The Project Gutenberg eBook of Ni rey ni Roque (1-2 de 4) This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Ni rey ni Roque (1-2 de 4) Author: Patricio de la Escosura Release date: April 27, 2025 [eBook #75973] Language: Spanish Original publication: Madrid: Imprenta de Repullés, 1835 Credits: Ramón Pajares Box. (This book was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries.) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK NI REY NI ROQUE (1-2 DE 4) *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * La puntuación y la toponimia también han sufrido ligeros retoques para su modernización. * Se han separado en párrafos distintos las intervenciones dialogadas allí donde el texto adopta forma de diálogo, añadiendo y espaciando las rayas según los modernos usos ortotipográficos. * Las cartas y misivas se presentan sangradas para mejor distinguirlas de otros entrecomillados. * Se ha compilado y añadido un Índice al final del volumen pese a que el original impreso no lo incluye. Ni Rey ni Roque NI REY NI ROQUE EPISODIO HISTÓRICO DEL REINADO DE FELIPE II, AÑO DE 1595 NOVELA ORIGINAL ESCRITA POR DON PATRICIO DE LA ESCOSURA, AUTOR DEL CONDE DE CANDESPINA TOMO I Madrid Imprenta de Repullés — AÑO DE 1835 AL SEÑOR DON GERÓNIMO DE LA ESCOSURA, _Caballero de la Real y distinguida Orden Española de Carlos III, del Consejo de Su Majestad, su Secretario con ejercicio de decretos, Intendente de Provincia de primera clase, y Vocal de la Real Junta de Fomento de la riqueza del Reino_. En muestra de su cariño y respeto, Su hijo, _Patricio de la Escosura_ ¿De qué, pues, nos sirvieron Siete siglos de afán, y nuestra sangre A torrentes verter?... Lanzado en vano Fue de Castilla el árabe inclemente, Si otro opresor más pérfido y tirano Le pone el yugo a su infelice frente. Quintana: _Oda a Padilla_. INTRODUCCIÓN El mentir de las estrellas Es muy seguro mentir, Porque ninguno ha de ir A preguntárselo a ellas. Caballero en un rocín cuellilargo, quijotudo y amojamado, su creación inmemorial, sus jaeces una jáquima bastante antigua y una manta de muestra no muy moderna, y, a pesar de todo, no mío, paseaba yo no hace mucho por una sierra del reino de Sevilla. Preocupado en diferentes pensamientos, para mí muy importantes, y habituado ya al país en que me hallaba, confieso francamente que no me hacía mucho efecto el cuadro que me rodeaba, a pesar de ser una de las más bellas perspectivas que pueda imaginar el entendimiento. Cuanto la vista alcanza a descubrir, desde el punto más elevado de aquel terreno, ofrece un aspecto lleno de vida y de interés. No hay allí una llanura que tenga un cuarto de legua en cuadro; y hablando con propiedad, los que los naturales llaman valles no son más que ramblas o encañadas, la más ancha de cien toesas, si las tiene. Compónese, pues, todo aquel país de cerros y colinas, peñascos y precipicios. La naturaleza ha hecho tanto en favor de Andalucía que, a pesar de la indolencia de sus habitantes, la verdura, la frondosidad de la tierra encantan el alma del que acaba de dejar las áridas llanuras de la Mancha, donde el viajero se cree más bien en la Arabia desierta que no en la región meridional de la culta Europa. En medio de vastos y fértiles olivares, de montes de robustas encinas, de viñedos frondosos, de campos cereales, la blancura resplandeciente de los cortijos, que vistos de lejos tienen alguna semejanza con los caseríos ingleses, hace un efecto maravilloso. A corta distancia unos de otros se descubren muchos pueblos, más o menos considerables, cuya posición próxima siempre a los pasos precisos de la sierra, y en puntos que los dominan, descubre que en su origen fueron puestos militares, establecidos por los moros para defenderse de las continuas incursiones de los cristianos. Los castillos ruinosos que en casi todos ellos se ven aún, y sus nombres arábigos, acreditan suficientemente esta conjetura. Verifícase la comunicación entre estos pueblos por medio de unas veredas, que vistas y andadas parecen, y son más a propósito, para cabras que para hombres y caballos; pero los naturales de la sierra las andan con una presteza y agilidad sorprendentes; y el forastero, animado con su ejemplo, acaba por habituarse y caminar tranquilo por ellas. En este caso me hallaba yo. Andando a la aventura mi rocín acertó a tomar una estrecha senda que en la mitad de la altura de una cadena de colinas bastante pendientes corre paralelamente a su base, al pie de la cual se desliza, con manso ruido entre innumerables piedrecillas de jaspe colorado, un arroyo cuyo color verdoso y olor azufrado dan claros indicios de ser sus aguas minerales. Crecen en su orilla el romero, la adelfa y otros muchos arbustos en profusión, y la flor roja del segundo citado contribuye a prestar a aquella ribera, si tal nombre merece, un aspecto ameno y pintoresco. Como media legua podría yo haber andado, cuando la lentitud del paso de mi cuartago, lo lacio de sus orejas y la humilde postura de su cabeza me revelaron que si no quería volverme a pie a mi domicilio, era preciso que permitiese descansar un momento a aquella _vera efigies_ de Rocinante. Eché, pues, pie a tierra, y reconociendo, por la frondosidad del sitio, que me hallaba en las inmediaciones de un manantial de agua potable, como la sed empezaba a aquejarme, quise buscarlo. Tuve para esto que meterme por un angosto desfiladero en el que apenas cabían dos personas de frente. La elevación de los dos peñascos laterales, y las ramas de muchas higueras silvestres que de sus hendiduras salían, formando una bóveda impenetrable a los rayos del sol, hacía también muy a propósito aquel paraje para madriguera de bandidos, casta de pájaros en que el país suele abundar. Esta circunstancia dio lugar a que yo descolgase el retaco que llevaba pendiente del arzón trasero, según costumbre de Andalucía, y con él terciado y montado entrase en el desfiladero. No bien anduve veinte pasos, sentí a corta distancia el ruido de los de otro hombre y otro caballo. Debió de sucederle a él lo mismo, y de formar tan buen concepto de mí como yo de él, pues al descubrirnos nos apuntamos simultáneamente con los retacos, y ambos preguntamos a un tiempo: —¿Quién va? Íbamos los dos vestidos a la jerezana, que es también el uniforme de los ladrones; pero como llevábamos bigotes el uno y el otro, apenas nos los vimos cesaron nuestras sospechas, y bajando a un tiempo las escopetas depusimos el airado ceño y nos saludamos cordialmente con el nombre de compañeros. Mi encuentro era un anciano de robusta complexión y nerviosa fibra. Los años le habían como curtido, pero conservaba toda la elasticidad de sus miembros y una estatura elevada, exenta de la curvatura general de los hombres de su edad. Por debajo del sombrero portugués dejaba ver unos cabellos espesos, pero blancos como la nieve, y de igual color eran los poblados bigotes que me le dieron a conocer por hombre honrado. —¿Adónde bueno, mocito? —me dijo con cortesía, pero con aquel tono de superioridad justa que los ancianos toman siempre con los jóvenes. —Voy, señor mío —le contesté—, buscando la fuente. —Por el acento y el camino que usted toma bien se conoce que no es del país. Yo también voy a la fuente, y si usted quiere podremos ir juntos. Agradecí y acepté la oferta, y echamos a andar hasta el manantial, que aún distaba más de lo que yo me figuraba. El aire cordial, la franqueza, la urbanidad marcial de mi compañero, me hicieron reconocerle desde luego por un oficial veterano; y en efecto lo era. A los cinco minutos de estar juntos se estableció entre nosotros la misma libertad de trato que pudiera haber si nos conociéramos de diez años antes. El anciano me dijo que tenía setenta años, y se llamaba don Sebastián de Vargas. Había empezado a servir en caballería a los doce años, esto es, en el de 1776. Había hecho la campaña del año 92; la de Portugal con los franceses; la de América; y la del año 23 en el bizarro ejército constitucional de Cataluña. Tenía tres heridas, la cruz de San Fernando y otras infinitas por distintas acciones; y era comandante de escuadrón con grado de coronel; gracias a la amnistía, pues desdeñando purificarse en la última época, se había quedado de paisano. Había asistido a más funciones de guerra que yo tengo meses de vida; y confieso que aunque las refería con harta prolijidad, le escuchaba con gusto y veneración. Dos horas estuvimos juntos, y quedamos tan amigos que me convidó a ir a pasar algunos días en un cortijo que habitaba a media legua de aquel paraje. —Vivo en el campo —me dijo—, con mi familia, que se reduce a una hija de veinticuatro años, un sobrino de treinta, mi ama de llaves y mi asistente, soldado tan antiguo como yo. No recibiremos a usted con cumplimientos, ni podremos obsequiarle a la moda de la corte; pero en cambio será usted bien llegado siempre que quiera favorecernos, y partirá con nosotros una puchera no mal sazonada. Dile las gracias por el ofrecimiento, prometiendo no despreciarlo; y monté a caballo, gozoso con mi nuevo conocimiento. Dos días después fui al cortijo de Sierra-Carnero, que así se llama el de don Sebastián de Vargas. Su hija es una señorita no destituida de mérito personal, educada con más esmero del que yo suponía. Ella y su padre me recibieron como este me lo había prometido. Por la mañana vimos su habitación, que es una excelente casa de campo, aunque de muy antigua construcción, a la cual se han ido agregando sucesivamente cuadras, tinaones o establos, graneros y pajares. No muy lejos de ella está un molino de aceite. Por la tarde paseamos en las tierras del cortijo, que son vastas, bien cultivadas y productivas: no faltan en ellas los olivos, encinas y cepas, además de los sembrados de trigo y cebada, y los prados de alcacer. Pero lo que me encantó fue una huerta en la que, entre otros muchos árboles frutales, se veía considerable número de naranjos, limoneros y granados. El sobrino de don Sebastián, que tenía por nombre don Pedro Alcántara Hinojosa, me pareció un excelente sujeto; pero yo a la cuenta no tuve igual fortuna con él, pues me trató con notable reserva. Mi amistad con aquella familia llegó a hacerse cada día más íntima, por manera que pasaba semanas enteras en Sierra-Carnero. En una de estas ocasiones llamó mi atención un retrato, de excelente mano, de una señora vestida con traje antiguo, pero tan parecida a la hija de mi huésped que llegué a figurarme sería su madre, que por extravagancia se hubiese hecho pintar vestida de máscara. Cabalmente cuando hice esta observación, Inesita, que tal era el nombre de la joven, se hallaba sola conmigo. Comuniquela mi pensamiento y ella, riéndose, me contestó: —No es usted solo el que ha tenido esa equivocación, no señor. Esa no es mi madre: es mi sexta o séptima abuela. Dicen que en la figura nos parecemos mucho; y si es verdad, como es tradición en la familia, que pasó muchos disgustos en su vida, me temo que también en eso nos pareceremos. Al concluir estas palabras, la sonrisa de Inesita se convirtió en una expresión melancólica, y una lágrima se asomó furtivamente a sus hermosos ojos. Yo, que sin poderlo remediar soy muy compasivo con las damas, y un tantico curioso, pregunté con bastante empeño, y supe de aquella joven la causa de su disgusto. He aquí cómo sobre poco más o menos me la refirió: —Esa señora que usted ve retratada, dicen que era de una familia muy ilustre, y que antes de casarse con su marido, que fue un Vargas, pasó trabajos indecibles. Su hijo único se llamó don Sebastián; y este dejó muy encargado en su testamento a sus descendientes que a todos sus primogénitos les pusiesen su mismo nombre. Pero no es esta la cláusula más singular del tal testamento. Parece que entre el marido de la abuela doña Inés, que tal era su nombre, y un primo suyo llamado don Pedro Hinojosa de Vargas, medió una estrecha amistad, por cuya razón el nieto de aquel se casó con una doña Inés, nieta del último. En virtud de esto, don Sebastián 1.º de Vargas encargó también que los primogénitos de sus descendientes en línea recta se casasen con las primogénitas de la de Hinojosa, siempre que estas llevasen el nombre de Inés. »Desde entonces, hasta mi padre inclusive, se ha seguido sin alteración alguna la extraña regla de bautismos y matrimonios establecido en el testamento de don Sebastián; siendo de notar que ninguno de sus sucesores ha tenido nunca más que un hijo varón. »Pero mi desdichada suerte ha querido que justamente variase en mí este orden constante de sucesión. Mi padre se casó teniendo ya más de cuarenta años; y mi madre, al darme a luz, expiró. El ama de llaves que hoy tenemos, y que cuando yo nací estaba ya en casa, me ha asegurado que no es fácil decidir cuál sentimiento era mayor en mi padre, si el de la muerte de su mujer, o el de no haber sido un varón lo que había dado a luz. »No puedo quejarme de mi padre: ha llenado sus deberes escrupulosamente; pero jamás se ha abandonado por completo a la ternura paternal conmigo; y por más que procura ocultármelo, se le conoce que me mira como un borrón para el árbol genealógico de la familia. »Para colmo de mi desgracia, todas las hembras de la casa de Hinojosa han muerto, y solo queda un varón, que es mi primo. Nos amamos; y aunque mi padre lo aprecia no se resuelve a casarnos, porque se llama Pedro y no Sebastián. Vea usted si tengo motivo de afligirme. No es ponderable lo que me interesó esta relación. Por ella comprendí que la frialdad del primo conmigo provenía de un movimiento celoso, y me propuse castigar su desconfianza convenciendo a mi anciano amigo de la ridiculez de su empeño en sostener el extraño testamento de don Sebastián 1.º de Vargas. En la primera ocasión que me pareció oportuna empecé a insinuarme, y el viejo comandante no tuvo dificultad en entrar en materia. —Usted llama debilidad —me dijo— a lo que no es más que respeto y cariño a mis ascendientes. Seis generaciones han consagrado esa costumbre y la han hecho inviolable a mis ojos. —Y está bien —le repliqué yo—, está bien que usted la respete; y yo sería de parecer que se observase, a ser posible. Pero usted tiene setenta años, edad que no es a propósito para casarse; y aunque fuera más joven no podría hacerlo según sus principios, porque no tiene una doña Inés Hinojosa con quien enlazarse. Es preciso, pues, que usted consienta en el matrimonio de su hija con su sobrino, o en ver deshecha para siempre la unión entre dos ramas de la familia que tan ligadas han estado hasta aquí. —Sí, eso sí: usted tiene razón; pero yo tengo miedo. Sí señor, miedo, no se asombre usted. Hay en este asunto un misterio que no alcanzo, y que es lo que más me detiene. —¿Y no podré yo saber cuál es? —A nadie se lo he revelado hasta ahora; pero haré una excepción en favor de usted. En el testamento de mi séptimo abuelo don Sebastián, se dice: que sus herederos, en el caso de no conformarse con sus disposiciones, incurrirán en su enojo, y que los fundamentos de lo que ordena se contienen en un rollo de papeles que, cerrados en una caja de plomo sellada, deja en su biblioteca. Todos hemos respetado esta caja; pero en tiempo de la guerra de la Independencia, una partida de los invasores que ocupó la casa, creyendo que en ella se contendría algún tesoro, la abrió a bayonetazos. Por fortuna se dejaron los papeles, que el ama de llaves recogió y hoy están en mi poder. —¿Y usted no los ha leído? —Mil veces lo he intentado; pero están escritos con unos garabatos infernales, de los cuales no he podido descifrar ni uno. —Si usted no tiene inconveniente en confiármelos, yo entiendo algo la letra antigua, y veremos de traducirlos al castellano moderno. —Me hará usted un servicio impagable. —Impagable, no tal. Prométame usted que si de esos papeles no resulta expresamente una prohibición de casarse su hija con su sobrino, cesará usted de oponerse a sus deseos. —Veremos. —No hay veremos que valga: o se casan, o no trabajo. —Hombre, eso es hacerme la forzosa. —Para hacer felices a dos jóvenes que lo merecen, y a usted también. —¡Pero señor, qué empeño! —Mi coronel, ¿sí, o no? Entre soldados no hay palabras ambiguas. —Pues vamos con un sí. —Eso es hablar en razón. Vengan esos cinco, mi coronel. —Tome usted, mala cabeza. Inmediatamente después de esta conversación me entregué de un rollo de papeles muy voluminoso, que contenía la narración que, sin más condición que la de variar algunos apellidos, me ha permitido don Sebastián dar al público. Paréceme que ofrecerá la utilidad de dar a conocer en gran parte el carácter moral, político y religioso de una época interesante de nuestra historia. Nada más diré, porque el público va a juzgarla, y sería indisculpable temeridad anticiparme a su fallo. He tenido la satisfacción de asistir a la boda de Inesita con don Pedro Hinojosa, y de ver a este tan trocado que me llama su mejor amigo. El coronel Vargas sabe ya de memoria este escrito; pero no qué hacer para probarme lo que agradece mi trabajo. Solo falta que el editor de la colección no tenga por qué arrepentirse de haberlo incluido en ella, y entonces yo también estaré completamente satisfecho. [Ilustración] NI REY NI ROQUE CAPÍTULO PRIMERO DON FÉLIX El rostro es en vano Querer ocultarme; O tú has de matarme, O yo te veré. DON DIEGO No es verme tan llano Que baste el querello; Mal que os pese de ello Burlaros sabré. (_Comedia antigua inédita_). Como a las ocho de la mañana de uno de los primeros días del mes de julio del año de 1595, se apeó en Madrigal, a la puerta de una pastelería, un caballero joven, galán y bien portado. Dejando los caballos al cuidado del sirviente que le acompañaba, entró en la pastelería con gentil desembarazo, y tocando ligeramente con la mano el bonete de terciopelo negro que cubría su cabeza, pronunció con voz clara y apacible la entonces usual fórmula de saludo: —Ave María. —Sin pecado concebida —contestó la única persona que en la tienda había, y era una mujer joven, morena, de hermosos ojos, rostro más agraciado que bello, y aire más grave e imponente del que su edad, condición y humilde traje prometían. Estas observaciones las hizo el caminante sentado ya en uno de los escaños que había dentro de la misma chimenea, y fuese que su natural cortesía le moviese a ello, o bien que el aspecto de la huéspeda le pareciera exigir más respeto del que hasta entonces había mostrado, el hecho es que se quitó cortésmente el bonete, y dejó ver una cabeza cubierta de cabellos castaños, cortados según la moda de aquel siglo, es decir, sobre poco más o menos, de la manera que hoy llamamos a la inglesa. —¿No tendrá usted, señora huéspeda —dijo el caminante después de breves instantes—, alguna cosa con que aplacar el hambre de un mozo, que ya esta mañana ha caminado algunas horas? No contestó a esta pregunta la persona a quien se hacía, sino que, levantándose del asiento que ocupaba al frente del viajero, abrió y examinó el cajón del mostrador, algunas alacenas y el horno, y visto todo, volvió a su puesto diciendo flemáticamente al mancebo: —Nada. —Bien por mi vida. ¿Y no hay otra pastelería en el pueblo? —Ninguna. —¿Y absolutamente no hay nada que darme? —Nada, si no se contenta con un pedazo de pan. —Corta cosa es, y mi estómago me parece que ahora requiere más sustancioso refrigerio. Duélase, hermana, de mi necesidad, y no me obligue a andar en ayunas el resto de la jornada, que por la paga no quedaremos mal. —Mi señor no está en casa —replicó la huéspeda—, además de que, aunque estuviera, no creo yo que quisiera ahora hacer nada. —Válganos Dios, y qué poco amigo de trabajar es el pastelero: sea usted más caritativa, y alivie mi necesidad, que tengo prisa; el pueblo a que voy aún está lejos, y no quisiera llegar a él hambriento, y creyendo que en cuerpo tan bello haya un alma empedernida. Estas últimas palabras, pronunciadas en un tono entre galán y jocoso, arrancaron, por decirlo así, una sonrisa a la grave pastelera; pero había en ella tanta dignidad, y en su aire tal importancia, que a ser en una princesa, se dijera que el requiebro la agradaba solo en cuanto a mujer. Mas el mancebo no estaba entonces para pagarse de sonrisas; el hambre le aquejaba, y continuó sus instancias, quizás con importunidad; pero mezclándolas con tantas y tan discretas lisonjas que al cabo dio al traste con la pereza o el orgullo de la huéspeda. —Por oír misa y dar cebada —dijo esta—, ya sabe usted que no se pierde jornada. Haga, pues, que su criado lleve los caballos al mesón, que está en la misma calle, y váyase el señor caballero a oír la misa del padre vicario de Santa María la Real, que dentro de una hora veremos de dar modo para satisfacer su apetito. —¡Una hora! Mucho es; pero sea: oigamos misa, y después volveremos a... —A desayunaros. —Y a ver los negros ojos de la más bella pastelera de esta tierra. —Lisonjas de cortesano. —No, sino verdades de hombre honrado. —Si se retarda, caballero, no llega a la misa. —¿Está lejos la iglesia? —A dos pasos. Desde la puerta de casa verá usted la del monasterio. Y diciendo así, acompañó al caminante hasta la puerta, y en efecto le indicó el convento que desde ella se veía. Don Juan de Vargas, hermano del marqués de ***, que es el caminante que hemos visto, era un caballero mozo, de buen parecer, mediana estatura, rostro blanco, complexión enjuta, humor jovial, muy aficionado a las armas, y sobradamente a las damas; sirvió al rey en Flandes con honor algunos años; su valor y nacimiento le alcanzaron una compañía, y en la ocasión en que le hemos visto se hallaba en España a causa de haberle llamado su hermano el marqués, que achacoso antes de la vejez, soltero, y sin inclinación al matrimonio, le propuso hacerle su heredero, con solo la condición de renunciar el ejercicio de las armas y venirse a vivir en su compañía. Don Juan repugnaba dejar los campos de Marte; pero el agradecimiento a su hermano, las muchas ventajas que la proposición de este le ofrecía, y finalmente, algunas desavenencias con el cabo principal del tercio en que servía, le decidieron a dejar su bandera, con permiso del rey, y regresar a Valladolid, ciudad donde el marqués residía. Este desde luego descargó en su heredero el cuidado de su hacienda y estados que estaban en Castilla la Vieja, lo que proporcionó a don Juan hacer frecuentes viajes por la provincia, los cuales hacía siempre a la ligera con un solo criado, divirtiendo en ellos y en la caza el ocio de su nueva vida, insoportable para un hombre activo como él, vehemente, y habituado al continuo movimiento de la guerra. Regresaba don Juan a Valladolid, después de haber visitado varios pueblos del señorío del marqués situados en la sierra de Ávila, y se había propuesto llegar aquel día, y detenerse algunos en Medina del Campo, villa ya muy decaída entonces, pero no de tan poca importancia como lo es en el día. Sigámosle al monasterio de Santa María, que lo era de monjas de San Agustín: dirigiéndose a él, con el piadoso fin de oír misa, iba don Juan repasando en su memoria el gracejo de la pastelera, y tratando, por decirlo así, de casar lo plebeyo de su condición con la nobleza de su porte; el deseo de la ganancia, natural en el tratante de oficio, con la negligencia y descuido de aquella mujer, que nada tenía en su casa preparado para la venta; y finalmente, la solícita adulación de la mayor parte de las gentes dedicadas a aquel tráfico, con el despego casi grosero de la morena de Madrigal. Poco tiempo hacía que don Juan había vuelto de Flandes, donde las gentes, aunque de suyo poco aficionadas a los españoles, no perdían nunca la ocasión de ganar con ellos el dinero; los tudescos, flemáticos, sí, mas no perezosos, saben adoptar siempre el tono conveniente a la profesión que el interés, o la necesidad, les obliga a ejercer, y don Juan se olvidaba de que estaba en Castilla la Vieja. Embebido, pues, en sus reflexiones, llegó al pórtico de la iglesia, en donde se hallaba reunido todo el pueblo, pues el día en que principia nuestra historia era festivo, y la misa del padre vicario la que siempre oían las personas de más cuenta y las que sin serlo aspiraban a darse importancia, que ya entonces eran en bastante número. Todo en aquel tiempo llevaba en España el sello del carácter severo y sombrío de su monarca. Cada una de las clases del Estado se distinguía en todo género de actos por sus insignias, por la calidad y hechura de sus vestidos. El color más de moda era el negro; los militares eran acaso los únicos que vestían de color: los adornos eran ricos y costosos, pero sencillos y graves: un cintillo de diamantes por presilla en el bonete, una larga y gruesa cadena de oro colgando del cuello, y dando una o más vueltas sobre el pecho, y una sortija de valor en algún dedo. El traje del siglo era airoso: Van Dyck, dice Walter Scott, lo ha inmortalizado. En efecto, o es la magia de aquel gracioso pincel, o verdaderamente el corte y disposición de los tales vestidos era infinitamente superior a los inconcebibles arreos de que hoy nos vemos cargados. Confieso ingenuamente que como no sea la idea de asimilarnos a los monos, no concibo cuál fuese la del inventor de los faldones de nuestros fraques. El pantalón, a la verdad, ya se entiende; porque la especie ha degenerado ya tanto que apenas hay pierna masculina capaz de llevar con honor el calzón ajustado. ¡Pero el chaleco, casaca, y sobre todo el corbatín! El corbatín, instrumento eterno de suplicio para el hombre obeso y corto de cuello, a quien no deja respirar, y para el hético agrullado, cuya cabeza, dejándose ver sobre una columna de raso o terciopelo, parece blanco puesto allí para diversión de muchachos. El corbatín, repito, es la más desatinada de las invenciones. Pero aún es mayor disparate entretener al lector con tales reflexiones: para concluir, en general, esta materia, diré que el calzón en aquel tiempo era ajustado y largo, que llegaba hasta la