indecibles, y le sucedió entonces lo mismo que al que padece una fiebre inflamatoria, que mientras esta le dura parece animado y vigoroso, pero en desapareciendo le faltan las fuerzas. Así Clara hasta que vio seguro a su esposo mostró un valor, una energía verdaderamente heroicos; pero ya en Francia no pudo más y empezaron a ser demasiado visibles los efectos de sus penas.
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»El más indiferente hubiera visto sin dificultad que aquel cuerpo tan bello caminaba a pasos agigantados a su disolución. ¿Qué haría una hermana que la adoraba? ¿Qué un esposo de los más tiernos?
»Ella misma no ignoraba su estado, y pensando aun entonces más en nosotros que en sí, no cesaba de prepararnos con sus discursos a soportar con resignación la irremediable calamidad de su muerte.
»Yo no sé si me engaño, pero esa filosofía que nos hace soportar estoicamente la pérdida de los que amamos, la he considerado siempre como una máscara de la insensibilidad.
»Si hubiera de referir las lágrimas, los suspiros que entonces exhalé, sería este escrito interminable. Pero permítaseme pasar rápidamente sobre aquel amargo trance.
»Clarita no había aún cumplido dos años cuando su madre, atacada de una consunción ya en su último período, cayó en cama. Desde aquel instante al dep. III-108 su muerte, que se verificó un mes después, ni su marido ni yo nos apartamos un instante de su lado.
»El médico a quien llamamos movió tristemente la cabeza, y nos dijo sin rodeos que Dios solo podía ya hacer algo en aquel caso.
»“Ya lo sabía yo”, dijo la enferma; “que su voluntad se cumpla”. Nuestro capellán, que desde su infancia la había acompañado, fue quien la prestó los últimos auxilios espirituales.
»Un cuarto de hora antes de morir quiso ver a su hija, la bendijo, y después de apretar tiernamente la mano de su esposo, tomó la mía diciéndome: “Inés mía, en tus brazos deposito a Clarita; sé para ella lo que fuiste para mí; sírvela de madre”.
»Llorar fue mi respuesta. Cruzó entonces Clara sus manos, y esperó tranquila el momento de comparecer ante el Padre de las misericordias.
»No manifestó su semblante el menorp. III-109 síntoma de agonía ni de padecimiento. Estaba, sí, descolorida, pero tan tranquila como si no fuera a morir. Su alma, que conservó en la tierra toda la pureza de su ser primero, su alma, centro y depósito de todas las virtudes, rompió sin esfuerzo los lazos que la unían al cuerpo, y subió satisfecha a gozar de la recompensa que merecía.
»Al expirar abrió un instante los ojos, los fijó en nosotros, y dando un suspiro, volvió a cerrarlos para siempre. Una sonrisa indecible se dejó ver en aquel momento en sus labios.
»El dolor de su esposo fue silencioso, pero terrible. El mío amargo, y será eterno. No ha pasado desde entonces un solo día sin que derrame alguna lágrima sobre la memoria de mi hermana.
»Para colmo de mi desventura, el capellán, ya muy anciano, no pudo resistir a la pena que le causó la muerte de Clara, y la siguió en breves días al sepulcro.
»La estancia en Lacaune no podíap. III-110 menos de sernos intolerable. Salimos, pues, de aquel pueblo con el corazón lleno de amargura, y nos encaminamos a España. Entonces tomó mi cuñado el nombre de Gabriel Espinosa, y para mejor encubrirse, el oficio de pastelero, en que el mulato Domingo le dio algunas lecciones, que por cierto aprovechó muy mal.
»De esta manera hemos vivido, ya en un pueblo, ya en otro, hasta nuestra llegada a Madrigal, en donde el señor don Juan de Vargas me conoció.
»Lo demás que me queda que revelar a este caballero es demasiado importante para que yo me atreva a confiarlo al papel, y aun lo que lleva escrito le suplico lo queme apenas lo haya leído. — I. C.».
Concluyó Vargas esta para él tan interesante lectura, más prendado, si posible era, que antes de empezarla lo estaba de la bella Inés, y lleno al mismo tiempo de satisfacción. No podía en efecto menos de sentirla viendo que la mujerp. III-111 a quien tanto amaba era igual a él en nacimiento, y digna bajo todos conceptos de su estimación.
Solo hubiera deseado saber quien era el misterioso Gabriel, cuyas desgracias le interesaron también a favor suyo; pero o Inés lo ignoraba aún, cosa poco probable, o temió escribir su nombre, que era lo más cierto.
En estas y otras reflexiones estaba entretenido, cuando entró en su cuarto estrepitosamente el comendador Hinojosa, con muestras de gran contento por una parte y cierta risa irónica en la boca por otra, que no se concertaban muy bien.
—Bien hallado, señor don Juan —dijo dándole una palmada en el hombro con sobrada fuerza—: apuesto mi encomienda a que no adivináis las nuevas que os traigo.
—Si ellas son de tanto peso —respondió Vargas encogiendo el hombro—, como vuestra mano, no las digáis, porque sin duda alguna me abrumarán.
—No sé yo si os abrumarán en efecto, pero nunca osp. III-112 serán muy gratas. El señor marqués ha tratado de engañarme, pero el engañado ha sido él: Hinojosa es demasiado observador para que se le escapen así las cosas. No os alborotéis hasta estar al cabo del negocio, que en llegando allá tal vez no andaréis vos muy comedido con vuestro hermano.
—Sepamos, pues, de qué se trata.
—De una friolera, a la verdad: de vuestra fortuna. Si Dios no lo remedia, el marquesado, primo y señor, voló.
—¿Habéis soñado esta noche, primo, y venís a referirme vuestros sueños?
—No, a fe mía, aunque a veces tengo mis tentaciones de creer que es un sueño lo que pasa. Pero escuchadme y oiréis maravillas. ¿Habéis oído hablar de una dama llamada Violante?
—Violante... Violante... Sí; me parece que hago memoria... Aguardad: ¿no fue dama del marqués?
—Precisamente la misma. Vuestro hermano la sorprendió in fraganti delicto, como diría el padre Teobaldo, con un tal don Rodrigo, de felice recordación,p. III-113 que después la abandonó también.
—Sea en hora buena.
—No os impacientéis, que ya llegaremos al punto importante. No pudiendo hacer otra cosa, la dama se metió a beata. Se encontró encinta; y por medio de un buen fraile dominico, a quien ha embaucado, logró persuadir al marqués de que sus ojos le habían servido mal; y además, y en esto estriba la dificultad, le ha convencido de que su señoría es el progenitor de la criaturita, que Dios sabe a quién debe el ser.
—¿Y el marqués se ha dejado engañar tan groseramente?
—Como un santo varón. Pero no para en esto la historia: ha reconocido al niño, haciéndolo bautizar con su nombre y apellido, sin quitar una letra, ha señalado a la madre una pensión, y ahora va a Madrid a legitimar al ilustre vástago para poder dejarle su título y rentas. No me interrumpáis, que aún tengo que decir, y no poco. Por si muere antes de verificarse la susodicha legitimación, ha hecho testamento, dejando todosp. III-114 sus bienes libres al señorito; pero en honor de la verdad, debo decir también que se expresa que, en caso de no morir el marqués hasta después de legitimado su hijo (así lo llama) por Su Majestad, entonces se entienda que el marquesado pase a este, y los bienes libres a su hermano el señor don Juan de Vargas.
—Hinojosa, entendámonos: o cuanto decís es una chanza, y para tal me parece muy pesada, o habláis de veras, y entonces debo saber qué fundamento tienen tan importantes noticias.
—Y yo no tengo inconveniente en decíroslo. Desde que el dominico apareció aquí estoy sobre aviso: he observado los pasos del marqués; me he informado de la vida de Violante, y he sabido que el tal fraile era su confesor y la visitaba con frecuencia. Esto me ha bastado para averiguar el resto, para ir averiguando lo demás; pero a mayor abundamiento, el padre Teobaldo, confidente del marqués, se lo ha revelado al mayordomo; este al ama de llaves, quien depositap. III-115 sus secretos en el despensero; de este pasó a cierta moza de retrete que no mira con malos ojos a mi lacayo, el cual me lo ha referido punto por punto. Y por si alguna duda nos pudiese quedar, tenéis al escribano, a quien he gratificado, pronto a enseñaros la minuta del testamento, que está, gracias a Dios, claro y terminante.
—Ya veo que no tiene duda.
—Ninguna.
—Así parece.
—¿Y qué pensáis hacer?
—No sé; nada.
—Admirable calma.
—¿Y qué hemos de hacer? La cosa ya no tiene remedio.
—No, en efecto, si tratáis de estaros mano sobre mano. Pero movámonos; opongamos la fuerza y la razón a las arterías de una ramera: tal vez lograremos impedir que empañe el honor de nuestra familia un infame bastardo, hijo acaso de algún caballero de la industria. Nadie más interesado que vos en este asunto.
—Así es, pero yo no quiero disgustar a mi hermano. Haga ahora lo que quiera, no por eso dejará de haber sido un padre, y muyp. III-116 buen padre, para mí.
—Nobles son esos sentimientos, pero intempestivos. El marqués está engañado, seducido por esa bribona que Dios confunda, y es hacerle un beneficio evitar que cometa la necedad que intenta. Lo que conviene, pues, es que sin demora tornéis la posta para Madrid.
—¿Yo dejar a Valladolid ahora? No, por cierto; aunque en ello me fueran más coronas que las de los innumerables mártires de Zaragoza.
—Voto a Dios —exclamó Hinojosa impacientado— que este tiene menos juicio aún que su hermano.
Riose Vargas de todo corazón de la cólera de su primo; y después de haber meditado algunos instantes, dijo:
—Lo que en esto se puede hacer es que vos, en quien tengo toda mi confianza, toméis a vuestro cargo el negocio. Desde ahora tenéis poderes amplios y completa aprobación para cuanto dispongáis. Si algo se ha de hacer ha de ser así, porque por mi parte me es imposible ocuparme en nada, pues tengo asuntos dep. III-117 más importancia.
—¡De más importancia que un título y grandes rentas!... En efecto, será preciso que yo tome el negocio a mi cargo, porque si no, sabe Dios en qué vendrá a parar la familia.
Salió diciendo esto del aposento muy incomodado con el poco juicio de su primo, y al día siguiente por la mañana tomó la posta para Madrid.
Don Juan no dejó de pensar algo en la singular conducta de su hermano; pero como Inés, y solo Inés podía ocuparle largo tiempo, a poco se olvidó de tal asunto para pensar únicamente en la entrevista que para el día inmediato le había prometido su dama.
p. III-118
Recuerde el lector que en el capítulo 4.º de este tomo le hemos dicho que, regresando don Juan de Vargas a Valladolid desde Puente-Duero por el camino de Simancas, había encontrado a Gabriel de Espinosa acompañado de una bella dama; y lo que no sabe y ahora le diremos es que aquella mujer era Violante, la querida del marqués.
Espinosa salió de Madrigal para Valladolid el mismo día que tuvo con don Juan la conferencia en la celda del fraile. Llamábanle sus asuntos a aquella ciudad hacía tiempo, pero ciertas razones lep. III-119 hicieron diferir su viaje hasta la época en que nos hallamos.
Fue a aposentarse a una casa de huéspedes, que la casualidad quiso fuese la que estaba enfrente de la que Violante habitaba. Viola por la mañana asomarse al balcón, y reconoció en ella una mozuela con quien había tenido amistad en uno de sus primeros viajes a Italia antes de casarse con Clara. La curiosidad le movió a ir a visitarla, y no fue poca su sorpresa al ver la decencia de los muebles y el místico adorno de las habitaciones.
Así que estuvieron solos la cortesana y el pastelero, le dijo este:
—Camila, ¡tú en España y vestida de hábito del Carmen! Fenómeno es este que no esperaba ver.
Sorprendiose la taimada hasta no más oyéndose llamar por un nombre que ya ella misma había olvidado; pero no reconociendo al que la hablaba, trató de imponerle revistiéndose de una gravedad teatral, y respondiendo con enojo:
—Señorp. III-120 gentilhombre, usted viene engañado, o trata de insultarme porque me ve mujer y sola. Ni mi nombre es Camila, ni hay para qué admirarse de verme vestir este santo hábito: tome, pues, usted la puerta, que no gusto de recibir en mi casa visitas de gente desconocida.
Estuvo Gabriel mirándola de hito en hito mientras habló, y después, soltando sin consideración alguna la carcajada, contestó:
—Desempeñas tu papel que no hay más que pedir; pero conmigo, créeme, es tiempo perdido el que gastes en tratar de engañarme. Y si no, vamos a cuentas: no puedes haber olvidado que hace algunos años, cuando te llamabas Camila, por señas, fuiste a Nápoles con cierto alférez de los tercios españoles que, cansado de tus repetidas infidelidades, te abandonó a merced del público. También tendrás presente que un extranjero, a quien conociste con el nombre del señor Álvarez, te tomó por su cuenta algunos días, hasta que le jugaste unap. III-121 de las tuyas, y te envió a paseo.
Violante o Camila, que todo es uno, había estado escuchando aterrada tan circunstanciada relación de una parte de su vida y milagros; pero a pesar de ello no dejó de examinar atentamente la persona del narrador, logrando al cabo recordar sus facciones.
—Es el mismo Álvarez —exclamó, no pudiendo contenerse—: es él, o su sombra.
—Norabuena —contestó siempre riéndose Espinosa—: tú has mudado el nombre; yo también. Cada uno de nosotros habrá tenido para ello sus razones; pero no reconocerse amigos tan antiguos, es descortés hasta el último punto.
Ya no le era posible a la cortesana volverse atrás de lo dicho, aunque bien lo deseaba: hizo, pues, de la necesidad virtud, y afectando alegría, se dio enteramente a partido.
A fuerza de preguntar unas cosas y de adivinar otras por los antecedentes que tenía, se enteró Gabriel, sobre poco más o menos, de la historia de Violante enp. III-122 Valladolid; pero ella no supo más que lo que él quiso decirla, que fue poco o nada. En el fondo de su corazón deseaba la ninfa ver a dos mil leguas de sí al que la había conocido Camila; pero temiendo que si le descontentaba había de publicar lo que tanto la interesaba que no se supiese, le llenó de caricias, y a fuerza de confianzas y agasajos quiso comprometerlo a entrar en sus intereses. Por parte de Gabriel no hubo designio alguno: la curiosidad le llevó a verla la primera vez, y su inclinación a las mujeres a volver alguna otra, y a acompañarla en uno de los viajes que hizo a Simancas a ver a su hijo.
En tanto que esto hemos referido, don Juan, enterado ya de la historia de Inés, fue puntualísimo en presentarse en el locutorio, y su dama no le hizo aguardar.
—¿Habéis leído mi escrito, don Juan? —preguntó la morena.
—Sí, lo he leído; y aunque jamás os hubiera visto, por sup. III-123 lectura solo os amara, Inés mía. No me digáis ahora que mi amor es una locura: iguales en nacimiento y fortuna, adorándoos yo, mirándome vos sin repugnancia, ¿qué se opone a nuestro enlace? Cesen, señora, cesen de una vez mis penas; vos podéis hacerlo, y yo no espero más que vuestra resolución.
—Don Juan, si en mi mano estuviera, hoy mismo sería vuestra esposa; pero no debéis haber olvidado...
—¿Que se me han impuesto condiciones? No, por cierto; pero ya he dicho mil veces que esta no es una dificultad. Cualesquiera que ellas sean, por duras que parezcan, yo las acepto desde luego.
—Conviene, sin embargo, que las sepáis. Los riesgos que se os van a ofrecer son de una naturaleza de los que no estáis acostumbrado a correr y aun imaginar. ¡Ah, mi don Juan! Si solo se tratara de exponer el pecho a las balas, de pelear cuerpo a cuerpo con uno o con muchos enemigos, yo estuviera segura de vos; y si murierais, vuestra gloria me consolaríap. III-124 del dolor de perderos. Pero ¿querríais vos, qué digo vos, querré yo misma veros perseguido, cargado de cadenas, en un cadalso tal vez?...
—¡En un cadalso, Inés! ¿Deliráis?
—Ojalá, don Juan; pero yo no deliro: otro sí, y será causa de vuestra perdición y de la mía.
—En nombre de nuestro amor, explicaos, señora, de una vez.
—Comprendo vuestra impaciencia; yo misma la tengo, y no pequeña, de sacaros de dudas, y sin embargo no puedo menos de temblar al abrir los labios para confiaros este fatal secreto.
Calló Inés, y don Juan también permaneció en silencio. Así pasaron algunos instantes hasta que la dama, levantándose de su asiento y cerciorándose de que nadie había escuchando la conversación a la puerta del locutorio, empezó a decir:
—Ya habréis visto que cuando mi hermana se casó no me dijeron el nombre de mi cuñado; pero lo que ignoráis es que en Nápoles se me reveló este secreto. Entonces comprendí cuanto hasta aquelp. III-125 momento me había parecido oscuro.
»El que vos habéis conocido con el nombre de Gabriel de Espinosa y ejerciendo el oficio de pastelero, el que en Francia se llamó Fiormino, es, señor don Juan, el desdichado don Sebastián, rey de Portugal.
—¡Señora!
—Es indudable.
—¿Y por qué permanecer oculto tanto tiempo?
—Eso lo sabréis escuchándome con un poco de paciencia, pues me será forzoso tomar las cosas de bastante atrás para mayor claridad.
»La suerte de las armas fue adversa, como sabéis, a don Sebastián en la expedición a África; y el monarca, furioso y desesperado de ver perdida la flor de la nobleza lusitana, derrotado su ejército, y su gloria eclipsada, se arrojó, buscando la muerte, en medio de sus enemigos. Siguiole un escuadrón formado de los más valientes que aún quedaban con vida, en el cual iba por consiguiente lo más escogido de Portugal, prefiriendo morir honradamente al lado de su rey, a buscar sup. III-126 salvación en una fuga afrentosa. Casi todos murieron cubiertos de la sangre de sus enemigos, y bien vengados: allí dejaron de existir mi padre don Sebastián de Contiño, y don Cristóbal Tabora, marido de mi tía.
»El rey y unos cuantos de sus valientes, defendidos por los mismos cadáveres de los enemigos que acababan de inmolar, pelearon desesperadamente hasta que sobreviniendo la noche se retiraron los moros del campo de batalla. Entonces, después de un día entero, cesaron de dar cuchilladas. Todos estaban heridos, cual más, cual menos gravemente. La sangre del monarca corría por tres heridas: una de ellas, la más grave, debajo del brazo derecho, causada por un balazo.