garganta del pie; la bota como la de campana; el jubón, ajustado a la forma del cuerpo, llegaba hasta la cintura, a la cual se ajustaba por medio de un cinturón, del que ordinariamente pendía la espada; comúnmente estaba, como entonces decían, acuchillado, es decir, con ciertas aberturas cubiertas con unos bollos de seda en los ricos, y de lienzo más o menos fino en los artesanos y demás clases pobres. El pueblo andaba de ordinario en cuerpo, y es natural, pues de esta manera estaba el hombre más desembarazado para entregarse a sus faenas, y en la cabeza llevaban los plebeyos un sombrero de copa redonda y ala ancha; al paso que los nobles, los funcionarios públicos, los criados y demás gente ciudadana, o por una razón o por otra, superior a la plebe, usaban la capa corta, que no pasaba de la cintura, y un bonete o gorra semejante, si no igual, a la que vemos en nuestros cómicos cuando representan las comedias de Lope, Calderón, etc. El traje de camino variaba en algún tanto: este era constantemente de color menos fino y delicado que el de la ciudad; y en lugar de la capa corta se llevaba el gabán, especie de capotillo sin mangas, y que cuando la ocasión lo requería, se usaba con forro de pieles, y aun a veces una capa parecida en las dimensiones a las del día. Diremos, al paso, que tal era el vestido que llevaba nuestro don Juan, y cebando en las digresiones, continuaremos acompañándole en el pórtico, en donde se paseaba esperando la misa, siendo el objeto de las miradas de todos, y haciendo por su parte algunas observaciones en aquellos honrados vecinos. El traje de camino, el aire desembarazado y libre de un cortesano, la osadía del militar, y un cierto no sé qué de seguridad y ninguna extrañeza, al verse solo entre personas desconocidas, que debía don Juan a la educación, al ejercicio y a los viajes, eran para Madrigal una cosa nueva. Los individuos de la justicia del pueblo, que con el traje de etiqueta, la vara en la mano y el alguacil al lado, esperaban que la campana les diera la señal de ir a ocupar en el templo su asiento privilegiado, y estaban, como de razón, algún tanto separados del resto de la concurrencia, no fueron por eso los últimos en notar la llegada del forastero. El corregidor, hombre de mediana edad, chico de cuerpo, abultado de barriga, de rostro circular a manera de luna, con dos ojitos de color de perla abiertos a punzón, chato y de pocas letras, pero lleno de la importancia de su empleo, cuya insignia, la golilla, no abandonaba ni para dormir, y que hasta para pedir la comida o el sombrero creía necesario un auto de oficio, hubiera de buena gana mandado a su secretario que fuera a notificar al recién venido se presentase ante su señoría a declarar en forma su nombre, apellido, profesión, etc., so pena de diez ducados de multa (que las multas eran lo que mejor le parecía del oficio); pero como su consorte le había apercibido de que hablase poco, si no quería exponerse a decir solemnes necedades, y el buen magistrado era un marido paciente y obediente, se contentó por entonces con señalar con el dedo a don Juan, llamando la atención del escribano, y pronunciando gravemente la palabra _visto_. —Por mandado de su señoría —respondió maquinalmente el escribano, especie de autómata legal con todas las apariencias posibles de una momia. El alcalde, los regidores, el personero y el alguacil fijaron también la vista en el forastero, que acaso se dirigía hacia ellos en su paseo. —Es galán —dijo uno de los regidores. —Y su porte de cortesano —contestó el personero, que había estado alguna vez en Valladolid. —Más parece soldado que otra cosa —replicó el primero—. Dios tenga de su mano a las mujeres si ha de pasar algunos días en el pueblo. —Y a los mozos si viene de bandera —dijo el alcalde. —¿Qué dice su señoría? —Conforme —respondió el corregidor. Ya en esto don Juan les había vuelto la espalda, y era observado por otros corros formados por distintas personas del pueblo; pero no halló cosa en ninguno que le llamase la atención, ni le distrajese del apetito que el caminar le había excitado; solo notó un hombre vestido en cuanto a la forma como el resto de los habitantes, es decir, humildemente; pero que tanto en la calidad del paño de su ropa, que bien se echaba de ver era finísimo, como en el aire del cuerpo, no solo lejos de ser grosero y torpe, sino además noble, distinguido y rigoroso, se hacía notable entre todos. Este se paseaba solo como don Juan; pero se conocía que no era forastero, pues aun cuando los madrigaleños no dejaban de mirarle con cierta curiosidad, se dejaba ver que era objeto a que sus ojos estaban acostumbrados. El rostro puede decirse que no se le veía, pues el ala inmensa de su sombrero no daba lugar a ello; pero si alguna vez por un movimiento brusco se dejaba ver, dos ojos negros como el ébano, vivos, penetrantes, y entre airados y melancólicos, hacían dudar de si las arrugas que le cubrían eran efectos de pesares y trabajos, o de una edad que se aviene mal con tanto fuego y con músculos tan vigorosos en la apariencia como los suyos. Cuando este individuo pasaba por las inmediaciones de algún corrillo de gente del pueblo, nadie dejaba de saludarle, más respetuosa que afablemente; los hidalgos y los ricos volvían con tiempo la vista para no saludarle, ni hacer desaire a su persona, y él ni parecía admirarse del acatamiento de los unos, ni extrañar la afectada distracción de los otros. La justicia era la que aún le trataba de un modo más extraño. Al pasar por sus inmediaciones, la mano del para don Juan desconocido personaje hizo un movimiento como para tocar el sombrero, mas se quedó en el camino, y aquellos señores hubieron de contentarse con un buenos días nos dé Dios, pronunciado en voz apenas inteligible. Sin embargo todos contestaron, aunque con cierta expresión en la fisonomía que no era fácil decidir si era de desprecio o de temor. Mas cualquiera que fuese, al interesado pareció dársele poca pena, pues continuó sus paseos sin inquietarse en manera alguna de los magistrados de la villa. Cuando el ánimo está libre, cualquier cosa basta a llamar nuestra atención; así es que don Juan la fijó sin saber por qué en aquel hombre. Por su parte el incógnito clavó también un instante la vista en el hermano del marqués. En un momento recorrió toda su persona; parecía querer penetrar en lo íntimo de su corazón; preguntarle con su mirar quién era, a qué había venido, por qué le observaba; pero un momento después, cruzando los brazos sobre el pecho e inclinando la cabeza, en la apariencia se olvidó de que don Juan estaba allí, y siguió paseándose. Lo que a nosotros nos ha costado algunas páginas decir fue sin embargo obra a todo más de unos cinco minutos que tardó la campana en sonar el acostumbrado tercer toque a misa. Rompió la marcha el corregidor hacia la iglesia, y siguiole el ayuntamiento, atravesando la calle que con el sombrero en la mano formaron los circunstantes, a excepción de don Juan y su incógnito que por causas distintas no creyeron necesario rendir homenaje al magistrado. De aquí resultó que ambos fueron también los últimos a entrar en el templo, lo que verificaron tan a un tiempo que don Juan esperó poder entonces satisfacer la curiosidad que tenía de verle el rostro al individuo en cuestión; mas se engañó, pues este antes de poner el pie en la iglesia hizo un movimiento rápido para colocarse detrás del caballero, a quien ya no le quedó más partido que el de continuar su camino. No fue sin embargo sin un secreto despecho de verse burlado en el mismo instante en que ya creía conseguido su designio. Tenaz por carácter, y no reprimida aún su vehemencia por el hielo de los años ni por la mano de hierro de la desgracia, era natural que no renunciase fácilmente a una empresa que ya por sí no presentaba graves dificultades, porque a la verdad, verle el rostro a un hombre que anda por la calle no es cosa maravillosa. Ofreciole la fortuna una ocasión, y la agudeza de su ingenio medios de aprovecharse de ella. No había en la iglesia más que una sola pila de agua bendita; a ella, pues, había de acudir el incógnito. Don Juan sentía detrás de sí los pasos de aquel hombre; llega a la pila, introduce la mano, y se vuelve con rapidez para ofrecer cortésmente el agua; pero sea que el último hubiese previsto lo que iba a suceder, sea que por evitar las miradas de otros curiosos creyera oportuno seguir ocultándose, lo cierto es que con la mano izquierda llevaba inmediato a la cara un pañuelo, como si sufriera de dolor de muelas, de manera que no era posible vérsela. Alargó sin embargo el brazo derecho, recibió de don Juan el agua bendita como si aquel obsequio le fuera cosa debida, e inclinando apenas la cabeza en señal de gracias, desapareció detrás de una de las columnas de la iglesia antes que aquel caballero volviera en sí del asombro que la presencia de espíritu y gravedad del desconocido le causaron. El órgano sonaba ya; las religiosas en el coro habían dado principio al oficio divino, y don Juan, buen católico, y por otra parte hombre cuerdo, conoció que ni el paraje ni la ocasión eran a propósito para empeñarse en seguir a un hombre que visiblemente se obstinaba en no dejarse encontrar. Renunció, pues, por entonces a su empresa, y púsose a oír la misa con toda devoción, si bien, a pesar suyo, no cesaba de mirar por todas partes con objeto de descubrir en algún rincón al misterioso habitante de Madrigal. Mas todo su mirar fue en vano; la misa se concluyó, y ya iba don Juan a retirarse de la iglesia cuando advirtió que su incógnito iba delante del sacerdote y en dirección a la sacristía. En el momento tomó el mismo camino, y acelerando el paso se adelantó al vicario, quedándose no obstante algo más atrás que el objeto de su curiosidad. Este, así que llegó a la puerta de la sacristía, se paró, colocándose a la derecha de ella de modo que era imposible que el fraile pasase sin verle. Don Juan, resuelto ya hasta a reñir con aquel hombre, si necesario fuese, para verle a su gusto, hizo igual movimimiento en el lado izquierdo de la puerta, quedándose frente a él de manera que estaban como dos centinelas puestos para guardar un paso importante. El de Madrigal, que conservaba el pañuelo puesto en la cara, lanzó una mirada de furor a don Juan; pero este, que no era hombre de asustarse por miradas, permaneció intrépido en su puesto, mirándole de hito en hito. En esto ya el vicario llegaba a la sacristía con las manos cruzadas sobre el pecho, baja la cabeza y en el más profundo recogimiento, sin advertir en manera alguna a aquellos dos hombres, inmóviles como estaban, y que acaso eran los únicos que quedaban en la iglesia. Ya iba a entrar por la puerta, cuando el desconocido, dejando caer el brazo izquierdo y descubriéndose por consiguiente el rostro, dijo en voz clara y sonora, si bien no muy elevada: —Fray Miguel de los Santos, guárdeos el cielo. Desde la primera palabra levantó el fraile la cabeza, tan despavorido como si oyera la voz del ángel exterminador, y clavando sus ojos desencajados de espanto en la fisonomía del que le hablaba: —¡Jesús me valga! —exclamó con voz apagada. Y cediendo a la fuerza de su temor, se desmayó. Venturosamente don Juan estaba tan cerca que pudo impedir su caída, recibiéndole en los brazos. El desconocido entonces, dirigiéndose a él, le dijo entre airado y pesaroso: —Socórrale, y otra vez no sea tan entremetido. Dicho esto, volvió la espalda y dejó la iglesia. Don Juan llamó al sacristán, a quien entregó el vicario sin decirle nada de la causa de su accidente, y echó a andar apresuradamente pero con ánimo de alcanzar al singular personaje que acababa de dejar, y obtener de él, de grado o por fuerza, la explicación de aquel suceso. [Ilustración] CAPÍTULO II Como de leve chispa al solo fuego Se inflama el bronce vomitando muertes: Al torpe influjo de calumnia impía Así la furia popular se enciende. (_Canción anónima_). Por más pronto que el sacristán del monasterio acudió a la voz de don Juan, y a pesar de cuanta prisa se dio este a salir de la iglesia, no pudo hacerlo con tanta brevedad que alcanzase a la persona que buscaba. Todavía, cuando don Juan salió, quedaban en el pórtico algunos corrillos, y uno entre ellos formado por los individuos de la justicia, que ya conocemos de vista; pero ni con estos ni con ninguno de los habitantes estaba el incógnito, como don Juan vio después de haber examinado apresurada y curiosamente la fisonomía de todos los circunstantes, inclusa la del señor corregidor. El aire afanado de don Juan, cierta especie de sobresalto que se dejaba ver en su rostro, y, sobre todo, el desacato inaudito con que se atrevía a pasar en revista la fisonomía del primer magistrado de la villa, llamaron la atención general de un modo tan visible que, a estar menos preocupado con su designio, conociera nuestro caballero que su conducta era por lo menos imprudente. Mas ya se ha dicho que don Juan era obstinado; él mismo lo ha dejado ver en toda su conducta desde que está a nuestra vista, y además, en el punto a que las cosas habían llegado entonces, su curiosidad estaba demasiado exaltada para contenerse por respeto al desagrado de los honrados madrigaleños. Sin embargo, todas sus diligencias fueron inútiles. Después de haber examinado detenidamente todas las inmediaciones de la iglesia, conoció que correr las calles y un pueblo desconocido en busca de un hombre cuyo nombre, calidad y empleo ignoraba sería sobre descabellado, infructuoso. Resolviose, pues, a regresar a la pastelería, con ánimo de adquirir en ella, si posible fuese, algunas noticias sobre el objeto en cuestión. Pensar y ejecutar eran para el hermano del marqués casi una misma cosa. Cinco minutos después de tomada su resolución estaba ya sentado en la pastelería delante de una mesa que la huéspeda le había hecho preparar durante su ausencia. Mas no estaba cuando don Juan llegó la agraciada morena; un marmitón mulato, y silencioso como la tumba, fue quien le hizo seña de ocupar su asiento; y poniéndole delante un asado de cabrito, medio pan blanco y un frasco de vino, se retiró sin decir palabra a lo interior de la casa. No pudo menos don Juan de sonreírse viéndose recibir de aquella manera, y de exclamar para sí: «¡Por vida de mi padre, que a estar en carnestolendas dijera que estos señores de Madrigal se han propuesto hacer burla y chacota de mi persona! Todos son misterios, y voto..., pero comamos, que después habrá lugar para todo». En efecto, don Juan ocupó su asiento, y después de persignado y santiguado devotamente empezó a embaular bonitamente, unos tras otros, muchos y no muy pequeños pedazos de cabrito, los que, para que no se le secaran en el estómago, tenía muy buen cuidado de humedecer con copiosas libaciones. Al paso que iba había cabrito para muy poco tiempo; pero aún no había concluido cuando, por detrás de él y sin haber precedido ruido de puerta ni de pasos que se lo anunciase, apareció la huéspeda y, tocándole ligeramente en el hombro, le dijo sin detenerse y en voz tan baja que apenas se oía: —Guárdese de requebrarme. Cuando la última de estas palabras hirió el oído de don Juan, ya la morena ocupaba el mismo asiento en que la había visto la primera vez, y su actitud y aparente indolencia eran absolutamente las mismas también que en aquella ocasión. El primer movimiento de don Juan, sintiéndose de improviso tocar en el hombro, fue llevar la mano al puño de la espada; pero viendo, casi al mismo tiempo, a la huéspeda, y escuchando las palabras que le decía, se quedó absorto durante algún tiempo. Recobrado empero, y volviendo a su humor festivo, se sonrió con la morena, quien le correspondía igualmente, y animado con tan buen principio, empezó a decir: —¿Querrá usted decirme por qué me prohíbe...? La huéspeda, conociendo que la palabra _requebrarla_ u otra equivalente era la que el forastero iba a pronunciar, recorrió rápida y sobresaltadamente el aposento con la vista, y tomando en seguida una actitud tan imponente que rayaba en teatral, puso el dedo índice sobre sus labios, clavando al mismo tiempo sus hermosos ojos en los del desconcertado caminante, que entonces no sabía qué cosa admirar más, si la gracia y belleza de la mujer que tenía delante, o aquel aire de dominio con que sin derecho alguno quería tratarle. —Es singular —exclamó—; pero al cabo es mujer —dijo para sí—; no hay humillación en someterse a ella: variemos la conversación. Paréceme —continuó en alta voz— que la gente de Madrigal tiene mucha afición al padre vicario del monasterio, pues según los informes que tengo, poca gente más será la que hay en el pueblo que la que yo he visto en misa. —Muy poca —respondió la morena, que había vuelto a recobrar su primera apatía. —Y no faltan hidalgos en el pueblo. —Podrá ser. —¿Cómo podrá ser? ¿Pues usted no lo sabe? —No, a fe mía. —¿Y cómo, estando en la villa y habiendo tal vez nacido en ella? —Porque jamás me empeño en averiguar lo que no me importa. Y a estas palabras acompañó una mirada tan expresiva, tan burlona, que confundió a don Juan y suspendió su locuacidad por algún tiempo. La pastelera calló también, y al parecer se ocupaba en contar las vigas del techo, mientras que el caballero, rojo como el carmín, apoyaba un codo en la mesa, la frente en la mano, y con la otra desmenuzaba prolijamente una miga de pan como si la destinara a cebar algún pajarillo. Después de algunos segundos, pasados en esta posición, don Juan, dejándola bruscamente como por efecto de una de aquellas luminosas reflexiones que, cuando menos esperamos, vienen a facilitarnos la solución de algún problema que nos parecía imposible resolver, don Juan, repito, volvió a anudar la interrumpida conversación. —¿Conocería, por ventura, vuesa merced a un hombre...? —¿Más curioso que siete mujeres? —interrumpió malignamente la huéspeda con no poca mortificación del preguntante. —No es eso lo que voy a decir, hermana —replicó entre vergonzoso y enojado don Juan—; iba a preguntarle si conocía a un hombre que hoy en misa ha llamado mi atención. —Yo no he ido hoy a oír la misa del padre vicario. —Lo sé, pero sin embargo, pudiera ser que las señas que yo diese de su persona —aquí advirtió don Juan que la huéspeda mudaba de color— hiciese venir a usted en conocimiento de quién sea. —Diga, pues, señor caballero —prorrumpió la huéspeda morena, pero con visible agitación. —Su edad es entre la mocedad y la vejez, su persona parece ser de hombre robusto y asendereado, sus movimientos anuncian la agilidad que solo se adquiere con el ejercicio de las armas. —O haciendo pasteles —dijo detrás de don Juan la misma voz que en la iglesia causó el desmayo de fray Miguel de los Santos. —Pardiez —exclamó don Juan, que familiarizado ya algún tanto con las sorpresas, recibió la nueva aparición con menos asombro que era de creer—; pardiez, hermano, me alegro más de haberos encontrado que si el rey me hubiera hecho merced de alguna encomienda. El incógnito, que llevaba su gran sombrero calado como siempre hasta las cejas y los brazos cruzados sobre el pecho, dejó a don Juan decir libremente, y continuó andando hasta colocarse de pie en frente de él y al lado de la pastelera, cuyos ojos, desde el momento de su entrada, no se apartaron del suelo. El silencio duró algunos instantes; quien lo rompió fue el pastelero. —Señor caballero: si en efecto lo es usted, puede saber que la curiosidad indiscreta es gravísimo defecto, propio más bien de mujercillas y hombres bajos que de gente noble y principal. Pero usted es mozo, y como tal no es extraño que aún no haya aprendido a moderar sus pasiones. Yo no soy ni quiero ser un misterio, y ciertamente creo que para correr a usted bastaría decirle que el que ahora le está hablando es el pastelero de Madrigal, su humilde criado. El principio de esta arenga inflamó al irascible don Juan; cuanto más era la razón con que el pastelero le reprendía tanto mayores eran su mortificación y cólera; pero cuando oyó a aquel hombre concluir declarando su oficio, sin embargo de que la tal declaración se hizo con un tono indefinible que ni bien era amargo, ni irónico, ni cortés, ni grave, fue tan poderosa con él la risa que prorrumpió en una gran carcajada. Esta se prolongó tanto que la pastelera acabó, como a pesar suyo, por hacer otro tanto, y hasta el mismo dueño de la tienda dio muestras de abandonar por un momento su austera gravedad. Así se pasó algún tiempo, y sabe Dios el que se hubiera pasado si en medio de aquella inmoderada y acaso intempestiva alegría, no se dejara ver en la puerta de la calle, que estaba abierta, un hombre, o esqueleto de tal, alto, flaco, carilargo, ojihundido, vestido de negro, con un lío de papeles debajo del brazo y un gran tintero de cuerno en la mano; el escribano, en fin, en cuerpo y alma, si es que la tenía. —Abran aquí a la justicia —dijo parándose en el umbral de la puerta. Y esta frase fue la primera noticia que de su venida tuvieron los tres reidores; al oírlas cesó la risa, cada cual fijó los ojos en la puerta, y don Juan, viéndola abierta de par en par y que el fantasma que en ella había decía sin embargo que se la abriesen, estuvo por empezar de nuevo a reírse: contúvole empero la idea de que aquel hombre era al cabo un ministro de la justicia, y se contentó con decirle: —Por más abierta no doy una blanca; entre usted, que bien puede. La pastelera se inmutó extraordinariamente; sus manos, que don Juan notó ser de primorosa estructura y no embrutecidas por el trabajo, se cruzaron sobre sus faldas con un movimiento convulsivo y casi involuntario; perdió el color del rostro y echó una mirada al cielo como pidiéndole protección. Del pastelero no fue posible juzgar, pues el ala del sombrero le cubría, como se ha dicho, toda la cara, y en su persona no se notó movimiento que anunciase temor ni sorpresa como no fuese el echar la mano al puño de una daga corta que llevaba casi oculta entre los pliegues del vestido, y aun esto con tanta negligencia y espacio, que más parecía movimiento casual que de precaución. No bastó la invitación de don Juan para que el escribano pasase adelante, sino que despreciando el aviso del caballero se dirigió de nuevo al dueño de la casa, repitiéndole en su falsete: —Abran aquí a la justicia. —Abierto está; entre la justicia cuando quiera —respondió el pastelero. Y entonces el escribano entró, seguido de dos alguaciles y cuatro robustos mozos armados con alabardas, mohosas, sí, mas de un tamaño respetable. «Este Madrigal —dijo para sí don Juan viendo aquello— es villa maravillosa, o se ha trastornado desde que estoy en ella: ¿qué va a que se llevan preso a mi huésped?». Mientras hacía estas reflexiones, dos de los alabarderos se quedaron guardando la puerta, y otros dos se colocaron a los costados del escribano, quien tranquilo al parecer con aquella escolta, empezó a decir: —Gabriel de Espinosa: el rey nuestro señor, y en su nombre el señor corregidor de esta villa, y yo, por comisión de su señoría, expedida en debida forma, según más latamente consta en autos, os requerimos para que en este mismo instante nos entreguéis, para que puesto en lugar de seguridad y juzgado, y _secundum alegata et probata_, conforme a derecho, sufra la pena a que haya lugar, la persona de un asesino que tenéis en vuestra casa pastelería, sita en la villa de Madrigal, en el reino de Castilla la Vieja. —Señor escribano, mi casa no es, ni ha sido nunca, asilo de malhechores. Usted viene engañado, pues en ella no hay persona alguna forastera, como no sea ese gentilhombre que usted está viendo, que seguramente no tiene trazas de asesino. —Nada más engañoso que la apariencia —replicó gravemente el escribano—. Cierto no es el hábito que acostumbra vestir la gente maleante el que vemos en la persona que usted nos señala; pero como por lo demás convienen en ello todas las señas contenidas en el auto de oficio y mandato de prisión de su señoría, fuerza será reconocer en este buen hombre el asesino que buscamos. —Mentís como un bellaco —gritó furioso don Juan, irritado con tan rigorosa y no merecida acusación. —Favor a la justicia —exclamó el escribano. Y al mismo tiempo sus dos satélites, enristrando las lanzas, le pusieron a don Juan las puntas al pecho obligándole a retroceder hasta la pared, sin darle tiempo para tirar de la espada. Sin embargo de verse en tan crítica posición, aún pudo tirar de un puñal, y hacía ademán de resistirse con él. Los alabarderos, por su parte, irritados con sus amenazas, le apretaban tanto con sus armas que hubo momento en que realmente pudo decirse que estuvo a un dedo de la muerte. El escribano se había retirado hacia la puerta: el pastelero miraba desde el lugar en que le cogió el principio de aquella escena singular el valor de don Juan; pero la morena, más sensible y arrojada, corrió a los mozos, separó con sus manos las puntas de las alabardas del pecho del caballero, y poniéndose delante de él, le dijo: —Entréguese usted a la justicia; si es inocente, como lo creo, no estará mucho tiempo en sus manos; y si fuese culpado, sobre que la resistencia sería inútil, no haría más que perjudicarle en su causa. El raciocinio era concluyente; pero todavía más que su evidencia pudo con don Juan la dulzura de la voz, el tierno interés con que se pronunció, y la expresión hechicera del rostro de la que con razón llamó su libertadora. —Usted —contestó— acaba de salvarme la vida, y justo es que yo ponga mis armas a sus pies —y, en efecto, lo hizo así—: disponga, pues, vuesa merced de mi persona, y crea que desde este instante se ha ganado un amigo, que lo será mientras viva. No replicó la pastelera, sino que cogiendo la espada y puñal de don Juan los puso sobre una mesa, y dirigiéndose al escribano, le dijo desdeñosamente: —Ya puede hacer su oficio. Don Juan, adelantándose entonces hacia el secretario, sin soberbia ni humildad le dijo: —Soy vuestro