»Seis u ocho compañeros, y estos heridos, era todo lo que le restaba al desdichado don Sebastián de su aguerrido ejército. Para restaurar la sangre que corría en abundancia de sus heridas tuvop. III-127 que aplicarse un puñado de arena, pues no encontró cosa con que hacerse un vendaje. Jamás hombre descendió tan rápidamente del solio al colmo de la miseria.
»El anciano de quien tanto he hablado en mi escrito, y que ahora llamaré el marqués Domiño, fue el único que, habiendo tenido la dicha de escapar con una sola y leve herida, se conservaba en estado de discurrir, y propuso alejarse cuanto antes de aquel teatro de horror y desolación, al que los moros no dejarían de volver por la mañana. Hiciéronlo así en efecto, metiéndose en un vecino bosque en el cual no se internaron tanto como quisieran por no permitírselo el cansancio de los caballos ni el dolor de sus heridas.
»¡Qué noche aquella para don Sebastián! Afligido por acerbos dolores y reflexiones más amargas aún, extenuado de hambre, abrasado de sed, rendido por el sueño y sin poder cerrar los ojos un instante, los lejanos clamores de millaresp. III-128 de moribundos en el campo de batalla eran para él otras tantas y severas reconvenciones por su imprudente temeridad. “No deseaba ya entonces”, me dijo refiriéndome estos sucesos, “la corona ni el poder. No eran el hambre, la sed ni las heridas las que me atormentaban: los remordimientos, sí, me despedazaban las entrañas; y si Domiño no se hubiera opuesto, aquella noche habría terminado yo mismo una existencia que los infieles no pudieron arrancarme”.
»Tres o cuatro días vivieron en el bosque sin otro alimento que el escaso y desabrido de algunos frutos silvestres, ni más agua que la de un pozo hediondo. Por fin, resueltos a todo antes que morir de hambre, salieron una noche de aquel paraje y se encaminaron a la playa, donde sorprendiendo a unos pescadores en el momento en que iban a entrar en su barca, se apoderaron de ella y les obligaron a remar, mal de su grado, en dirección a las costas españolas.
p. III-129
»Ya en alta mar, y próximos a perecer por falta de víveres, encontraron un buque inglés al cual se acogieron. Preguntando su capitán quiénes eran, le respondieron que unos soldados del ejército portugués, que a duras penas habían logrado salvarse del cautiverio en aquella barca. Los ingleses lo hicieron muy bien con ellos, y como se dirigían a Lisboa, no tuvieron inconveniente en echarlos a tierra en Lagos, puerto inmediato al Cabo de San Vicente, pues a don Sebastián no le convenía presentarse en la capital, en donde suponía, con razón, que todo estaría muy revuelto.
»Desde Lagos pasó don Sebastián a un convento de descalzos que estaba en el mismo Cabo de San Vicente, y en cuyo prelado tenía entera confianza. Allí supo el mal aspecto que para él habían tomado los negocios de su reino, y se confirmó en la resolución de mantenerse oculto que ya tenía formada, y de que enp. III-130 la noche después de perdida la batalla hizo voto inconsideradamente. Pasaron los desdichados caminantes a Lisboa, y allí oyó don Sebastián predicar el sermón de sus propias honras a fray Miguel de los Santos. Sus amigos se descubrieron cada uno a los suyos, iniciándolos en el secreto de la existencia del rey. El obispo que lo casó con mi hermana fue uno de estos, y asimismo doña Francisca de Alba, como esposa de don Cristóbal Tabora, persona que fue muy querida del rey, mereció igual confianza.
»Vagó algún tiempo el monarca por sus propios estados como si fuera un malhechor; mas ni aun así quiso la suerte dejarle en reposo. La noticia de que aún vivía empezó a divulgarse, y don Enrique persiguió con tanto encarnizamiento a cuantos la decían, oían o presumían, que don Sebastián tuvo que salir de Portugal.
»Ya con un nombre, ya con otro, hora pasando por un mercader, hora por unp. III-131 artesano, recorrió toda la Europa, y al cabo de ocho años de trabajos, el amor patrio volvió a llevarle a sus estados.
»Entonces fue cuando habiéndose empeorado una de sus heridas, y buscando un asilo seguro en donde poder curarse, doña Francisca de Alba le dirigió al valle que habitábamos Clara y yo. El capellán supo desde luego quién era nuestro huésped y los que le acompañaban: Clara no, hasta que viendo el rey que su virtud era inexpugnable, se decidió a casarse con ella.
»Los compañeros de don Sebastián eran el marqués Domiño; don Carlos, hijo natural de don Juan de Austria; el príncipe Abenamal de Dinamarca, y el joven don Francisco, a quien los otros llamaban Francisquito, que según tengo entendido es hijo ilegítimo del rey. Los tres primeros le habían seguido a la batalla, como vasallo el primero, y en clase de voluntarios los otros dos, y todos pasan, igualmente que el rey, por muertos.p. III-132 Don Francisco se le unió en su segundo viaje a Portugal.
»Desde que este joven me vio, su inclinación a mí se manifestó claramente; y él mismo, acompañado del dinamarqués Abenamal, fue quien tuvo con vos el encuentro en el Campo Grande. Pero no anticipemos los sucesos, y volvamos a don Sebastián.
»Llegó el rey al valle y se enamoró de Clara; pero no podía permanecer allí mucho tiempo, pues le era forzoso recorrer el país para alentar a sus partidarios, o por mejor decir, para formar un partido con los servidores fieles que le quedaban, esparcidos en diferentes puntos.
»Así se pasó el tiempo que medió desde su conocimiento con Clara y matrimonio con ella hasta el viaje a Nápoles. He aquí la causa que lo promovió: el licenciado Juan Méndez Pacheco, tanto por el misterio con que todo aquel asunto se condujo, cuanto por algunas expresiones que doña Francisca de Alba dejóp. III-133 escapar en su presencia, sospechó que el herido cuya secreta cura se le había confiado, y magníficamente remunerado, era el rey don Sebastián. Debía el médico haber guardado para sí sus conjeturas, cuando por otra cosa no fuera, por amor de su propia seguridad al menos; pero no lo hizo así, y su imprudencia hubo de sernos a todos funesta. En cuanto a nosotros, ya sabéis, don Juan, las consecuencias que produjo: réstame deciros que al médico Pacheco le prendieron, y logrando a duras penas salvar su vida, fue destinado algunos años a galeras.
»Cuando volvimos a España después de la muerte de mi amada Clara, nos aproximamos a las fronteras de Portugal, y en ellas encontramos a nuestros amigos, según el convenio hecho un año antes. El infatigable Domiño no había cesado de trabajar, aunque infructuosamente. En los años transcurridos desde que don Sebastián pasaba por muerto, la usurpación había echado raíces. A la verdad,p. III-134 la masa del pueblo estaba descontenta con el yugo español, y la nobleza, abatida y menospreciada, suspiraba por un trastorno político; pero los tercios españoles tenían aterrados a unos y a otros. La nación envilecida no se sentía capaz de sacudir las férreas cadenas que la oprimían; y los magnates, a quienes se hablaba de ponerse al frente de un movimiento popular, no respondían más que mostrando temerosos el coloso español, capaz de aniquilarlos con el menor esfuerzo que para ello hiciese.
»En medio de este desaliento general, había sin embargo algunos espíritus generosos que, convencidos de la existencia de don Sebastián, conjuraban para restablecerle en su trono. En vano los satélites de Felipe descubrían siempre aquellos proyectos, y una muerte pronta e infamante para sus autores fue el último resultado que produjeron.
»Tal fue el desagradable cuadro que Domiño nos hizo del estado de los negociosp. III-135 en Portugal, y en su vista difirió el rey entrar por entonces en aquel país. Domiño y los otros tres caballeros se volvieron a él: nosotros fuimos a establecernos primero en la Nava de Medina, y después en Madrigal, que dista de allí tres leguas.
»Poco más de un mes hacía, don Juan, que estábamos en aquel pueblo, cuando el destino os condujo a él. Llegasteis precisamente el día en que don Sebastián, habiendo reconocido en el vicario de Santa María la Real a fray Miguel de los Santos, su antiguo confesor y predicador, quiso probar si aquel religioso le reconocería también a él. Con este objeto le esperó y habló cuando se retiraba de decir misa, según presenciasteis vos mismo. Debería sin duda el supuesto Gabriel no haberlo hecho en vuestra presencia, atendiendo a que la obstinación con que seguisteis sus pasos os hacía sumamente sospechoso; pero don Sebastián no conoce obstáculos a su voluntad, y plegue ap. III-136 Dios que su inflexibilidad no sea funesta para todos.
»Figuraos cuál sería la sorpresa de fray Miguel oyendo la voz de su rey que tan conocida tenía, y mirando sus propias facciones. Al principio dudaba reconocerlas; pero tan prontas y tales fueron las cosas que don Sebastián le dijo, de aquellas que solo él y su confesor podían saber, que no le fue posible al vicario negarse a la evidencia.
»Fray Miguel, conservando siempre la esperanza de que don Sebastián volvería a presentarse, había procurado formar en Portugal un partido a su favor; y para que sus relaciones con aquel reino fuesen menos sospechosas, hizo ir a establecerse en Madrigal al médico Juan Méndez Pacheco, que le servía y sirve de agente.
»Pero lo más interesante que ha hecho el vicario en favor de su rey, ha sido poner de su parte a la señora doña Ana de Austria, digna hija de su ilustrep. III-137 padre. Debemos a esta señora singulares beneficios; y es de presumir, si el cielo protege nuestra causa, que la veamos sentada en el trono de Portugal.
»He aquí, don Juan, la explicación de todos los misterios que tanto os han confundido.
—Aún quedan, bella Inés —respondió Vargas—, algunos puntos que aclarar. La aventura de la ermita, por ejemplo.
—Voy a explicárosla. Los amigos del rey, después de haber recorrido de nuevo el Portugal y tomado allí sus medidas, vinieron a reunirse con él, repartiéndose, para no llamar la atención, en diversos pueblos de las cercanías de Madrigal. No habían venido esta vez solos, sino acompañados de varios señores portugueses, que, comisionados por los de su partido, traían el doble objeto de cerciorarse de la existencia de don Sebastián y de recibir sus órdenes.
»Era, pues, preciso celebrar algunas juntas, y ningún paraje les pareció más a propósito para ello que la bóveda-panteónp. III-138 de una ilustre familia que existe debajo de la ermita a cuyas inmediaciones nos vimos.
—¿Y vos —exclamó Vargas, con visibles señales de descontento—, y vos lo sabíais?
—Sabía que se reunían cerca de Madrigal, pero no en qué paraje. Además debéis recordar que la elección del lugar de la cita fue vuestra, y no mía.
»Sucedió, pues, que los conjurados, si tal nombre puede darse a los que defienden tan justa causa, advirtieron que había gente extraña en las ruinas; y temiendo ser descubiertos, hicieron lo que no habréis olvidado.
—No por cierto: ni lo olvidaré en mi vida.
—Fray Miguel fue quien en aquella ocasión os salvó la vida.
—La suya fue entonces la voz que yo creí reconocer.
—Sin duda lo era. Don Sebastián se presentó después, y según parece estaba enterado de nuestra cita.
—¿Cómo?
—Lo ignoro; no puedo creer otra cosa sino que el mulato Domingo, viéndome salir sola de casa me siguierap. III-139 los pasos, y después informara a su amo de lo ocurrido.
—Así parece probable. ¿Pero y vuestra repentina salida de Madrigal?
—Fue consecuencia de lo acordado en aquella misma junta. Los portugueses ofrecieron reunir en los montes un número considerable de soldados tan luego como el rey se presentara en sus dominios a cara descubierta; y don Sebastián, para quien la triste condición en que vive ha llegado a ser insoportable, resolvió prestarse a todo. Pero como para su presentación en Portugal son necesarios grandes preparativos, pues el rey no quiere entrar pordioseando en sus estados, se resolvió que se difiriese por algunos meses el alzamiento, para disponer en ellos lo conveniente. Inútil es deciros que Madrigal no ofrece recursos ningunos, y que es además demasiado pequeño para que cuantos pasos se den dejen de ser públicos.
—Ya os entiendo: habéis venido a Valladolid a hacer compras.
—Así es la verdad. He sido recomendadap. III-140 por la señora doña Ana de Austria a este monasterio bajo el nombre de doña María de Castro, suponiéndome sobrina de cierto abad: como el pretexto de mi estancia aquí es un pleito, salgo del convento siempre que lo creo conveniente y me es forzoso.
—Un solo punto nos resta por aclarar, señora mía.
—¿Cuál es, señor don Juan?
—Cierto lance en el Campo Grande.
—Vamos a él. Cuando os vi en Medina os cité para el primer paraje que se me ocurrió entonces; pero por un efecto de la fatalidad que nos persigue desde que nos conocimos, quiso la suerte que las cercanías del Carmen fuesen precisamente el punto escogido por el dinamarqués Abenamal para verse en la noche misma que nosotros escogimos con una dama, o más bien mujer a quien galantea. Acompañado de don Francisco fue a esperarla; y ya sabéis lo que pasó sobre dejar o no dejar el campo libre unos a otros. Pero don Francisco, irritado por mi indiferenciap. III-141 con él y celoso de vos, promovió la pendencia, y el brutal dinamarqués, olvidándose de las reglas del honor, os atacó también. ¿Soy culpable, Vargas?
—No, mi bien; no, mi vida. Perdonadme, si merece perdón el que se atreve a pensar mal de un ángel.
—¡Siempre exagerado; siempre en los extremos! No, don Juan, yo no soy ni liviana ni intrigante, pero tampoco un ángel; estoy muy lejos de tal perfección.
—Inés, ya os juro...
—¿Que me amáis? Me complazco en creerlo.
—Si así es, ¿por qué tardáis en ser mi esposa?
—Después de lo que habéis oído, no se puede ocultar a vuestra penetración que la hermana de Clara, la cuñada del rey don Sebastián, la que, en fin, ha prometido solemnemente servir de madre a su hija, no puede separar su suerte de la del infeliz monarca. No creáis, Vargas, que la ambición me lisonjea con sus ilusiones; acaso soy yo la única persona que en este negocio no se las hace. Conozco que Portugal, unidop. III-142 todo, con su rey en el trono, y aun suponiéndolo en sus más prósperos días, no basta a resistir uno solo al poder del orgulloso potentado en cuyos dominios jamás se oculta la luz del sol. ¿Qué será, pues, en las actuales circunstancias? Preveo una sangrienta catástrofe, y miro la ruina de don Sebastián y los suyos como inevitables. Sin embargo, estoy resuelta a perecer con él, pues que el destino lo quiere así. Ved, pues, el tálamo que os ofrezco: mi mano no puede ser vuestra sin que tiréis la espada en favor de don Sebastián.
—Suyo soy entonces hasta la muerte.
—¡Don Juan!...
—No habléis más, señora. Su causa es justa; y aunque no lo fuera, conozco que haría lo mismo. Sin vos, ni la vida ni la honra estimo en nada.
—El rey sabrá hoy vuestra resolución; volved mañana.
—Esposa mía, adiós.
—Él os guarde, mi señor.
FIN DEL TOMO TERCERO
p. IV-i
p. IV-iii
NI REY NI ROQUE
EPISODIO HISTÓRICO
DEL REINADO DE FELIPE II,
AÑO DE 1595
NOVELA ORIGINAL
ESCRITA
POR DON PATRICIO DE LA ESCOSURA,
AUTOR DEL CONDE DE CANDESPINA
TOMO IV
Madrid
Imprenta de Repullés
—
Año de 1835
p. IV-1
NI REY NI ROQUE
Grande era el contento que Vargas sentía en haber salido del estado de ansiedad en que había vivido durante los últimos meses, pareciéndole mejor correr los evidentes riesgos que su nueva posición ofrecía, que estar como antes continuamente en contradicción consigo mismo.
Reflexionando, sin embargo, en el modo con que se hallaba tan inesperadamente comprometido en la más aventurada de las conjuraciones, en cuyo éxito favorable o adverso realmente ningún interésp. IV-2 personal tenía, admiraba con razón los caprichos de la fortuna. Dotado, como lo estaba, de un entendimiento claro, y no siendo por naturaleza ambicioso, no podía menos de conocer que era lo más descabellado que podía imaginarse exponer la vida, la fortuna y la honra: ¿y para qué?; para sustraer a la dominación española el reino de Portugal, que siempre debería haber formado parte de nuestra nación, la cual tal vez necesita que toda la península forme un solo cuerpo para ocupar entre las demás potencias el lugar que le corresponde. Pero a esta reflexión, y otras de no menos peso, se oponía el amor de Vargas, amor que le dominaba completamente, y al cual estaba resuelto a sacrificarlo todo sin excepción.
Con tales disposiciones se presentó de nuevo en el convento de Inés, y después de una larga conversación con ella, en la cual, al cabo de dos horas, vinieron a decirse, en resumen, que se querían entonces y se querrían siempre, salió dep. IV-3 allí quejándose de no haber tenido tiempo para hablar de su amor.
Parecíale tal vez robado el tiempo que Inés tardó en indicarle el paraje y hora en que podría verse con el que continuaremos llamando indistintamente Gabriel de Espinosa, o don Sebastián, pues de ambos nombres usaba, según las circunstancias.
Ya tarde en la noche del día en que nos hallamos, salió Vargas de su casa con magnífico vestido, una excelente espada, envuelto en una capa de camino que le cubría enteramente, y para mejor disfrazarse, con un sombrero de ala ancha. En este equipaje se encaminó por calles excusadas a cierto callejón del barrio de la Mantería, situado en uno de los extremos de la ciudad; al ir a entrar en él, un hombre que apoyado con negligencia a la esquina parecía estar medio borracho, le dijo tartamudeando:
—Buenas noches, amigo. ¿Se va de ronda?
—Esta noche no rondan más que las brujas —respondió Vargas, quitándose al mismop. IV-4 tiempo el sombrero, y cubriéndose el rostro con él.
—Adelante —respondió el otro, ya en voz clara y con firmeza—, la tercera puerta a la derecha.
—No, sino la cuarta —dijo Vargas, y continuó su camino.
Contando entonces cuatro puertas en la acera izquierda, tomó el aldabón de la que completaba este número, y dio con él dos golpes con tanto tiento que a pesar de lo corto de la distancia no los oiría sin duda el de la esquina.
Una voz que parecía de mujer vieja preguntó desde adentro:
—¿Quién anda ahí?
—Amigo —fue la respuesta de don Juan, dando una palmada.
—Yo no tengo amigos —replicó la vieja—; váyase noramala.
—Me iré —replicó don Juan—, pero no sin decirle que la luna no ha salido aún —y volvió a dar otra palmada.
Entonces se abrió la puerta, y se halló nuestro caballero en un zaguán mezquino y sucio, en el que una mujer vieja y andrajosa tenía un lecho de malísima paja. Ya dentro, arrolló Vargas su capa y sombrero, y poniéndose su capacete,p. IV-5 correspondiente al resto de su vestido, pasó por una puerta que le indicó la vieja a un vestíbulo, en el que halló dos hombres armados con arcabuces, espadas y dagas.
—¿Qué os trae a este lugar? —dijo uno de los armados.
—El amor de la verdad y el deseo de la honra —le contestó el caballero.
Y hallando el paso franco, después de atravesar aún otra antesala, si se le quiere dar este nombre, se metió en un granero de no pequeñas dimensiones, que bien limpio, medianamente adornado, y perfectamente iluminado por un crecido número de bujías, ofrecía un aspecto mixto entre salón y desván.
Unos bancos de pino, cubiertos con unas cortinas de damasco anaranjado, o que tal había sido, corrían alrededor de aquella sala, y en la cabecera de ella se veía un gran sillón de los que los frailes usan en sus celdas, también cubierto del mismo modo.
A los pies de la sala, y alrededor dep. IV-6 una mesa correspondiente al resto de los muebles, estaban sentados escribiendo tres o cuatro personas.
Las que había en el salón cuando entró don Juan serían hasta veinte, entre ellas tres o cuatro eclesiásticos con manteos: los demás iban cuál más, cuál menos ricamente vestidos. Algunos llevaban al pecho diferentes cruces, y uno de los que estaban escribiendo llevaba una banda roja.
Los demás se paseaban por la sala en grupos de dos a tres personas hablando entre sí en voz baja.
Al entrar Vargas todos se volvieron hacia él, y contestaron a su saludo con cortesía; en seguida continuaron sus paseos en todo lo largo del salón.
El anciano de la banda roja no había reparado en su entrada; pero habiendo alzado la cabeza y fijado la vista en él, se levantó inmediatamente de su asiento, y acercándosele con aire cordial, le dijo:
—¿Es el señor don Juan de Vargas a quien tengo la honra de hablar?
—Unp. IV-7 criado vuestro —contestó este, satisfecho de que hubiera entre tantos uno que le hablase.
—Mi nombre —continuó el de la banda— no os será tal vez desconocido, aunque sí mi persona, por no haber tenido hasta ahora ocasión de hablaros; yo soy el marqués Domiño.
Reconociendo entonces Vargas que hablaba con el fiel servidor de don Sebastián, de quien tanta mención se hacía en las memorias de Inés, le colmó de atenciones, y el marqués por su parte no andaba menos comedido.
—Su Majestad —dijo— no tardará en honrarnos con su presencia; ahora permitidme que concluya el arreglo de algunos papeles interesantes, de que me es forzoso darle cuenta esta misma noche, y contad con que tenéis en mí un verdadero amigo y admirador.
Volviose, acabando de hablar, a la mesa, y dejó a Vargas solo de nuevo, teniendo por recurso que dedicarse a observar cuanto pasaba en torno de él.
Desde su llegada no habían cesado dep. IV-8 irse presentando nuevos personajes de todas especies, y en uno de ellos reconoció don Juan a su rival don Francisco. Debió este conocerle también, pues mudó de color al verle; pero no dio de ello otra señal, y saludándole pasó a unirse a otras personas de las que allí estaban.
Así se pasó como una hora, y al cabo de ella, oyéndose en el cuarto antes del salón dos recias palmadas, el marqués Domiño se levantó de su asiento, y después de haber dicho en alta voz «el rey, señores», se encaminó a la puerta de entrada, que abrió de par en par.
Todos los circunstantes, descubiertos, se colocaron entonces alrededor del salón, observando el más profundo silencio.
Los dos centinelas de la segunda antesala guardaban la entrada con sus arcabuces, agarrados con la mano derecha por la garganta de la culata, y dejando descansar la caja sobre el hombro del mismo lado.
Pocos minutos después se deja ver don Sebastián con un vestido negro completo,p. IV-9 y sin más adorno que el de una cadena de oro, de la cual pendía una medalla, y en ella esculpida la efigie de la Virgen nuestra Señora.
El puño de la espada era de acero primorosamente labrado, y el del bastón, de oro, con algunos brillantes.
Cuando entró en el salón, los presentes se inclinaron respetuosamente, y él, quitándose el bonete, saludó con gracia y desembarazo.
Sentado ya en el sillón que le estaba destinado, mandó que los circunstantes se sentasen, y dijo:
—Años ha, señores, que la fortuna no me ha concedido un momento tan grato como el presente, en que me veo rodeado de tantos y tan buenos servidores. Con su auxilio y el favor de Dios, espero que en breve lucirá para Portugal el día de la libertad. Vea yo la bandera lusitana ondear un día en el campo de batalla; séame dado pelear aún al frente de mis valientes soldados, y muera yo después; habré llenado el másp. IV-10 violento, el más justo de mis votos.
»Os he reunido, señores, para que ilustrado con vuestros consejos pueda yo decidir lo más conveniente. El momento de obrar es ya llegado. Harto tiempo hemos gemido en la esclavitud y en la miseria. La historia no ofrece acaso ejemplo de monarca tanto y tan largamente sujeto al rigor del destino; permanecer así más tiempo sería cobardía. Morir o vencer será desde hoy mi divisa.
—Y la nuestra, morir o vencer con nuestro rey —exclamaron entusiasmados la mayor parte de los conjurados.
—Ese entusiasmo —continuó don Sebastián—, que llena de alegría, es un feliz presagio de la victoria. Marqués Domiño, podéis hablar.
—Vuestra Majestad —dijo Domiño— me ha mandado poner a la vista de los ilustres personajes aquí reunidos un cuadro exacto de nuestra situación, recursos y esperanzas, sin omitir los obstáculos que se oponen a nuestra justa empresa. Procuraré hacerlo con toda la concisión,p. IV-11 exactitud y claridad que alcance.
»No me cansaré en demostrar la justicia de la causa de Vuestra Majestad; esta es tan evidente, que no necesita razones en su apoyo. Por otra parte, los que me escuchan dan en hallarse en este paraje una prueba incontestable de su fidelidad y decisión por su legítimo rey.
»Nuestro objeto no es otro que el de arrancar de mano del usurpador Felipe el reino de Portugal. Para conseguirlo contamos con nuestros amigos, y con los muchos enemigos que dentro y fuera de sus estados tiene, gracias a su detestable política.
»Vuestra Majestad ha oído ya diferentes veces a los enviados de Portugal que están presentes, y prontos a confirmar cuanto diré. Según ellos aseguran, y yo mismo he tenido ocasión de observar, los portugueses están ya impacientes por romper el yugo de hierro que los oprime. Apenas hay uno de todos ellos que no haya sufrido alguna vejación del monarca español. La masa no puede estar mejor dispuesta; trátasep. IV-12 solo de inflamarla, de dar a la indignación pública el conveniente impulso, y esto lo ha de hacer la presencia de Vuestra Majestad.
»En vano Felipe se ha esforzado en convencer con el tormento, el fuego y la cuerda a los portugueses de que su rey ha dejado de existir; la mayor parte de ellos creen lo contrario, y para convencer a los restantes la evidencia bastará.
»Hay, sin embargo, hombres en Portugal, y algunos de ilustre nacimiento, que unidos a la usurpación con los lazos del interés, y ejerciendo a su sombra una autoridad sin límites, harán los últimos esfuerzos contra nuestros designios. Estos, los españoles que allí mandan y los tercios que guarnecen nuestras fortalezas serán los enemigos que tengamos que combatir, y para hacerles frente es preciso contar con algunos soldados, desde luego.
»Para este objeto se ofrecen trescientos hidalgos portugueses, en cuyo nombre han venido los señores Sousa, Coello, Ebora y Renteiro. La universidadp. IV-13 de Coimbra ofrece también a Vuestra Majestad cincuenta lanzas por medio del doctor Saldaña, respetable eclesiástico, que está en camino para esta ciudad.
»En una palabra, cualquiera que sea el punto de la frontera que Vuestra Majestad designe para el alzamiento, puede contar en él con más de cien caballeros y unos quinientos peones. Esta fuerza es bastante y sobrada para oponerse a las primeras tentativas de los tercios españoles, y dar lugar a que se unan a Vuestra Majestad mayor número de sus fieles servidores, con cuyo auxilio podrá apoderarse de una de las ciudades principales.
»Conseguido esto, la voluntad de los portugueses se manifestará sin rebozo; los españoles serán apenas dueños del terreno que pisen, y este no será mucho, atendido su reducido número en el reino.
»No es tampoco de temer en lo sucesivo el poder de Felipe, por más colosal que parezca. Flandes absorbe hoy su atención entera; allá van a consumirse los tesoros de las Indias; allí sus mejores soldados;p. IV-14 allí, en fin, está el principal apoyo de Vuestra Majestad.
»Isabel de Inglaterra verá con gusto desmembrarse el reino de Portugal de la corona española, y si no me atrevo a asegurar que nos auxilie abiertamente con sus armas, es, por lo menos, cierto que podemos contar con grandes socorros de su parte. Los insurreccionados de Flandes no podrán menos tampoco de prestar la mano a la obra de nuestra regeneración. Y el rey de Francia y el emperador de Alemania mismo no dejarán, en cuanto puedan, de contribuir a la minoración del poder del rey de España, cuyos vastos dominios le hacen el perpetuo objeto de sus celos.
»He demostrado, a mi entender, que Vuestra Majestad no tiene que temer por parte de las otras testas coronadas oposición alguna a la justa recuperación de su trono; que las que no se interesen por Vuestra Majestad directamente, permanecerán neutrales; y que el rey Felipe, empeñado en una guerra destructora, y que, por la manerap. IV-15 con que se conduce, se ha hecho interminable, pocos o ningunos esfuerzos podrá hacer para conservar la corona que usurpa.
»Pero aún hay más. Dentro de España, a la vista misma del tirano, hay muchos hombres valerosos, de ánimo independiente y heroicos pensamientos, que pueden apenas soportar los hierros que los agobian.
»Aún humean en Aragón las cenizas de la pasada revolución. La sangre de Lanuza, que corrió traidoramente derramada en un cadalso, fermenta sordamente.
»Felipe camina sobre un volcán que una sola chispa basta a incendiar. Vuestra Majestad tiene en su mano provocar la explosión, y espero perdonará mi osadía si me atrevo a decirle que debe hacerlo.
»Aragoneses y castellanos están mal contentos con el establecimiento de la Inquisición. Y Vuestra Majestad se ha dignado prometer protección a todos los perseguidos por ella, sin más condición que la de tomarp. IV-16 parte en la gloria de restituir a Portugal su independencia.
»En mi mano tengo una humilde súplica que algunos reverendos eclesiásticos presentan a Vuestra Majestad en nombre de varios otros, en la cual ofrecen a Vuestra Majestad el auxilio que sus brazos, personas y haciendas puedan prestar para su empresa, y las condiciones que por ello reclaman son tan moderadas, tan justas, que Vuestra Majestad no dejará de concederlas.
»Al frente del cuerpo auxiliar español se pondrá un noble castellano, de ilustre linaje, valor conocido y notoria pericia en el arte de la guerra, a quien Vuestra Majestad, convencido de su fidelidad, se ha servido honrar con este encargo, esperando que sus compatriotas, a sus órdenes, darán pruebas de su acostumbrada bizarría.
»Tal es, señores, el estado de los negocios de Vuestra Majestad; pero por más lisonjero que parezca, por más que el triunfo se nos figure indudable, ahora más que nunca debemos obrar con prudencia y cautela.
p. IV-17
»No por anticipar un día al proyecto malogremos para siempre el trabajo de muchos años. Antes de mucho, solo habremos menester el valor en el campo de batalla; hoy, la sagacidad y el disimulo para sustraernos a las continuas pesquisas del enemigo. — Dixi.
Este largo discurso, que sin duda estaba no solo preparado, sino estudiado de antemano, fue oído por toda aquella asamblea con grande atención e interés. Vargas en particular, que por primera vez pensaba entonces seriamente en la empresa en que había tomado parte, recogió hasta la última sílaba; y si bien admiraba la capacidad con que el marqués Domiño había reunido todas las circunstancias que militaban a su favor, dándoles el conveniente colorido, disminuyendo al mismo tiempo el poder de su enemigo, no pudo menos de conocer que, por más que se dijese, el proyecto ofrecía inmensos peligros.
Sin embargo, don Juan ni quería ni podía ya volver el pie atrás, y prestándosep. IV-18 a lo que en su posición era indispensable, tanto trabajó en convencerse a sí propio de que don Sebastián podría triunfar, que casi llegó a creerlo.
Dejó don Sebastián pasar algún tiempo después de haber Domiño cesado de hablar, y cuando ya creyó que el auditorio estaba preparado a oírle, dijo:
—Acabáis de oír la fiel pintura de nuestra situación: si alguno de vosotros tiene algunas observaciones que hacernos, yo le permito y le mando que hable.
Entonces los circunstantes se miraron todos unos a otros como para examinar qué efecto habían producido las palabras del rey pastelero, y al cabo de algunos instantes tomó la palabra uno, en cuya voz reconoció Vargas la de la persona que le había tomado el juramento en la ermita de Madrigal, y lo era en efecto.
—Rey y señor mío —dijo—: los fieles vasallos de Vuestra Majestad, en cuyo nombre tenemos la honra de hallarnos hoy en vuestra real presencia algunos caballeros portugueses, están prontos a confirmar conp. IV-19 las obras las ofertas tantas veces repetidas de sacrificar sus vidas y haciendas en defensa de Vuestra Majestad.
»Una súplica es la que se atreven a hacer, humildemente puestos a los pies del rey y señor natural, que es la de rogarle que apresure el ansiado momento de tomar las armas. La dilación entibia los ánimos de unos, expone a los otros a crueles persecuciones, y fortifica a los enemigos de la justa causa.
»Dígnese, pues, Vuestra Majestad tomar en consideración esta súplica reverente, y hacer en ello lo que fuere de su real agrado.
—Señor Sousa, ese impaciente ardor de mis leales vasallos —contestó don Sebastián— es sumamente grato para mí. Yo procuraré no retardarles mucho la ocasión de darme pruebas de su fidelidad y valor.
Uno de los eclesiásticos, levantándose entonces de su asiento y haciendo una profunda reverencia, a la que el rey contestó con una leve inclinación de cabezap. IV-20 y una seña para que hablase, lo hizo de esta manera:
—Señor: el marqués Domiño ha ofrecido a Vuestra Majestad la asistencia y auxilio de algunos españoles a quienes la tiranía de su rey obliga a sustraerse de su dominio. Yo, en nombre de los descontentos, confirmo esta oferta. En esta misma ciudad existen muchos de ellos, y en las demás del reino se encuentran a millares. El caballero a quien Vuestra Majestad se ha dignado confiar el cargo de su caudillo, podrá cerciorarse por sus propios ojos de la verdad de mis palabras.
»Los que están prontos a tomar las armas dejan a la real munificencia de Vuestra Majestad el cuidado de señalar recompensas a sus servicios. Nada estipulan ni quieren estipular en este punto.
»La única condición que ponen, la cláusula sine qua non del tratado que tienen la honra de hacer con Vuestra Majestad, es que, concluida la guerra, les será permitido vivir en el reino de Portugal según sus conciencias, sin que ni el tribunal de lap. IV-21 Inquisición ni otro alguno pueda inquietarles en materias de fe.
»Vuestra Majestad, que en sus diferentes viajes ha recorrido la Europa entera, y a cuya real penetración no se habrá ocultado ninguna de las causas de su engrandecimiento o desmejora, habrá sin duda observado que los cristianos reformados, tan sin piedad perseguidos en España, tienen acogida en los más florecientes de ellos.
»En apoyo de esta aserción, la Inglaterra, la Escocia, y gran parte de Alemania, se hallan en este caso.
»Ni este es lugar a propósito, ni da de sí el tiempo lo necesario para extenderme en largas disertaciones sobre la conveniencia de la tolerancia religiosa.
»A Vuestra Majestad toca decidir si le conviene o no aceptar en este caso la alianza de los españoles, cuyo nuncio soy, con la expresada condición.
Una reverencia todavía más humilde que la primera terminó este discurso, que don Sebastián y Domiño oyeron impasibles sin dar señales de aprobación nip. IV-22 descontento, y la asamblea se mostró dividida en distintos pareceres.
Don Francisco, don Carlos, Abenamal, y algunos otros, pensaban que el auxilio de los españoles era de la mayor importancia; y que limitándose los reformados, como se limitaban, a pedir una simple tolerancia en materias de fe, sin exigir protección ni paridad con el culto católico, sería desatinado negarse a su propuesta. Pero los portugueses Sousa y Coello no podían avenirse con la idea de asociarse con herejes luteranos y calvinistas; y de esta misma opinión no faltaban personas entre los circunstantes.
Cuando el eclesiástico español cesó de hablar, un rumor sordo se dejó oír por todo el salón: los que opinaban en su favor se miraban, dando visibles muestras de aprobación; y los contrarios, hablando entre sí en voz baja, se preparaban a oponerse sin rebozo a su propuesta.
Coello, poniéndose en pie y saludando al rey, exclamó:
—Los portugueses, señor, se han gloriado siempre de vivirp. IV-23 en el gremio de la santa Iglesia católica, apostólica, romana, única verdadera, fuera de la cual no hay salvación. Y la condición que los españoles ponen para tomar las armas en defensa de Vuestra Majestad, si se acepta, destruirá para siempre nuestra opinión religiosa, manchando el suelo de los dominios de Vuestra Majestad con el baldón de la herejía.
»¿Por ventura no serán bastantes los vasallos naturales de Vuestra Majestad a ponerlo en su trono, sin mendigar el apoyo de los españoles descontentos? Señor: Vuestra Majestad es dueño absoluto de nuestras vidas y haciendas; pero en la honra y en la religión no puede...
—Sobrado tiempo os he escuchado, Coello: yo resolveré este asunto como sea de mi real agrado, y os dejo salvo el derecho de hacer de vuestra persona lo que os parezca conveniente —le interrumpió don Sebastián, justamente indignado, de que en tan críticos momentos se quisiera sembrar la división en su partido.