preso; pero acordaos que soy noble, y mi familia poderosa. Concluidas estas palabras, los cuatro mozos de las alabardas cogieron en medio al hermano del marqués y salieron procesionalmente de la pastelería, cerrando la marcha el escribano, y dirigiéndose todos hacia la casa-posada del señor corregidor, que estaba esperando al presunto reo con alguna impaciencia. En el tránsito se agregaron muchas personas, que ya el aparato desplegado por la autoridad en la prisión de don Juan había reunido a la puerta de la pastelería; la mayor parte de ellas que andaban por las calles, y no pocas de las que estaban en sus casas y vieron pasar el singular acompañamiento de nuestro caballero. —¿Por qué llevan preso a ese mancebo? —preguntó uno de modo que el interesado pudo oírlo. —No sé —respondió otro—, pero, según dicen, ha cometido un asesinato. —Imposible —interrumpió una mujer—, imposible: ¡si es tan galán! —Sí, como él sea galán, nada malo puede hacer —exclamó gruñendo un hombre que, por la amabilidad que con ella usaba, se conocía ser su marido. —Señores, es un hereje. —Judaizante, judaizante. —No hay tal, señores, es un morisco disfrazado. Todas estas conjeturas más divertían a don Juan que le mortificaban, pues, seguro de su inocencia, lo estaba de justificarse de cualquier crimen que se le imputara. Pero de repente, y de entre las personas del pueblo que más distantes estaban del preso, sale una voz de trueno gritando: —Matadle, matadle al asesino, al sacrílego. Este apóstrofe produjo un momento de horror y profundo silencio; pero a poco se oyó un ruido sordo como el del mar en el momento de empezarse una tempestad. Los habitantes se hablaban entre sí, y casi todos a un tiempo: la pregunta «¿Y qué es lo que ha hecho?» vuela de boca en boca. Pero el estrépito es tal, la diferencia de voces y la agitación tan grandes, que la respuesta no se da, o no puede llegar a los oídos del interesado. Un momento después, la voz de «¡Muera!, ¡matadle!, ¡a la hoguera!» es general; los alabarderos, los alguaciles y el escribano bastan apenas con amenazas, con razones y ruegos, a contener aquellos furiosos, que más de una vez estuvieron a punto de arrojarse sobre la persona de don Juan, y de hacerle pedazos. Decir que este caballero iba tranquilo en tan amargo trance sería falso, inverosímil. El amor a la vida es natural, y perderla inocente, sin esperanza de gloria y por el necio capricho del vulgo ignorante, será siempre muy cruel, por más que suceda alguna vez en todos siglos y épocas. Sin embargo, fuera de ponérsele el rostro amarillo como la cera, no dio nuestro don Juan otra señal de temor. De buena gana se hubiera tapado los oídos para no escuchar las horrendas imprecaciones que de todas partes, y sin cesar, llovían sobre él; pero conoció que sobre no poder excusarse de oír lo que le mortificaba, pues los pulmones de los madrigaleños eran de bronce, o tal le parecían, dar aquella prueba de debilidad sería indecoroso y a propósito para alentar en sus sanguinarios proyectos a aquellos amotinados. Uno de estos hubo tan osado que, deslizándose por entre dos de los alabarderos, llegó a coger un brazo al preso; mas este, conociendo lo crítico de su situación y que solo arrostrándolo todo era como le quedaba alguna esperanza de salvarse, le descargó en la cabeza un golpe tan furioso y tan bien aplicado que dio con él en el suelo, en donde se quedó como muerto. Tal fue el aturdimiento que tuvo. Los alabarderos viendo aquello, e interesándose como es natural por un hombre indefenso y expuesto a la ira de todos, y que sin embargo tan valiente se mostraba, enristraron las alabardas, y cerrándose en torno de él, lograron, no sin trabajo, abrirse paso por medio de la multitud que por todas partes les rodeaba. El escribano intentó al principio resistir al tumulto con autoridad, conminando a los amotinados con diversas penas si al punto no le dejaban el camino expedito para que la justicia pudiera ejercer libremente sus funciones. Pero nadie le hizo caso, y hubo quien llegó a contestarle con muy poca cortesía. Visto esto varió de rumbo, empezó conviniendo con los habitantes en la enormidad del delito del prisionero, y la justicia del castigo que para él pedían; pero les suplicaba que dejasen a cargo de los magistrados puestos por el rey aplicar la pena que conviniese, citándoles en apoyo de su opinión cuantos aforismos, leyes, comentarios y pragmáticas le vinieron a la memoria. Mas ni nadie atendía a su aflautado y meloso acento, ni aunque hubiesen atendido sirviera de nada, pues una vez rota por el pueblo la barrera del orden, ¿adónde pararán sus extravíos? Dios solo alcanza saberlo. A pesar de todo permaneció firme en su puesto el escribano hasta la ocurrencia de que últimamente hemos hablado, pues así que vio caer a un hombre en el suelo, fue tan pánico el terror que de él se apoderó que, escabullándose por entre los circunstantes, encorvado para que se le viese menos, se dio tan buena maña que en pocos instantes se vio fuera del campo de batalla con no poca satisfacción suya. Entre tanto los mozos de las alabardas, valientes como castellanos de entonces, continuaban lenta y penosamente su marcha, y el pueblo gritaba a más y mejor contra el pobre don Juan, que daba al diablo la hora en que se le antojó venir por Madrigal, y quisiera más entonces habérselas con todos los tudescos del mundo que con sus furiosos compatriotas. Llegaron por fin al umbral de la casa del corregidor y la hallaron cerrada, gracias a la prudencia de la consorte de este, doña Petronila, que informada por un oficioso vecino de lo que ocurría en el pueblo, dispuso tomar a todo evento la precaución de no dejar que nadie entrase en su casa hasta que todo estuviese sosegado. Por más que los alabarderos llamaron, por más que suplicaron, la puerta no se abría. El corregidor, puesto a la ventana del piso principal, colocada precisamente encima de una de las rejas del cuarto bajo, decía constantemente: —Hijos, no puedo abrir; mi mujer tiene la llave. —Ya se ve que la tengo —exclamaba desde el interior del aposento la voz cascada de la dueña—, ya se ve que la tengo, y no la daré. Los amotinados se agolpaban; su furia, lejos de disminuirse, iba tomando incremento, y era visible que en breve todos los esfuerzos de los cuatro alabarderos serían inútiles para salvar al infeliz don Juan. Este, conociendo desde luego toda la intensidad del peligro, echó una mirada en rededor de sí, ve la reja, da un salto, gatea por ella, alcanza la ventana a que el corregidor estaba asomado, y entra por ella en el aposento. Inmediatamente coge al magistrado absorto por el brazo, le retira de la ventana, cierra vidrieras y contraventanas, y rendido de fatiga y de sobresalto se arroja sobre un sillón. Al ver el pueblo el arrojo de don Juan, todo él prorrumpió en un grito de espanto, del que se formará una idea el que haya oído exclamación universal de los concurrentes a la elevación de un globo en cuya barquilla se ve algún atrevido areonauta. Pero a la admiración sucedió el furor y el grito de derribar la puerta, que sonó en los oídos del corregidor como la sentencia de su muerte. [Ilustración] CAPÍTULO III Doleos la dueña. Doleos de mí Si no me amparades Es fuerza morir. —Mal hora que os coja, ¿Por qué aquí venís? Ni sé vuestro nombre, Ni jamás os vi. —Salvadme, que os juro, Que voy a morir Sin culpa ninguna. —Mancebo, venid, Que soy compasiva Y mujer al fin. (_Romance inédito_). Mientras que en la calle se discutía tumultuariamente sobre si sería más conveniente echar abajo la puerta de la casa del corregidor, o cercarla tomando todas las avenidas a ella, de manera que el fugitivo no pudiera absolutamente escaparse de sus manos, es imponderable la apurada situación del magistrado, su mujer y don Juan. Por de pronto, la sorpresa en los dos primeros, y en el último el deseo de la conservación, no dieron lugar a ningún otro pensamiento; pero pocos minutos bastaron para que cada uno de ellos hiciera reflexiones sobre su posición, y análogas a su carácter. El corregidor repasaba en la memoria las penas impuestas por la ley al escalamiento; pero al mismo tiempo veía con disgusto no serían aplicables en aquel caso, porque era claro que solo el inminente peligro de su vida movió al acusado a tomar por asalto la audiencia de su señoría. Sin embargo, lo que más le mortificaba era cierto escrúpulo sobre si tendría o no que inhibirse del conocimiento de aquella causa, pues como testigo presencial del escalamiento su deposición se hacía necesaria, y le imposibilitaba de ser juez en ella. Doña Petronila empezó por ceder a la timidez de que en general adolece su sexo, y aun estuvo muy cerca de tener un desmayo; pero venturosamente se hizo cargo de que su ilustre esposo tenía demasiado miedo para socorrerla entonces, y el recién venido cosas de más importancia en qué pensar, y resolvió contentarse con derramar algunas lágrimas por el momento. Don Juan, después de recobrado algún tanto, prestó la mayor atención a las voces de los amotinados, y a poco se hizo cargo de sus intentos, los que fácilmente se figurará cualquiera, que le alarmaron en extremo. —Amigo, quien quiera que seáis —dijo dirigiéndose al magistrado—, en vuestra mano está salvar la vida de un hombre que sin saber por qué, ni haber cometido crimen alguno, es el objeto de la furia de esa canalla. —Doña Petronila, esposa, ya oís lo que dice este hombre. —Sí, ya oigo, y más valiera que ese hidalgo no hubiera venido a ponernos en tan grave peligro. —Señora, el peligro en que yo mismo me hallaba es mi disculpa. —¿Y quién le mandó ponerse en él, señor mío? —El demonio, que sin duda me inspiró el pensamiento de venir a este malaventurado pueblo. —¡El demonio! —murmuró aparte el corregidor—; _vade retro_. Este hombre tiene pacto. —Sí, sí —contestó la corregidora, que iba cobrando aliento—; echa la culpa al pueblo de lo que la tienen sus malas mañas. —¿Pero qué malas mañas, pecador de mí? ¿Qué mañas? ¿De qué me acusan? Sépalo yo al menos. —Traslado —respondió el magistrado. —Le acusan —dijo su mujer—, del asesinato que ha cometido. —¡Válganme todos los santos del cielo! ¡Yo asesino! ¿Y quién lo dice? —Oiga, hermano, y escuchará cómo se lo dice todo el pueblo. —¿Y eso basta? —_Vox populi, vox Dei_ —dijo el juez. Aquí interrumpió la conversación el estrépito horrible de las voces de los amotinados, que con más furia que nunca gritaban «¡Abajo la puerta!», y como por vía de acompañamiento se oían los golpes que daban en ella algunos impacientes con las astas de las alabardas que habían logrado arrancar de manos de sus dueños, en tanto que recibían las hachas que habían enviado a buscar. —Toda discusión es ociosa, señores; dentro de algunos minutos seremos todos víctimas de la rabia de esos desalmados si por caridad no me indican vuesas mercedes un medio para huir de aquí. Doña Petronila, mujer al fin, y conmovida con el riesgo a que conocía se hallaba expuesta, quiso echar una mirada sobre su extraño huésped, a quien hasta entonces no había examinado, temiendo hallarle espantoso; pero cuando vio un mancebo tan bien dispuesto, y sereno hasta cierto punto aun puesto en aquel duro trance, sintió enternecérsele el corazón, y empezó a pensar en qué paraje podría ocultarle para sustraerle a la espantosa muerte que sin duda le aguardaba. Mujer que quiere, pocas veces no puede; un retrete en su propia alcoba, cuya entrada, dispuesta ya con arte para que no se notase, era todavía menos visible a causa de la oscuridad del lugar en que estaba, fue el paraje que doña Petronila creyó a propósito para ocultar a don Juan. Y en efecto, levantándose de su asiento le asió de la mano, diciéndole: —Sígueme. El hermano del marqués, en el entusiasmo de su gratitud, no vio ni los sesenta años de doña Petronila, ni su figura colosal y descarnada, ni los ojos a manera de perdiz, ni la mano semejante a la de una parca; nada vio, repito, en aquella mujer sino un ángel tutelar que venía a arrancarle de las garras de la muerte. Así es que imprimió en la mano que le llevaba un beso tan ardiente como hubiera podido hacerlo en la de la misma diosa Venus si en persona se le hubiese presentado a ofrecerle sus favores. No habían aún puesto el pie fuera del aposento la dueña y el caballero, cuando les hizo pararse una voz que se oyó en la calle, primero a lo lejos y repetida a pequeños intervalos, después muy próxima, últimamente inmediata a la misma casa y universal, diciendo: «¡Milagro, milagro!». Casi al mismo tiempo cesaron los golpes de la puerta, y el ruido de las pisadas anunció que los amotinados se retiraban, pero con tanta precipitación que era una verdadera fuga, y repitiendo sin cesar el grito de «¡Milagro, milagro!», que, debilitándose progresivamente, acabó por dejarlo todo en el más profundo silencio. Cuando llegó este caso, don Juan, que había permanecido en pie, y siempre asido de la mano de doña Petronila, exclamó como maquinal e involuntariamente: —¡Milagro! —¡Milagro! —repitió la dueña. —¡Milagro! —tartamudeó el corregidor. Después que ya fue evidente la partida de los amotinados, cada cual se fue serenando progresivamente, y, como es natural, la curiosidad sucedió desde luego al temor. Lo ocurrido era, a la verdad, para tenerla. Don Juan, en un pueblo en que a nadie conocía, en el que apenas hacía dos horas que se hallaba, sin que durante ellas se hubiese querellado con persona alguna, se veía de repente acusado, preso por la justicia, perseguido por el pueblo, y de repente, también como por encanto, a la voz de «¡Milagro!» se verifica en efecto el de dispersarse espontáneamente el tumulto, y esto en el momento en que era muy probable consiguiesen su intento los amotinados. Por su parte, el corregidor y su esposa, aunque enterados del crimen de que se acusaba a aquel caballero, comprendían aún menos que él mismo la dispersión del motín. No tardaron mucho ni unos ni otros en salir de sus dudas; pero para hacer inteligible la solución del misterio en cuestión nos es forzoso volver atrás por un momento con el hilo de nuestra historia. Recuérdese que hemos dicho que el aguijoneado don Juan, por el deseo de conocer al que después vio ser el pastelero, había dejado al vicario del monasterio de Santa María la Real desmayado, en brazos del sacristán del mismo, y que inmediatamente echó a andar en busca de su incógnito. Sucedió, pues, que no pudiendo el sacristán entrar solo al fraile desmayado en la sacristía, llamó en su auxilio a dos monaguillos, que en efecto le ayudaron a echar al vicario sobre un banco y prodigarle los socorros ordinarios en tales casos, como rociarle el rostro con agua, hacerle oler vinagre, despojarle de parte del vestido, etc., etc. Pero como a pesar de todos sus esfuerzos, y del movimiento que recibía el cuerpo del padre vicario, no volvía de su parasismo, el pobre sacristán, hombre pacato y de poco espíritu, exclamó afligidísimo: —¡Válgame Dios: está como muerto el buen señor! No aguardaron a oír más los dos monaguillos, muchachos de diez a once años ambos, sino que echando a llorar amargamente salieron corriendo de la sacristía dando grandes alaridos, en los cuales no se les oían más palabras inteligibles que las de «Ha muerto el padre vicario». Ya en esto, la mayor parte o todas las personas que quedaban aún en el pórtico cuando salió don Juan de la iglesia, se habían retirado a sus casas; los mismos individuos del ayuntamiento se habían dispersado, y solos el corregidor y el escribano, con algún otro rezagado, estaban bastante próximos a la iglesia para oír las lamentables exclamaciones de los dos acólitos. —Homicidio —dijo el corregidor. —Homicidio —repitió el escribano. Y recordando entonces con infernal sagacidad la salida de don Juan de la iglesia después de todos los demás circunstantes, infirió como consecuencia de la prisa y azoramiento que en él advirtió entonces, que él era sin duda el asesino del padre vicario, e inmediatamente se le comunicó a su señoría, quien contestó: —Préndasele, y le ahorcaremos. Con tan buenas intenciones, el escribano, hombre diligentísimo en tales ocasiones, dispuso la prisión de don Juan en la forma que hemos visto se verificó en la pastelería, y su ánimo era llevarle a casa del corregidor para tomarle inmediatamente las primeras declaraciones. La casualidad hizo que las primeras personas que se reunieron a la comitiva de don Juan no estuviesen enteradas del crimen de que se le acusaba; pero ya cuando se aumentó el concurso, se agregaron a él uno o dos sujetos que, habiendo oído la conversación del juez con su secretario en las inmediaciones de la iglesia, hicieron correr la voz de que aquel hombre iba preso por haber asesinado al padre vicario en la iglesia misma en el momento de acabar de decir misa, y revestido aún de las sagradas ropas. El delito era enorme en sí, atroz por la persona en quien se cometía, y sacrílego por el paraje en que se suponía haberse cometido y circunstancias que le acompañaban. Pero sin embargo, para comprender bien el furor que encendió en el pueblo, es preciso saber lo que amaba al que creía muerto. Fray Miguel de los Santos era religioso del orden de San Agustín, y portugués de nación, provincial de su orden en Lisboa, predicador, confesor, y amigo del desgraciado rey don Sebastián: se unió, después de su pérdida, en estrecha amistad con don Antonio, prior de Crato, que fue, como es cosa bien sabida, uno de los pretendientes más obstinados a la corona de aquel reino. Fray Miguel debía a la naturaleza un carácter vehemente, entusiasta y arrojado; así es que no supo sustraer a la suspicacia de Felipe su mal reprimida adhesión a don Antonio. El monarca español le hizo traer a Castilla encerrado en un coche con guardias de a caballo, y le tuvo preso algún tiempo, hasta que, por fin, o creyendo que el fraile se habría demudado con el infortunio, o cediendo a empeños de poderosos, le concedió su libertad, enviándole de vicario al monasterio de Madrigal, en el cual era monja profesa la señora doña Ana de Austria, hija natural del inmortal vencedor de Lepanto. Costumbres irreprensibles, moral pura e indulgente para los demás y severa para sí mismo, ayunos, penitencias, limosnas, la práctica constante de todos los ritos exteriores de la religión, con más el ejercicio, en cuanto le era posible, de las virtudes reconciliadas, adquirieron a fray Miguel en Madrigal la reputación merecida de un varón justo y un sacerdote ejemplar. Nunca la miseria acudió en vano a la caridad de fray Miguel; y si los socorros que daba no eran siempre tan cuantiosos como él hubiera deseado, iban por lo menos acompañados de buenos consejos y palabras compasivas, lenitivo muchas veces, si no remedio a nuestros males. Con estos antecedentes es fácil hacerse cargo de la inflamación extraordinaria y portentosa de los habitantes de Madrigal contra don Juan de Vargas, que ni siquiera podía sospechar qué había hecho para que tan mal le quisiesen. Pero el pueblo estaba firmemente persuadido de que aquel caballero había asesinado al vicario, y el castigo que la justicia le impusiera le parecía tardo y suave; no se trataba ya de castigar un crimen oscuro, sino de vengar a una población entera privada del protector de los pobres, y lavar la afrenta hecha al templo del Señor con un atentado inaudito. Personas de Madrigal que por carácter, estado y edad no se hubieran mezclado en el motín en ninguna otra ocasión, se unieron a él en aquella. Hombres naturalmente compasivos pedían a voz en grito el fuego y los tormentos más terribles para el que juzgaban culpado, y esto sin tener la menor seguridad de que el crimen se hubiese cometido, mucho menos aún de que ya que fuera así, fuese su autor el desgraciado a quien quería sacrificar. Tal es el efecto de las conmociones populares, movidas a veces para un solo fin, nunca muy honrado, pero que por circunstancias podrá ser provechoso en un momento dado, y jamás se contentan con lograrlo; como los graves aumentan velocidad en cada instante sucesivo de su descenso, y como este aumento de velocidad acrecienta la fuerza de la masa que desciende, así el tumulto aumenta continuamente sus exigencias, se aumenta también sin cesar una especie de fuego eléctrico que se comunica de hombre a hombre, los inflama a todos, los funde, por decirlo así, en un solo cuerpo monstruoso, capaz de todo lo malo, y nunca de nada bueno. ¿Son exageraciones? ¿Son frases de escritor? ¡Ojalá! Pero dígalo la historia, y no hay necesidad de ir a buscar la antigua. Volvamos a Madrigal. Las hachas acababan de llegar; ya dos de los más robustos amotinados se habían apoderado de ellas, y se disponían a empezar la obra de destrucción, cuando el grito de «¡Milagro!» se oyó por primera vez en las últimas filas de los circunstantes, y los que la formaban dieron a huir como gamos por calles y callejuelas, persignándose al mismo tiempo con toda la devoción que la prisa les permitía, y encomendándose cada uno al santo de quien era más devoto. ¿Cuál era la causa de su espanto y gritos? ¿Cuál el milagro que anunciaban? La resurrección de fray Miguel de los Santos nada menos: este religioso llegó a saber el peligro inminente en que se hallaba un hombre acusado de haberle muerto; y a pesar de que su desmayo le había puesto realmente enfermo, dijo la causa inmediatamente para salvar a aquel infeliz. La palidez de su rostro, su andar mal seguro, y la expresión melancólica de su fisonomía le daban cierto aire poco común. ¿Qué más necesitaba el pueblo para creer que era un muerto resucitado? La palabra «milagro» volaba de boca en boca. Unos corrían porque habían visto a fray Miguel; otros porque oyeron que venía; otros porque veían correr a los demás; y finalmente, algunos porque temieron, quedándose solos, pagar la culpa de todos por el desacato cometido contra la justicia. Así se disipó aquella tempestad; cada uno se fue a su casa sabiendo menos sobre el asunto en cuestión que cuando salió de ella, ronco de gritar, molido de encontrones y otros azares (pero al cabo contento por haber sacudido por un instante el yugo de las leyes, aunque nada hubiese conseguido). No faltó tampoco quien hallase de menos el pañuelo, el dinero, o alguna alhaja de valor que llevaba en el bolsillo; debió consolarse con la idea de que había pasado a manos de alguno de sus cohermanos del motín, y probablemente no de los menos celosos por el bien general. Pero el hecho es que el motín se disipó, y que a pesar de lo que el pobre vicario se esforzaba en gritar que no había milagro ninguno en andar por las calles un hombre de carne y hueso, y que él no había muerto, que viniesen y le tocasen verían como estaba vivo, aquellos señores, cuanto más los llamaba, más huían, diciendo que no querían nada con muertos. Vista la inutilidad de sus razones, continuó fray Miguel su marcha hasta la puerta de casa del corregidor, y llegando a ella dio dos o tres golpes con el aldabón. Oírlos el juez y pegar un salto, de resultas del cual se quedó en cuclillas, como una mona, sobre el sillón que ocupaba, todo fue uno. Doña Petronila, creyendo también que volvía a empezar de nuevo la persecución, quería llevarse a don Juan adonde ya tenía proyectado esconderle; pero Vargas, más acostumbrado a los peligros que los dos esposos, no quiso consentir en ello. —No, señora —dijo—; estos golpes no son ya de persona que intenta forzar la puerta, sino de uno que pretende que se la abran. Además, el profundo silencio en que estamos es prueba evidente de que la canalla, por milagro en efecto, ha abandonado el campo. Tal vez el que llama es algún amigo: veámoslo. Y sin esperar respuesta ni dar lugar a reflexiones, abrió la ventana, y viendo, con no poca satisfacción suya, la calle enteramente desembarazada, preguntó: —¿Quién va? —Fray Miguel de los Santos —respondió el fraile. El corregidor se tiró desde el sillón al suelo, se tapó la cara con las manos, y además se puso como si besara la tierra, no cesando de decir apresuradamente y sin intermisión: —¡Abrenuncio, Satanás; abrenuncio, Satanás! Su mujer, más atrevida, sacó inmediatamente su rosario, y adelantándose hacia la ventana, haciendo la señal de la cruz empezó a decir: —«De parte de Dios te digo, ánima de fray Miguel, que me digas a qué vienes, y si estás en pena, por qué, y qué quieres que hagamos para sacarte de tan mal estado». Durante esta arenga, que el pobre juez acompañaba con su refrán de «Abrenuncio, Satanás», el cual producía un zumbido muy semejante al del moscón, don Juan, absorto, hubo un momento en que estuvo tentado a tener miedo y ponerse también a rezar por su parte; pero juzgó después más prudente pedirle la explicación de aquel misterio al fraile, que con paciencia admirable estaba esperando a que doña Petronila concluyese su exorcismo. —¿Qué es esto, padre? Dígame vuesa reverencia si la gente de Madrigal pierde el seso periódicamente tal día como hoy en cada año. —Señor caballero, que tal lo parece usted —dijo fray Miguel—, esa señora me cree muerto, y por mano de usted. —¡Jesús!, ¿y cómo? —Eso se alcanzará si usted logra que se convenzan de que, gracias a Dios, vivo todavía, estoy bueno y sano, y lejos de haber recibido de usted el menor insulto, aún tengo que agradecerle algún servicio. Era menester ser muy necio o muy obstinado para negarse a dar crédito a un hombre que con tan buenas razones probaba que vivía. Doña Petronila, que si bien no era joven ni agraciada, y sí dominante y un tanto colérica, tenía sin embargo una cantidad de razón regular, se convenció, pues, de que en el supuesto asesinato del vicario había habido algún extraño error: desde luego mandó a su esposo que creyese que realmente estaba en esta vida fray Miguel. —Doña Petronila, ¿estáis segura? —¿Cómo es eso?, ¿cuándo no estoy yo segura de lo que digo? —Ya, pero cuando son cosas sobrenaturales... —¿No basta que os lo diga yo? Id noramala, y mandad que abran la puerta a su reverencia. Ya van, fray Miguel, ya van. Vamos, muévase. El pobre corregidor, a pesar de que conservaba su recelo, no tuvo más remedio que obedecer, y, gracias a sus providencias, a poco tiempo entró fray Miguel en el aposento que fue teatro de la escena de que acabamos de ser testigos. Haciendo una ligera inclinación de cabeza a la dueña de la casa, se dirigió el vicario hacia don Juan, diciéndole: —Señor mío, en cuanto hoy ha pasado espero que usted me hará la justicia de creer que yo no he tenido la menor parte. Un parasismo que al retirarme de decir misa me sorprendió a la entrada de la sacristía... —Del que fui testigo felizmente, pues evité que vuestra reverencia viniese al suelo. —Favor que ya sospechaba deberos, y a que estaré eternamente agradecido; ese parasismo, pues, ha dado lugar a creer, por una combinación de concomitancias que sería muy prolijo explicar ahora, que yo había sido víctima de un asesinato y vos el homicida. El señor corregidor, y perdóneme su señoría que se lo diga, ha obrado con vos ligeramente, dando lugar a cuantos desórdenes han ocurrido, y exponiendo a una persona inocente a gravísimos riesgos. Usted, señor caballero, tiene sin duda derecho a reclamar daños y perjuicios; pero yo fío en que por amor de la paz, y por mi intercesión, si de ningún valor por lo escaso de mis méritos, de algún peso a lo menos por el santo hábito que visto, querrá usted darse por contento con que yo en nombre de todo el pueblo le pida perdón por lo ocurrido, y perdonando, en efecto, como buen cristiano, se vendrá conmigo a mi celda por el tiempo que tenga a bien pasar en este pueblo y honrar a su servidor. Don Juan contestó a este razonamiento aviniéndose a todo; y dando gracias a la corregidora, y aun al corregidor, salió de su casa acompañado del fraile y razonando con él sobre lo ocurrido en aquella mañana. No podía Vargas menos de conocer en su interior que a todo había dado lugar su curiosidad verdaderamente pueril; pero a pesar de ello, lo que más sentía era el no haber podido descubrir el misterio del desmayo de fray Miguel al nombrarle el pastelero. Cuántas penas le costó su fatal empeño, lo veremos en el curso de esta historia si nos alcanza la paciencia, al lector para hacerse cargo de ella, y a mí para concluirla. [Ilustración] CAPÍTULO IV Pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino, cargada de los más diversos y estraños personajes y figuras que pudieron imaginarse. (Cervantes: _Don Quijote_, parte 2.