Coello, aterrado, murmuró algunas frasesp. IV-24 de obediencia, fidelidad, celo y religión, ocupando confuso su asiento.
Don Sebastián, sin atenderle, se dirigió al eclesiástico, y con notable afabilidad le dijo:
—Doctor Serrano, don Juan de Vargas os anunciará mañana mi resolución. Entre tanto podéis dar mis reales gracias a vuestros amigos, asegurándoles que jamás olvidará don Sebastián el auxilio que en su infortunio le prestan. Mañana también, señores, se os comunicarán a todos mis órdenes, y antes de mucho nos habrá visto el mundo triunfar de nuestros enemigos, o perecer gloriosamente en la demanda.
Concluyendo de hablar hizo seña de haberse terminado la asamblea; y los que la componían empezaron a retirarse de dos en dos, o de tres en tres lo más, para no hacerse sospechosos en la calle.
No lo hizo así Vargas, pues se le mandó permanecer en el salón hasta quedarse solo con el rey y el marqués Domiño.
Entonces, el primero de estos personajes,p. IV-25 llamándole, le habló en estos términos:
—Don Juan, la mano del destino, por caminos bien inesperados, os ha reunido a mí. Sé que habéis resuelto seguir mi suerte; y sé también que los hombres como vos no varían nunca su resolución: cuento, pues, con vos como conmigo mismo.
—Vuestra Majestad —dijo Vargas— me hace justicia: mi espada y mi persona están ya a su real servicio mientras me dure la vida.
—Lo creo; y os doy una prueba de ello en poneros al frente de mis auxiliares. No necesito deciros que estos son los españoles que, habiendo abrazado las herejías de Lutero y Calvino, no hallan en su patria un palmo de terreno que los sustente con seguridad, un solo instante, de que las hogueras de la Inquisición no se enciendan para ellos. Aunque católico, como yo lo soy, por la piedad de Dios, no podréis menos de conocer que en mi actual posición me es forzoso prescindir de escrúpulos que acaso me arredraran en otras circunstancias. Hoy lo que necesito son brazos, y a todo precio debo comprarlosp. IV-26 mientras el honor no padezca.
—Vuestra Majestad, a mi entender, obra en eso con cordura.
—Tal es mi opinión; y yo sabré imponer silencio, eterno si es preciso, a los que como Coello quieran contrariarla. Desde que la fortuna me ha condenado a vivir en la última clase del pueblo, he tenido ocasión de abrir los ojos sobre más de un error, y me he convencido de que el hierro y el fuego hacen hipócritas, pero no religiosos. Además, don Juan, el pontífice, a quien en Roma me presenté a pedir dispensa del voto temerario que en un momento de despecho hice en África de vivir siempre encubierto, no solo se negó a ello, sino que me despidió con dureza. Gregorio, esclavo humilde del rey de España, temblaba de tener un solo día en sus estados al infeliz don Sebastián, y esta ofensa está para siempre grabada en mi corazón.
»Bastante os he dicho para que comprendáis claramente mi voluntad y sus fundamentos. El doctor Serrano os presentará mañana a los que habéis de conducirp. IV-27 a la gloria: descanso en vuestra fidelidad y buen talento, y no volveré a ocuparme en el asunto hasta que os comunique mis órdenes para marchar.
»La mano de doña Inés es vuestra ya. La categoría a que estará destinado el esposo de la cuñada del rey no se os ocultará; y para que desde luego empecéis a recibir pruebas de mi real benevolencia, os autorizo a usar desde hoy el título de duque de Madrigal.
—Las bondades de Vuestra Majestad y la merced con que me honra estarán eternamente impresas en mi memoria, y espero dar pruebas de mi agradecimiento en el campo de batalla.
—Ese es el lenguaje de un noble soldado. Podéis retiraros.
Dobló don Juan la rodilla, besó la misma mano a que había visto hacer pasteles, y salió del regio desván como el hombre que acaba de tener un sueño maravilloso, de aquellos que hacen dudar de si se duerme o se está despierto.
p. IV-28
A principios del siglo xvi fueron tantos y tales los abusos de las facultades espirituales que en materia de bulas e indulgencias hizo la corte de Roma, que en Alemania, país eminentemente pensador, dos frailes, Lutero y Calvino, se alzaron contra ella: practicaron la reforma de la religión cristiana, conocida con el nombre de protestantismo; y a pesar del emperador, del papa y del concilio, luchando contra las armas del uno, las excomuniones y los legados del otro, y contra los cánones y censuras del último, hicieron considerable número de prosélitos, atrayendo a su creencia príncipes ilustres y naciones enteras.
Lutero y Calvino dieron al poder de los papas un golpe funesto, que los progresosp. IV-29 de la civilización social prepararon hasta entonces, y en lo sucesivo hicieron verdaderamente mortal. Desde entonces los sucesores de San Pedro perdieron aquel poder en virtud del cual daban y quitaban las coronas. Inglaterra, Suecia, Flandes, gran parte de la Alemania, se separaron del regazo de la Iglesia católica; la Francia misma rehusó admitir el concilio tridentino, y la Europa entera empezó a creerse con derecho a pensar en materias de religión, cosa hasta entonces mirada como una blasfemia.
Las consecuencias que aquellos sucesos tuvieron en el orden político son harto conocidas; y aunque esta novela no se ha escrito a propósito para hablar de ellas, se nos permitirá que observemos que Inglaterra fue el primer país enteramente protestante, y que en él es en donde la libertad civil es también más antigua.
Carlos I se declaró protector del concilio de Trento, y persiguió constantemente a los reformados. Pero en Alemania no pudo extinguirlos: en España fuep. IV-30 donde, auxiliado por la Inquisición, de abominable memoria, logró que jamás los hubiese a cara descubierta.
Las crueldades del tribunal de la fe no fueron sin embargo durante su reinado comparables a las que se ejercieron bajo el cetro de hierro de su hijo Felipe II, cuyo nombre execrado ha llegado a nuestros días, y pasará a la más remota posteridad, como el baldón de su siglo y de la patria que le dio el ser.
Todas o la mayor parte de las religiones han debido acaso a la persecución su mayor incremento; y, a excepción del mahometismo, ninguna se ha extendido con la rapidez que la protestante. En vano se le opusieron cuantos diques alcanzaron el poder y la Iglesia dominante; salvolos todos y, embravecida como un torrente por la resistencia, llegó a hacerse temible para sus perseguidores.
No eran entonces los españoles un pueblo insignificante, como después lo fueron gracias a tres siglos de cadenas; ricos, poderosos y conquistadores, enp. IV-31 todo el orbe se veía a los invencibles tercios castellanos cubriéndose de gloria; sus mercaderes tenían relaciones comerciales con todas las naciones; y el oro mejicano hacía de nosotros los banqueros del mundo. Entonces se viajaba; en aquellos viajes había comunicación con los extranjeros, y de este modo la reforma religiosa llegó a hacerse partidarios, y no en pequeño número, en el corazón mismo de Castilla.
Naturalmente, los primeros protestantes fueron eclesiásticos: para nadie podía tener más interés la cuestión que para ellos; y unos la examinaban por curiosidad, otros para instruirse. Algunos creyeron las nuevas doctrinas más conformes al espíritu del Evangelio que las antiguas; otros, lo contrario; y estos en España fueron en mayor número. Apoyados los últimos en la ley, y disponiendo de la fuerza, persiguieron encarnizadamente a los primeros, quienes se refugiaron, como todo proscrito, en la oscuridad.
No había acaso ciudad en España enp. IV-32 que los protestantes, los judíos, y hasta los mahometanos no tuviesen conventículos secretos que la Inquisición fue descubriendo sucesivamente. Para llevar legalmente a la hoguera a los desventurados que los formaban no se necesitaba más que probarles su diferencia de religión; pero el espíritu de partido, no contento con aplicarles al tormento y quemarlos después, quiso que bajasen al sepulcro manchada su memoria con la imputación de crímenes cuya atrocidad misma los hace absurdos e increíbles.
Los niños degollados bárbaramente, las imágenes del Redentor injuriadas de una manera abominable eran las más pequeñas de las infamias de que los inquisidores acusaban a sus víctimas. La pluma se niega a entrar en pormenores sobre esta materia, y el entendimiento concibe apenas que se hayan conducido al suplicio millares de infelices pretendiendo haberles probado que volaban o que tenían en sus casas a pupilo algunos diablos en figura de sapos, con obligación dep. IV-33 vestirlos de terciopelo y darles a comer huesos de difuntos.
En tal estado se hallaba España bajo la dominación del fanático Felipe, cuando Gabriel de Espinosa puso a cargo de Vargas el mando de sus auxiliares españoles.
No se crea, por lo que de las luces naturales de don Juan hemos dicho, que fuese un hombre de los que hoy llamamos despreocupados. Eran muy pocos los castellanos que en aquel siglo podían pretender esta denominación; y seguramente en donde menor número de ellos se hallaba era en la nobleza, que recibiendo una educación puramente militar, conservaba la creencia de sus padres, sin imaginar siquiera que en tal materia era admisible la discusión. Sin embargo, el hermano del marqués había tenido ocasión de observar en Flandes que los herejes eran hombres como los demás; que cualquiera que fuesen sus errores en el dogma, la moral de su religión era exactamente la del Evangelio, y que en los combatesp. IV-34 se portaban como el mejor católico, peleando con valor, y tratando después con humanidad a sus enemigos. Redújose, pues, a desempeñar la comisión que se había puesto a su cargo, aunque no sin repugnancia y tal cual escrúpulo de conciencia. Dígase también, en honor de la verdad, que Inés, a quien vio aquel día en el locutorio, le pareció tan hermosa, estuvo con él tan fina y le dio tan próximas esperanzas de su matrimonio que, al separarse de ella, hubiera hecho alianza no ya con los protestantes, sino con todos los herejes y cismáticos habidos y por haber, y con el mismo Satanás, por más feo, cornudo y azufroso que se le presentase.
Tales han sido siempre los hombres vehementes: preocupaciones, intereses, conveniencias sociales, la honra misma, todo lo han sacrificado a las miradas de una mujer en los primeros años de la vida; y en la edad adulta, el ídolo de su juventud, olvidado, menospreciado tal vez, ha tenido que cederp. IV-35 su lugar a los sueños de la ambición.
Vargas entonces no creía que hubiera nada en el mundo superior a Inés, ni que el que una vez la había visto pudiera nunca dejar de amarla; menos aún, ser feliz sin ella. ¿Qué mucho, pues, que todo lo sacrificase para poseerla?
Ya resuelto a entregarse sin reserva en manos del destino, se preparó a desempeñar su papel de jefe de segundo orden en aquella conjuración; y revestido de la gravedad conveniente, se presentó con el doctor Serrano en el conventículo de los protestantes.
Celebraban estos sus reuniones con todo el misterio y cautela que su posición exigía, y Vargas halló en juntas a los que formaban el consistorio directivo en una oculta bodega situada en un extremo de la ciudad. Algunos letrados, no menos eclesiásticos, tres o cuatro mercaderes y algún profesor de ciencias exactas fueron las personas que allí se ofrecieron a su vista: la única de capa y espada,p. IV-36 como entonces se decía, era el mismo Vargas.
Antes de su llegada ya habían los protestantes acordado que no prestarían a don Sebastián el prometido auxilio sin recibir antes por escrito su real palabra de que se les tolerase en Portugal el libre ejercicio de su culto; y el doctor Serrano hizo entender sin rebozo a don Juan que toda negociación era excusada sin que precediese la entrega de la garantía pedida.
En el caso de que el destronado rey accediese a lo que se deseaba, empezarían los protestantes poniendo a su disposición una suma considerable para empezar la campaña; formarían a su costa, y auxiliados por sus hermanos de Inglaterra, Francia y Alemania, un cuerpo franco; y, desde luego, presentarían en breve plazo de trescientos a quinientos hombres para contribuir al alzamiento.
No dejaron tampoco de presentarse varias dificultades al consistorio sobre poner los soldados protestantes a las órdenesp. IV-37 de un noble católico; pero todas ellas se desvanecieron con la imposibilidad de hallar en España hombre de la comunión reformada que lo reemplazase. Fue, pues, nuestro don Juan, bajo el título de duque de Madrigal, reconocido por jefe del futuro cuerpo auxiliar, y la reunión se disolvió después de haber rezado a coro un salmo de David.
Debía don Juan comunicar a Gabriel de Espinosa lo resuelto por el consistorio, y para ello se le había mandado hallarse aquella noche a las ocho de ella en el Campo Grande; cita a la que, como se deja conocer, asistiría con alguna anticipación para no hacerse esperar; pero fue tanta su puntualidad, que daban las siete cuando entró en el Campo Grande, que, por ser la noche de las frescas de otoño, estaba desierto. No le pesó de esta circunstancia, pues en situación semejante a la suya lo que más se apetece en general es la soledad. Amante y conjurador a un tiempo, sus pensamientos le sobraban a Vargas para entretenerse.
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La revolución que se preparaba, su éxito y consecuencias eran asuntos de no pequeña importancia; pero Inés la tenía mayor para él. Dejando vagar la imaginación a su placer, se veía ya dueño de su amada: representábasele verla en sus brazos al rayar la aurora, y uno y otro día, y siempre, en fin, vivir a su lado; pero el colmo de la dicha para Vargas era tener un hijo de Inés, que su fantasía hizo bello como Apolo, valiente como Hércules, discreto como Cicerón, y célebre como Alejandro.
Cuando el hombre cree ser feliz, lo es, ha dicho no sé quién, y con sobrada razón. Nunca la realidad iguala a los goces que el hombre dotado de una ardiente fantasía tiene, cuando sus sueños, ya despierto, ya dormido, le halagan. Y es porque, en la realidad, aun las rosas tienen espinas; no así en el mundo ideal: lo malo y lo bueno, según el vidrio que se deja ver en la linterna mágica, se presentan aisladamente. Prescíndese de la debilidad humana, de la muerte; se olvidap. IV-39 que estamos condenados a padecer, y que cuanto más intenso sea un dolor, tanto más pronto el órgano que lo sufre perderá la facultad de sentirlo. Sucédenos, en fin, lo que al mecánico teórico: calcula una máquina prescindiendo del rozamiento de los cuerpos y de la elasticidad de las cuerdas, y obtiene en el papel un invento que ha de inmortalizarle. El mal está en que al poner en práctica su máquina tiene que emplear hierro, madera y cáñamo.
Dando, pues, libre curso a sus imaginaciones, se paseaba Vargas delante del convento de recoletos y no advirtió que un hombre le seguía, hasta que este, tocándole en un hombro, le dijo:
—Muy distraído vais, señor don Juan.
Volviendo entonces la cabeza reconoció a Gabriel de Espinosa.
Diole cuenta de lo ocurrido en el consistorio, y tuvieron sobre ello una larga conversación, en la cual desplegó el pastelero grandes conocimientos en política, y dio a Vargas detalladas instrucciones,p. IV-40 previendo las dificultades que podrían ocurrirle en su misión y facilitando los medios de vencerlas; y por último, prometió la garantía pedida por los protestantes.
Antes de despedirse supo Vargas que los conjurados portugueses Domiño, Abenamal, don Carlos y don Francisco, habían ya marchado a disponer el alzamiento, que debía verificarse tan luego como don Sebastián se presentase en su reino.
El monarca destronado pensaba ir a Madrigal, salir de allí acompañado de fray Miguel, don Juan y un corto número de los protestantes españoles, y entrar con ellos en la Extremadura portuguesa para descubrirse allí.
Para poner en planta este proyecto solo aguardaba a recoger la suma prometida por el consistorio, y a realizar algunos otros fondos indispensables para poder sustentar a sus soldados un mes por lo menos sin gravamen de los pueblos.
Pero todas estás recaudaciones no pudieron verificarse tan pronto como se deseaba.p. IV-41 El misterio con que hubieron de hacerse, las diversas personas a quien se tuvo que acudir y otros varios entorpecimientos inevitables en tales negocios retardaron quince días o más el suspirado momento de hallarse prontos los fondos. Don Juan no tuvo la satisfacción de anunciárselo así a Gabriel de Espinosa hasta dos semanas después de haber tenido con él la conferencia que acabamos de referir.
En este intermedio sus visitas al locutorio fueron diarias, y la materia de sus conversaciones con Inés, sus amores y esperanzas. No estaba la bella portuguesa menos enamorada que el joven castellano; pero sus continuas desgracias y su condición naturalmente reflexiva no la permitían entregarse, como Vargas lo hacía, a las más lisonjeras ilusiones. Una serie no interrumpida de males había acostumbrado a Inés a no esperar nada bueno; y más de una vez, en los momentos mismos en que su amante mostraba mayor entusiasmo, más persuasiónp. IV-42 de ser su esposo, la imagen del cadalso se presentaba a los ojos de la infeliz hermana de Clara, y el rostro de Vargas, entonces animado por todo el fuego del amor, a su parecer mostraba las señales de la muerte. Corrían entonces por sus mejillas lágrimas amargas, y apenas bastaban el cariño y la elocuencia de don Juan para calmar su dolor.
La mañana siguiente a la noche en que el hermano del marqués anunció al cuñado de su futura esposa que los protestantes tenían reunido su dinero, fue a ver a Inés, y al participárselo le dijo:
—Esta noche entregaré al consistorio la real garantía que Su Majestad pondrá en mis manos, y me haré cargo del dinero, parte en oro, parte en letras de cambio. El rey saldrá para Madrigal al amanecer de mañana, y vos con él. Según sus órdenes, Inés, yo no debo hacerlo, con otros veinte compañeros, hasta por la noche. Su Majestad se ha dignado prometerme que fray Miguel nos unirá para siempre en la ermita que bien conocéis.p. IV-43 ¡Ah, Inés! Llegó por fin el suspirado momento de llamarme esposo de la que adoro. O no me amáis, o vuestro placer debe ser igual al mío.
—De mi amor, Vargas, no podéis dudar, pues no sabré ocultarlo, aunque tal vez debiera —contestó la dama—. Un fatal presentimiento me destroza el corazón; conozco que no tengo para él determinado fundamento, y, sin embargo, no puedo desecharlo.
—Inés mía, confundís el temor natural en vuestro sexo al aproximarse el momento de una arriesgada empresa, con un presentimiento que no puede existir.
—¡Mi don Juan!
Pero no más de lo que va referido hablaron aquella vez los dos amantes, pues Vargas, en tan críticos momentos, no podía disponer de un solo instante.