ª, cap. 11). Sosegado el pueblo de Madrigal, y enterado después de algunas horas de la falsedad del hecho que dio lugar al motín, volvieron las cosas al orden regular. La tarde del mismo día del tumulto, aprovechando la hermosura del tiempo, salieron a paseo a una pradera inmediata a la villa gran parte de sus habitantes. Acostumbraban los mozos a reunirse en aquel paraje los días festivos, con objeto de recrearse en diversos ejercicios corporales, haciendo en ellos alarde cada cual de su fuerza y habilidad. La barra, la carrera y la lucha para los plebeyos; montar a caballo, arrojar una lanza, tirar al blanco y correr sortijas para los nobles. Las mujeres asistían a estos espectáculos, como a todos, para ver y ser vistas. Su presencia servía de estímulo al valor de los combatientes; hombre que en las circunstancias ordinarias no hubiera levantado del suelo un peso de dos arrobas, levantaba seis solo por estar delante su amada. ¿Qué esfuerzos no hará un hombre por no verse humillado a presencia de su dama? El que amando no es valiente, seguro es que nunca lo será. Habíale sido forzoso a don Juan ceder a las instancias de fray Miguel y acompañarle a su celda a comer con él. Durante la comida intentó Vargas diversas veces hacer que la conversación recayese sobre el lance de aquella mañana en la iglesia; mas el vicario se obstinó en eludir constantemente sus deseos, y viéndose ya últimamente muy apretado por el caballero, pretextó ocupaciones importantes y rompió la conferencia más apresurada que cortésmente. Libre don Juan, se encaminó sin detención a la pastelería, pero la encontró desierta. Su criado, que estaba en la puerta del mesón, le dijo que los pasteleros habían salido con ánimo, según creía, de pasearse en la pradera. Informádose entonces de dónde estaba esta, y dirigido por una persona que la casualidad hizo pasase por allí para ir al paseo, el caballero se resolvió a hacer otro tanto. Su llegada causó alguna sensación en la concurrencia, pero como ya se sabía la inocencia de Vargas, avergonzadas las gentes de su proceder con él, más bien le mostraron atención que curiosidad indiscreta. Él por su parte, como hombre de mundo, mostró haber ya olvidado lo ocurrido, y tomó parte en las diversiones como uno de tantos. Aquí seis u ocho robustos mozos, labradores por las trazas, arrojaban una pesadísima barra como si fuera un junco; más allá otros levantaban piedras enormes con las manos o los dientes. Dos amigos luchaban a brazo partido a presencia de un concurso numeroso; sus músculos tendidos, su arrebatado color y sus esfuerzos repetidos y constantes, hacían un singular contraste con la sonrisa que se dejaba ver en los labios de ambos y las palabras cariñosas que se dirigían; mientras que por el contrario, en otro corro, dos rivales en amor, desafiados al salto, y combatiendo delante de su dama, se miraban con un ceño espantoso, y hacían unos esfuerzos desmesurados para obtener la victoria. Corría sucesivamente Vargas todos los grupos, y en todos ellos, aunque formados en gran parte por los mismos que habían querido quemarle vivo aquella mañana, encontró la más urbana acogida, pues siempre se le abrió paso para que ocupando la primera fila gozase con mayor comodidad del espectáculo. Aquí le consultaban sobre un lance dudoso; allí le pedían su aprobación como necesaria para confirmar el triunfo del vencedor; en una palabra, todos a porfía se esmeraban en reparar el agravio que le habían hecho. No pudo menos Vargas de corresponder lo mejor que supo a tanta cortesía, alabando a los felices, consolando y animando a los vencidos, y sobre todo, ponderando con encarecimiento cuanto presenciaba, como si nunca tal maravilla hubiese visto. Pero ya empezaba a fatigarse de un espectáculo que muy poca o ninguna diversión podía ofrecer a un cortesano, soldado y viajero, cuando de un extremo de la pradera salió una voz estentórea diciendo: —Aquí, aquí, caballeros, van los comediantes a ofrecer a vuesas mercedes la más extraña y bien dispuesta farsa que nunca han oído. Este cartel parlante, repetido algunas veces y que, como ya se ha visto, prueba la antigüedad de las notas laudatorias y preventivas conservadas hasta nuestros días en los anuncios teatrales, con no poca ventaja de gran parte del público que, poco acostumbrado a formar juicios, se encuentra ya hecho el de la pieza que va a ver, y esto regularmente por mano del autor, que es quien mejor debe conocer el parto de su entendimiento y juzgarlo con más imparcialidad, este cartel, digo, deshizo todos los corrillos, reuniendo al público entero delante del paraje en que iba a hacerse la representación. Desde luego nadie creerá que se tratase de teatro: nada menos que eso; ni siquiera una barraca como las que los tratantes forman hoy en las ferias y romerías. Todo el aparato consistía en cuatro puntales hincados a mano en el suelo, y que terminándose en forma de horquillas por su extremo superior, servían de apoyo a otros cuatro palos horizontalmente colocados y dispuestos en forma de figura cuadrada. De estos pendían, no sé si diga cortinas o harapos, que cerrando tres lados del rectángulo solo dejaban uno descubierto, para que por él pudieran los concurrentes gozar del espectáculo. Detrás de la cortina del fondo estaba colocada la música, mejor diré el músico, que tocaba una dulzaina y a más un tamboril guarnecido de sonajas, instrumentos que producían una armonía grata, por lo menos a la mayor parte de los oídos para los que estaba destinada. Una carreta como la que Cervantes describe con la gracia inimitable de su genio condujo a una compañía de farsantes a Madrigal, por casualidad, el día en que nos hallamos. Al pasar por la pradera, y viéndola llena de gente, le pareció bien al autor de ella dar una representación _in promptu_ para sufragar con ella los gastos que en aquella noche habrían de hacer. En un instante saltó a tierra la _turba alegre y regocijada_, plantó los palos, colgó las cortinas, y el gracioso anunció la función. Entre tanto, y en el mismo paraje en que el de la dulzaina soplaba a más y mejor, agitando cuanto podía las sonajas del tamboril, los actores se vestían o se desnudaban, que la cosa ofrece sus dudas, y el anunciante, vestido de mogiganga y cargado de cascabeles, recorría con el sombrero en la mano la concurrencia, con el piadoso fin de recoger lo que cada uno tuviese voluntad de dar, o él maña suficiente para sacarle. —Ea, caballeros, sean generosos con los pobres farsantes que hacen oficios de disipar sus melancolías, muchas veces a costa de haber de tragarse las suyas, y no pocas sin tener que tragar. Usted, señor galán, que tan embebido está contemplando, no quiero decir a qué dama, sea garboso en su presencia, que nada cautiva más a las mujeres que la liberalidad. Dele Dios tan buena suerte en amores, señor mío, que nunca encuentre mujer con quien casarse. —¿Cómo, deslenguado, así trata a quien le ha dado más él solo que cuantos hasta aquí le han hecho limosna? —Limosna, señor gentilhombre, es la que se da de buena voluntad, y sin más interés que el de servir a Dios; pero no lo es lo que se le paga a un hombre por solazarse, viéndole hacer sus pocas o muchas habilidades. —Insolente... —No se enoje, que yo la llamaré limosna, si en eso estriba la paz; ¿pero por qué se queja, si en pago de su liberalidad le deseo tanta suerte en amores, que no encuentre mujer con quien casarse? ¿Pues, pecador de mí, no se acaban para el que se casa los galanteos? Y ya que el tal casado lo sea tan malo que aún conserve tales aficiones, ¿qué mujer que no sea la que ninguno de nosotros quisiera que fuera la suya ha de dar oído a sus requiebros? Diciendo así, continuó su camino el farsante, dejando corrido a su contrario. Al pasar por delante de don Juan de Vargas, cierta especie de instinto de su profesión le hizo conocer que no era persona a propósito para irle con bufonadas, y así se contentó con alargar el sombrero, en el cual recibió una ofrenda tal que le obligó a inclinarse profundamente por dos veces seguidas. Pidiendo a unos, burlando a otros, y sacando más o menos de casi todos, iba ya el gracioso o bobo, como entonces se llamaban, a retirarse; pero viendo llegar a la reunión tres personas más, le pareció mejor esperarlas para ver qué podían dar de sí. —Más vale tarde que nunca, señores míos; sean vuesas mercedes muy bien venidos, y por vida del inventor del arte que profeso, que hubiera sido gran lástima no viesen nuestra función los dos ojos más bellos que en cara de mujer se han visto. El pastelero, que él era quien con la morena y el mulato acababa de llegar, como siempre con el sombrero calado hasta las orejas, no respondió palabra al agasajo que a su compañera se le hacía, sino que metiendo la mano en el bolsillo y sacando una moneda de plata la echó desdeñosamente en el sombrero del que pedía, diciéndole: —Está entendido. El cómico se retiró contento con lo que había recogido, y anunciando que la función iba a empezarse. —Vecina, ¿ha visto lo que ha dado el pastelero? —dijo una vieja a otra que estaba a su lado y cerca como ella del objeto de la pregunta. —No, tía Juana: ¿ha dado algún pastel? —¡Bien!, no sé de qué les sirven los ojos a algunas personas. ¿Pastel había de dar? Menester era para darlos que empezara por hacerlos; ha dado una moneda de plata. —¡Moneda de plata! ¡Virgen santa! ¡Moneda de plata un pastelero! ¿Quién vio tal? Y un pastelero que no hace pasteles, y que nadie sabe cómo vive. —Verdad es, vecina, que me tiene asombrada este hombre. Yo no sé, ni he podido saber nunca quién es, ni de dónde vino. Un mes hace que está en el pueblo, y en todo él no he cesado de averiguar... —Sí, sí, bonito es él para averiguarle la vida; ni aun el rostro he podido verle a mi gusto, y eso que el otro día encontrándomelo de manos a boca en la calle, que íbamos frente a frente, al llegar a él hice como que se me caía algo de la mano inclinándome a cogerlo, me metí debajo de sus mismas narices, pero qué, ni por esas: me conoció la intención, y apenas yo me bajé dio un salto por encima de mí con más ligereza que un corzo, dejándome afrentada y no poco medrosa. —Pues no digo nada, vecina, de esa mujer que vive con él. —Callen noramala las brujas —interrumpió un muchacho de unos catorce años, que habiéndose presentado de los últimos logró sin embargo a fuerza de codazos y empujones llegar hasta donde se hallaban las dos vecinas, que era bastante cerca del estrado, si así podía llamársele. —Deslenguado —replicó furiosa la que había dado principio al diálogo. —Eso quisieran, abuelas, que lo fuese para que no pudiera haberlas llamado por su nombre. —Yo te aseguro, rapaz... —¡Qué!, ¿qué vendrá a chuparme por la noche? Ya soy grandecito para eso, madre mía, y cállese noramala, que no nos deja oír a los representantes. —Silencio, silencio —se oyó alrededor. Y fuerza les fue a las dos Megueras tragar por entonces las injurias del atrevido rapaz, quien de cuando en cuando las miraba con cierta risa burlona, bastante a hacerlas desesperar. En esto ya la representación había comenzado. El arte estaba verdaderamente en su infancia. Solo un principio, o por mejor decir un fin, era el que se proponían los autores: divertir al público. La moral, si la había, era una cosa secundaria; riérase el espectador, y el fin estaba conseguido. Las gracias, de que realmente abundaban aquellas primeras composiciones, no eran siempre del mejor gusto. La cultura del siglo se echaba de ver en las obras dramáticas; pero obsérvese que al paso que gracioso y chocarrero en el teatro eran una misma cosa, el espíritu de metafísica y controversia, que entonces dominaba de tal modo que puede decirse era el carácter de la época, se extendía hasta los diálogos de los personajes cómicos. El amor sobre todo era el tema perpetuo de sus disertaciones, y lo más singular que los disertantes eran siempre los mismos enamorados. Que diserte del amor el que no ama; que el filósofo lo mire como una aberración del entendimiento cuando ya ha cumplido los sesenta años; que el fisiólogo nos diga que en el orden moral es una enfermedad, ni más ni menos como en el físico lo es un tabardillo pintado, todo esto se entiende y explica; pero que el poeta cómico, cuyo principal, cuyo único estudio debe ser el del corazón humano, ponga en boca de personas que quiere hacer pasar por enamoradas las más extrañas sutilezas sobre el amor, y que haga pasar el tiempo a los amantes discurriendo en vez de acariciarse, es cosa verdaderamente intolerable. Apelo si no al testimonio de mis amables lectoras; díganme sinceramente qué pensarían si el hombre que distinguen al llegarse a ellas, en vez de ponderar sus atractivos, encarecer su cariño y ver por todos los medios posibles de arrancar un dulce _sí_, entrara explicándolas el efecto de las pasiones en el corazón y la cabeza, probando que cuando el hombre está dominado por ellas es un demente, o citando como don Hermógenes a toda la antigüedad para demostrar las que gustan de ellas. Como quiera que sea, la farsa que se representó en Madrigal en la ocasión que nos ocupa adolecía menos del tal defecto que otras muchas de su especie. El artificio era sencillo hasta no más. Un soldado que volvía manco a su pueblo después de haber hecho la guerra algunos años era el protagonista. Este personaje era el más entendido de la pieza, y en un monólogo con que daba principio a ella regalaba al público con la relación de sus trabajos interpolada con tres o cuatro batallas, que no había más que pedir. En ellas, como de razón, el partido del narrador era siempre el victorioso, pero con la singularidad de que la muerte de tres o cuatro millares de enemigos nunca costaba a los vencedores más pérdida que la de uno o dos contusos. Extraña, peregrina y cómoda manera de pelear. La familia de nuestro soldado había toda perecido durante su ausencia, lo que unido a la ocupación judicial de sus bienes le dejaba realmente en la calle; desgracia de que se lamentaba justamente, aunque con alguna afectación y comparaciones un sí es no es forzadas, pues revolvió, hablando de sus desdichas, la botánica entera, la astrología y su poquito de historia, queriendo ponerse en parangón nada menos que con Mario sobre las ruinas de Cartago. En esto le deparó su buena ventura una zagaleja (papel que desempeñaba un muchacho) inocente y compasiva, tratada de casar con Gilote, solemne majadero a quien el autor escogió para gracioso de la pieza. El resto se redujo a los amores del manco con la zagala, a los ridículos celos de Gilote, y por último, a que este, burlado y apaleado por el único brazo de su rival, tuvo que cederle el campo, terminándose la función con una cantinela por el orden de lo que había precedido, y que el público aplaudía a rabiar. Los concurrentes a esta representación estaban todos de pie, formando un semicírculo alrededor de la escena, de manera que la posición de ningún individuo era constante. La gente de edad avanzada no se avenía muy bien con la movilidad casi perpetua de los jóvenes, pues de ella resultaba que muchas veces perdían parte del diálogo; pero los muchachos, que en la facultad de variar de puesto hallaban unos el medio de aproximarse al objeto querido, otros el de comunicar sus observaciones a un amigo, y todos finalmente el placer del movimiento, que en cierta edad es tan necesario como el pan, oían con desprecio o no oían los gruñidos de sus mayores, y continuaban andando de un lado para otro. Vargas, así que vio presentarse al pastelero y a la morena en el círculo de los concurrentes, formó el proyecto de unirse a ellos, y al cabo lo logró después de sufrir pacientemente razonable número de pisadas, encontrones, y aun dicterios de tal o cual anciano atrabiliario por delante del cual tuvo que pasar en su marcha. Todo lo dio sin embargo por bien empleado, y aun lo olvidó cuando por fin pudo colocarse al lado de la morena. Un movimiento casi imperceptible de cabeza y una mirada rápida de la pastelera hicieron conocer a don Juan que esta le había visto. «¿Será su marido este hombre, cuando tan tímida está en su presencia? ¡Pero qué diablos! Por más marido y más celoso que sea no podrá impedir que yo agradezca el servicio que me ha hecho». Pensando así, se aproximó a la morena, y en voz ni bien tan baja que lo que decía llevara el aire de un misterio, ni tan alta que alcanzasen las personas inmediatas a oír más de alguna palabra suelta de cuando en cuando, dijo: —Si tan flaca de memoria es usted, señora mía, que en pocas horas olvida los beneficios que hace, yo presumo por mi parte de tan agradecido, que sé decir de mí que viviera cien años sin olvidar la merced que de su generoso corazón he recibido. —Si habla de lo de su prisión —contestó la bella—, nada hay que agradecerme en lo que hice, que no fue más que cumplir con mi obligación. Estas palabras se dijeron en tono natural, pero en seguida y tan bajas que apenas pudo oírlo don Juan, a pesar de que en sus mejillas sentía el suave aliento de su huéspeda, la cual añadió: —Por Dios que se separe de mí, si no quiere por su cortesanía hacerme graves perjuicios. Gabriel de Espinosa, que distaba algunos pasos de los dos interlocutores, y cuya atención durante su diálogo estaba al parecer embebida en la farsa de los representantes, debió sin embargó oír lo que la morena decía, pues en el momento en que don Juan, siguiendo su aviso, iba a retirarse, volviéndose el pastelero a ella, dijo: —¿Y por qué recibir con tan poca cortesía a ese caballero? Una cosa es, Inés, que yo os tenga dicho que no gusto de galanteos, y otra que no cumpláis como quien sois, quiero decir, como persona de buena crianza, con quien tan buenos modos usa con vos. Usted, señor caballero, siga si gusta al lado de esa mujer, que nadie en el mundo pudiera impedírselo sino yo, y yo vengo en ello. Dicho esto, y sin esperar respuesta, volvió la espalda, ocupándose como antes exclusivamente en el espectáculo. Mientras duraba su arenga Inés no hizo movimiento ni dio señal de aplauso ni reprobación; pero cuando, ya concluida, volvió la cabeza y vio a Vargas inmóvil como una estatua y con los ojos clavados en las espaldas del pastelero, como si aún esperase a que añadiera algo a lo dicho, no pudo menos de dejar escapar una de aquellas risas malignas que ya habían desconcertado a don Juan más de una vez en la pastelería. Perdíase en conjeturas el buen caballero, pues a pesar de ser bastante despreocupado para su siglo, pertenecía sin embargo a él, y su claro ingenio no bastaba a libertarle de la influencia de las ideas y preocupaciones generales entonces. Ya lo hemos dicho otra vez, las jerarquías sociales se hallaban entonces más marcadas, o por mejor decir, tenían una existencia de hecho, a más de la de derecho que conservan hoy, aunque mutilada. Esta existencia era visible; un noble no solo tenía en su casa ahumados pergaminos y vistosos escudos de armas, sino que en virtud de ello gozaba de ciertos privilegios, y estaba sujeto a determinadas cargas enteramente distintas de las que pesaban sobre el que no lo era. De aquí resultaba como consecuencia precisa que la educación de la nobleza era especial, las maneras de sus individuos peculiar a la clase, y distintas enteramente de las del resto de la sociedad. Por su parte, los órdenes inferiores del Estado, nacidos para la agricultura, las artes y el comercio, a los que entonces, por desgracia, no se daba aún la importancia que merecen, se habituaban desde la niñez a usar de gran deferencia con los nobles, y era raro ver que se apartasen de tal sistema, pues cuando algún espíritu revoltoso quería salir de su esfera, tardaba poco en experimentar los malos efectos de querer volar más alto con cortas alas. En tal estado de cosas era, en efecto, un fenómeno que un hombre que por su profesión pertenecía no ya al estado llano, sino a la clase ínfima, y que no lo ocultaba, afectase sin embargo modales que podrían parecer soberbios aun en un caballero. Por otra parte la misma Inés dejaba ver cierto señorío en sus modales, no menos disonante con su profesión que el orgullo del pastelero. Pero lo que a Vargas le tenía perplejo no eran tanto estas observaciones, como el no saber qué conducta observar con aquella gente. Si consultaba su gusto, la cuestión estaba pronto resuelta. Los ojos de la morena habían producido su efecto, y el hombre, en cuanto hombre no más, resiste pocas veces a este género de seducción. Mas recibir órdenes de un pastelero, usar de un permiso concedido por él para hablar a Inés, y deberse un favor y entrar con él en relaciones no ya de igual a igual, sino como un protegido con su protector... La sangre goda se revelaba contra tal idea. Separarse, pues, era el partido único que juiciosamente le quedaba a don Juan, y así lo resolvió en efecto; al ponerse en marcha, en vez de tomar el camino que en su cabeza se proponía tomó el preferido por su corazón, y casi sin saberlo él mismo, al primer paso se halló al lado de la hermosa pastelera. Mas una especie de fatalidad en amor, en que algunos no creen porque no sienten ni pueden sentir con vehemencia, y otros porque viven como los irracionales, sin tomarse el trabajo de observar ni siquiera sus propias sensaciones, pero que tenemos por irresistibles, perseguía a don Juan. Cuando esta fatalidad pesa sobre el hombre, en vano es luchar contra ella. Más poderosa que cuantas consideraciones sociales e intereses individuales pueden oponérsele, es un torrente impetuoso que, engrosado en las montañas con el deshielo de la nieve, baja por ellas arrastrándolo todo, y si algún obstáculo encuentra, se embravece más con él, parece que en la lucha ha adquirido nuevas fuerzas para vencerlo, y el único medio de salvarse de su furia es huirle si se puede. Don Juan quiso y no pudo. Que al empezar la vida un joven, que al entrar en el mundo, como hoy decimos, enmudezca al lado de la primera mujer que hizo palpitar su corazón, se entiende, y debe ser así; pero que pasados ya los veinticinco años, después de una campaña, y de más de unos amores, Vargas al lado de una mujer de baja extracción no supiera cómo entablar la conversación, es una cosa que solo se concibe poniéndola a cargo de la fatalidad. Como quiera que sea, lo cierto es que don Juan, colocado a la izquierda de Inés, quería y no podía hablar verdades, que en cambio de lo que su lengua callaba, sus ojos clavados siempre en el mismo objeto indicaban bastante qué género de pensamientos le asaltaban. Inés, con los ojos bajos y el rostro encendido como una grana, al parecer no miraba; pero hay opiniones de que, repasando entre los dedos las cuentas del rosario que llevaba pendiente de la cintura, halló medio de observar todos los movimientos de nuestro caballero. Pero el tiempo vuela, mal que le pese a los amantes, y así se concluyó la farsa antes que Vargas se resolviera a hablar, ni su bella hubiera acabado de recorrer las cuentas del rosario. Gabriel, sin cuidarse de uno ni de otro, echó a andar como para continuar su camino, y la pastelera, que debía de estar acostumbrada a sus maneras, se dispuso a seguirle, pero no lo hizo sin echar antes una mirada sobre don Juan, en la cual, al través de cierto aire de despecho, se descubría un no sé qué de afectuoso que prometía no ser muy duradero su enojo. Conoció entonces Vargas que se había portado como muchacho de escuela, y aún debía de tener intenciones de enmendarse: parece notó en sus labios un movimiento como para querer hablar; mas ya era tarde, y una tierna y expresiva mirada fue la única consternación que pudo dirigir a Inés, quien, respondiendo con una sonrisa, continuó su camino en pos del pastelero, seguida por el mulato. Don Juan, caviloso más acaso que lo había estado en su vida, seguía a corta distancia a la hermosa morena, cuando del camino real que pasaba por cerca de la pradera vio venir un hombre caballero en un hermoso caballo negro, pero que, o por haberse asombrado, o por acosarle fuera de tiempo su jinete, se había desbocado. Tal era la rapidez de la carrera del fogoso animal, que verle salvar una zanja que separaba el campo del camino, arrojar a su jinete de un solo bote en el suelo, que llegó casi a arrojarse sobre las gentes que paseaban, puede decirse que fue obra de un solo instante. Sucedió entonces lo que generalmente sucede en semejantes ocasiones: el temor, desterrando la serenidad, hizo que todos los circunstantes se atropellaran unos a otros: hubo desmayos, alaridos, y todo género de accidentes. Las madres apretaban a los hijos contra sus pechos, con riesgo de sofocarlos; los muchachos, enredándose entre las piernas de las gentes, daban con ellas en el suelo; en un caído tropezaban veinte, este suplicaba, el otro maldecía, y nadie se cuidada de lo importante que era saber la dirección del caballo desbocado. Sin saber cómo, se halló colocada Inés frente al ciego animal. El peligro era evidente y visible, y su inmediación la privó de todo discurso y no acertó a hacer otra cosa más que taparse los ojos con ambas manos, lanzando un ¡ay! de aquellos que parten realmente del corazón. Pero dos hombres se lanzan detrás de ella como dos saetas, y se interponen entre el bruto y la que iba a ser su víctima. Don Juan y Gabriel eran estos dos hombres. El primero sin reflexión ninguna se arroja sobre la cabeza del animal; pero ni sus fuerzas, ni acaso las de Hércules, bastaban para detenerlo. Vargas, despedido como una pelota, fue a caer a los pies mismos de Inés, y ella y él hubieran sido infaliblemente atropellados sin la admirable serenidad, fuerza y destreza del pastelero. Este, conociendo lo inútil que sería luchar de frente con el caballo, se corrió sobre un costado, y cogiendo una de las riendas que llevaba sobre el cuello con ambas manos, tiró de ella con tal brío, apoyando su cuerpo en la espalda del animal, que le hizo dar mal de su grado una media vuelta completa. En el mismo instante, y con agilidad sorprendente, de un solo salto se plantó en la silla, y por más esfuerzos que el caballo despechado hizo para sacarle de ella permaneció firme, más como estatua ecuestre que como hombre a caballo. Un aplauso general y prolongado fue la muestra de la admiración general; pero si aquella ocurrencia produjo sensación en el pueblo, más fuerte, al parecer, la experimentaba el mismo Gabriel. En su estatura parecía aumentarse repentinamente; era tal su gallardía a caballo, tal la gracia y agilidad de todos sus miembros, que no hubo circunstante que no jurara que aquel hombre era el más perfecto jinete que jamás había visto. Al saltar a caballo se le había caído el sombrero; veíasele por consecuencia el rostro agraciado e imponente, y unos ojos que pocos hombres hubieran mirado frente a frente sin bajar los suyos. Olvidado al parecer de que allí hubiese reunido un pueblo entero, Gabriel solo se ocupaba en humillar la soberbia del bridón, cuyos lomos oprimía. Caracoleando y haciendo escarceos recorría la pradera, y así llegó al paraje en que poco antes varios hidalgos del pueblo habían estado recreándose en correr sortijas. La casualidad hizo que se hallase arrimado a un árbol un lanzón que por lo pesado y macizo servía para prueba de fuerza y habilidad, pues eran pocos en Madrigal los que podían y sabían manejarlo. Esta particularidad debía de saberla el pastelero, porque era público en la villa, y esta harto pequeña para que dejase de haber llegado a noticia suya cosa tan conocida de todos. Pero supiésela o no, el hecho es que, llevando el caballo a media rienda por junto al árbol, agarró el lanzón con la mano derecha sin pararse, y levantándole como si fuera una caña, lo blandió en el aire sobre su cabeza con tal pujanza que, rompiéndose, fueron a parar las astillas a más de cincuenta pasos. Aquí la admiración de los madrigaleños es imposible de encarecer. «¡Viva Gabriel, viva nuestro pastelero!» era el grito general; pero sea que el amor propio de este le faltase, el triunfo conseguido, o que fuera tan filósofo que creyera que con el pueblo es tan peligroso estar muy bien como estar muy mal, se dio por contento y entregó el caballo a su dueño, que no habiendo recibido daño en su caída, llegó a reclamarlo. Vitoreado, aplaudido y escoltado por el pueblo, y cansado ya de dar gracias a todos y de suplicarles que no se molestasen más en acompañarle, llega Gabriel a su casa, y entrando en ella se halló que ocupaba su propio lecho don Juan de Vargas, y que a la cabecera estaba en persona el médico de la villa. Sin darle tiempo a preguntar cosa alguna, Inés se le acercó para decirle que habiendo don Juan perdido el sentido de resultas del golpe, y herídose además la cabeza, había creído deber trasladarle a su casa, pues en obsequio de su persona había expuesto la suya. —Bien hecho, Inés; ese mozo es valiente, aunque demasiadamente entremetido. Dicho esto, volvió la espalda y salió del aposento. [Ilustración] CAPÍTULO V Siempre que la ignorancia no halla la explicación de un fenómeno cualquiera, acude a las causas sobrenaturales. Semejantes supersticiones son una calamidad por la que han pasado todos los pueblos de la tierra. (_Discurso inédito sobre duendes y brujas_). Sabida cosa es que Felipe II vivió en sus últimos años encerrado, por decirlo así, en el monasterio del Escorial. Allí se ocupaba incesantemente en los negocios políticos, sus devociones y la obra del monasterio, que con razón se llama la octava maravilla. El sitio de San Lorenzo era, pues, propiamente la corte de España, a pesar de que Madrid llevaba el nombre de tal; y Valladolid, recientemente despojada de su grandeza, conservaba aún sus pretensiones como las conservan algunas mujeres que fueron buenas mozas mucho tiempo después de dejarlo de ser. La extensión de Valladolid es considerable; sus calles, para los tiempos en que se hicieron, muy buenas; numerosos sus monasterios, y sus alrededores fértiles en viñas y cereales, si bien presentan el aspecto triste y monótono de casi todos los países llanos. Aun hoy, cuando se anda la ciudad, se nota en sus calles cierto vacío que aflige, y proviene indudablemente de que la población es muy reducida para el casco del pueblo; pero en la época a que nos referimos, siendo muy reciente la salida de la corte, la falta de gente se hacía más notable y sensible para sus habitantes. Por descontado, todos los extranjeros, que eran los que casi exclusivamente ejercían entonces las artes industriales, siguieron al gobierno, y fueron a establecerse a Madrid. Los criados de la real casa, los asentistas, los pretendientes, el enjambre, en fin, de gentes que dependen de una corte, todo se ausentó, quedando solo en Valladolid sus naturales y tal cual cortesano retirado ya del mundo, y que solo aspiraba a vivir tranquilamente el resto de sus días. En este número se contaba el marqués, hermano de don Juan de Vargas, que ocupaba una casa de las mejores del pueblo en cierta calle no muy distante de la Plaza Mayor: a esta casa nos es fuerza por ahora trasladar la escena, y por lo mismo diremos algo sobre ella y sus moradores. El marqués, criado desde su infancia por una madre indiscretamente tierna y cuidadosa, y por un padre que quería educar a sus hijos como monjas, vivió hasta los veinte años de edad sin salir de casa más que los días serenos en que no había ni mucho calor ni mucho frío. En cualquiera de estos dos últimos casos oía misa en un oratorio de su propia casa, y después se le permitía hacer ejercicio durante una hora en un salón herméticamente cerrado por todas partes. Enseñáronle a leer, a escribir y a rezar; el blasón por adorno; pero en cuanto a armas, jamás quiso consentir su madre en que tomara en las manos ni un alfiler. Esta educación, recibida por un hombre de complexión naturalmente débil, contribuyó a hacer de él un valetudinario desde la juventud. Perdió el marqués a su padre cuando solo tenía veinte años, y su madre tardó poco en seguir a su marido al sepulcro, dejando a más de él otro hijo, que fue don Juan, de edad entonces de diez años. Después de pasados los dos primeros años consagrados a llorar la pérdida de los autores de sus días, empezó el marqués a ver el mundo, y empezó por la corte. Rico y joven, no podía menos de encontrar muchos amigos, es decir, muchos hombres que, amantes de todos los vicios, y privados ya por sus desórdenes de medios para darles pábulo, fueron a buscar en el bolsillo del novicio lo que en los suyos faltaba. El humo del incienso de la adulación cegó al marqués; sus parásitos le parecieron cada uno un Pílades, y su casa y bolsa se abrieron para todos. Pero aún no le bastaba esto: tenía que tropezar en un escollo fatal, y tropezó en efecto. El amor, esta pasión irresistible, inherente a la juventud, cuyo germen depositó la naturaleza en nuestros corazones como garantía para conservación de la especie, el amor le reservaba sus tormentos. El hombre cuya sociedad se compone de cortesanos corrompidos, ¿qué mujeres ha de frecuentar que no sean dignas de tal sociedad? ¡Pobre marqués! Lleváronle sus amigos a casa de la viuda de un contador de Indias, mujer interesante, de amable trato y graciosa figura, que rayaba ya en los treinta; pero tan bien conservada, tan compuesta, que a otro más experto le hubiera hecho creer que apenas tenía veintidós años. Fácil es de inferir, por lo que se ha dicho de la educación del marqués, que solo conocía el amor por oídas; pero es de advertir que le había caído en las manos tal cual libro de caballería, en el cual aprendió que una mujer puede ser muy honrada corriendo montes y valles en compañía de un hombre, y que primero morirá que faltar a la fe jurada a su amante. Con estos preliminares se deja entender que el desdichado tardó poco en caer en la red, y tan de veras, que trataba nada menos que de casarse con su Dulcinea, y así se lo hizo entender a ella misma. Otra menos diestra hubiera desde luego acogido con ansia aquella proposición y prestádose a ella; pero Violante, que así se llamaba la ninfa, conocía su posición y se negó abiertamente, diciendo que prefería sacrificar su virtud para hacer la felicidad de su amante a exponer a este a romper con su familia e iguales, como en efecto sucedería a causa de tan desigual matrimonio. La verdad es que Violante, cuya reputación estaba ya hecha, conoció que en el momento en que el marqués anunciase su casamiento no habría en la corte quien no se apresurara a abrir los ojos del ciego amante; y que aun suponiendo que la ceguera del marqués fuese tal que se negase a la evidencia, la cosa podría llegar a oídos del rey, y su severidad era harto notoria para exponerse a sufrir sus efectos. Mas como estas reflexiones no se le alcanzaban al interesado, no vio en la conducta de su dama sino un proceder sobremanera generoso y noble, y no perdonó sacrificio alguno para compensar el que suponía que, prestándose a sus deseos, hacía Violante. Pasáronse así algunos años, durante los cuales don Juan, a quien su hermano quería como a hijo, recibió una educación distinguida, pues la intención de este era que siguiese la carrera de las leyes; mas a pesar de todo, el fogoso joven se empeñó en ser soldado, y el marqués, débil por carácter y por cariño, accedió a sus deseos enviándole a Flandes, en donde, como se ha dicho, probó que en efecto la naturaleza le había hecho más a propósito para las armas que para las letras, aun cuando su ingenio y aplicación eran notables. Mientras que don Juan añadía a los antiguos blasones de su casa nuevos timbres con los laureles con que en Flandes se coronaba, vegetaba su hermano al lado de Violante, amándola cada día más. Así le hubiera tal vez sorprendido la muerte sin el incidente que vamos a referir. Un primo hermano del marqués, llamado don Pedro Hinojosa de Vargas, comendador del hábito de Santiago, hombre de poca más edad que él pero de mucho más mundo, experiencia y penetración, fue a la corte a establecerse, y, como era natural, lo hizo en casa de su pariente. Era el comendador uno de aquellos hombres que han aprendido a conocer el mundo a fuerza de repetidas y dolorosas experiencias, y que aunque dotados de bastante rectitud de conciencia para no convertirse de víctimas en verdugos, conservan, sin embargo, para lo sucesivo la memoria de los pasados extravíos, y jamás dan un paso sin estar seguros de la firmeza del terreno en que sientan el pie. Para obrar así es preciso ser observador. Hinojosa, pues, lo era; como no era necesaria demasiada perspicacia para conocer de qué pie cojeaban los acompañantes de su primo, a los ocho días de estar en su casa vio, desde luego, que este era juguete de sus pretendidos amigos. Las relaciones del marqués con Violante le parecieron sospechosas, sin más que saber su origen, y a poco que averiguó tuvo motivos de confirmarse en el propósito formado de desembarazar a su pariente de tan vergonzosos lazos. El medio para conseguirlo no era fácil de hallar; la menor insinuación que se le hiciese al marqués contra su amada y amigos le sacaban realmente de sus casillas. Razones eran, pues, excusadas; hechos, y hechos claros y evidentes, eran los únicos que podían convencer al engañado amante. Como el comendador estaba íntimamente convencido de que la dama no podía menos de hacer de las suyas, su único objeto fue hallar manera para hacer testigo a su primo de algunas de sus hazañas; y sabiendo que no hay medio más seguro para conocer las flaquezas de los amos que preguntárselas a sus criados, hizo sobornar una sirvienta de Violante que a fuerza de oro prometió servirle completamente, y lo cumplió en efecto. Para abreviar: Hinojosa tuvo maña para hacer al marqués testigo presencial de una de las infinitas infidelidades de su dama. Encarecer el sentimiento del engañado amante es imposible. Su melancolía fue tal, que produjo una obstinada ictericia que estuvo a pique de costarle la vida. Mas el tiempo, su índole apática, y los cuidados y reflexiones del comendador, acabaron por suavizar, si no extinguir, enteramente su pena. Vivían con el marqués, además de Hinojosa, un capellán sexagenario, hombre de bien, pero sobradamente pedante, que había sido su ayo y su mayordomo, sujeto tan aritmético como una tabla pitagórica, y la servidumbre, que no dejaba de ser numerosa. Una tarde, como a las dos de ella, y una hora después de haber comido, estaban reunidos, en el comedor de la casa del marqués, este, don Juan, el comendador y el capellán. Jugaban los dos últimos al ajedrez con el silencio y recogimiento que acompañan infaliblemente a la tal ocupación, tan impropiamente llamada juego. El marqués, sentado en un sillón de maciza madera, guarnecido de clavos dorados, y forrado de terciopelo carmesí, se conservaba a la cabecera de la mesa, con los ojos cerrados como si durmiera; pero no lo hacía, o soñaba en cosas tristes, pues dos lágrimas bajaban por sus lívidas mejillas tan despacio que parecía que se avergonzaban de humedecer el rostro de un hombre. Nuestro don Juan, no muy lejos de su hermano, estaba también sentado a la mesa con la cabeza apoyada en una mano, el semblante descolorido, el ademán pensativo, y los ojos fijos que daba temor mirarle. Desde que este joven había regresado de Flandes perdió la casa del marqués cierto aspecto claustral que aún conservaba desde el tiempo de su padre. La natural alegría de don Juan, y hasta su mismo aturdimiento, encantaban al marqués y daban más libertad a las restantes personas de la casa para desembarazarse alguna vez de las severas formas que en aquel tiempo prescribía la etiqueta. Esto, y el ser él naturalmente bondadoso, le granjearon el afecto general de tal manera que podía decirse que más amo era él en la casa que su mismo dueño. Como un mes antes de la tarde en que nos hallamos regresó don Juan de Valladolid después de una ausencia de más de tres semanas; viósele entonces enteramente distinto de lo que era al partir. Entonces, lleno de salud, impetuoso, decidor y alegre; después, descolorido, pensativo, callado y melancólico. Todos se admiraron, y todos anhelaban saber la causa de aquella metamorfosis; pero nadie llegó a conseguirlo. A cuantas preguntas se le hacían contestaba: —Nada tengo; no sean aprensivos, yo estoy bueno, estoy alegre. Nadie le creía una palabra, porque todos veían lo contrario de lo que afirmaba; mas cansados de preguntar, conjeturaron, y cansados también de conjeturar, dedujeron sabiamente que pues don Juan estaba triste y enfermo, y ellos no sabían la causa, o se había vuelto loco, o le habían hechizado. Cada una de estas dos opiniones tenían en la casa su partido, aunque no faltaba quien adoptase las dos a un tiempo. El comendador, cuya manía favorita era la de creerse el más profundo de los observadores, era el que capitaneaba el partido de la locura; y el capellán, que no encontraba placer compatible en este mundo sublunar al de combatir a hisopazos y exorcismos con un espíritu maligno, afirmaba que el mancebo estaba hechizado. El marqués era el justo medio, pues no creía que estuviese loco ni poseído; creía alternativamente lo uno y lo otro, y a veces lo creía todo a un tiempo. Descrito ya el teatro y los actores, vengamos a la acción. —Jaque al rey, padre capellán —dijo el comendador dando un salto en la silla y frotándose las manos con visible satisfacción. El capellán, arrugando las cejas y con la mano tendida hacia el tablero, iba a contestar no se sabe qué, cuando, encendiéndosele el rostro repentinamente a don Juan, se alzó de su asiento, y descargando el puño sobre la mesa, exclamó: —Imposible. Jamás. Y como desatinado se salió del aposento apresuradamente. —¿Cómo imposible? —dijo el comendador creyendo que don Juan hablaba de su jugada; pero volviéndose al mismo tiempo de decir esto, y viendo los movimientos de su primo, no pudo menos de exclamar—: Lo que yo digo; pobre mozo, loco rematado. Para hacer esto sin haber yo averiguado la causa, no puede menos de estar loco. —Loco... lo será el que no vea en los desatinos de ese mancebo la mano de Astorot que le atormenta —replicó el capellán. —Padre Teobaldo, ¡un Vargas endemoniado! Primo, un pariente loco... Pero en efecto..., pudiera..., no sé..., veremos... —interrumpió el marqués, despavorido y absorto con lo que pasaba. —Un Vargas, señor marqués, está tan sujeto a calamidades de esta especie como el más miserable jornalero. Nabucodonosor, rey de Babilonia, fue bruto muchos años, y... —Desde entonces acá no nos faltan ejemplos de grandes personajes que lo han sido toda su vida —repuso el comendador—: El rey Saúl estuvo poseído del espíritu maligno, y el mismo David nos dice: _¿Quare tristis incedo dum afligit me inimicus? Sic est_, que el señor don Juan de Vargas, aunque de ilustre nacimiento, es infinitamente inferior al pagano Nabucodonosor, al ungido Saúl, y al rey profeta. _Ergo_, don Juan puede muy bien estar endemoniado. —No lo niego —dijo el marqués, cediendo al peso de tan poderosos argumentos. —Yo no niego el _posse_ por mi parte; lo que niego, primo, es, que vuestro hermano esté ahora endemoniado —contestó Hinojosa. —_Probo_ —exclamó el capellán. —Dejémonos de argumentos, padre. Yo soy observador, muy observador, y me intereso demasiado en el bienestar de don Juan para que en más de un mes que hace que le vemos así no haya estudiado su enfermedad. Estoy seguro, segurísimo, de que los que padecen una demencia absoluta... —_Veritas veritatum_. —Nada de latines, capellán, y menos de desvergüenzas: razones, y no citas ni insolencias, son las que aquí necesitamos. —¡Paz, paz, por Dios santo! En mi casa no quiero riñas. —Ni reñimos tampoco: marqués, ya sabéis que los doctores se tiran los bonetes en un acto, y luego salen de él tan amigos como entraron. Ministerio es de paz y... —No se hable más de ello, que será peor. Lo que importa es descubrir cuál es en efecto el mal de don Juan y ponerle remedio. —Sí, sí, eso es lo que importa, primo Hinojosa, ponerle remedio, como vos decís. —Las armas espirituales... son eficacísimas y excelentes a su tiempo, pero por ahora no las necesitamos. —¡Oh pertinacia, oh ceguedad! —Dejad hablar al padre, primo: si le interrumpís siempre, ¿cómo ha de explicarse? Con esta insinuación del marqués calló el comendador y pudo el capellán explayar su erudición, de la cual haremos gracia a los lectores, contentándonos con decir que en un largo, difuso y embrollado discurso, después de explicar muy por menor los síntomas que se advierten en los endemoniados, quiso probar que la melancolía, las frecuentes distracciones, y los repentinos accesos de cólera que se notaban en don Juan, eran otras tantas señales de hallarse el infeliz sirviendo de posada a algún diablo, y no de los de menor importancia, en el infierno. Don Pedro le escuchó como quien oye llover; mas no así el marqués, que, acostumbrado desde la infancia a mirar al padre como un oráculo, y persuadido por otra parte de que sus últimos disgustos habían provenido de haberse apartado del camino que en sus consejos le trazaba el capellán, se sintió extrañamente conmovido, y no solo consintió, sino que suplicó a su antiguo ayo que desde luego pusiese mano a la obra de echarle los demonios del cuerpo a su hermano. Esto era justamente lo que el padre Teobaldo quería, pues en todo el discurso de su dilatada vida nunca se le había presentado una ocasión de habérselas cara a cara con el señor demonio. Así es que, tomándole la palabra al marqués, salió inmediatamente de la sala temiendo que el comendador no le hiciese volverse atrás. Iba en efecto Hinojosa a tronar contra tan desatinada idea; pero la retirada del capellán y la del marqués, que, temiendo la tormenta, se marchó también en pos de él, se lo imposibilitaron. Parecerá a un lector del siglo XIX que el padre Teobaldo y su alumno debían de ser muy necios para creer en el endiablamiento del pobre don Juan, y sin embargo se desengañará medio a medio. No solo en el siglo XVI, sino en mucho después, el último monarca español de la casa de Austria, Carlos II, se hizo atormentar voluntariamente por espacio de muchos años consecutivos para que le sacaran del cuerpo los demonios, que estaba muy lejos de tener en él. Este ejemplo bastará para probar cuáles eran en la materia las ideas de aquellos tiempos, pues si en el trono había tales preocupaciones, fácil es de inferir que más abajo no faltarían. Media hora después de terminada la discusión entre el marqués, el comendador y el capellán, entró este último en la estancia de don Juan, vestido de sobrepelliz y estola, con el bonete en la cabeza, en la mano derecha un hisopo, y en la izquierda un misal abierto. Seguíale un lacayo con un caldero de agua bendita, otro con una taza de aceite, el marqués y su mayordomo, y dos o tres criados más, todos con el rosario en la mano. Don Juan estaba aletargado sobre su lecho, encima del cual se había arrojado cuando salió del comedor con la precipitación que se ha visto, y, como el padre Teobaldo y su comitiva entraron silenciosamente en su aposento, nada sintió. Rodearon, pues, su cama y, quedándose el capellán a los pies, comenzó a leer en voz baja algunas oraciones del misal, respondiendo los circunstantes _amén_ cada vez que terminaba una de ellas. Al cabo de algunos minutos de rezo le pareció bien al padre rociar al demonio con agua bendita, y mojando el hisopo en el caldero, le mojó la cara a su sabor, con lo que despertó al pobre don Juan; incorporose este en la cama, y no sin algún sobresalto contemplaba el extraño grupo que veía, cuando una segunda descarga del hisopo le inundó completamente el rostro. —Váyanse a todos los diablos —exclamó colérico—, o por vida... —Hermano don Juan, sosegaos, que por vuestro bien se hace todo esto —le interrumpió el marqués, asiéndole de un brazo. Le coge Vargas la cara lo mejor que pudo, y se encaró con su hermano, mirándolo de hito en hito para asegurarse de que en efecto era él quien le hablaba, y que no era un sueño cuanto estaba sucediendo. Entre tanto el capellán rezaba y rociaba intrépidamente, y el mayordomo y las criadas respondían _amén_ siempre que les tocaba. Viendo don Juan que de todo aquello no le resultaba más mal que el de mojarse alguna cosa, y que su hermano parecía tener particular empeño en que siguiera la operación, resolvió tolerarlo y, cruzándose de brazos, permaneció inmóvil, limitándose a observar cuidadosamente los movimientos de cuantos le rodeaban. A cierta seña del capellán, el criado de la taza de aceite se aproximó al marqués, y este, tomándola en las manos, se la acercó a los labios a su hermano: —Bebed, don Juan —le dijo—, bebed, siquiera por amor de mí. Tomó Vargas la taza con mucho sosiego, y se disponía tal vez a beberla, pero el olor del aceite, en el cual iban además algunos granos de incienso, era tan fuerte, que lo percibió inmediatamente. Entonces miró el brebaje de la taza, y volviéndose al marqués le preguntó: —¿Esto queréis que beba, hermano? —Sí, hermano, bébela, y sanaréis de vuestra dolencia. —Yo no estoy enfermo; estáis engañado, no estoy enfermo. —Enfermo estáis —dijo el capellán—, y de enfermedad mortal. —Padre, no estoy enfermo; mi salud es cabal, nada me duele. —El alma, el alma, es la enferma. —Tal vez. —Bebed, don Juan —volvió a decir el marqués. —No, no, hermano, no; este brebaje me haría reventar. —Es preciso beberla —exclamó el capellán. —Es preciso —repitió el marqués. —Es