La despedida por su parte fue tierna; por la de Inés, melancólica en extremo. Parecíale que aquella separación había de ser eterna, y sin poderlo remediar inundó con sus lágrimas la mano de don Juan,p. IV-44 después de haberla estrechado tiernamente contra su corazón.
—No sé —dijo por último—, no sé en qué consiste; pero jamás ha sido tanto mi desaliento como ahora. La idea de ser causa, tal vez, de la desgracia de un hombre a quien adoro, y que si no me hubiera conocido fuera feliz sin duda, me atormenta, me destroza el corazón.
Quitose en seguida una cadena hecha de su propio pelo, y poniéndosela al cuello a su amante, continuó:
—Tomad, don Juan, esa prenda, que para vos tendrá algún valor; y si queréis tranquilizarme algún tanto, decidme que jamás me culparéis en lo que os suceda.
—¡Nunca, mi vida!
—El destino os hizo conocerme, y el cielo me es testigo de lo que he combatido por mi amor y el vuestro.
—Y el cielo premiará también vuestra virtud. Señora mía, pasado mañana seréis mi esposa. Enjugad el llanto, y adiós, que me es fuerza el partir.
p. IV-45
Don Rodrigo de Santillana, el marqués y su capellán, habían llegado con toda felicidad a Madrid, y pasado de allí al Escorial, donde por el momento se hallaba la corte.
La obra de aquel monasterio, ya entonces muy próximo a su conclusión, era el único objeto que distraía a Felipe de los negocios políticos y de sus continuas devociones.
Habíase lisonjeado el marqués de que su pretensión era fácil de conseguir, y se engañó. Un monarca que, como el reinantep. IV-46 entonces, hacía profesión de los más austeros principios religiosos, un hombre que jamás había amado ni podía amar, no era de esperar que tolerase y protegiese los extravíos galantes en nadie, y menos en un título de Castilla. Los ministros de Felipe tenían, o afectaban tener, la misma manera de pensar que él, y así el pobre marqués vio malísimamente recibidas sus primeras insinuaciones.
Pero como si las ideas generales de la corte en la materia no bastaran a contrariar sus planes, el comendador Hinojosa, presentándose dos días después que él en el Escorial, acabó de derribar el sonado edificio del engrandecimiento del hijo de Violante.
Hinojosa, entrando sin ceremonia en la posada de su primo, y declarándole sin rodeos que él y don Juan estaban perfectamente enterados de lo ocurrido con respecto al niño don Pedro Alcántara, de los proyectos que para su fortuna se formaban, y que ambos también estaban resueltos a no tolerar tamaña afrenta parap. IV-47 las familias de los Vargas, confundió, aterró, aniquiló al marqués y al padre Teobaldo.
No se atrevían ni el uno ni el otro a responder palabra, ni el comendador les dio lugar a ello, pues concluida la arenga se retiró, anunciando que iba en aquel mismo instante a verse con el secretario de Su Majestad y a enterarle de todo el asunto, y que, si necesario fuese, llegaría a los pies del rey mismo a pedir justicia. Hinojosa era hombre sobradamente capaz de cumplir lo prometido; el marqués lo sabía, y el capellán también.
Más de un cuarto de hora se estuvieron mirando el uno al otro con espantados ojos, sin saber qué hacer ni qué decir, hasta que por fin el marqués creyó que a él le tocaba romper el silencio, y haciendo un grande esfuerzo dijo:
—¡Padre Teobaldo!
—Señor marqués —contestó el capellán; y se terminó por entonces la conversación.
—¡Hem! —dijo de allí a un rato el capellán—. ¿Si habrá ido a ver al rey?
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—¿Si habrá ido? ¿No le conocéis? Ahora mismo tal vez.
—Entonces, Domine miserere mei, perdidos somos.
—Padre Teobaldo, ¿y qué hacemos?
—Señor marqués, yo en este asunto lavabo manus meas.
—Buen consejo, por cierto. ¿Ahora me abandonáis?... ¿No podríamos acudir a algunos amigos?
—¡Amigos! Donec eris felix...
—Por la Virgen Santísima que dejemos ahora los latines. Si ese hombre se presenta a Su Majestad y le cuenta el asunto a su modo, somos perdidos.
—Nulla est redemptio. En mala hora dejamos nuestros penates; en triste día nos patriæ fines; et dulcia relinquimus arva.
—Dios me perdone, pero capaz sois de hacer perder la paciencia a un santo. Consejos son los que yo quiero, y no citas de Virgilio.
—Ese pagano, señor marqués, contiene sin embargo apotegmas filosóficos, morales, naturaliter hablando, de gran peso y...
—Norabuena, pero ahora no se trata de eso: en lo que hemos de pensar es en el comendador.
—Infandum Regina jubes renovare dolorem.
—En resumen,p. IV-49 ¿qué pensáis que debo hacer?
—Es asunto este que exige madura deliberación, y consultar por lo menos media docena de santos padres y otros tantos autores profanos.
—Y mientras se consultan, revuelve mi primo la corte entera, me pinta a los ojos de Su Majestad como un libertino escandaloso, a vos como a un eclesiástico sin costumbres, cómplice en mis extravíos; dan con nosotros en la Inquisición, y nos queman.
—Sancta Maria, ora pro nobis. Huyamos, señor marqués, huyamos, usque ad finem.
—Eso ya es hablar en razón. ¿Conque opináis que huyamos?
—Me parece lo más acertado.
—Y a mí.
—Está entonces aprobado nemine discrepante.
Y sin aguardar a más, ni despedirse de alma viviente, tomaron el camino para Madrid, donde solo pararon un día, saliendo al siguiente no para Valladolid, sino para una hacienda del marqués, donde se creyeron más seguros.
No era sin embargo tan grande el peligro como se lo habían imaginado. Verdadp. IV-50 es que el comendador, conociendo la timidez natural de sus antagonistas, se propuso aterrarlos con tremendas amenazas, y lo consiguió aun más allá de lo que esperaba. Por lo demás, condujo el negocio con tino, pintando a su primo como engañado; obtuvo de los ministros de la cámara la promesa de que no se admitiría la solicitud del marqués, más una orden de reclusión perpetua contra Violante; y corrió, ufano con su triunfo, a noticiárselo a don Juan.
Distinto fue el objeto, y distinto también el resultado del viaje a la corte del alcalde don Rodrigo de Santillana.
Una orden de Su Majestad le mandó presentarse sin la menor dilación en El Escorial para un asunto del cual ya tenía algunos antecedentes, y se le daban más en la misma real orden.
El negocio era de tal trascendencia que Santillana se persuadía con fundamento de que, llevándolo a cabo felizmente, no solo podía contar con verse en un momento en el más alto grado de sup. IV-51 carrera, sino con ser uno de los favoritos del monarca. Estas reflexiones le entretuvieron agradablemente en el camino, y sus esperanzas se corroboraron cuando, presentándose en palacio y declarando su nombre, se le mandó entrar sin demora en la cámara del rey.
Felipe, ya entonces en el antepenúltimo año de su vida, estaba sentado en un sillón y atormentado por acerbos dolores. Su semblante, naturalmente pálido, se asemejaba al de un cadáver. Aquel aspecto grave, severo, reservado; aquel labio inferior caído sobre la barba, y aquellos ojos penetrantes, con que parecía escudriñar los más recónditos senos del corazón de la persona que se hallaba en su presencia, hicieron en Santillana la profunda impresión que hacían en cuantos se le acercaban.
Dobló el alcalde ambas rodillas, y besando la descarnada y lívida mano del rey, esperó, sin mudar de postura, a que se le mandase hablar.
—¿Sois vos —dijo el rey— don Rodrigop. IV-52 de Santillana?
—El más leal y humilde de los vasallos de Vuestra Majestad.
Felipe pareció satisfecho de la concisión y respeto de esta respuesta; don Rodrigo no añadió una palabra más, pues bien informado del carácter del rey, sabía que este no toleraba que nadie fuera osado a hablar en su presencia más de lo necesario para responder a sus preguntas.
—Informado —volvió el rey a decir, después de un breve intervalo— de vuestra fidelidad y celo en mi real servicio, os dimos la comisión de vigilar a la persona que es inútil nombrar. ¿Lo habéis hecho?
—Sí, señor; y he tenido la honra de elevar a Vuestra Majestad el resultado de mis diligencias.
—Que ha sido ninguno, don Rodrigo —exclamó Felipe con amarga severidad.
Aterrado el alcalde con tan inesperada reconvención, bajó los ojos, y diera en aquel momento cuanto le pidieran por lograr, si posible fuese, que jamás el rey se hubiera acordado de él para nada.
El monarca, conociendo el efecto que sus palabras habían producido, contemplabap. IV-53 la turbación, el terror más bien, de Santillana con un maligno placer, de que era muestra evidente la irónica y apenas perceptible sonrisa que se advertía en sus labios.
—Ninguno —continuó Felipe—; tal vez yo podré en mi gabinete mismo daros más noticias de las que vos, señor alcalde, estando al pie de la fuente habéis sabido adquirir. ¿Qué decís a esto? Responded.
—Señor y rey mío, no me parece milagroso que la alta penetración de Vuestra Majestad haya descubierto lo que a mi ignorancia se ha ocultado. Pero me atrevo a protestar a los reales pies de Vuestra Majestad que jamás vasallo ha deseado con tantas veras merecer al menos la indulgencia de su señor natural.
—Las obras acreditarán ese celo. Quiero olvidar lo pasado; pero don Rodrigo, vuestra cabeza me responde del buen éxito de este negocio, y de que no transpire en el público una sola palabra de él.
Pronunció el rey estas palabras con severidad, pero en la apariencia con lap. IV-54 misma calma que si hablase del asunto más indiferente; la única señal de agitación que se le descubría era un ligero movimiento de contracción en los músculos de la fisonomía. Don Rodrigo no estaba tan tranquilo, pues persuadido de que el rey sabría cumplir la promesa con la más escrupulosa exactitud, se daba ya por muerto.
En tal estado se hallaban, cuando sonando las doce del día en el reloj del monasterio, Felipe, aunque no sin trabajo, se hincó de rodillas delante de un crucifijo de oro que tenía sobre la mesa; y sacando un magnífico rosario, se puso a rezar devotamente tres avemarías; acto en que, no solo arrodillado sino encorvado de manera que casi besaba el suelo, le acompañó el asustado alcalde. Concluidas las oraciones y persignado el rey, volvió a ocupar su asiento, y ya en él, dijo:
—Buenas tardes, don Rodrigo.
—Dios se las dé a Vuestra Majestad tan felices como su ejemplar piedad y altas virtudes merecen —contestó Santillana.
—Alabemos alp. IV-55 Rey de los reyes, alcalde: Él solo está exento de imperfecciones; los demás, todos habemos menester de su misericordia.
—Y los humildes vasallos de Vuestra Majestad la esperan igualmente de su imagen en la tierra.
—Bien está. Volvamos a la comenzada plática; el hombre que sabéis se mueve ahora más que nunca; ignoramos por qué, y es preciso saberlo. Esto os toca a vos el averiguarlo: al menor indicio de lo que os tengo prevenido de antemano, ya sabéis cuál ha de ser su suerte o la vuestra.
—Señor, hasta donde yo alcance...
—Es preciso alcanzarlo todo, todo sin excepción. ¿Me entendéis, don Rodrigo?
—Sí, señor.
—Retiraos, pues. Mi secretario os dará los informes que hemos adquirido; y esta debe ser la última vez que yo tenga que ser el servidor de mis vasallos.
Diciendo así, tendió la mano a don Rodrigo, quien la besó humildemente; y marchando después con paso atrás, para no volver al rey la espalda, hasta la puerta de la cámara, salió de palacio tanp. IV-56 aterrado como ufano y glorioso había entrado en él, pocos minutos antes. No hay cosa como ser vasallo de un rey absoluto para dar gracias a Dios cada día de hallarse con la cabeza sobre los hombros.
Pero aún no había acabado don Rodrigo de conocer la corte. Si el rey le había amenazado, su secretario, con más orgullo, con más dureza aún, le dijo «que era indigno de la magistratura que ejercía; que solo la extremada piedad de Su Majestad era causa de que no se castigase ejemplarmente su negligencia; pero que tuviese entendido que si en lo sucesivo no mostraba más acierto en la delicada comisión puesta a su cargo, podría darse por muy dichoso si escapaba con vida».
Jamás hubo proceder tan injusto por una parte, ni tan poco merecido por otra. Don Rodrigo, humilde esclavo del rey y de su propia ambición, se hallaba dispuesto a ejecutar sin reparo, con refinamiento, cuantas crueldades le pluguiese a Felipe encomendarle, y más aún si creía que de ello había de resultarle elp. IV-57 menor provecho. Así pues, desde que la corte de Madrid puso a su cargo el asunto de que se trataba no había cesado de trabajar en él con extraordinario ahínco; pero las personas a quienes se quería sacrificar habían tenido maña suficiente para eludir todo género de pesquisas por parte del alcalde.
La desgracia de este consistió en que Felipe, receloso, como todo tirano, desconfiaba de sus agentes, juzgando al género humano por su corazón. De aquí resultaba que cuando por no serle posible hacerlo todo por sí confiaba una misión a cualquiera de sus esclavos, al mismo tiempo encargaba a otros que espiasen su conducta; y en muchas ocasiones, a la orden que elevaba a un sujeto seguía inmediatamente la que le sumía en una mazmorra, o tal vez le llevaba al cadalso.
Como el asunto confiado a don Rodrigo era a los ojos del rey de la más alta importancia, varios agentes subalternos fueron comisionados para inquirir noticias sobre él; y de las que todos ellos dieronp. IV-58 sacó Felipe en consecuencia, con su sagacidad característica, que a pesar de lo que aseguraba Santillana, había en el negocio más de lo que se dejaba ver.
Mal lo pasara el pobre don Rodrigo si dos razones no hubieran militado en su favor. La primera, que el rey sabía el celo que en su comisión había mostrado; pero esta era de poca importancia. Un déspota no agradece; los hombres en sus manos son como los instrumentos en las del artista. ¿Qué importa que sean de buena calidad? Cuando no sirven para el objeto que en el momento les ocupa, los arroja lejos de sí con desprecio.
La segunda causa fue la que decidió a Felipe. El sigilo era para él en todo asunto la más necesaria de las circunstancias, y más particularmente en aquel: no quiso, pues, confiar a otro juez su secreto; y reservándose castigar en tiempo y lugar el desacierto de los primeros pasos de don Rodrigo, resolvió sin embargo que completase la obra.
No es fácil pintar la terrible impresiónp. IV-59 que las amenazas del rey y los insultos de su ministro hicieron en el mismo don Rodrigo. Al retirarse a su posada se sintió acometido de una violenta calentura que, a poco de haberse metido en la cama, se desplegó con los síntomas más alarmantes y un delirio espantoso.
Lo peor del caso fue que llamaron a un médico de los más célebres, y por consiguiente también de los más endurecidos en su carnicera profesión, quien empezó prohibiendo que se diese al enfermo, aquejado por una sed abrasadora, ni una sola gota de agua. No contento con esto, y a pesar de que por todos los síntomas se conocía evidentemente que la enfermedad de don Rodrigo era una inflamación cerebral, le atestó el cuerpo de quina, logrando ponerlo en tres días a las puertas del sepulcro. Entonces, dando por acabada su obra, se retiró, dejando al paciente en poder de un robusto fraile jerónimo, que tan desapiadado como el doctor, daba libre curso a una voz estentórea, pintando con cruel prolijidad todos los horroresp. IV-60 del infierno y la furia de Lucifer.
Quiso, sin embargo, la buena suerte de don Rodrigo que en la cuarta noche de su enfermedad, en un momento en que el monje, cansado de gritar todo el día, se retiró de su estancia, conmovido por sus ruegos el criado que le velaba, y no queriendo negarle lo que pedía a un hombre que de todos modos iba a morirse, le dio un gran jarro de agua, que el enfermo apuró sin dejar gota; repitiéronse estas libaciones toda la noche, y a la mañana siguiente era ya notable la mejoría. En una palabra, despedidos agonizante y médico, logró el alcalde restablecer su salud, y hallarse en quince días en disposición de regresar a su destino, como en efecto lo hizo, después de haber hecho constar al gobierno que su enfermedad no se lo había permitido.
No dejó Santillana de extrañar el no haber tenido la menor noticia del marqués ni de su capellán; y habiendo preguntado por ellos a un amigo, le dijo este «que ambos habían desaparecido dep. IV-61 la corte dos días después de haber llegado a ella, sin haber tenido siquiera la atención de despedirse de las personas que los habían visitado». Pero el alcalde estaba harto preocupado con sus propios asuntos para pensar en los ajenos; así pues, cesó de ocuparse en el marqués tan luego como se terminó la respuesta de su amigo, y se puso en camino sin más cuidado que el de convalecer pronto y salir del encargo del rey, ya que no lleno de honores, como un tiempo pensó, al menos sin un dogal al cuello.
p. IV-62
Salió Vargas del locutorio contristado a pesar de los esfuerzos que para serenar a Inés y serenarse él mismo había hecho. Fácilmente sentimos como la persona amada; y yo no sé qué tiene el pesar, que nos domina con mucha más facilidad que la alegría. Sin embargo, le fue preciso a nuestro caballero atender a los negocios de Espinosa y a los suyos particulares.
Es preciso advertir que don Juan no dependía enteramente del marqués. El padre de ambos fue un caballero económico, y que amando tiernamente a sus hijos, cuidó de asegurar una legítima bastante considerable al menor de ellos.p. IV-63 Así don Juan pudo reunir, sin tocar a los bienes del marqués, una suma de dinero suficiente a asegurarle una decente subsistencia en caso de que un revés de la suerte le obligara a expatriarse. Arreglado este primer punto, puso en orden los negocios de su hermano, cuyos bienes administraba, según ya se ha dicho.
En una entrevista con el doctor Serrano recibió de nuevo la seguridad de que aquella noche, cuando entregase la real garantía al consistorio, se pondría en sus manos la cantidad estipulada, y de que los veinte hombres armados estarían prontos para la mañana siguiente.
Así se pasó aquel día, y llegó la hora de la cita con Gabriel: don Juan acudió a ella con su acostumbrada puntualidad; pero esperó en vano hasta pasada la media noche.
Si Vargas estaba descontento con tan inesperada falta, no lo estaba menos el consistorio protestante, que en sesión permanente aguardaba al señor duque de Madrigal con una impaciencia poco evangélicap. IV-64 a la verdad, pero muy natural en aquella circunstancia.
Gabriel de Espinosa, que mudaba de posada con frecuencia, jamás dijo a don Juan dónde vivía, ni este se acordó de preguntárselo; sintiolo entonces infinito, pero la cosa no tenía remedio. Cuatro horas de esperar inútilmente le parecieron prueba bastante y sobrada de que don Sebastián no quería o no podía acudir a la cita. Trasladose, pues, Vargas al lugar de la reunión de los protestantes, y así que estos le vieron entrar hubo en la asamblea un movimiento general de satisfacción.
El doctor Serrano, que la presidía, y que con una biblia abierta delante de sí tenía tal vez intención de leer en ella, pero estaba de dos horas a aquella parte con los ojos clavados en la puerta, dejó escapar un profundo suspiro, y detrás de él un «gracias a Dios» tan sentido, que se conoció que le salía de lo íntimo del corazón.
A esta exclamación del presidente, unp. IV-65 matemático que, con la vista fija en el suelo y el entendimiento ocupado en la teoría de las paralelas, era acaso el único de los presentes a quien el tiempo no se hizo largo, preguntó:
—¿Qué es eso? ¿Se resolvió ya el problema?
Mirole con cierto aire de compasión un mercader que estaba a su lado, y los restantes miembros de la asamblea, atendiendo solo a don Juan, no le hicieron caso ninguno.
Después de saludar en general, y de haber tomado asiento al lado del presidente, tomó Vargas la palabra diciendo:
—Tengo el disgusto, señores, de anunciaros que Su Majestad no se ha presentado en el paraje en que tuvo a bien mandarme le esperase.
—Se eliminó —murmuró entre dientes el matemático.
—¿Y vuecelencia, señor duque, no podrá informarnos de la causa de la falta de puntualidad de Su Majestad? —dijo el presidente.
—Me es absolutamente desconocida, señores; y os aseguro que conociendo, como conozco, la escrupulosa exactitud del rey, no dejo de estar con bastante cuidado.
—En estep. IV-66 caso —exclamó uno de los mercaderes—, debemos retirar nuestros fondos, porque sin la garantía...
—No se os piden tampoco. Pero no debéis olvidar que la causa de don Sebastián y la vuestra son una misma —replicó Vargas.
—Sin la garantía —dijo el presidente— no hay pacto.
—Doctor Serrano, Su Majestad ha empeñado la real palabra de conceder esa garantía, y no le haréis la injusticia de creer que sea capaz de faltar a ella. Pero si un accidente, cuya sola idea me llena de amargura, hubiera impedido al rey entregarla hoy, y le impidiera entregarla en algunos días, ¿sería justo por eso que sus auxiliares le abandonasen?
—Los cristianos reformados de España cumplirán religiosamente el pacto hecho con Su Majestad el rey don Sebastián, pero no darán un solo paso en su favor sin tener en su poder el documento que han pedido. ¿Quién nos asegura de que don Sebastián, cediendo tal vez a las insinuaciones de algunos de sus consejeros, no trata de eludir su promesa?
—¡Quién!... La palabra de un rey esp. IV-67 más sagrada que cuantas escrituras pueden hacerse.
—Los reyes —interrumpió un mercader— faltan a sus palabras siempre que les conviene.
—Verdad demostrada —añadió el matemático— como la proposición del cuadrado de la hipotenusa.
—¿Qué quiere decir esto, señores? ¿Es bastante que Su Majestad no haya acudido esta noche al paraje convenido, para que el consistorio dude de su buena fe hasta el punto de revocar sus propias resoluciones, en virtud de las cuales está obligado a prestarle su auxilio?
—Al contrario —contestó el presidente—: el consistorio no hace más que persistir en su primer acuerdo. El dinero y los soldados están a disposición de Su Majestad tan luego como se digne entregar la garantía.
—Soy de la opinión —dijo otro miembro de la asamblea— de que se fije a don Sebastián un plazo improrrogable para verificarlo. Estas interminables dilaciones pueden conducirnos a la hoguera; si el rey de Portugal no nos ha menester, nosotros buscaremos otro protector, más en estado de protegernosp. IV-68 tal vez; pero si ha de hacer uso de nuestros brazos y dinero, acabe de decidirse.
—Que se fije el plazo, que se fije —dijeron a coro todos los individuos del consistorio; y el presidente preguntó que cuál sería el que señalase.
—Mañana —contestó el que había hecho la proposición.
—La manera con que el consistorio se conduce con el rey es, señores, inconcebible —dijo don Juan, a quien la ira iba dominando—. Sin embargo, yo tomo sobre mí aceptar esta nueva condición, harto degradante para Su Majestad; pero fijar el plazo a mañana, cuando aún ignoramos el motivo de la falta del rey esta noche, me parece el colmo de la inconsideración.
—Señor duque —le contestó el doctor Serrano—, el consistorio está pronto a dar a vuecelencia pruebas de los deseos que tiene de servir a Su Majestad, y la primera será prolongar hasta el cuarto día, contado desde hoy, el plazo propuesto. Pasado este, cesa toda obligación entre don Sebastián y nosotros.
No replicó ya más Vargas, por conocerp. IV-69 que de hacerlo hubiera sido de un modo poco conveniente para conciliar los ánimos, y saludando en silencio al consistorio, salió de aquel paraje y se retiró muy de mal humor a su casa.
Por la mañana fue al convento y preguntó por doña María de Castro; le dijeron que aún estaba en cama, que volviese más tarde. Hízolo así, en efecto, y la primera pregunta que Inés le hizo fue preguntarle por qué razón Gabriel de Espinosa no había ido a buscarla, según había anunciado, para llevarla a Madrigal.
—Toda la noche —concluyó— la he pasado en vela haciendo los preparativos del viaje, y ya mucho después de amanecer, viendo que nadie parecía, me he arrojado sobre la cama.
—No sé, Inés, qué deciros —contestó Vargas—. Desde que nos separamos ayer no he visto a vuestro cuñado.
—¿Pues no debíais verlo por la noche? Yo he soñado, o vos me lo dijisteis.
—Lo dije, en efecto, y así era la verdad. Me citó en el Campo Grande a las ocho: yo le esperé hasta las doce, perop. IV-70 en vano.
—¡Dios de bondad! Mi funesto presentimiento se ha realizado.
—Inés mía, no hay aún motivo de afligiros. Una leve indisposición, haberse tal vez dormido, o un asunto de mayor importancia que se atravesase es bastante para haberle impedido asistir a la cita.
—¡Ah, don Juan, qué ingenioso sois para lisonjear mis deseos!
—Tranquilizaos, señora; vuestro dolor, sin remediar nada, solo conseguirá hacerme incapaz de pensar en otra cosa que en consolaros. ¿Sabéis por ventura dónde vive Gabriel?
—No, Vargas.
—Ni yo tampoco, y esto es lo peor del caso. Si desgraciadamente vuestro cuñado está enfermo y su enfermedad se prolonga más de cuatro días, pueden seguirse gravísimos perjuicios. Por otra parte, esta incertidumbre en que estamos es verdaderamente intolerable.
De aquí ambos amantes se metieron en una conversación sobre el asunto que, aunque muy larga, se redujo en extracto a repetir de mil distintas maneras los mismos temores que llevamos referidos.
p. IV-71
La situación de Vargas era penosa hasta no más. No sabía qué hacer, ni adónde acudir para informarse de Gabriel de Espinosa. El doctor Serrano le acosaba; y a los temores que no dejaba de tener por su propia seguridad, se añadían los que sentía por su partido.
Un solo día faltaba para cumplirse el plazo señalado por el consistorio de los protestantes para la presentación de la garantía. Don Juan se disponía a salir de su casa para ir al convento de Inés, y no sin harto disgusto de no haber adquirido noticia alguna con que tranquilizar a su amada, cuando le anunciaron la visita de don Rodrigo de Santillana.
—¡Pese al alma del alcalde —exclamó Vargas—, y a qué buena hora viene el señor mío! Decidle que no estoy en casa.
—El mayordomo le había dicho ya que su señoría no había salido —contestó el lacayo.
—¡Maldito hablador! Si no hay otro remedio, que entre.
Así se hizo, y don Rodrigo, todavía muy desmejorado con su enfermedad, echó los brazos al cuello delp. IV-72 hermano del marqués, quien estuvo por ahogarle en ellos, tal era su enojo en aquel momento.
Sentados ambos, el alcalde dijo «que hacía cuatro días que había regresado del Escorial a Valladolid; pero que, tanto por su enfermedad cuanto por negocios que le habían ocurrido, había retardado una visita para él tan agradable como obligatoria».
Don Juan contestó a este cumplimiento con otro equivalente, y preguntó por su hermano. Estuvo don Rodrigo por decirle que iba él mismo a hacerle igual pregunta; pero reflexionando instantáneamente que tal vez el marqués tendría sus razones para ocultar a su hermano su repentina salida de la corte, y no siendo hombre que con nadie quería indisponerse, se contentó con responder «que la última vez que había tenido la honra de ver al señor marqués gozaba este de perfecta salud»; en lo cual ni mentía, ni se exponía a decir más de lo que debiera.
Su visita fue breve, y don Juan lep. IV-73 vio con indecible placer ponerse en pie para retirarse; pero el alcalde, que no sospechaba la mala obra que hacía, no quiso dejar de disculparse de no permanecer más tiempo acompañando a su apreciadísimo amigo.
—Me es fuerza —dijo—, señor don Juan, separarme de vos más pronto de lo que yo quisiera. Verdaderamente somos dignos de compasión los jueces a quienes el rey nuestro señor y amo tiene encomendada su justicia. Ahora, por ejemplo, tengo que dejaros a vos, a quien estimo más allá de toda comparación (don Juan hizo una cortesía), ¿y para qué? Para ir a conversar con un solemne ladrón, cuya garganta está pidiendo un dogal a toda prisa. Y ahora que me acuerdo, tal vez le habréis visto alguna vez, si es cierto lo que dicen de que ejerce el oficio de pastelero en Madrigal.
Por fortuna para Vargas, esta conversación tuvo lugar mientras el alcalde se retiraba ya; don Juan, por cortesía, quiso acompañarlo hasta su coche, y caminabap. IV-74 en pos de él: gracias a esta circunstancia no advirtió Santillana la extraordinaria turbación del hermano del marqués, a quien oyendo tan infausta nueva le pareció que el cielo entero se desplomaba sobre su cabeza.
—A propósito de Madrigal —continuó don Rodrigo—: supongo que habréis seguido mi consejo no volviendo más a ver al vicario de Santa María. El tal fraile no está en muy buen predicamento con Su Majestad, y como amigo me hubiera pesado que os confundiesen con él. No paséis más adelante, señor don Juan. ¿Qué es eso? ¿Os sentís indispuesto?
—No sé qué me ha dado; un vahído tal vez.
—Retiraos, pues, y cuidad de una salud tan preciosa para cuantos tienen la dicha de conoceros. Yo volveré mañana a informarme de vuestro estado; y si queréis, ahora de paso llamaré al médico.
—No hay necesidad, don Rodrigo; yo os doy las gracias por vuestra fineza.
—Esta es deuda, don Juan. Vuestro servidor; quedad con Dios.
—Él os acompañe.
p. IV-75
«Dos mil demonios carguen contigo —exclamó Vargas ya en su gabinete—, que me has clavado el puñal en el corazón hasta el cabo».
No será necesario encarecer cuál sería la pena de don Juan. Preso el rey de Portugal, aunque según el alcalde se le acusaba de robo, delito de que le sería fácil justificarse, podía sin embargo ser descubierto, y entonces su muerte era segura. Si por desgracia le sorprendían con algunos papeles relativos a la conjuración, la pérdida de centenares de individuos y la del mismo don Juan era infalible.
Huir de España inmediatamente hubiera sido lo que a cualquier otro hombre le ocurriera, pero no al amante de Inés. La adversidad hacía en él el mismo efecto que el fuego en la arcilla: al paso que la llama destruye a los demás cuerpos, los arcillosos en ella se contraen, se hacen más compactos y resistentes.
«No abandonaré yo al desgraciado don Sebastián —dijo para sí—. Sea cualquiera su suerte, la misma será la mía».
p. IV-76
Tomada esta resolución, don Juan hubiera sido hombre de ejecutarla temerariamente si una reflexión aterradora no le hubiese detenido: Inés. ¿Qué sería de Inés, muerto su cuñado y su amante? Sola, sin amparo y en país extraño, proscrita tal vez hasta en el suyo, la más espantosa miseria era el menor de los males que tenía que temer.
Pensó don Juan volverse loco, y realmente no le faltaban motivos para ello.
Lo que en el momento le atormentaba más era tener que ser él mismo quien anunciase tan tristes nuevas a su amada. Sin embargo, por más grande que fuese su repugnancia, hubo de decidirse a ello; y tomó en efecto el camino del convento, no con aquel afán amoroso que otras veces, sino con el trastorno general, con el desaliento profundo con que un delincuente marcha al suplicio.
No necesitó Inés más que ver el desencajado rostro y el aire de consternación de su amante para presagiar algún funesto acontecimiento. Vargas no hablaba, yp. IV-77 su futura esposa no se atrevía a preguntarle, temiendo su respuesta; pero comenzó a llorar tan amargamente que, viendo don Juan que la verdad no podría causarle mayor disgusto que el que con la incertidumbre tenía, puso en su conocimiento lo acaecido con cuanta brevedad y dulzura alcanzó a hacerlo.
Para formarse una idea de la aflicción de Inés, es preciso recordar que don Sebastián, además de ser un hombre cruelmente perseguido por la fortuna, era el esposo de su hermana querida, el padre de Clarita, a quien había tenido en sus brazos desde que nació, y el rey, en fin, por quien su padre había sacrificado la vida.
Hay ocasiones en que el querer consolarnos es el más cruel de los tormentos imaginables. Don Juan conoció que se hallaba precisamente en uno de ellos: dejó desahogar libremente su dolor a Inés, lloró con ella, y con esto proporcionó algún alivio a su dolor.
Pasados los primeros arrebatos de este,p. IV-78 y cuando ya la bella morena fue capaz de reflexión, no se le ocultaron las funestas consecuencias que aquellos sucesos podrían tener para su amante, y le aconsejó que huyera sin demora.
—Inés —dijo Vargas—, he jurado, no una sino mil veces, vivir y morir con vos: para mí no ha habido dificultades ni peligros, todo lo he despreciado para llegar a ser vuestro esposo. Ahora que he obtenido vuestro consentimiento y el del rey, ¿queréis que huya?... No, Inés, no: muera yo antes mil veces que separarme de vos.
¿A qué cansarnos? Aquella triste conferencia se pasó entre lágrimas, protestas de amor y proyectos para saber la manera con que Gabriel habría sido preso.
Don Juan salió del locutorio para ir a buscar al doctor Serrano, y su amada se encargó de escribir a fray Miguel.
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Gabriel de Espinosa, o don Sebastián, como mejor se quiera, en medio de mil cualidades eminentes tuvo siempre una propensión a la especie de mujeres que, en oprobio de su sexo, abundan y han abundado siempre demasiado en todos países, que, en fin, le fue funesta.
A excepción de la temporada de sus amores y matrimonio con Clara, por donde quiera que viajó contrajo relaciones con mozuelas despreciables. Verdad es que las trataba como merecían. Jamás les confió ni su nombre, ni aun el que llevaba entonces. Veíalas por momentos, pagaba generosamente, y las miraba con el desprecio a que eran acreedoras.
Ya hemos dicho que en Valladolidp. IV-80 encontró a Violante, a quien en su primer viaje a Italia, antes de unirse a la hermana de Inés, conoció con el nombre de Camila.
Visitola de cuando en cuando, y no hubo visita en que no diese muestra de su acostumbrada liberalidad, prenda que contribuyó no poco a consolar a la cortesana del contratiempo de haberse encontrado con un hombre que la conocía.
Sin embargo, siempre conservaba Violante el deseo de deshacerse de aquel hombre a cualquier precio que fuese, y la casualidad le ofreció uno digno de ella por lo inicuo.
El mismo día para cuya noche citó el pastelero a don Juan en el Campo Grande, quiso su mala ventura que se le cayese del bolsillo, en casa de aquella mujer despreciable, un retrato de Felipe II que la señora doña Ana de Austria le había regalado.
No lo advirtió Gabriel, pero sí Violante, y su primera idea fue la de apropiarse sin escrúpulo de aquella alhaja, cuyop. IV-81 valor se echaba desde luego de ver que era considerable.
Pero el diablo moderó entonces su avaricia para inspirarle otro proyecto verdaderamente infernal.
«Esta alhaja —dijo para sí— vale mucho para ser de este hombre. Él, por otra parte, vive con un misterio que nada bueno anuncia. No me ha querido decir su nombre, ni dónde vive; y si yo sé esto último, es porque le he hecho seguir por mi criado. Voy, pues, a delatarlo como sospechoso en virtud de este retrato, y así salgo de él».
Después de este soliloquio tomó su mantilla y rosario, y se fue derecha a casa del alcalde de su cuartel, que lo era don Rodrigo de Santillana, quien el día antes acababa de llegar a Valladolid.
Violante, al enterarle de lo ocurrido presentándole la joya, tuvo buen cuidado de no decirle el motivo de las visitas que le hacía el sujeto a quien acusaba; y habiendo indicado la casa en que posaba Gabriel, se retiró, no sin requebrarla elp. IV-82 juez, que tampoco era insensible a los encantos del bello sexo.
Don Rodrigo hubiera dado poca importancia a la delación si la prenda, que se suponía robada, no fuera el retrato del rey, cuyas severas palabras resonaban aún en sus oídos. La guarnición de la pintura era, además, de tal naturaleza que era de presumir perteneciese a un personaje de la más elevada categoría, y servir a un personaje era siempre para don Rodrigo cosa urgente.
Tomó, pues, sus medidas de manera que, media hora después de recibido el aviso, la posada de Gabriel, que era una de las secretas de la calle de la Esgueva, estaba rodeada de esbirros en todas direcciones.
Gabriel, a la oración, se retiró a su casa con objeto de escribir a fray Miguel.
Apenas anocheció, don Rodrigo con toda su ronda entró en la posada, e imponiendo silencio a cuantos encontró, sin obstáculo alguno logró sorprender al pastelero, que, habiendo concluido de escribir,p. IV-83 se había arrojado sobre el lecho para hacer tiempo hasta la hora de ir al Campo Grande.
Hallose en defecto, por esta vez, la previsión de Espinosa. El alcalde lo halló sin jubón ni otro vestido que una camisa de fina holanda, con cuello y vueltas de cadeneta pegados a ella, y unos calzones también de la misma tela.