preciso, es preciso —dijeron en coro los criados. —Pues no la bebo, señores, no la bebo —replicó el interesado volviendo a poner la taza en el plato que tenía el marqués en la mano. Este se la entregó al mayordomo, y al mismo tiempo echó a andar para salir del aposento, y en efecto salió. Entonces dos criados se aproximaron a don Juan para obligarle a beber; mas él, conociéndolo, cogió de nuevo la taza, bautizó con ella al mayordomo, y saltando en seguida de la cama, asió la espada que a la cabecera de ella tenía, y dio tras de todos a palos. La puerta les parecía estrecha para salir por ella a cuantos había en el cuarto, incluso el capellán, y con tanta precipitación quisieron huir, que al llegar a una escalera, por que precisamente tenían que pasar, se le enredaron las piernas al mayordomo entre las del que llevaba la caldera, y uno y otro rodaron de alto a bajo, poniendo el grito en el cielo; la caldera suelta soltó toda el agua que contenía, y después con estrépito notable siguió a su portador hasta el piso bajo. Los perros del marqués, que eran bastantes, comenzaron a ladrar, y uno de ellos, abalanzándose a los dos caídos, sacó en triunfo el peluquín del mayordomo, que maltrecho yacía al pie de la escalera. El capellán y los restantes llegaron sin tropiezo hasta aquel punto, pero allí tropezaron en los dos que por bajar más de prisa llegaron antes. Los primeros poseedores del suelo renovaron sus aullidos al recibir encima a sus compañeros, y estos, enredados unos con otros, y no acertando a levantarse, gritaban también cuanto podían. Tan extraordinario rumor alarmó a toda la casa, de modo que inmediatamente acudieron el marqués, el comendador, el cocinero, sus ayudantes, los pinches, etc. Hinojosa soltó la carcajada viendo el singular grupo de hombres y perros que había al pie de la escalera, y a don Juan, que con la espada en la mano lo contemplaba desde lo alto de ella. Era en efecto difícil no reírse: la calva del mayordomo salía de entre las piernas de un lacayo, y las narices del padre capellán hacían parte integrante del posterior de otro. Un podenco se había sentado sobre la espalda de uno con la peluca en la boca, y otros dos o tres se entretenían con las piernas de los pobres caídos. El primer cuidado de los recién venidos fue levantarlos a todos, y examinar si tenían alguna herida, pero felizmente no hallaron más que tal cual chichón, aunque no había uno que no se quejase como si se hallara en la hora de la muerte. Puesto ya en pie el capellán, y recobrada su estola, que había perdido en la retirada, volvió la cabeza a la escalera, y viendo en ella a don Juan, como ya se ha dicho, echó a huir de nuevo diciendo: —Te conjuro, espíritu rebelde, te conjuro en nombre de Dios. El comendador mandó retirar a todos los caídos, y habiéndolo hecho por sí el marqués, sentido del mal éxito de aquella empresa, se quedó Hinojosa solo con don Juan, a quien rogó que pasara con él a su cuarto, en lo que este consintió sin dificultad. Solos ya, y sentados ambos pacíficamente, pasaron algunos minutos en silencio, reflexionando don Juan en sus asuntos particulares, o en lo que acababa de suceder, y su primo en la manera más a propósito para entablar la conversación. Bien hubiera querido Hinojosa que el hermano del marqués rompiese la barrera haciéndole alguna pregunta; mas, viendo que no lo hacía, hubo de determinarse a romper el silencio. —Estaréis asombrado, don Juan, con lo que acaba de pasaros. —¡Asombrado!... ¿De qué puedo asombrarme ya en este mundo? —Sin embargo, primo, no es cosa que sucede todos los días a un caballero esto de exorcizarle. —No, en efecto, y a la verdad no concibo qué extraño capricho ha sido el de mi hermano en hacerme esta burla tan intempestiva. —Os engañáis, don Juan, tomando a burla cuanto acaba de suceder. El marqués os ama de veras, y es incapaz de tan pesada chanza. No, primo, nadie ha tratado de burlarse de vos. El camino se ha errado, y yo bien se lo he dicho; pero las intenciones han sido las mejores del mundo. —Pero ¿no me diréis a qué viene el rociarme con agua de pies a cabeza, el rezarme, y sobre todo, el quererme hacer beber una taza de aceite? —Creeros endemoniado. —¡Jesús! El Señor me libre en lo sucesivo de semejante trabajo, como hasta aquí lo ha hecho. —Amén. Ya os he dicho que estoy persuadido de la falsedad de semejante suposición. Y, sin embargo, ¿qué queréis que crean los que observan sin cesar vuestra extraña conducta, sin que aparezca ni remotamente motivo para ella? ¡Don Juan, don Juan! ¿Merece el marqués, que os ama como un padre, y que tantos años hace os sirve de tal, merezco yo, mozo ingrato, merece la fidelidad de vuestro criado, que a todos nos tengáis con el alma en un hilo, viéndoos perder la salud y hacer extrañas locuras? ¡Qué hemos de creer! Decidlo vos mismo. Mientras que Hinojosa declamaba así con bastante vehemencia, don Juan, levantándose de su asiento, comenzó a dar vueltas por el aposento, con visible agitación, y aun algunas lágrimas fugitivas se escaparon de sus ojos. Viéndolo así enternecido, no quiso el comendador atormentarle más ni perder la ventaja conseguida, y para conciliar ambos extremos se fue a su primo, y tomándole la mano afectuosamente continuó diciendo: —En vuestra mano está hacer cesar en un punto todos nuestros temores. —Decid el medio, comendador. —Romped ese obstinado silencio, reveladnos la causa de vuestro padecer. Si ella es tal que admita remedio, se le aplicará, y si por desgracia no lo tiene, lloraremos con vos. A esta última proposición soltó don Juan la mano de Hinojosa, y dio dos o tres pasos sumamente aprisa; el comendador volvió a ocupar su asiento, esperando en él el resultado de aquel acceso. No fue este muy duradero, pues apenas pasaron dos minutos, sentándose Vargas de nuevo empezó a hablar de esta manera: —Si hay, primo, en este mundo personas que por todos títulos merezcan mi confianza, sois mi hermano y vos. Pero escuchadme bien, y sea esta la última vez que hablemos de semejante materia. »Dentro de mi corazón hay una pena que me devora, que me seguirá hasta el sepulcro y más allá, si después de la muerte conservamos la más pequeña parte de nuestra existencia. »Mi honor está por ahora comprometido a no revelar la causa de mis disgustos. He dado mi palabra de no hablar. Excusad, pues, súplicas y razones. Los más crueles tormentos no me arrancarían una sílaba más de lo dicho. »Nada me digáis, comendador, para agradecer la tierna solicitud de mis parientes: bastante he hecho, pues confesando que tengo un secreto os he revelado ya más de la mitad de él. »Compadecedme; pero no os obstinéis en saber más de lo que puedo deciros. »Grabad en la memoria lo que voy a deciros: Si mi propio padre, saliendo del sepulcro, solo para ello diera un paso para sorprender mi secreto, pudiera ser que le arrancase la vida. »Comendador, dadme la mano; nuestra amistad será eterna, como el agradecimiento que me inspiran vuestros cuidados, pero, lo repito, jamás, jamás volveremos a hablar de esta materia. En tanto que don Juan estuvo hablando no apartó Hinojosa los ojos de su semblante, y si bien en algunos momentos se agitaba extraordinariamente Vargas, es cierto que no advirtió en él síntoma alguno de demencia. Convenciose, pues, de que en efecto la situación de aquel mancebo dependía de causas naturales, aunque solo conocidas del mismo interesado, y renunció a su primera idea. —Os he escuchado —dijo— con la mayor atención, y no pretenderé saber lo que como hombre honrado no podéis decirme. No se hable más en ello. Pero voy a hacer una súplica que está en vuestra mano concederme. Ocultad lo que podáis al menos en presencia del marqués: don Juan, conocida es por vos su melancolía. No queráis aumentarla. Ninguna gloria es mejor que la de vencerse a sí mismo. —Yo me esforzaré para complaceros. Recibid mi promesa. —Cuento con ella. —Quedad, primo, con Dios, y si alguna vez necesitáis de un pecho fiel y de una espada que en sus tiempos tuvo buenos filos, el comendador Hinojosa no necesita saber en qué ni por qué le empleáis; su vida es vuestra. —No quiera Dios que yo os envuelva en mis males; pero jamás olvidaré tan generosa oferta. Dadme los brazos. —Y el alma con ellos. Abrazáronse en efecto los dos primos con la mayor ternura, y el comendador salió del aposento para dirigirse a la habitación del marqués, a quien encontró en conferencia con el capellán y el mayordomo sobre los medios de renovar con menos riesgo y mejor éxito el pasado exorcismo. La llegada de Hinojosa puso término a la discusión y al proyecto. Dijo el comendador a aquellos tres personajes que acababa de tener una larga conversación con su primo, en la cual había acreditado completamente que se hallaba en su sano juicio. —Me ha confesado —anadió— que tiene penas que su honor le prohíbe revelar. Vuestra merced, padre capellán, se ha engañado, y yo también. Don Juan no está endemoniado, y menos loco. Probablemente su pena será algún amorío: es enfermedad de la edad. Los años la curarán. Entre tanto, dejémosle en paz por nuestra parte; harto tiene que hacer el desdichado con lo que se conoce que sufre interiormente. Esto bastó por entonces a que el marqués prohibiera al padre Teobaldo la continuación de sus combates espirituales, y gracias a la tal medida, pudo don Juan dormir tranquilo, sin temer que al despertarse le ofreciesen por desayuno una taza de aceite bendito. FIN DEL TOMO PRIMERO Ni Rey ni Roque NI REY NI ROQUE EPISODIO HISTÓRICO DEL REINADO DE FELIPE II, AÑO DE 1595 NOVELA ORIGINAL ESCRITA POR DON PATRICIO DE LA ESCOSURA, AUTOR DEL CONDE DE CANDESPINA TOMO II Madrid Imprenta de Repullés — AÑO DE 1835 NI REY NI ROQUE CAPÍTULO PRIMERO MORONDO Que me llevan los demonios . . . . . . . . . . . . . . Voto a Cristo que me llevan. TEODORA ¿Adónde? MORONDO No me lo han dicho, Porque traen orden secreta. (_La Adúltera Penitente_, comedia de tres ingenios: Cáncer, Moreto, y Matos). Fiel a su palabra, procuró don Juan disimular su melancolía en presencia del marqués, y aunque a la verdad no pudo conseguir mostrarse alegre, por lo menos dejó de abandonarse a ciertos accesos, como el que dio lugar a que le exorcizase el padre capellán, y que antes de aquel suceso eran sumamente frecuentes. Su tristeza era sin embargo la misma. Evitaba toda sociedad cuanto podía, y más de una vez aconteció que el comendador le sorprendiese con los ojos inundados de lágrimas; mas como Hinojosa había prometido solemnemente a su primo no volverle a preguntar la causa de su pena y ni siquiera hablarle de ella, se veía en la imposibilidad hasta de consolarle. En este estado de cosas transcurrieron algunos días, hasta que en la noche de uno Vargas anunció a su hermano y primo que al siguiente por la mañana se ponía en camino para visitar cierta hacienda, en la cual era necesaria su presencia. Convino el marqués, y el comendador aplaudió el proyecto, creyendo, no sin fundamento, que la variación de aires y la agitación de un viaje serían muy a propósito para distraer a Vargas de sus disgustos, y tanto más cuanto que, con sola aquella idea de él, se notaba ya mucho más alegre que se le había visto en la última temporada. Toda aquella noche estuvo Vargas amabilísimo, colmando de caricias a su hermano, al comendador, y aun al mismo padre Teobaldo, quien no dejaba de atribuir parte de tan inesperada mudanza a sus hisopazos y conjuros. En el momento de separarse, don Juan los abrazó a los tres con ternura, encargándoles que no le olvidasen. —Olvidaros —dijo el marqués—, y en el corto tiempo que habéis de faltar de aquí, no es posible. —Mi ausencia, hermano, podrá ser más larga de lo que yo mismo creo. —Norabuena; por mucho que se tarde en concluir la obra que vais a dirigir, será cosa de pocas semanas. —Decís bien, hermano; comendador, conservadme vuestra amistad. —Don Juan, mis ocupaciones aquí son ningunas; si habéis menester de un amigo que os acompañe, mi persona es vuestra. —No, primo, no; vos podéis y debéis quedaros. ¿Qué sería del marqués viéndose solo? Adiós, pues. —Adiós, y Él os acompañe en vuestro viaje. Amén. —Amén. Antes de salir el sol estaba Vargas en camino, sin más compañía que la de un criado, que era el que siempre le seguía y estaba en su servicio desde la niñez. Callado, fiel y obediente, Pedro no conocía más ley que la voluntad de su señor, de cuyas acciones nunca veía más de lo que se quería que viese. Tan fácil hubiera sido saber por boca de un cadáver la enfermedad que le redujo a tal, como de la de Pedro nada de los asuntos de su dueño. Este, pues, le estimaba como a una joya preciosa, que no tenía reemplazo si una vez llagaba a perderse, y depositaba en él sus secretos con una confianza sin límites. Una legua habrían andado los dos caminantes, cuando deteniendo don Juan su caballo, dio lugar a que emparejase con él su criado. —Pedro —le dijo—, vamos a Madrigal. —Adonde usted mande. —Es preciso que tú te adelantes. Nada importa reventar el caballo; esta noche has de dormir allá. —Muy bien. —Toma esta carta, que entregarás también esta noche misma, si llegares, como deseo, antes del toque de ánimas. Gabriel no estará entonces en su casa. —Está entendido, señor. —Si llegas después de ánimas, mañana... —¿Cuando el pastelero esté en misa? —Perfectamente, Pedro. —¿Y la respuesta? —No la tiene. Marcha, y en habiendo entregado la carta métete en el mesón, y no salgas de él por ningún pretexto. ¿Me entiendes? —Sí, señor. —Nadie ha de conocerte antes ni después. —Estoy al cabo. —Fío en tu obediencia. Espérame allí, que o yo iré, o te daré noticias de mi persona. Marcha, Pedro. ¡Ah!, ¿llevas dinero? —Poco. —Toma diez doblones. Silencio y agilidad. Buen viaje. —Dios guarde a usted, amo mío. Diciendo esto arrimó Pedro las espuelas a su caballo, y poco tiempo después le perdió don Juan de vista. No nos tomaremos el trabajo de seguir al amo ni al criado en todo su camino, sino que dejándolo en claro trasladaremos la escena de un golpe de pluma al siguiente día, en el momento de oscurecer, a espaldas de una ermita que distaba como un tiro de bala de Madrigal. Atado a un pino tascaba impacientemente el freno el caballo de don Juan, y este con no mucha más resignación se paseaba aceleradamente al pie de los muros de la ermita. De cuando en cuando asomaba con precaución la cabeza por una de las esquinas, y examinaba con aire de inquietud y ansiedad el camino que guiaba a la villa, y en el cual no se veían ni perros. —Ya casi es de noche... No viene... Si acaso Gabriel... ¿Pero qué tan necio había de ser Pedro que se dejase sorprender? Infeliz de él como así fuese... Un bulto... La oscuridad no me deja distinguir quién sea: ¿si será ella?... ¿Y quién ha de ser a estas horas por este paraje? Inés será. Respiremos. En esto el bulto se venía acercando a toda prisa; pero en vez de seguir hasta la ermita, tomó por una vereda que se apartaba de aquel camino como unos cincuenta pasos antes de llegar a ella. —¡Maldición! No es Inés. Ya no viene. Cualquiera que haya esperado alguna vez, y tratándose de asunto importante, concebirá fácilmente la extrema impaciencia de Vargas, a la cual se agregaba la duda en que se hallaba sobre si el mensaje había llegado sin novedad a su destino, y de que, aun cuando así fuese, se prestara Inés a sus deseos. Tan presto se paseaba don Juan presuroso, como haciendo alto de repente recogía hasta el aliento, y aplicaba el oído a la tierra para percibir aun el más ligero ruido. Ya se sentaba sobre una piedra, ya corría despeñado a ponerse en acecho, todo quejándose de su mala estrella y votando como un desesperado, y todo en vano también. Cerca de una hora pasó en aquel tormento hasta que, ya perdida la paciencia, y olvidándose de sus proyectos mismos, abandonó la posición que ocupaba y echó a andar hacia Madrigal; ¿a qué?, él mismo no lo sabía; pero hay circunstancias en que el variar de posición, sea como fuese, es indispensable. Cincuenta pasos habría andado con una agitación extremada, cuando vio salir de la villa a un bulto negro. La noche era ya extremada, el firmamento cubierto de opacas nubes que impedían el paso a los rayos de la naciente luna, y el horizonte oscuro como el abismo, y que de cuando en cuando iluminaba la luz rojiza y fugaz de los relámpagos, anunciaban una próxima tempestad. Agitadas por el presentimiento que les inspira su instinto, las aves nocturnas, con vuelo rastrero y desigual cruzaban el campo en todas direcciones. El lejano ladrido de los perros, el son lúgubre de una campana, y hasta el susurro del viento en los sembrados, todo, en una palabra, contribuía, en el momento de que hablamos, a dar al paraje en que se hallaba Vargas el más siniestro aspecto. Al ver, pues, el bulto de que se ha hecho mención, y olvidado de que un momento hacía hubiera dado cuanto le hubieran pedido por verlo en el camino, se sobrecogió un instante. En efecto, la persona que a él se acercaba, cubierta de un traje talar que flotando a merced del viento le prestaba aparentemente más corpulencia que la que realmente tenía, no parecía andar, sino deslizarse por el camino; tales eran la ligereza de su paso y la rectitud con que caminaba. En las circunstancias ordinarias, don Juan, que por una parte había nacido valiente, y por otra era noble y castellano, hubiera visto con indiferencia, y tal vez no habría reparado en la circunstancia de caminar de este o del otro modo una persona que pasaba por el camino. Pero la hora, la disposición del cielo, el paraje en que se hallaba, y que él mismo había elegido como más seguro para su intento, pues era pública voz en Madrigal que en las inmediaciones de aquella ermita, que hoy no existe, se verificaban frecuentes y espantosas apariciones, y sobre todo la agitación en que estaba su espíritu le tenían tan trastornado que la vista de la persona que se le acercaba le sobresaltó en efecto. Hizo, pues, alto, y maquinalmente se persignó y sacó la espada. El bulto continuó marchando intrépidamente hasta estar a unos diez pasos de don Juan, que entonces ya cesó de andar. Pocos momentos bastaron para que, volviendo este en sí, reconociese la ridiculez de su conducta y, avergonzado de ella, envainó la espada. —Proseguid —dijo dirigiéndose a la inmóvil persona que delante tenía—, proseguid vuestro camino, quien quiera que seáis, que así en mí no hallaréis impedimento. —Don Juan —exclamaron—, ¿sois vos? —Inés, al fin habéis venido. —Sí, aquí estoy. Bien sabéis que arriesgo mi vida; pero en fin, ¿qué me queréis? —Aquí no estamos bien, Inés; cualquiera que pase puede vernos. Vamos a la ermita. —¿A la ermita, don Juan?... —¿Y por qué no? Jamás os he conocido medrosa. —Verdad es, pero... —No perdamos el tiempo, que para nadie es más precioso que para vos. Seguidme. Al decir esto asió del brazo a Inés, y en aquella disposición llegaron ambos a la espalda de la ermita, a la cual estaban unidos los restos de un pequeño edificio, que probablemente en tiempos antiguos habría sido habitación del ermitaño, pues aunque inutilizada, conservaba una puerta de comunicación con la iglesia. Ya en la época de que hablamos hacía muchos años que la ermita tenía su cura, que habitaba en la villa, y la habitación, abandonada, se había ido arruinando progresivamente hasta no quedar más que un solo ángulo, en el cual se conservaba parte del tejadillo. A este ángulo, pues, se dirigieron Inés y don Juan sin proferir una sola palabra. Así que llegaron, don Juan dispuso lo menos mal que pudo un asiento de piedra para la pastelera, a quien dijo: —Sentaos, Inés. Hízolo así esta, y en seguida: —¿Y vos? —preguntó. —Bien estoy en pie. ¿Conque habéis recibido mi carta? —Anoche me la entregó Pedro. —¿Y Gabriel? —No le he visto. No estaba en casa. —Bien. Parose aquí un momento como para recordar las especies, y en seguida continuó: —Inés, repetiros que os adoro es inútil; bien lo sabes. —Me lo habéis dicho, don Juan; pero no sé si será una prueba de ello estar un mes ausente sin darme noticia de vuestra persona ni siquiera por cortesía. —Tenéis razón. ¿Qué responder a esto?... ¡Qué responder! Yo responderé; pero no interrumpáis, o de una conferencia que debe ser muy breve haréis una conversación eterna. Os adoro, repito, y os adoraré mientras viva, Inés. ¿Y cómo no adoraros? Yo que os he visto a la cabecera de mi cama noche y día sin separarnos un momento, yo que os debo la vida... —¿Y por quién la expusisteis?... —Más me valiera perecer entonces. —¡¡Don Juan!! —Inés, tanta hermosura, tanta discreción, y ese carácter angélico, esa dulzura celestial, bastantes a hacer la dicha de cualquiera mortal, han hecho de mí un frenético. Ya sabes que solo vivo a tu lado. Ya ves tú que lejos de ti mi vida es un infierno. Inés, Inés, apiádate de mí. —Sosegaos, don Juan. ¿Así cumplís las promesas que me hacéis en vuestra carta? Hablemos en razón. Cuando postrado aún en el lecho, gracias a la temeridad con que os expusisteis por salvarme, me dijisteis vuestro amor, don Juan, yo no os oculté que también os amaba. Ya entonces era inútil que mi boca repitiese lo que debíais haber adivinado en mis ojos; pero también os dije que Inés no se envilecería jamás a los ojos de su amante, arrojándose en sus brazos sin ser antes su esposa, y vuestra esposa Inés no puede, no debe serlo por ahora. —Inés, verdad habéis dicho en todo. Lo que entonces me dijisteis está grabado en mi corazón con caracteres indelebles. ¿Pero cuál es el obstáculo que ponéis a nuestra unión? ¿La desigualdad de condiciones? Mujer celestial, ¿quién es más en el mundo que tú para mí? Yo también he querido luchar, y también he opuesto a mi pasión todo género de reflexiones, y todas han sido inútiles. He venido a ser tu esposo, a vivir contigo eternamente, a morir a tus pies de dolor. Mientras que don Juan hablaba así con una vehemencia extraordinaria, Inés enternecida lloraba sin cesar. El llanto le impedía hablar durante algún tiempo, pero al cabo entre sollozos y suspiros prorrumpió: —Vargas, ¿qué decís? Sin conocerme, sin saber de mí más que el nombre de Inés, viéndome en tan oscura condición en compañía de Gabriel... —Una sola cosa exijo de ti, Inés, para darte mi mano, una sola cosa. Con una palabra vas a disipar una duda que pesa sobre mi corazón, y le oprime y le agobia. —Decid, don Juan. —Antes jura decirme la verdad. —Si es secreto en que yo sola esté interesada, juro por el Dios que nos escucha, y que sabe leer el fondo de nuestros corazones, que sabréis la verdad entera, y nada más que la verdad. —Pues bien, Inés, perdóname si tal vez mi duda te ofende; yo mismo me he reconvenido millares de veces por ella; pero es más poderosa esta amarga duda que cuantos diques le opongo. Si tú supieras que en solo concebirla he sufrido yo más tormentos que puede haber en los infiernos, me perdonarías. —Y bien, perdonado estáis. —Decid: Clarita, la hija de Gabriel, ¿es tu hija? —No, don Juan, no es mi hija. —Dios omnipotente, yo te doy gracias: tú eres digna de mi amor. Un profundo silencio reinó en las ruinas después de proferida por don Juan esta última exclamación. El amor propio de Inés y su virtud misma se rebelaban contra la suposición de Vargas, y era menester toda la fuerza del amor y el peso de las razones que ella misma conocía haber tenido aquel caballero para concebir semejantes sospechas, para que no diese muestras de su indignación. Vargas, como el que acaba de arrojar de sí una pesada y molesta carga, aunque gozoso por verse libre de ella, estaba como enajenado; y además, conociendo también que su amada no podía estar muy satisfecha con su pregunta, no sabía cómo anudar de nuevo la conversación sin que volviese a recaer sobre tan delicado y desagradable objeto. Estando así ambos amantes, la tempestad que desde antes de ponerse el sol se había ido preparando descargó con tremenda furia. Un relámpago, a cuyo resplandor parecía incendiado el lejano horizonte, seguido de un espantoso trueno fue el principio de la tormenta, que en seguida ya fue general y terrible. —Todos los santos del cielo me amparen —exclamó Inés, retirándose asustada al último rincón de las ruinas. —¿Qué temes? —dijo don Juan, siguiéndola, y pasándole un brazo por la cintura, con ánimo sin duda de prestarla así su protección más inmediatamente—. ¿Estando conmigo, qué temes, Inés? —Vuestra protección, don Juan, no creo que sea muy eficaz contra los rayos del cielo. —La tempestad no puede ser duradera: en la estación en que nos hallamos son frecuentes, pero momentáneas. —Por poco que dure siempre será lo bastante para que yo, a menos de ponerme en camino diluviando como está, llegue a casa después que Gabriel, y entonces... —Entonces, infeliz de él si se atreviera a ofender a la esposa de Vargas. —La esposa de Vargas no lo soy aún, tal vez no lo seré nunca, y entre tanto a su autoridad estoy sujeta. —¿Y quién le ha dado esos derechos sobre ti? —Mi destino. —¿Y cómo? —Este es un misterio que ni vos debéis preguntarme, ni yo revelarlo. Dejemos, pues, de hablar de ello, y separémonos también. —¡Cómo, Inés! ¿Sin que hayas decidido de mi suerte? —Nos volveremos a ver dentro de ocho días en este mismo paraje, y a la misma hora. Entonces tal vez me será lícito hablar más de lo que hoy puedo hacerlo. —¿No me dirás al menos si me amas? —¡Ingrato! Harto lo sabes. —¡Inés mía! —Don Juan, adiós. —Espera: es imposible que con esta lluvia te pongas en camino. —Lo que es imposible es detenerme más sin grave riesgo; tal vez es ya demasiado tarde. —Pues bien... Pero ahora se me ocurre: yo puedo llevarte hasta la villa en mi caballo, cubierta con mi capa, y desde la entrada hasta tu casa poco hay que andar. —Vamos, pues. Salió don Juan de las ruinas en busca de su montura, pero la oscuridad de la noche era tal, que a dos pasos no se divisaba un árbol. Fuele, pues, preciso marchar muy despacio y a tientas, buscando los únicos cuatro pinos que a unos seis u ocho pasos de la ermita estaban, y a uno