Dos alguaciles que entraron los primeros en su estancia le intimaron, apuntándole con sus mosquetes, que no se menease, y así lo hizo, por no ser ya posible en su estancia.
Don Rodrigo procedió en seguida al registro de su maleta, y halló en ella varias y muy ricas joyas, que según aparece del inventario entonces formado, eran las siguientes:
«Primeramente: un vaso de unicornio guarnecido en oro.
»It. Un librillo de oro con algunos diamantes. Este fue regalo de la señora infanta doña Isabel a la señora doña Ana de Austria.
p. IV-84
»It. Un anillo de oro con un diamante grande en fondo finísimo.
»It. Unas muy ricas imágenes para la cabecera de la cama.
»It. Una piedra bezoar muy grande engastada en oro.
»Por último: un reloj de oro con diamantes para el pecho, y algunas otras cosillas de valor».[1]
[1] Copia literal del inventario formado en el mismo acto de la prisión de Gabriel de Espinosa por don Rodrigo Santillana, a fines de setiembre de 1595.
En tanto que se inventariaban estas alhajas, Gabriel acababa de vestirse, y en seguida don Rodrigo le preguntó:
—¿Quién sois? ¿Cómo os llamáis?
—Mi oficio es el de pastelero en la villa de Madrigal; llámome Gabriel de Espinosa.
—¿Y por qué mudasteis de posada hace dos días?
—Era la huéspeda muy puerca, y gústame la limpieza.
—Mucho escrúpulo es ese para un pastelero, hermano.
—Antes por serlo es menester reparar más en la limpieza.
—¿De dónde osp. IV-85 vinieron a vos tantas y tan ricas joyas? Seguramente habréis tenido buen despacho si haciendo pasteles ganasteis para comprarlas.
—Esas joyas, señor alcalde, bien conocerá usted que no pueden pertenecer a un hombre bajo. Diómelas la señora doña Ana de Austria, monja del monasterio de Santa María la Real en la villa de Madrigal, para vendérselas en esta ciudad, y a eso solo he venido a ella.
—Para hombre bajo, como vos decís, el lienzo que gastáis me parece un tantico fino de más.
—¿Las carnes de un pastelero no pueden ser tan blandas y delicadas como las de un príncipe?
—Muy retórico sois, hermano pastelero: acabad de una vez de decirnos quién sois.
—Ya, señor alcalde, lo tengo dicho.
—No quisiera que tuviéramos que poneros en cueros para ver con nuestros ojos la blancura de esas carnes tan bien cuidadas, ni que acudir a un par de vueltas de cuerda para probar su delicadeza.
—Yo conozco a usted, y sé que es un honrado caballero que no me hará ese agraviop. IV-86 —respondió Espinosa a la atroz alusión de don Rodrigo, con tanto desembarazo e ironía como si no fuera a su propio cuerpo al que se amenazaba con el tormento.
Conoció el alcalde que por entonces era inútil insistir en saber más de aquel hombre, y mandó que lo atasen para llevarlo a la cárcel. A esta orden la fisonomía de Gabriel dejó ver señales de una violenta cólera; pero acertando a contenerse, se contentó con decir gravemente al juez:
—Mire lo que hace, y cómo trata a los hombres honrados, que ni a vos ni a los demás los ha puesto aquí el rey para hacer agravio a los forasteros.
—Si vos lo fuereis allá parecerá, y os trataremos como a tal. Por ahora por pastelero os habéis vendido, y así se os lleva y trata —respondió Santillana; y a una seña suya, arrojándose los alguaciles sobre Espinosa, lo maniataron mal de su grado.
En seguida lo condujeron a la cárcel de la chancillería, donde lo metieron en un calabozo, poniéndole un buen par de grillos.
p. IV-87
El traje, la manera de hablar y el aire imponente de Espinosa hicieron su acostumbrado efecto en Santillana. Pero si bien el alcalde se persuadió de que aquel hombre no podía ser realmente pastelero, se limitó también a creerle uno de los muchos caballeros de la garra o de la industria que entonces abundaban en España. Esta creencia hubo de costarle el no descubrir jamás quién fuese Espinosa.
Lo primero que hizo don Rodrigo fue despachar un correo a Madrigal, preguntando a la señora doña Ana si en efecto era verdad que hubiese dado a vender a un pastelero varias de sus joyas.
Antes de referir la respuesta de esta señora, nos es forzoso volver a la época en que don Sebastián se dio a conocer en Madrigal al vicario de Santa María.
La escena de la iglesia de que don Juan fue testigo, y hubo de ser víctima, no dejó duda a fray Miguel de que su monarca vivía y estaba en Madrigal, y la primera persona a quien comunicó tan faustap. IV-88 nueva fue a la señora doña Ana.
Pocos días después, Gabriel de Espinosa fue presentado a su augusta prima. Al principio rehusó cubrirse ni tomar asiento en su presencia, queriendo negar quién era; pero a fuerza de ruegos de doña Ana, quien le reconvino tiernamente por no haberla visitado antes, acabó por declarar su nombre.
La religiosa no podía tolerar la idea de que un monarca viviese ejerciendo un oficio despreciable, y así trató de que don Sebastián lo dejase inmediatamente, ofreciendo para sustentarlo cuantas joyas poseía.
Pero no fue posible hacerle admitir la menor cosa. Insistió en que el oficio servía para encubrirle mejor, y las cosas quedaron en el mismo pie que antes.
Entonces principió la conjuración para recuperar el trono de Portugal, próxima a estallar cuando Espinosa fue preso.
Cuando el pastelero salió de Madrigal para Valladolid, doña Ana, auxiliada por su vicario, introdujo en su maleta,p. IV-89 sin saberlo él, las joyas que tan funestas le fueron, y que el interesado no supo tenía en su poder hasta que llegó a su destino. Sobre esto escribió a la señora doña Ana una carta reconviniéndola por su ardid, expresándose en los términos más delicados sobre su repugnancia en admitir los dones de una princesa reclusa, y amenazando de que por la primera ocasión devolvería las joyas. Pero tanto la hija de don Juan de Austria como fray Miguel contestaron insistiendo con más fuerza que nunca sobre la necesidad de que se vendiesen aquellas alhajas para aplicar su importe a los gastos de la guerra. Don Sebastián no quiso disgustarlos por entonces, y resolvió conservarlas en su poder para devolverlas en su tiempo y lugar.
En este estado se hallaban las cosas, cuando el correo del alcalde llenó el convento de consternación. Fray Miguel, avisado inmediatamente, acudió al locutorio y en él halló a la señora doña Ana llorando amargamente con la niña Clarita,p. IV-90 que había querido absolutamente conservar en su poder, en los brazos.
—¿Qué tiene Vuestra Excelencia, señora? —exclamó el buen fraile alarmado.
Doña Ana por respuesta le alargó el despacho de don Rodrigo Santillana. Fray Miguel lo leyó de la cruz a la fecha no sin alguna alteración, y al devolvérselo a la religiosa dijo con bastante serenidad:
—Este, señora, es un contratiempo, pero no tan grave como a Vuestra Excelencia le parece, si puedo atreverme a juzgar por sus lágrimas. Lo que hay que hacer es que Vuestra Excelencia escriba sin pérdida de tiempo a ese alcalde que es en efecto cierto que ha dado a vender sus joyas al pastelero, y que le ponga sin demora en libertad. El testimonio de Vuestra Excelencia bastará sin duda para conseguirlo, y saldremos de este lance sin otro mal que el del susto.
No se hizo la señora doña Ana repetir dos veces este consejo, sino que inmediatamente escribió a don Rodrigo, usando de todo el ascendiente que la concedía su ilustre nacimiento parap. IV-91 obtener la libertad del preso.
No perdió tampoco fray Miguel el tiempo. Trasladose inmediatamente a la pastelería, cuyas llaves estaban en su poder, y sacó de ella un escritorio que contenía toda la correspondencia del rey y de él mismo con los conjurados. El fuego destruyó todos aquellos papeles y cuantos relativos al mismo asunto pudo el vicario haber a las manos. El día antes de la prisión de Gabriel le había fray Miguel enviado al mulato Domingo con una carta; pero esta no le inspiraba inquietud ninguna, pues habían convenido en que cuantas recibiese las destruiría inmediatamente después de leídas.
Domingo era fiel, callado y obediente; pero tenía un vicio que le dominaba, y era el de la embriaguez.
Salió de Madrigal, y en el primer ventorrillo que encontró le pareció oportuno hacer un sacrificio a Baco. Por desgracia era el vino bueno, y las libaciones del mulato fueron tantas y tales que al cabo de dos horas de estancia en el ventorrillop. IV-92 se halló incapaz de dar un solo paso, y comenzó a decir un sinnúmero de disparates que divirtieron mucho a los que allí estaban.
Uno de los infinitos bufones de taberna que, borrachos de profesión, en nada se complacen tanto como en que lo sean también cuantos se les acercan, tomó a su cargo «rematar», como ellos dicen, al mulato, y para conseguirlo acudió al aguardiente.
Con esto se completó la obra del embrutecimiento de Domingo, quien cayó inerte como un tronco debajo de la mesa del ventorrillo.
Largo tiempo hacía que este estaba desierto, y el mulato no daba señal de vida. Pero el ventero, familiarizado con tales accidentes, cerró su puerta a la hora de costumbre y se echó a dormir muy tranquilo.
Al amanecer del siguiente día despertó Domingo, y tratando de levantarse para proseguir su camino, al primer paso cayó redondo al suelo.
p. IV-93
La gran cantidad de vino y de aguardiente que había bebido le causó una abrasadora calentura que en dos días no le permitió moverse del durísimo lecho que en la venta le dispusieron. Al tercero salió, en fin, para Valladolid, y llegó a la posada en que se le dijo encontraría a su amo.
A la puerta de ella, y sentados en un banco, había dos hombres de mala traza y peor cara que parecían entretenidos en jugar a la morra. Caíanles unos sucios y desmesurados bigotes sobre el labio inferior, que casi ocultaban, y sus puntas retorcidas sobre las mejillas les prestaban el aire de dos gatos monteses. Cada uno llevaba su espada de longitud desmesurada, y las empuñaduras eran de hierro mohoso con grandes gavilanes.
Aquellos dos señores eran dos alguaciles.
Domingo, después de haber examinado con atención las señas de la casa, y reconocido que convenían en todas sus partes con las que a él le dio fray Miguel,p. IV-94 entró en ella sin curarse de los corchetes ni decirles palabra.
Los ministros de justicia no le dieron a él tan poca importancia, pues inmediatamente uno de ellos, levantándose de su asiento, se metió en seguimiento suyo en la posada, pero con tanto silencio, con pasos tan cautelosos, que Domingo no advirtió la honra que le hacían.
—¿Gabriel de Espinosa, vive aquí? —preguntó el mulato a la primera persona que se le presentó delante.
—Ha mudado de posada —contestó el alguacil que estaba a su espalda, asiéndole al mismo tiempo la garganta con ambas manos y dando un silbido para llamar a su compañero—. Ha mudado de posada —continuó diciendo— porque esta no le parecía bastante decente para su merced, y Su Majestad le hospeda ahora en su casa para más honrarle.
—Y este hidalgo de Guinea —añadió el segundo alguacil, que ya había llegado— nos hará el gusto de venir a acompañarle.
Durante este ameno diálogo, el pobrep. IV-95 Domingo, medio sofocado por la presión de las manos del robusto ministro sobre su garganta, renegaba de sus piernas, que a tal posada le habían llevado.
Los alguaciles le pusieron en las muñecas unos anillos, vulgarmente conocidos con nombre de esposas, y uno de ellos le condujo sin demora a casa del señor don Rodrigo Santillana, visita harto penosa para la natural humildad del mulato.
El alcalde, después de haber oído la relación de su ministro, le preguntó cómo se llamaba.
—Domingo —contestó el preso.
—El apellido.
—Domingo.
—¡Hola!, ¿y Domingo a secas?
—Domingo.
—Sea en buen hora. ¿Buscabais, según parece, a Gabriel de Espinosa?
—Yo no busco a nadie.
—¿Pues a qué fuisteis a la posada?
—A nada.
—¿Y de dónde venís?
—De mi casa.
—¿Dónde está vuestra casa?
—No sé.
—¡Bribón! Veremos si a caballo en un potro callas aún. Registrarle, y vaya a un calabozo distinto de el del pastelero.
A la orden del registro conoció Domingop. IV-96 que era llegada la hora en que la carta de fray Miguel caía en poder del alcalde, y, como si con las manos ligadas pudiera tener esperanzas de evitarlo, comenzó a defenderse a patadas y mordiscos del alguacil que quería registrarle; pero sus esfuerzos fueron inútiles: una nube de corchetes se arrojó sobre él, lo tendieron en el suelo, y desnudándole a su salvo, le hallaron la carta del fraile metida en la cintura entre la camisa y el cuerpo.
Leyola don Rodrigo; brilló en sus ojos un rayo de feroz alegría, y mandó inmediatamente conducir a Domingo a la cárcel y cargarlo de hierros.
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La malhadada aventura de Domingo fue causa de la ruina de Gabriel de Espinosa, del vicario, y de doña Ana de Austria.
Don Rodrigo de Santillana, viendo que en ella se daba al pastelero un tratamiento de «majestad», inmediatamente coligió que aquel hombre era o fingía ser el rey don Sebastián.
No pudo haber para el alcalde circunstancia más feliz que la de haber caído en su mano aquel negocio, pues cabalmente la persona a quien Felipe II había mandado vigilar era fray Miguel de los Santos, en quien jamás confió el suspicaz tirano.
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Un correo llevó la noticia del descubrimiento al Escorial, y volvió en breve con la respuesta del rey. Sus órdenes eran terminantes. Don Rodrigo debía trasladar el preso a Medina del Campo, dejándolo allí, y pasando a Madrigal a prender al vicario y también a la señora doña Ana, pero a esta en su celda. Todo se ejecutó con tanta celeridad como sigilo.
La historia de esta causa célebre está envuelta en un misterio impenetrable. Verdad es que, poco después de su fallo, se publicó en Jerez una relación de ella; pero está hecha, como es de presumir, para publicarse viviendo aún el tirano y acabadas de inmolar las víctimas.
Sin embargo, es de notar que, mal que le pese a su autor, aun en ella misma la verdad penetra al través de las nubes con que quiere oscurecerla.
Espinosa parece que se complació en burlarse de sus enemigos aun estando inerme en sus manos. En cada declaración de las infinitas que le tomaron decía una cosa distinta, y aun en una misma, al finalizarla,p. IV-99 destruía cuanto en su principio dijo. La extraña sutileza de su oído, su penetración portentosa, le hacían, por decirlo así, adivinar las intenciones del alcalde, quien de orden del rey actuó en toda esta causa sin escribano, teniendo que extender por sí todas las declaraciones.
Sin embargo, el preso perdía algunas veces la paciencia, y exclamaba:
—¿A qué empeñarse en que diga quién soy, si de todos modos he de morir? Si el rey quiere enterarse de quién yo sea, personas tiene a su lado que me conocen, y muchas. Que envíe una y saldrá de dudas.
Fray Miguel confesó de plano que aquel hombre era el rey don Sebastián, y alegó en favor de su aserción notables razones. Entre otras, y además de las que ya hemos indicado en el curso de nuestra narración, merecen particular atención algunas que citaremos.
La primera fue la de haber llegado a fray Miguel a Lisboa un hidalgo portugués la víspera del día en que este religiosop. IV-100 debía predicar las honras de don Sebastián, y haberle dicho que mirase cómo hablaba, porque sin duda había de oírle el mismo rey, pues había escapado con vida de la batalla.
Después de esta se refería al dicho de muchos soldados que aseguraban haber visto retirarse herido a don Sebastián del campo de batalla con algunos compañeros. Habló también de haber dicho un fraile de los del Cabo de San Vicente que había confesado y administrado la comunión al rey en su monasterio muchas semanas después de la batalla. Sería interminable referir aquí las razones en que el vicario fundaba su creencia de la vida de don Sebastián antes de presentarse en Madrigal el pastelero Gabriel de Espinosa; pero no dejaremos de referir cuáles le asistían para reconocer en este la persona misma de don Sebastián.
El cuerpo no presentaba, cuando fray Miguel le vio en su convento, la misma gallardía que tenía al salir de Lisboa; ¿pero qué mucho, decía el fraile, que susp. IV-101 infinitos trabajos le hubiesen agobiado? Las facciones eran las mismas del rey; el color del pelo, rubio, donde no estaba ya cano; y el de los ojos, azul, también como don Sebastián.
El sonido de la voz era idéntico, si bien un tanto enronquecido. Igual la desmesurada fuerza, que bastaba a hacer astillas una lanza blandiéndola en el aire, o a partir entre sus manos con facilidad cualquiera pieza de una vajilla de plata.
Gabriel, así como don Sebastián, era irascible, orgulloso y arrojado. Hablaba el español, el portugués y el italiano.
Estaba al corriente de la política de su época, y no ignoraba una sola circunstancia, por pequeña que fuese, relativa al tiempo en que don Sebastián reinó en Portugal.
¿Tan completa semejanza puede existir entre dos distintos individuos? ¿Será posible que la naturaleza haya creado dos seres idénticos, física y moralmente? ¿Se concibe que el temperamento y la educación de un rey y de un pastelero seanp. IV-102 tan conformes que produzcan en tan distintas posiciones una igualdad absoluta de hábitos e inclinaciones, de virtudes y de vicios?
Pero demos de barato, hubiera podido decir el defensor de fray Miguel, si Felipe II hubiera tenido por conveniente que aquel desdichado pudiese dar sus descargos antes de morir, demos de barato que puedan reunirse sin milagro las circunstancias referidas en dos distintas personas; aún no se le habrá probado al vicario de Santa María que se engañó.
Fray Miguel, como confesor del rey, estaba enterado de todos sus secretos, y en sus conversaciones con Espinosa más de una vez hizo este alusión a lo que en otro tiempo le había confiado. El religioso no ha podido revelar al juez aquellos secretos que en confesión se depositaron en su seno, pero sí puede referir hechos que han llegado a su noticia como particular.
Le pregunta, por ejemplo, a Espinosa si ha tenido alguna visión en su vida:
p. IV-103
—Una sola vez —responde este—, y fue corriendo la posta con el conde de Medellín. Al pasar un arroyo en que un malvado asesinó a su propio padre, creí oír un gran ruido, o por mejor decir, lo vi, en efecto. Dejele al conde de Medellín que pasase adelante, y quedándome solo, esperé en vano un gran rato, pues nada vi.