de los cuales había atado su caballo: tropezó por fin con uno de los pinos, pero no era aquel el que buscaba; fue al segundo, y le sucedió lo mismo, y otro tanto con el tercero y cuarto. «Vamos —dijo para sí—, he perdido enteramente el tino; no daré en toda la noche con el caballo». Volvió de nuevo a recorrer los pinos, y viendo que tampoco en ninguno de ellos estaba, comenzó a dudar de si habría tal vez más árboles de los que él creía haber contado; pero un relámpago, iluminando por un instante todo el lugar de la escena, le hizo ver que no se había equivocado al contar los árboles, y que su caballo no estaba ni en el paraje que lo había dejado, ni cerca de él. —¡Confunda Dios al pícaro ladrón que se lo ha llevado! —exclamó furioso dando una patada en el suelo—. ¡Buenos estamos! A pie y sin dinero me deja, y ahora Inés habrá de andar a pie por ese camino, que está hecho un mar sin duda. Mohíno además y pesaroso, dio la vuelta Vargas; no sin dificultad atinó a entrar de nuevo en las ruinas contiguas a la ermita, y así que estuvo dentro empezó a decir: —¡Pobre Inés! Estamos a pie: o el caballo espantado con los truenos ha roto las riendas y echado a huir por esos campos, o algún ratero se lo ha llevado. ¿Tendrás que irte a pie? ¿No respondes? El ruido solo de la lluvia, que impelida por el viento se estrellaba contra los muros de la ermita, fue la contestación que recibió don Juan a su pregunta. —Inés, responded por Dios santo... ¿Se habrá ido? ¿Capaz es?... ¡Inés, Inés! ¿Os parece este momento para chancearos?... Ahí estáis, si yo os siento andar... ¿Me huyes?... Responde, o es... —Silencio, o muerto sois, caballero —dijo al oído una voz de hombre para él desconocida, y al mismo tiempo asido de ambos brazos, sin saber por quién ni cómo, se halló en la imposibilidad de hacer el menor movimiento contra la voluntad de sus guardianes. —¡Traidores! —dijo con rabia. —Silencio —repitió la misma voz que primero había hablado—: andad con nosotros, en la inteligencia de que si no queréis hacerlo por vuestro pie vendréis arrastrando. Silencio, repito, si amáis la vida, que no tratamos de quitárosla, ni aun de ofenderos si a ello no nos fuerza vuestra imprudencia. Concluida esta horrible oración echaron a andar los que tenían agarrado a Vargas, y él también hubo de hacerlo con ellos mal que le pesase. Durante algún tiempo conoció don Juan que caminaban por las ruinas en razón a la desigualdad del terreno y a la multitud de escombros con que continuamente tropezaba; y aunque la extensión que en diferentes direcciones le hicieron andar le pareciese mayor que las que las mismas ruinas tenían, lo atribuyó en parte a su turbación, y en parte a error en su primer cálculo. Yendo así le taparon el rostro con un pañuelo o capa que le echaron sobre la cabeza; precaución bien excusada, pues que, como ya se ha dicho, la noche era sumamente oscura. A poco rato el piso ya se ofrecía unido y de nivel, y sus propios pasos, repetidos por un eco no muy claro, resonaban en los oídos del prisionero; en seguida le hicieron bajar una escalera, volver a andar por terreno llano, subir otra escalera, y al cabo bajar una tercera; desde allí atravesar una zanja; y por último, saliendo de ella, sentarse en uno que le pareció escaño de madera. En todo el tiempo no oyó don Juan proferir una palabra, de manera que la única conjetura que sobre su situación pudo formar fue, por el rumor de los pasos, la de ser tres las personas que con él iban, una delante y dos asiéndole de ambos brazos. La circunstancia de faltarle el caballo le hizo creer que se hallaba en poder de ladrones, lo que le era sumamente sensible, no por él, sino por Inés, que era ya de suponer se hallaba en sus manos. En la situación en que se hallaba solo un recurso se le ofrecía para salvar a su amada de las garras de aquellos malvados, que era el de ofrecerle por la persona de la pastelera un rescate considerable en dinero, y así propuso hacerlo tan luego como hubiese terminado su caminata y le diesen los ladrones lugar para ello. En medio de estos proyectos, y como a pesar suyo, resonaba una voz en su conciencia, que le decía: «¿Por qué te obstinas en venir a Madrigal, si cuanto haces y dices en él redunda en daño tuyo?». El corazón respondía: «Estoy enamorado, y yo mando». La cabeza podía haber replicado en el gusano de la fábula: «Usted tiene razón: así va ello». [Ilustración] CAPÍTULO II ¿Dónde estás, señora mía, Que no te duele mi mal? O no lo sabes, señora, O eres falsa y desleal. (_Romance autógrafo_). Uno de los infinitos y más agradables privilegios que el género romántico concede a los que lo cultivan es el de decir las cosas cuándo y cómo les viene a cuento, dispensándolos de la prolija obligación de empezar una historia por su principio, de referir hasta las veces que el protagonista fue azotado por el _dómine_ en su infancia, y de seguirle paso a paso en el discurso de su vida sin hacer gracia al lector de uno solo de sus pensamientos, por insignificante y necio que parezca. El autor romántico, como que puede hacer todo aquello a que su ingenio alcance, cuando no más, se ríe del orden cronológico; su fin es unas veces divertir, otras horrorizar, pero siempre inspirar interés, y usando en toda su latitud de aquella máxima de no sé qué autor, que establece que _el fin santifica los medios_, sigue el camino que su fantasía le dicta, despreciando reglas, hollando preceptos, y preguntando solo a sus oyentes: «¿Se divierten ustedes? ¿Sí? Pues bueno va». En uso de mis facultades, y como ejemplo práctico, he puesto el exordio de este capítulo, con el cual respondo de antemano a la objeción que sin duda me hará la crítica clásica de andar algo descosido en mi novela, y hago solemne protesta de que por ahora, y siempre que me convenga, seré romántico, reservándome empero refugiarme en el clasicismo cuando las circunstancias lo exijan. Poco más fastidiado que deberá estarlo el que ahora me lea con la impertinente disertación que precede, se hallaba don Juan de Vargas en el mismo paraje y situación en que le dejamos al fin del capítulo anterior, esperando con ansia el resultado de una conferencia que indudablemente se estaba celebrando a pocos pasos de él, pues el rumor de varias voces, aunque vagas, hería sus oídos. Pareciole al cautivo que los que hablaban no pasarían de cuatro o cinco personas, y entre ellas creyó distinguir el eco de una que debía serle conocida; pero como su turbación no permitiese que recordara entonces quién era, se persuadía a que aquel hombre podría muy bien tener semejanza en la voz con algún conocido suyo, y serle sin embargo enteramente extraño. Después de hablar un rato en voz tan baja que nada de su conversación pudo percibir don Juan, animándose la discusión, uno exclamó en tono más desagradable, aunque lo que decía y con acento gallego, o muy parecido a él: —Mateislu. Toda la sangre se le heló en las venas al hermano del marqués al oír tan terrible sentencia. —Sí, sí —dijeron a un tiempo dos o tres de los que conferenciaban. —Es lo más seguro —exclamó el que había hablado a Vargas, y estaba entonces sujetándole en el escaño. Y acompañó su exclamación con un movimiento del brazo derecho, que a pesar de estar cubierto no pudo menos de distinguir el preso, quien, dándose ya por muerto, hizo mental y fervorosamente un acto de contrición. —Teneos —gritó entonces la voz que a Vargas le parecía conocer—, teneos. ¿Quién os ha dado derecho para disponer de la vida de ese hombre? —Nuestra seguridad lo exige —replicó ásperamente el de las ruinas. —Mateislu —volvió a decir el que hizo la proposición. —Os lo prohíbo —insistió el piadoso—; no tenéis facultad para ello. Solo Dios es árbitro de la vida de los hombres. —Y el rey —contestó una voz que hasta entonces no se había oído. —Sí, sí, y el rey —repitieron todos a coro. —Bien —dijo el defensor de Vargas—, y el rey; esperemos su decisión, y tiemblen todos su justicia si se atreven a tocar en ese mancebo sin orden suya. —Esperemos norabuena. —Esperemos. —Esperemos. Y el silencio más completo volvió a establecerse en torno del preso. El primer movimiento de este fue dar gracias a Dios por haberle libertado de tan grande peligro, deparándole en medio de aquellos forajidos un alma compasiva que intercediese por él. Pero concluido este acto de piedad, y tranquilo ya por su vida, empezó a reflexionar sobre la última parte de la discusión que sobre su suerte acababa de tener lugar, y cuanto más meditaba menos la comprendía. Un salteador de caminos, estableciendo que solo Dios tiene derecho a quitar la vida a los hombres, y los demás tan celosos por el monarca que al momento le replican que también es el de dar muerte uno de los derechos del rey, a la verdad son cosas no muy comprensibles si no se toman en sentido crónico; pero que para disponer de la suerte de un caballero que está en sus manos esperen los ladrones la resolución del rey, era lo que volvía loco a don Juan, y hubiera enloquecido también a cualquiera. Tal vez si la cuestión se le hubiese propuesto siendo otro el paciente, y estando él tranquilo en casa de su hermano, hubiera atinado con la única solución racional que podía dársele, y era la de suponer que los ladrones llamaban rey al forajido que los mandaba, y que tal vez estaría ausente; pero como, a la verdad, la situación de Vargas no era la más a propósito para acertar enigmas, daba vueltas y más vueltas al asunto, y cada vez lo entendía menos. Diremos sin embargo, en defensa de su ingenio y honor de la verdad, que no le era fácil hacer raciocinio alguno seguido, pues la ignorancia en que estaba sobre la suerte de Inés le afligía aún más que su propio peligro. La última y lejana campanada del reloj de la villa acababa de sonar las nueve de la noche cuando distrajo a don Juan de sus reflexiones el ruido que al levantarse de los asientos que ocupaban todos los salteadores, a excepción de sus dos guardianes, que permanecieron inmóviles. —El rey —se oyó decir en voz baja todo alrededor. «¡El rey!», exclamó para sí don Juan. «¡El rey! ¿Si estaré soñando?». —Caballeros —empezó a decir una voz todavía más familiar a los oídos de Vargas que la del que primero hemos hablado, pero reparando sin duda en el prisionero, se interrumpió, exclamando—: ¿Qué es esto? —Yo lo diré, señor —contestó el que había intercedido por nuestro caballero; y el ruido de sus pasos anunció que se acercaba el recién venido para enterarle sin duda de lo que había pasado. Después de un breve rato dijo riéndose el que don Juan suponía ser el llamado rey: —Yo lo sabía; pero se me olvidó advertíroslo. ¡Buen susto habrán pasado! ¡Coello! —¿Señor? —respondió el de las ruinas. —Venid. —¿Y este hombre? —Dejadlo, con Sousa basta. Entonces obedeció Coello, y Vargas pudo disponer de su brazo derecho; mas conociendo que habría temeridad en intentar retirarse, resolvió someterse pacientemente a su suerte, y permaneció tranquilo. Poco tardó en volver Coello a su puesto, y decir: —Soltad, señor Sousa, a ese caballero. Señor don Juan de Vargas, poned la mano derecha sobre el puño de vuestra espada. —Está puesta. —Levantaos. —Ya estoy en pie. —¿Juráis, por el signo de nuestra redención, por Dios y su Santísima Madre, y prometéis a fe de caballero sobre vuestro honor, que si os permitiese salir de aquí, sano y salvo, jamás revelaréis de manera alguna la menor circunstancia de cuanto acaba de pasaros? —Antes de jurar me es fuerza hacer una pregunta, señor... —Que diga. —Decid. —En el mismo paraje en donde me habéis sorprendido, estaba en mi compañía una dama... —Está segura, tranquilizaos. —¿Quién me lo asegura? —¿Bastará —dijo el que mandaba—, bastará que ella os lo diga? —Sí —contestó Vargas después de algunos instantes de reflexión. Separose Coello de Vargas, y al cabo de algunos minutos volvió acompañado de Inés, quien, dirigiéndose a su amante, le dijo: —Don Juan, no temáis por mí, segura estoy. Jurad lo que os han dicho y retiraos. —Inés, no me engañéis. Si hay el menor peligro... —Ninguno, os lo protesto. Jurad, siquiera por que yo os lo ruego. —Repetid lo que queréis que jure. Hízolo así Coello, y don Juan juró. Concluido este acto, el mismo Coello, asiéndole de la mano, le mandó que le siguiese, y echando ambos a andar, y sin saltar zanja ni subir más de una escalera, se halló Vargas en el mismo paraje en que fue sorprendido. Quitole Coello la capa que le cubría la cabeza, y retirándose precipitadamente, sin que su prisionero supiese por dónde, le dejó enteramente libre. La tormenta había pasado, la luna, abriéndose paso al través de algunas nubes que aún quedaban, iluminaba la campiña, que aún conservaba cierto aspecto melancólico y abatido, y el silencio no era interrumpido por sonido alguno. Don Juan necesitó de algunos minutos para recobrar enteramente sus sentidos, y aún no muy sosegado salió de las ruinas, con ánimo de irse a pie hasta Madrigal; mas con harta sorpresa suya veía su caballo atado al mismo árbol, y en la misma forma que lo había puesto él por la tarde, sin que faltase nada de cuanto encima tenía. Montó, pues, y en breve tiempo llegó al mesón, donde su fiel Pedro le estaba esperando. [Ilustración] CAPÍTULO III Vivir con ella en ignorado asilo, Sus sienes coronar de mirto y rosa, Y una mirada dulce, cariñosa, En premio recibid de mi desvelo, Es mi sola ambición, mi solo anhelo. (_Oda inédita_). La mala cama, el ruido de las caballerías y, más que todo, su agitación no permitieron a Vargas disfrutar en la posada de un solo instante de reposo. Representábanse sin cesar en su fantasía las escenas del principio de la noche, y el peligro que acababa de correr le parecía aún mayor después de pasado que cuando en él se hallaba, sucediéndole lo que al caminante que a fuerza de penas logra verse en lo más alto de una escarpada roca, que ya en su cima se horroriza contemplando el precipicio a cuya orilla pasó. Pero lo que más le mortificaba era cierto escrúpulo de conciencia sobre haber creído ligeramente en la seguridad de Inés, que sin cesar se le ocurría. En vano se recordaba a sí mismo la absoluta imposibilidad de defender a su querida en que se hallaba cuando se le exigió el juramento que prestó para obtener su libertad; en vano la misma Inés le había rogado que jurase. A todas sus reflexiones se decía: «Yo debí morir a su lado o salvarla conmigo». En estos pensamientos le sorprendió el alba y, apenas el primer rayo de luz penetró en su aposento, se vistió apresuradamente y envuelto en una gran capa, con su sombrero de ala ancha calado hasta las cejas, se puso en la calle. Dirigiose inmediatamente a la pastelería, que como de razón encontró cerrada. Cediendo a su impetuosidad iba a llamar a la puerta, pero por fortuna suya cuando ya tenía el aldabón en la mano le detuvieron el brazo por detrás. —¿Quién se atreve a ponerme la mano encima? —dijo Vargas lleno de cólera y sacando al mismo tiempo la daga. —Yo, señor don Juan. —Fray Miguel, ¿y con qué derecho? Seguid vuestro camino, y dad gracias a ese hábito si no lleváis el premio que merece vuestra insolencia. —Caballero, vuestra cólera ni me asusta ni me enoja; sois mozo y soldado; yo anciano y religioso. ¿Qué gloria ni qué provecho os reportaría el maltratarme? —Padre mío, conclúyase la conversación; siga vuestra paternidad por donde iba, y déjeme a mí acudir a mis negocios, que, por Dios santo, no estoy para sermones. Y al concluir estas palabras volvió a asir el aldabón; mas fray Miguel se opuso también segunda vez a sus intentos. —Fraile, o demonio en figura de tal, ¿has salido del averno solo para precipitarme? Retírate al momento, o te mato si mil vidas tuvieras —exclamó Vargas loco ya de furia, y desembozándose enseñó la daga desnuda al vicario de Santa María. Mas este, impávido, sin mudar siquiera de color y permaneciendo inmóvil delante de la puerta de Gabriel de Espinosa, le contestó mostrándole el pecho: —Herid, señor don Juan de Vargas, herid norabuena si tan ciego estáis que desconozcáis no solo vuestros propios intereses, sino los de la persona misma a quien queréis servir. Sacad de esta vida miserable a un hombre que, resignado con la voluntad de Dios, siempre está pronto a comparecer ante su trono; pero creedme: de no pasar sobre mi cadáver, no cometeréis ahora la imprudencia de llamar a esta puerta. La sangre fría de fray Miguel, su tono solemne, y la firme decisión que en su rostro se mostraba de llevar adelante su propósito, paralizaron los efectos de la cólera de Vargas: con los brazos caídos, baja la cabeza, y oído atento, escuchó cuanto el fraile quiso decirle, y aun después de haber concluido aquel de hablar permaneció algún tiempo en silencio. —Fray Miguel, he andado sobradamente ligero, lo confieso; pero vuestra paternidad me ha provocado. Sea como quiera, respeto vuestro carácter, y voy a daros una prueba de ello sometiéndome a hacer explicaciones que a nadie debo. Si presumís que mi venida a esta casa tiene algo de hostil, os engañáis. Deseo solo saber que una persona de ella... —¿Inés? —Sí, Inés: puesto que lo habéis dicho, deseo saber si está en su casa. —Lo está. —¿Quién os lo ha dicho? —Yo la he visto. —¿Cuándo? —Anoche. —¿A qué hora? —A las diez de ella. —¿No me engañáis? —Mancebo, estas canas y este hábito ¿merecen por ventura tan injuriosa desconfianza? —No, fray Miguel. Dadme esa mano: seamos amigos. —Yo lo soy vuestro más de lo que pensáis, señor don Juan, y voy a daros pruebas de ello si tenéis la bondad de seguirme. —Vamos. Pero permitidme que os pregunte cómo, a hora en que nadie anda por las calles, os halláis vos en ella. —Señor don Juan, el temor que tenía de que usted intentase lo que ha tratado de hacer. —¿Pues cómo podrá vuestra paternidad sospecharlo cuando yo mismo no he formado el designio de visitar a Gabriel hasta hace media hora? —¿Y de qué servirían mis años y mi experiencia si no pudiera yo preveer las acciones de un hombre apasionado antes que él mismo? Yo he sido joven como usted, señor caballero, antes de vestir este hábito; también las pasiones me han atormentado. —Norabuena; pero ¿qué antecedente tenía usted, padre vicario, para creerme desasosegado por Inés? —¿Qué antecedente? El habérmelo dicho ella misma. —¿Ella? ¿Y os ha dicho que...? —Me ha dicho que la amáis, que os ama. —Fray Miguel, si tratáis de sorprenderme, os habéis engañado; yo no... —Deteneos, que yo no os pido que confeséis ni neguéis cosa alguna: voy simplemente a referiros lo que Inés me ha dicho. Se reduce, pues, a que entre ambos median relaciones amorosas, y que ayer en una cita las circunstancias fueron tales que al separarse de vos debía quedaros alguna inquietud por ella. La pintura que en seguida me hizo del carácter vehemente del señor don Juan de Vargas, y el conocimiento que yo tengo del de Espinosa... —¿Conque le conocéis? —Sí, le conozco: dejadme concluir. Temí, pues, el paso que queríais dar, del cual no hubierais sacado más fruto que comprometer a vuestra amada. Ved aquí por qué, a pesar de esa capa y ese sombrero, os he conocido. Calló el fraile, y Vargas, perdido, por decirlo así, en su laberinto de conjeturas, no acertó tampoco a decir palabra hasta hallarse dentro del monasterio y en la celda del vicario. En ella hizo su dueño los honores a don Juan con toda cortesía, y sentados ambos volvió a tomar la palabra el vicario. —En vista de la manera con que esta mañana han sido recibidos mis buenos oficios, tal vez, señor don Juan, debiera yo abstenerme de mezclarme en asuntos ajenos. Pero mi deber, como ministro del altar, es sacrificarme por conservar la paz en las familias, y además, por razones que tal vez antes de mucho podrán ser públicas, estoy particularmente interesado en el negocio en que vamos a hablar. Será preciso, pues, que se me escuche con paciencia. —Contad con ella, fray Miguel, y decid cuanto se ocurra —contestó Vargas reprimiendo a duras penas la expresión del enojo que tantos exordios y preñeces le causaban. —Usaré de esa licencia —repuso el vicario— y procuraré ser breve. Vuestro nacimiento es ilustre, y yo me complazco en creer que no trataréis de oscurecer su nobleza con acción ninguna que de él desdiga. —Padre vicario, no habléis más de eso: nadie ha dudado hasta hoy de la honradez de los hijos de mi padre, y... —No se exalte, que tampoco dudo yo; lo que he dicho ha sido solo para haceros conocer el inminente peligro en que una loca pasión os pone. —Mi pasión no es loca. —Sí lo es; y lo probaré. ¿Conocéis a Inés? —¿Si la conozco? Mejor que a mí mismo. Bella, sensible, generosa, honrada, y de nobles pensamientos, Inés ha nacido para ocupar un trono. Sí la conozco, fray Miguel; y el día que la conocí decidió del destino de mi vida entera. —Joven infeliz, si eso es así, os compadezco. —¿Y por qué? Si amo, también soy amado: en breve un lazo santo nos unirá. —Os engañáis. —¿Y quién se atrevería a oponerse a la firme voluntad de ambos? ¿Quién mientras Vargas tenga brazo y espada le impedirá que sea esposo de Inés? La familia de Vargas no podrá impedirlo, yo os lo fío. —¿Y Gabriel? —¿Tiene ese hombre más de una vida? —¿Paréceos el homicidio buen camino para llegar a la felicidad? —No sé, ni quiero saber más que Inés ha de ser mía. —La pasión es quien habla, don Juan, no vos. Atendedme os ruego. Dejemos por un momento a Gabriel a un lado, y hablemos de vos solo y de vuestra familia. De Inés, como ella misma os ha dicho, nada más conocéis que el nombre. —Y el alma. —Creéis conocerla, y tal vez... —Tal vez arrancaré la lengua al que fuere osado a ponerla en la que adoro. —No es ese mi ánimo. Pienso como vos. —Inés es capaz de hacer feliz a su marido. ¿No es verdad, padre mío? —Así lo creo, pero Inés hoy es muy poco para ser vuestra esposa; mañana tal vez será demasiado. —No os entiendo a fe mía. —Ni yo puedo explicarme más. —Norabuena. Cuantos me hablan de algún tiempo a esta parte lo hacen misteriosamente; ya me voy habituando. Continuad, padre. —Si vuestra familia llega a saber los proyectos que formáis, ¿cuál será el resultado? Una persecución violenta caerá sobre la infeliz Inés; y esta no cesará hasta que se la ponga en posición que os sea imposible llegar a ella. Un matrimonio clandestino, Inés no consentirá en él; vivid seguro de ello. ¿Qué partido os queda? —Casarme hoy mismo con ella, y hoy mismo huir con ella a país extranjero. —Y allí, sin recursos de ninguna especie, don Juan de Vargas mendigará el sustento para él y su esposa, ¿no es cierto? La miseria y cuantos males la acompañan son el presente que vuestro amor quiere hacer a la mujer que idolatráis. Don Juan, por ella y por lo mismo escuchad la voz de la razón: es forzoso que renunciéis a Inés. —Antes morir mil veces. —Mancebo, corréis a vuestra perdición. —¿Qué importa? Sin ella no puedo ser nunca feliz; esto es cierto, ciertísimo, fray Miguel. —Señor don Juan, este negocio es harto ajeno de mis años y mi carácter; pero me intereso tan de veras por Inés y por vos, que consiento tomarlo a mi cargo si me prometéis no dar en él paso ninguno sin anuencia mía. —¿Y vuestra paternidad me promete que no abusará jamás de mi confianza para alejarme de Inés? —¡Qué suspicacia! Sí, prometo. —Pues yo también. —Está dicho. Un solo medio hay por el que tal vez podéis llegar a ser esposo de Inés. —¡Ah! Decid cuál, y veréis que estoy pronto. —Exige de vuestra parte grandes sacrificios. —Ninguno habrá que me lo parezca siendo por ella. —Exponeros a riesgos inminentes. —Más de una vez he expuesto ya el pecho a las balas. —Son también necesarios la paciencia... —Tendré la de un santo. —La sumisión... —Seré un esclavo. —El silencio. —Callaré como un muerto. —Todo os parece fácil ahora. —A la prueba me remito. —Acepto la promesa. —¿Pero Inés será mía? —Tal vez. —¿Tal vez no más? —Vuestra será. —Sois mi ángel tutelar. Y el pobre fraile se vio abrazado, besado, acariciado de todas las maneras posibles, y a pesar de su gravedad, no pudo menos de sonreírse y enternecerse con el entusiasmo de Vargas. Más fácil es imaginar que describir el extraño grupo que formaban un fraile anciano y un caballero mozo, estrechamente abrazados y llorando como dos chiquillos. Vargas, enajenado de gozo, fray Miguel, enternecido, se miraban el uno al otro con una expresión tan singular, tan dulce, que más parecían padre e hijo que dos extraños. En esta situación los sorprendió Gabriel de Espinosa, que sin pedir licencia ni llamar, abrió la puerta de la celda y entró en ella como pudiera hacerlo en su casa. Iba el vicario a levantarse de su asiento, mas a una seña del pastelero permaneció tranquilo. —Fray Miguel de los Santos, guárdeos el cielo —dijo Espinosa con el mismo tono de voz que ya le había oído don Juan cuando le vio por primera vez. Pero entonces no se desmayó el fraile, sino que haciéndole una reverencia, le respondió: —Señor Gabriel, él venga con vos. Al escuchar el saludo del pastelero, Vargas se estremeció sin saber él mismo por qué. Verdad es que aun cuando don Juan pasó en casa de Espinosa más de quince días para curarse de la herida que recibió en la pradera, puede decirse que apenas le vio. Pasábanse en efecto los días enteros sin que Gabriel entrase en la habitación que ocupaba su huésped, y cuando lo hacía era por pocos minutos, limitándose su conversación a preguntar por la salud del enfermo y desearle un pronto restablecimiento. Tan extraña conducta no pudo menos de llamar la atención del hermano del marqués; pero a cuantas preguntas hizo a Inés sobre la materia jamás oyó otra respuesta que la de que aquel hombre era de carácter naturalmente áspero y oscuro. Por otra parte, Vargas, continuamente en compañía de Inés, y enamorado hasta no más de ella, no echaba mucho de menos la sociedad de Gabriel: de manera que cuando llegó el caso de volverse a Valladolid, sus relaciones con él eran poco más o menos las mismas que el primer día de haberse visto. No había, pues, entre ambos la mayor intimidad, y no sabía don