El hecho pasó así, y de igual manera lo había referido don Sebastián antes de irse a la batalla.
Otra vez Gabriel, sin ser interrogado, refiere a fray Miguel que estando enfermo en su palacio de Lisboa, los médicos le prohibieron comer pescado, y para mayor seguridad prohibieron el aceite en la cocina real.
—Entonces —dijo Espinosa—, envié a pedir al cura de mi parroquia un poco de aceite de la lámpara del Santísimo Sacramento para uno de sus feligreses; enviómelo, y comí con él pescado, que no me hizo daño ninguno.
De este modo pudieran citarse infinidad de circunstancias que confirmaron a fray Miguel en la idea de que aquel hombrep. IV-104 era en efecto el monarca portugués.
La señora doña Ana en todas sus declaraciones se refería a lo que el vicario le decía, y la única razón que alegó en su defensa fue que ella no quería que don Sebastián se descubriese hasta después de muerto el rey, su tío.
El grande argumento de don Rodrigo contra ambos era preguntarles por qué, si don Sebastián era realmente lo que ellos decían, no se había dado a conocer en tantos años, o a lo menos desde que estaba preso, para no verse tan ignominiosamente tratado.
Pero esta objeción, más especiosa que sólida, fue rebatida por los acusados completamente.
Don Sebastián, dijeron, salió tan corrido de la batalla que no osaba presentarse en los primeros días después, ni aunque quisiera podía hacerlo. Hizo, en primer lugar, voto en África de andar peregrino, y encubierto a su vuelta a Europa. Acudió al pontífice para que le dispensara de un voto temerario; perop. IV-105 Gregorio XIII se negó a ello bajo pretexto de que no quería que se turbase el sosiego de los estados del rey católico; pero aun sin esto, ¿no le sobraban razones a don Sebastián para permanecer oculto? ¿Acaso no bastaba para ello ver que se ajusticiaba sin piedad al que se atrevía a asegurar que vivía? ¿Qué suerte podía prometerse si la fortuna le ponía en manos de Felipe II? La que tuvo: verse tratado como un infame impostor.
A poco tiempo de empezada esta causa, por ciertas competencias entre las jurisdicciones real y eclesiástica, fue necesario que el nuncio de su santidad enviara, como envió, un comisionado con poder bastante para apremiar y compeler con toda clase de censuras a los eclesiásticos comprendidos en ella.
Es singular que, en más de ocho meses, no se dio tormento a ninguno de los reos, por prohibición del rey. Sin duda luchaban un resto de probidad en el pecho de Felipe con su cruel ambición, pero esta triunfó al fin.
p. IV-106
Fray Miguel, aplicado a la tortura, dijo, como era de esperar, cuanto le mandaron que dijese.
Dicen que Espinosa hizo otro tanto, y será verdad. ¿A qué había de sufrir tormentos espantosos, si de todos modos conocía que había de subir infaliblemente al cadalso?
El resultado fue que Gabriel fue condenado a la pena de ser arrastrado, ahorcado y descuartizado; a la misma fray Miguel, después de la competente degradación; y la señora doña Ana de Austria a reclusión perpetua en una celda de un convento, ayunando todos los viernes a pan y agua, y tratada los demás días como otra monja cualquiera, sin servidumbre ni poder jamás aspirar a ser prelada, ni a ejercer cargo alguno.
El martes 2 de julio de 1596, después de diez meses de prisión, sufrió la condena en la plaza de Madrigal el desventurado Gabriel, o don Sebastián.
Sus últimos momentos fueron dignos de un cristiano y de un príncipe. Oyendop. IV-107 decir al pregonero:
—Esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor, y el alcalde don Rodrigo Santillana en su nombre, a este hombre por traidor al rey nuestro señor, y embustero, y porque siendo hombre vil y bajo se había querido hacer persona real, le mandan arrastrar, y que sea ahorcado en la plaza pública de esta villa, y su cabeza puesta en un palo. Quien tal hace, que así lo pague.
—¡Traidor! —exclamó—. ¡Eso no! Hombre vil y bajo, Dios lo sabe.
Al salir del serón, y ya al pie de la horca, se puso en pie con reposado continente, y tendiendo la vista alrededor de la plaza descubrió, en una ventana de la cárcel, a don Rodrigo de Santillana, que estaba allí con objeto de recibirle la última declaración, si quería prestársela.
Entonces ardió en cólera, y no pudo menos de gritar:
—¡Ah, señor don Rodrigo, señor don Rodrigo!
El juez, aterrado, bajó los ojos y perdió el color; pero un jesuita de los quep. IV-108 auxiliaban al paciente se le puso delante, y trató de convertir todos sus pensamientos al cielo. Consiguiose esto por el momento, y Gabriel, después de reconciliado, subió con firmeza a la horca.
Parose en el penúltimo escalón, y como el verdugo le dijese que subiera otro, se volvió a él, y le dijo con desprecio:
—¡Esto nos faltaba!
Sentado ya, volvió la vista una o dos veces hacia la ventana de la cárcel, y mirando colérico a don Rodrigo le apostrofó con voz de trueno; pero los agonizantes no le dieron lugar a citarle ante el tribunal de Dios, que era lo que pretendía hacer, según se había explicado en la capilla.
Él mismo se arregló el dogal al cuello como si fuera una valona; repitió en tono firme las palabras del credo, que un jesuita decía, y murió de la muerte de los malhechores, con el mismo aliento que un mártir.
Fray Miguel fue llevado a Madrid, y degradado el 16 de octubre en la parroquia de San Martín por el arzobispo dep. IV-109 Bristau. No desmintió el vicario en tan amargo trance su reputación de varón piadoso y resignado.
Conservó durante la degradación, en el tránsito al suplicio y ya en él, una entereza humilde, una completa conformidad absoluta con la voluntad de Dios.
Al pie del cadalso dijo en voz moderada y con firmeza:
—El tormento me ha hecho mentir en contra mía. Gabriel de Espinosa podrá no ser el rey don Sebastián, pero yo siempre lo tuve por él. Muero, pues, inocente de este delito que se me supone; pero ofrezco a nuestro Señor esta muerte afrentosa en descuento de mis muchos pecados, y espero de su infinita misericordia la remisión de todos ellos.
Antes de acabar de subir la escalera llegó de orden del rey el notario de la causa, y estuvo haciéndole varias preguntas, a las que el vicario respondió con mucho desembarazo y brío.
Nadie ha sabido hasta hoy sobre qué punto versase aquella declaración.
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Fray Miguel expiró abrazado devotamente con un crucifijo.
La manera con que se verificó la prisión de Gabriel, la previsión del vicario, y sobre todo una fortuna inexplicable, fueron causa de que nada pudiese saberse del resto de los conjurados. Hiciéronse varias prisiones en Portugal y en España, pero por conjeturas, y nada se le pudo probar a ninguno de los aprehendidos, de los cuales la mayor parte estaban inocentes.
Domingo, desesperado de haber sido causa de la pérdida de su amo, se dejó morir de hambre en su calabozo, después de haber sufrido tres veces el tormento sin proferir una sola sílaba.
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Lo desagradable de la materia del capítulo que precede nos ha hecho pasar rápidamente por ella, refiriendo en pocas páginas sucesos que ocurrieron en diez meses. Preciso nos es, pues, volver a la época de la prisión del infeliz don Sebastián.
Vargas escribió a fray Miguel una carta enterándole de la desgracia ocurrida al rey el cuarto día después de ella, es decir, inmediatamente que la supo. Pedro fue el portador de ella; pero así que llegó a Madrigal supo la prisión del fraile y la de la señora doña Ana, y se guardó muy bien de decir que llevaba para ellos mensaje ninguno, volviéndose inmediatamentep. IV-112 a Valladolid a dar cuenta a su señoría de tan tristes sucesos.
Don Juan penetró sin dificultad que don Sebastián estaba descubierto, y no pudo serle dudosa la suerte que le esperaba.
Despreciando el peligro que él mismo corría, lo primero en que pensó Vargas fue en tratar de libertar al monarca portugués del suplicio. Pero cuantos arbitrios se le ocurrieron para ello fueron desgraciadamente infructuosos.
El consistorio protestante, cuyos miembros temblaban por sí mismos, se negó absolutamente a dar ningún paso en favor de don Sebastián; y no contento con esto, rompió absolutamente toda comunicación con el amante de Inés.
La traslación del preso a Madrigal, y el haberse comisionado solo para guardarlo a un alcalde del crimen de la chancillería de Valladolid, frustraron la esperanza de romper sus grillos a fuerza de oro, y por último el arbitrio de intimidar al juez con cartas anónimas, en lasp. IV-113 cuales unas veces se le amenazaba, y otras se trataba de confundirle haciéndole creer que Gabriel era don Antonio, prior de Crato, no produjo tampoco ningún efecto.
Las angustias de Inés durante el curso de aquel largo proceso fueron inexplicables. La mutación de nombre y el sigilo con que fue conducida al convento en que se hallaba la libertaron sin duda de la persecución personal; pero no se vio solo atormentada por la desgracia de su cuñado, sino que temblaba por la hija de su hermana y por su amante.
Una feliz casualidad quiso que la niña Clarita, que la señora doña Ana amaba en extremo y tenía en su compañía, no se hallara en su celda en el momento en que Santillana fue a arrestarla en ella.
La religiosa que entonces la tenía en su celda, movida de compasión por sus tiernos años, la ocultó, sustrayéndola de este modo a la persecución del tirano; pero como se ignoraba absolutamente el paraje que habitaba su tía, no pudo la compasiva monja darle aviso ninguno.
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La vigilancia que se ejercía entonces sobre el convento en particular, y en general sobre toda persona que llegaba a Madrigal, hicieron imposible pensar siquiera en adquirir noticias de la suerte de la hija de don Sebastián.
Muerto ya este y fray Miguel, y decidida Inés, a fuerza de ruegos de Vargas, a casarse con él, pero con la precisa condición de buscar antes a Clarita, el fiel Pedro partió de Valladolid en hábito de peregrino, y gracias a aquel traje, que en aquel siglo se miraba con respeto, llegó sin inconveniente al monasterio de Santa María.
Preguntó en él por sor Magdalena de la Trinidad, religiosa a quien Inés sabía que la señora doña Ana honró con su amistad, y la entregó un billete en el cual la bella morena la suplicaba le diese noticias del paradero de su sobrina. Sor Magdalena era justamente la religiosa que tenía a Clarita en su poder, y al instante informó de ello al peregrino, diciendo que estaba pronta a entregarla en manos de Inés.
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Con tan feliz nueva volvió Pedro a su amo, y ya este no se ocupó más que en buscarse un asilo cómodo y seguro en que pasar el resto de su vida lejos de una corte que aborrecía, y en los brazos de una mujer adorada.
Necesitaba para ello un confidente, y ninguno le pareció más a propósito que su primo el comendador. Confiole, pues, exigiendo antes la solemne promesa de guardar silencio eterno, que iba a unirse con una señora igual a él en nacimiento, pero que por razones a él conocidas deseaba vivir en un completo retiro.
Combatió Hinojosa esta resolución hasta que conoció que perdía el tiempo, y después acabó por entrar completamente en las miras de Vargas.
Compró el comendador todos los bienes que don Juan había heredado de sus padres, y con parte del producto le adquirió en la Andalucía una vasta hacienda que, por su posición topográfica, por la fertilidad del terreno, la ostentación de sus límites y la suavidadp. IV-116 del clima, era tal como se deseaba.
Después de esto proporcionó él mismo un capellán de confianza que hizo a Inés legítima esposa de Vargas, un año después de la prisión de don Sebastián.
En seguida partieron para Andalucía después de recoger a Clarita, y en breves días llegaron al lugar de su destino.
Jamás se borraron de la memoria de Inés los tristes sucesos de la primera parte de su vida, y el resultado de ellos fue una dulce melancolía que llegó a hacerse habitual en ella.
No así Vargas. La muerte de don Sebastián hizo en él una profunda impresión, y siempre que la recordaba era con horror; pero al verse dueño de su adorada Inés, era el más feliz de los mortales y lo dejaba ver en una inmensa alegría.
Así que los dos esposos estuvieron establecidos en Andalucía, escribió Inés a su tía doña Francisca de Alba, quien no tardó en contestarla y hacerle saber quep. IV-117 estaba pronta a entregarle su hacienda, de la que don Juan entró muy pronto en posesión.
Por la tía de Inés supo el marqués Domiño el lugar de su retiro, y a él fue a terminar sus días. Poco más de dos años sobrevivió aquel fiel servidor, aquel anciano venerable, a su amigo y rey; y no pudiendo ya en ellos hacerle otros servicios, se ocupó en redactar una relación de sus desgracias, de la cual se ha sacado la que vamos a terminar.
Olvidose Domiño de decirnos cuál fue la suerte de don Carlos, don Francisco y Abenamal, y así nada podemos decir de ellos. Pero lo que sí refiere puntualísimamente es que jamás se vio esposo más tierno que don Juan, mujer tan amante y tan digna de ser amada como Inés; fruto de su amor fue, a los diez meses de matrimonio, un niño de que el marqués Domiño fue padrino, poniéndole por nombres Sebastián Miguel de los Santos.
Por una partida de bautismo existente en un libro antiquísimo de una parroquiap. IV-118 vecina parece que este niño casó, ya hombre y siendo caballero del hábito de Santiago y maestre de campo de los reales ejércitos, con doña Clara Contiño, pues tales nombres se dan a los padres del bautizado.
Es de presumir que esta doña Clara fuese la hija de don Sebastián y llevase el apellido de su madre, no pudiendo usar el de su desdichado padre.
El marqués, hermano de don Juan, tuvo el disgusto de que el niño don Pedro Alcántara muriese de sarampión, y su madre en un hospicio haciendo verdadera penitencia de sus muchas culpas.
Al fin de la relación de Domiño se encuentra una nota que dice así:
«Es fama que don Rodrigo de Santillana, inmediatamente después de haber jurídicamente asesinado al infelice don Sebastián (Q. D. D. G.), marchó al Escorial a dar cuenta a su rey de todas las circunstancias de aquel suceso. Después de una larga conferencia con Felipe, en la cual tal vez dejaría ver demasiada convicciónp. IV-119 de que el muerto era en efecto don Sebastián, regresó a Madrid, en donde inmediatamente fue preso. Se asegura que le dieron garrote secretamente en la cárcel de Corte para sepultar con él tan atroz misterio».
Si así fue, debemos admirar la sabiduría de la Providencia que castigó a don Rodrigo, haciendo que el crimen de que para engrandecerse fue instrumento ocasionara su ruina.
Vargas heredó el marquesado, pero no varió su plan de vida. Las caricias de su mujer, la educación de su hijo y las distracciones campestres le parecieron siempre preferibles al bullicio de la corte.
Alguna vez que otra los dos esposos lloraban juntos las desgracias de don Sebastián; pero muchas más horas eran las que pasaban deliciosamente enlazados el uno en brazos del otro, contemplando las gracias infantiles del niño don Sebastián.
Si hay alguna felicidad en la tierra, enp. IV-120 la compañía de una mujer amable y virtuosa es donde aconsejo a mis lectores que la busquen.[2]
[2] Para satisfacer enteramente la curiosidad del lector, solo nos queda que decirle que la significación de las iniciales S. R. L., de que se habla en el capítulo 2.º del tomo 3.º, nos parece debe ser Sebastianus rex Lusitanæ; esto es, Sebastián, rey de Portugal.
FIN DEL TOMO CUARTO Y ÚLTIMO
p. IV-121
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir a la orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra a su semejante.
(Cervantes: Prólogo al Quijote).
Al público nada tengo que decirle: o la obra le agrada, o no. En el primer caso unos y otros hemos llenado nuestro objeto; los lectores divirtiéndose; yo saliendo airoso de mi empresa. Si, por el contrario, no le gustase esta novela, será un mal que sentiré, pero que es irremediable, y que todas las apologías posibles no bastan a evitar. Esta advertencia se dirige únicamente a mis amigos, a los que pueden tener algún interés por mi reputación literaria.
El editor de la colección de que forman parte estos volúmenes, haciéndomep. IV-122 más favor del que merezco, me invitó a unir mi nombre al de literatos que bajo todos aspectos me son superiores. Muchos de ellos, que me honran con su amistad, se empeñaron en persuadirme de que la empresa no era superior a mis fuerzas; y más por complacerlos que por otra cosa, di principio a la obra que hoy ve la luz. Pero entonces me hallaba en Madrid, donde me era fácil proporcionarme todo género de auxilios en libros y consejos, y cuando concluí el capítulo 4.º del tomo 1.º me hallé, por un golpe de fortuna, confinado en un rincón de Andalucía. No he tenido, pues, a la vista ni un solo libro de historia, ni un mapa, ni un amigo a quien consultar.
Es imposible que mi composición no se resienta de este aislamiento total. A los veintiséis años, después de dos de emigración, seis de servir en las filas del ejército, y, de estos, tres en la Guardia Real, donde el tiempo me bastaba apenas para atender a las obligaciones de mi empleo, no puedo haber adquirido aquellosp. IV-123 conocimientos sólidos, aquella instrucción profunda que hacen capaz a un escritor de componer sin el socorro de los maestros del arte.
Mi memoria es probable que también me haya sido infiel en algunos puntos históricos. En una palabra, este escrito, a que le bastaba ser mío para valer poco, ha tenido además la desgracia de escribirse en circunstancias tales que le hubieran hecho imperfecto aun siendo parto de más claro ingenio.
Pido, pues, a mis amigos que me juzguen con indulgencia, y que por lo menos no se avergüencen de haberme alentado a escribir.
De todos modos, me someto a su censura; doy por justas cuantas críticas hagan de este escrito, y solo formo empeño en que me conserven el afecto que me han manifestado en circunstancias bien críticas, del cual aprovecho con ansia esta ocasión de darles públicamente las más sinceras gracias. — P. de la E.
Páginas | |
TOMO III | III-i |
Capítulo primero | III-1 |
Capítulo II | III-30 |
Capítulo III | III-43 |
Capítulo IV | III-90 |
Capítulo V | III-99 |
Capítulo VI | III-118 |
TOMO IV | IV-i |
Capítulo primero | IV-1 |
Capítulo II | IV-28 |
Capítulo III | IV-45 |
Capítulo IV | IV-62 |
Capítulo V | IV-79 |
Capítulo VI | IV-97 |
Capítulo VII | IV-111 |
Advertencias | IV-121 |