Juan, en la ocasión de que hablamos, cómo tratarle; pero Espinosa zanjó la dificultad llegándose a él con aire afable, aunque sobradamente familiar, y diciéndole: —¿Pues cómo, señor don Juan de Vargas, vos en Madrigal, y no en mi casa que tan vuestra es? Tomó entonces fray Miguel la palabra, y contestando por Vargas, dijo que al llegar este a la villa, aquella misma mañana, le había él encontrado y llevado consigo, sin darle lugar a otra cosa. Con esto tuvo don Juan el tiempo suficiente para recobrarse, y contestando al cumplimiento del pastelero con no menos cortesanía que la suya, la conversación se hizo general, fácil e indiferente. Ya en esto se acercaban las ocho de la mañana, hora en que el vicario decía diariamente la misa, y con este motivo se retiró a hacer oración para prepararse a celebrar dignamente tan santo sacrificio. Quedáronse, pues, solos don Juan y Espinosa, y este manifestó en la conversación un talento tan claro, tan vasta instrucción, y sobre todo, un conocimiento de los hombres que sorprendió a Vargas. Hizo don Juan caer la conversación sobre la política de la época, y el pastelero en breve le manifestó que estaba muy al corriente de ella. Habló de toda España, de Italia y de Flandes, como hombre que todo lo había corrido, y con aprovechamiento. Los asuntos de Portugal los tocó ligeramente, y esto lo atribuyó Vargas al justo temor que entonces se tenía de tratar semejante materia, pues Felipe no consentía sobre ella la menor discusión. Como quiera que fuese, el hecho es que cuando se trató de ir a oír la misa, Vargas estaba prendado del pastelero, y lleno de asombro de que un hombre de oficio tan bajo tuviese tal instrucción y discernimiento. Lo que únicamente le disgustaba en él era cierto aire de iniciativa y decisión que tomaba en las conversaciones. Decía en efecto las cosas no como quien anuncia una opinión, sino a manera de axioma. Si el oyente le replicaba, solía satisfacer a su objeción con fuerza y brevedad; pero si aun se le oponían, cesaba de hablar, arrugaba el ceño, y ya no era posible hacerle volver a entrar en materia. Este proceder tan contrario a lo que su oficio prometía; su ninguna aplicación al trabajo; su amistad con fray Miguel, y sobre todo, Inés tan dama, tan llena de honrado orgullo, persuadieron a don Juan de que en la historia de aquel hombre se encerraba algún extraño misterio, y que de él dependían todas las reticencias que notaba en su querida y en el vicario. A juzgar por las apariencias, no iba en esto Vargas muy descaminado; mas, mirando el asunto más despacio, no parece que fuese cosa extremadamente sorprendente el que un hombre de baja esfera viajase mucho, pues al cabo pasteleros en todas partes los hay. Los misterios de Inés y los del vicario eran a la verdad incomprensibles; pero por lo mismo, todo cálculo fundado sobre ellos debía ser de ningún valor. Acabada la misa, el vicario, Vargas y Espinosa tomaron chocolate juntos en la celda del primero, y ya terminado el desayuno pidió licencia fray Miguel a don Juan para tratar con él de cierto asunto de la comunidad. Vargas se retiró inmediatamente, y ofreciendo volver en breve a verse con el vicario, tomó, casi sin saberlo, el camino de la pastelería. Entró en ella, y en la tienda le recibió el mulato con toda la afabilidad que en él cabía, y era sobre poco más o menos la de un perro de presa, que si no muerde a su amo, no deja tampoco de enseñarle los dientes. —Domingo —dijo don Juan—, ¿y tu ama? —¿Qué ama? —Inés. ¿No está en casa? —No. —¿Adónde ha ido? —No sé. —¿Y volverá pronto? —No sé. —¿Hace mucho que ha salido? —No sé. —¿Pero cómo no has de saber cuánto tiempo hace que se marchó? —No sé. Ya he dicho que no sé. ¿A qué viene tanta pregunta? Como Vargas conocía el carácter de Domingo, no se obstinó en hacerle más preguntas, y aunque como buen enamorado estaba lleno de impaciencia por saber de su dama, no quiso proseguir un interrogatorio que indudablemente había de ser inútil. Trataba sin embargo de buscar medio para ver a Inés, cuando inesperadamente se abrió una de las puertas que comunicaban de lo interior de la casa a la tienda, y entró en esta una niña de tres a cuatro años de edad, en cuyas facciones se notaba una semejanza extraordinaria con las de Inés. La única diferencia que entre ambos rostros había era el de ser algo menos fiera y mucho más dulce la expresión habitual del de la niña que el de la mujer. El color de la primera era también más blanco que el de la segunda, pero una y otra circunstancia podían muy bien atribuirse, y se atribuían en efecto por el vulgo, a las distintas edades de las personas comparadas. Así que la niña vio a Vargas corrió hacia él, y pagó con un sin número de inocentes caricias las infinitas que le hizo el caballero. —Juanito mío, ¿me quieres todavía? —preguntó a don Juan. —Sí, hija mía, más que nunca. ¿Y tú a mí, Clarita? —Mucho, mucho. —Me alegro; pero ¿qué tienes? ¿Estás llorosa? —Sí, he llorado. —¿Y por qué has llorado, ángel mío? —Porque tía Inés se ha ido y no me ha querido llevar. —¡Hay tal! Déjala que venga, verás cómo le reñimos. —Si ya no viene. —¿Qué dices, Clarita? —Que ya no viene en mucho tiempo. —¿Quién te lo ha dicho? —Papá. —Habrá sido por engañarte. Estará en misa, o a comprarte dulces. —No lo creas, Juanito. Ha salido en un caballo, y dos señores la han ido acompañando. —¡El cielo me valga! ¿Y cuándo se han ido? —Esta mañana muy tempranito. —Vaya, tú me engañas, Clarita. —No te engaño; mira, y se han ido por la puerta del corral. Tía Inés lloraba, y papá estaba tan serio, tan serio, ¿sabes? —¿No sabes dónde ha ido? —No, pero muy lejos. Ya se lo diré a la señora, que me hacen rabiar. Estas últimas palabras de la niña ya no las escuchaba don Juan, a quien la sorpresa y disgusto embargaban los sentidos, y tenían como fuera de sí. Viendo Clarita que su Juanito, como ella decía, no contestaba, alzó el rostro para mirarle, y viéndole encendido como una grana, y con los ojos que parecían iban a saltársele del cráneo, fue tanto lo que se asustó, que inmediatamente saltó desde sus rodillas, en que estaba sentada, al suelo, y se echó a llorar amargamente. El mulato se acercó al instante, y con el ruido del llanto, volviendo don Juan en sí, acudió a ver qué ocurría. —¿Qué tienes, niña? ¿Por qué lloras? ¿Por qué te has enojado conmigo? No, inocente, no; vamos, calla. Si sabes que te quiero. Un poco de agua para esta criatura, Domingo. Este, que parecía conmovido, trajo un vaso de agua, y poniéndose de rodillas presentó a la niña en la mano; pero Clarita, apartándole de sí con mucho despego, le dijo: —Yo no bebo sin salvilla, Domingo. —Déjate ahora de eso —replicó Vargas—, bebe. —No, no; papá y la señora no quieren. Domingo, sin replicar palabra, echó una mirada en rededor de sí, y no viendo con qué suplir la falta de la salvilla, echó mano de su propio sombrero, y colocándolo debajo del vaso se volvió a acercar a Clarita, quien, a fuer de niña, celebró con una sonrisa la invención del mulato y bebió. Vargas en seguida la dio un beso, y prometiendo volver pronto echó a andar para el monasterio, resuelto a adquirir de un modo o de otro noticias de su Inés. Pero el destino lo tenía ordenado de otra manera. Ni el fraile ni el portero estaban en la celda, ni en parte alguna del monasterio. No por esto perdía don Juan la esperanza. Volviose al mesón, mandó ensillar los caballos, y montando, seguido de su criado, emprendió nada menos que correr todas las cercanías de la villa, con objeto de descubrir la dirección que habían tomado Inés y los dos hombres que según Clarita la acompañaban. En esta penosa faena emplearon todo aquel día amo y criado. Aquí se hacía un labriego estúpido repetir veinte veces una pregunta, que al cabo no comprendía. Más allá les contaban un cuento muy largo para decirles que tres días antes habían pasado por aquel paraje unos arrieros, pero que nada habían visto de lo que se les preguntaba. En resumen, a las oraciones no sabía Vargas otra cosa más que lo que le dijo un trabajador, de que estando en las viñas había visto a lo lejos tres caballerías; que en las dos de los costados le parecían iban caballeros dos hombres, pero que en la del medio no distinguió más que un bulto negro o carga. Lo único que el trabajador aseguró fue que se dirigían por el camino de Medina del Campo. Esta noticia era bien escasa y vaga. Lo natural hubiera sido volverse a Madrigal y tomar informes de fray Miguel, pero la impaciencia de Vargas no conoció límites. Así pues, envió a Pedro al monasterio con un recado para el vicario, suplicándole que valiéndose del mismo conducto le hiciese saber por escrito lo que pudiese sobre el viaje de Inés, y él continuó el suyo para Medina. [Ilustración] CAPÍTULO IV Hagamos un esfuerzo generoso, Algún auxilio en nuestro mal busquemos; Si el cielo nos le niega, perezcamos, Que menos malo, y doloroso menos, Es de una vez el renunciar la vida, Que ser esclavos y existir sufriendo. Cuatro leguas de Castilla que andar en un caballo, cansado ya de correr durante un día entero, es pesada tarea, y más para el que aun volando hubiera creído andar despacio. Pero, mal que le pese a don Juan, le fue menester tardar seis horas en su camino, llegar por consiguiente a su destino pasada la media noche, hora en que ya no se veía alma viviente por las calles, ni puerta alguna que no estuviera cerrada. Ni el jinete ni el caballo habían tomado alimento alguno en todo aquel día, y uno y otro estaban desfallecidos. Don Juan, con el aturdimiento, perdió el tino al ir a la posada en que acostumbraba a parar, y cuando después de andar media hora por calles y encrucijadas quiso recordar, ya se halló fuera de camino y enteramente desorientado. Lo peor del caso fue que a fuerza de dar vueltas se había salido de la villa, y estaba, a su parecer, en el extremo opuesto al de su entrada. ¿Qué remedio? Volverse atrás; pero el caballo dijo que no podía más y se tendió. Don Juan, que felizmente no recibió lesión alguna en la caída, hubo de resignarse a esperar que con el alba pasara algún alma compasiva que ayudándole a desembarazar la pierna derecha que tenía debajo del caballo le sacase del purgatorio. Dejamos a la consideración del lector la desesperación, las imprecaciones y penas del buen caballero, y por él y por nosotros nos apresuraremos a referir cómo salió de tan mala posición. Empezaba apenas a iluminar el horizonte la dudosa luz del crepúsculo cuando el ruido de los pasos de algunos caballos en el extremo de la calle en que estaba tendido Vargas le anunció que se aproximaba el instante de su libertad. —¿Qué diablos está haciendo ahí? —preguntó uno de los que venían. —¿No lo ve, pese a mi vida? —respondió don Juan—: estoy preso debajo de este maldito rocín, que Dios confunda. —¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! Y es verdad. Divertido está el buen hombre. —Lo que importa es que usted, señor hidalgo, me ayude a salir de aquí. —Vamos de prisa, hermano, no puede ser. Adiós. —No daré un paso más antes de que se ayude a ese caballero a ponerse en pie —dijo en voz baja, pero con firmeza, una mujer que con los caminantes iba. Oído esto, los que la acompañaban sin replicar palabra echaron pie a tierra, y en breves instantes pusieron en pie al pobre Vargas. Este, a pesar de lo mohíno y maltrecho que se hallaba, se acercó inmediatamente a la dama, que permanecía a caballo, y con las más corteses expresiones agradeció el favor recibido. Mientras él hacia su arenga, montaban a caballo los que le habían auxiliado, y la dama, aprovechándose para no ser oída de ellos del ruido que hacían, dijo en tono apenas inteligible a Vargas: —El domingo próximo a la oración en el Carmen de Valladolid; si no, el siguiente en la ermita de Madrigal. Dicho esto, sin esperar respuesta, se alejó con viveza, y en seguimiento suyo fueron los demás, que eran tres hombres a caballo. «Es Inés, no tiene duda. El domingo próximo... Bien; ¿pero no sería mejor seguirla ahora mismo? Sí, por cierto... El caballo no puede con su pellejo... Esperemos, no hay otro remedio». En ejecución tan loable y necesario proyecto echó Vargas a andar en busca de la posada, con la cual dio por fin, no sin trabajo, y por aquella vez triunfaron el cansancio y el hambre del amor y la inquietud. Dejémosle descansar, que bien lo necesita, y veamos cómo Pedro desempeñó su comisión. Inmediatamente que se separó de su amo se dirigió al monasterio, mas le fue imposible ver por entonces al vicario, pues se le dijo que en aquel momento se hallaba en el locutorio con la señora doña Ana de Austria. Pedro, paciente como el que más, dijo que estaba bien, que esperaría; y en efecto esperó nada menos que dos horas, al cabo de las cuales salió de su conferencia fray Miguel, pero no solo, sino acompañado de Gabriel de Espinosa. Como criado en casa de un título de Castilla, y acostumbrado por consiguiente a ver desde la infancia observadas rigorosamente las leyes de la etiqueta y distinción de jerarquías, no pudo menos de sorprender extraordinariamente al sirviente de Vargas que un pastelero gozase de tan alto favor, que una persona de sangre real le admitiese en su presencia, y nada menos que por más de dos horas. No tuvo sin embargo tiempo de hacer reflexiones el criado, pues apenas le hubo visto el vicario se acercó a preguntarle qué se le ofrecía. Como Gabriel estaba presente, Pedro no quiso decir el verdadero objeto que allí le tenía, y se contentó con decir que su amo le enviaba a informarse de la salud de su reverencia. —Buena, a Dios gracias —dijo Espinosa, riéndose maliciosamente—, muy buena: desde esta mañana acá, no ha sufrido alteración. Hermano Pedro, desempeñad vuestra comisión, que yo, que soy quien lo impide, me apartaré lo suficiente para no oíros, aunque es inútil, pues antes de que habléis sé ya lo que vais a decir. Quedose Pedro al oír estas palabras como petrificado, y como el pastelero continuaba mirándole con cierta expresión burlona, y hasta el fraile mismo, a pesar de su gravedad, dejaba ver en el rostro no poco de mofa, el pobre criado no acertaba a hablar. Viendo esto, volvió Gabriel a tomar la palabra: —Andad, Pedro, y decid a vuestro amo que se vuelva a Valladolid, que no tardará mucho en tener noticias de la que desea. Mientras que Espinosa hablaba así, Pedro, recobrando su espíritu y llenándose del orgullo que la librea de la casa ilustre de los Vargas le inspiraba, se indignó de qué aquel miserable quisiese darle órdenes a su noble amo. —Señor Gabriel —dijo en tono bastante animado—, mi amo el señor don Juan de Vargas no me ha dado para vos comisión ninguna, ni sé yo qué relaciones pueda un pastelero tener con él para tener la osadía de mandarle a decir lo que ha de hacer o no hacer. En tanto que hablaba Pedro se obró en la fisonomía de Espinosa una revolución completa. A la expresión irónica sucedieron instantáneamente la gravedad, el desprecio y la cólera. Sus cejas largas y pobladas se unieron por un movimiento de contracción en los músculos de la frente; los ojos le brotaban fuego, los labios se le pusieron lívidos, y los dientes empezaron a chocar entre sí con violencia. —Es claro —exclamó, no pudiendo ya contenerse—: calla, o pagas con la vida tu atrevimiento. Y hablando así echaba mano a la daga de que ya hemos hecho mención. Pedro, que no era cobarde, y también llevaba una especie de cuchillo de monte, lo empuñó para defenderse, y sabe Dios cuál hubiera sido el resultado de aquella escena, a no haber interpuesto el fraile su mediación. —¡Qué imprudencia, señor, qué imprudencia! —dijo, dirigiéndose al pastelero—. ¿Sabe acaso con quién habla? —Tenéis razón; pero esto ya es insufrible. Prefiero mil veces la muerte a vivir así envilecido. —No está lejos el día. Y vos, Pedro, retiraos, y dad a vuestro amo de mi parte el recado que habéis oído de boca del señor Espinosa. Obedeció el criado, pero no fue sin extremada repugnancia y mayor admiración. «Este Gabriel —iba diciendo entre sí—, Dios me lo perdone, pero no puede ser cosa buena; y el padre, el padre, fuera de la corona, tampoco me fío mucho de él. Dios quiera que no le den que sentir a mi pobre amo. En fin, yo soy mandado; con obedecer cumplo, y sea lo que Dios quiera». —Fray Miguel —dijo gravemente Espinosa después que Pedro se hallaba a suficiente distancia para no poder oírlo—, ya lo veis, es preciso que terminéis de una vez. —Señor... —Hablad con Espinosa. —Pues bien, señor Espinosa, usted sabe que no se perdona medio para llegar al deseado término. La señora doña Ana... —No hablemos de ella: ¡ojalá todos tuvieran su celo! —Yo... —Estoy satisfecho de vuestros servicios. —Ahora los demás... —Los demás, los demás, en todos hay morosidad, tibieza, y miedo sobre todo. Felipe y su Inquisición hacen temblar a los que yo tenía por más valientes. —Cierto es que así sucede; pero no por eso debemos desalentar. —Gracias a los sacrificios que la señora doña Ana está pronta a hacer, habrá fondos con que hacer frente a los primeros gastos. —Yo no quiero que doña Ana se desprenda de sus alhajas. —Sin embargo, es indispensable que así sea, so pena de renunciar para siempre a lo que de derecho es del señor Gabriel de Espinosa. La comunicación con nuestros amigos de Portugal es tan difícil, que raya en lo imposible. Los agentes del monarca español tienen minada toda la nación, y, dolor da decirlo, hay portugueses tan viles, que les sirven de espías. Usted sabe tan bien como yo las inmensas dificultades que han tenido que vencer los pocos que hasta aquí han llegado, y que estos vienen en estado de no poder contribuir más que con su persona. Cuanto había ilustre y amigo de usted en aquel reino ha sido proscrito, ya con un pretexto, ya con otro, y si alguno se ha salvado maravillosamente del naufragio común, se halla más en disposición de necesitar auxilio que de prestarlo. Todo esto es notorio a usted; tampoco se oculta a su penetración que son muchas las razones que le autorizan; y más diré, le obligan a aceptar las ofertas de la señora doña Ana. Señor, no hacerlo desde luego no solo es desacertado, sino criminal. —¡Criminal, fray Miguel! Os olvidáis... —No me olvido, no señor; pero mi celo, mi santo ministerio, y la urgencia de las circunstancias exigen que diga la verdad desnuda, aun a riesgo de enojar a usted, cosa que en otro caso no haría por cuanto hay en el mundo. Durante el largo razonamiento de fray Miguel, se paseaba Espinosa por el claustro en que se hallaban, y el vicario le seguía hablando, sí con energía, pero no con menos respeto. Gabriel dejaba ver en toda su persona el aire de un hombre acostumbrado a tales deferencias, y que por consiguiente las recibe sin orgullo ni admiración. Después de algunos instantes de meditación rompió el silencio el pastelero. —Fray Miguel, meditaremos detenidamente esta noche vuestra proposición, y sabréis mañana lo que resolvemos. Por toda contestación el vicario se inclinó humildemente, en señal de quedar enterado. Espinosa, sin mirarle siquiera, continuó diciendo: —La adquisición de Vargas nos va a ser preciosa. Su familia tiene prestigio y dinero; él es entusiasta y valiente, y estas dotes son muy a propósito para casos de esta especie. —Ciertamente —contestó el fraile—; pero usted sabe sin duda que don Juan desea... —¿Y qué me importa a mí lo que don Juan desea? Sírvanos, que después a cargo de nuestra munificencia queda el recompensarle. —Es que para que nos sirva como usted desea, no hay más que un medio. —Inés. Lo sé, lo he visto antes que vos. Desde el instante en que la vio se le trastornó la cabeza. Con mi larga peregrinación he aprendido, fray Miguel, a conocer a los hombres. No es el oro, ni la gloria, ni las recompensas, la manera de gobernarlos; cada uno de ellos lleva dentro de sí el medio para servir de juguete al que sabe estudiarlos. Las pasiones, padre mío, son el resorte que hay que tocar: ser diestro en la fantasmagoría. Enseñad a cada uno, en perspectiva y abultado, el objeto a que su corazón le inclina, y los veréis corriendo tras de una sombra, abandonar todas las realidades posibles. La dificultad está en graduar la luz proporcionalmente a la vista de cada uno. Los hay que en una piedra ven un trono, o un tesoro, o una belleza, porque todo lo miran a través del prisma de sus deseos. Para otros es necesario más artificio; pero al cabo pocos son los que no caen en la red. —¿Y está ya el señor Espinosa resuelto a servirse de don Juan? —El tiempo dirá lo que debe hacerse. Fray Miguel, quedad con Dios. —Él os guarde, como yo se lo ruego sin cesar. Humillose el fraile al decir esto; Gabriel inclinó ligeramente la cabeza, y saludando graciosamente con la mano, salió a paso largo del claustro. Contemplábale el vicario inmóvil, y al perderlo de vista exclamó en tono bajo y doloroso: «¿Cuándo se moderarán esa impetuosidad y ese orgullo excesivo, que son los que nos han traído a este punto? Jamás». En tanto caminaba Pedro a Medina del Campo, adonde llegó mucho antes que su amo se presentase en la posada, lo que le inquietó sobremanera, y sin duda se hubiera puesto en marcha de nuevo para adquirir noticias de él si su montura, no menos cansada que la de Vargas, se lo hubiera permitido. Gracias a esta circunstancia, halló don Juan a su sirviente en la posada, y supo de él cuanto había ocurrido con fray Miguel y Espinosa; y como el aviso de este convenía con la cita de Inés, desde luego resolvió el hermano del marqués regresar a Valladolid; sin embargo, antes pasó por la hacienda a que supuso se dirigía su viaje, y dando en ella las disposiciones convenientes se encaminó a la residencia de su hermano. [Ilustración] CAPÍTULO V . . . . ¿Y su frente Pudo orlar impudente La vil posteridad con lauros de oro? (Quintana: _Oda a Padilla_). Don Juan de Austria, hijo natural del emperador Carlos V, primer rey de su nombre en España, tuvo fuera también de matrimonio, en una señora madrileña, dos hijas, de las cuales una era la señora doña Ana, monja profesa en el monasterio de Santa María la Real de la villa de Madrigal. La misma política estrecha, mezquina y tiránica que jamás concedió al vencedor de Lepanto las prerrogativas de infante de España, que impidió siempre los distintos enlaces que se le ofrecían a aquel príncipe, verdaderamente grande, y que por último abrevió acaso sus días en medio de la juventud y de la gloria de que en Flandes se estaba cubriendo, esa misma hizo monja a doña Ana. Bien conocía el malogrado héroe el carácter suspicaz, sombrío y cruel de su hermano, y la prueba de ello es que tuvo siempre oculta la existencia de sus hijas, hasta que en la hora de la muerte confió aquel secreto a su digno amigo el duque de Parma Alejandro Farnesio, capitán insigne, príncipe magnánimo, y sobre todo modelo de los caballeros de su siglo. Imposible hubiera sido ocultar a Felipe II que su hermano dejaba dos hijas, por razones que, sobre ser muy obvias, serían harto prolijas de explicar; hízoselo, pues, saber Farnesio, recomendándoselas en su nombre, y en el del difunto príncipe. La conducta del rey fue en aquella ocasión precisamente la misma que había sido la de don Juan de Austria. Recibió la noticia con agrado, acogió a las huérfanas con hipócrita habilidad, y al poner su mano sobre sus cabezas, como para bendecirlas, puede asegurarse que impuso sobre el cuello de aquellas dos inocentes el yugo de hierro que había de agobiarlas toda su vida. Cobarde, como su padre valiente; cruel, como aquel generoso; y fanático, como religioso era Carlos, ningún crimen arredraba a Felipe cuando se trataba de su seguridad, de su venganza, o de los mal entendidos intereses de su religión. Parricida en el príncipe don Carlos, fatricida en don Juan de Austria, ¿qué podía esperarse que hiciese con sus sobrinas? Relativamente hablando, su conducta con ellas fue excelente, pues se limitó a sepultar a ambas en el claustro, contentándose con extinguir así la descendencia de un hombre que aun muerto le causaba celos. Por lo demás, la señora doña Ana había recibido la promesa de ser prelada de su monasterio, y entre tanto vivía en él con la posible independencia. En vez de estar reducida como las demás religiosas a una sola celda, tenía una habitación espaciosa y decorosamente amueblada. Concediósela un locutorio aparte para dar audiencia en él; conservó el tratamiento de excelencia, y sus obligaciones se limitaron a la asistencia al coro, y aun de esta se podía dispensar siempre que le acomadaba. Dos religiosas profesas, ambas nobles de nacimiento, servían inmediatamente a su persona, y otras varias legas desempeñaban los oficios mecánicos de su obligación. En una palabra, sus grillos se doraron con esmero, mas no por eso dejaron de ser grillos. La figura de la señora doña Ana era como la de la mayor parte de las hembras de la casa de Austria, más bien imponente que bella, más agradecida que afable; pero no así su carácter, verdaderamente angelical. Educada por su madre en el mayor recogimiento, y habituada a una vida monótona y silenciosa, de la cual salió para entrar en el claustro, su espíritu había tomado cierta tendencia a la meditación, que, dejándose ver en su rostro, hacía muy a menudo parecer que estaba en éxtasis. No hallando en el momento de desenvolverse la sensibilidad en su corazón objeto en que emplearla, naturalmente recayó toda ella en su madre y en sus augustos parientes; pero esto no bastaba. La juventud buscaba siempre un objeto ideal, no siendo suficiente la imperfección de los que le rodean a satisfacer sus inmensos deseos. Para los que viven en libertad se encarga el amor de realizar estas ilusiones, y las realiza en efecto, si bien suele pagarse la corta felicidad que proporciona con amargos desengaños; pero la infeliz religiosa, ¿qué recurso tiene? La devoción. Cuando esta es sincera, cuando no se limita a prácticas ridículamente supersticiosas, sino que va acompañada de una fe pura, de una conciencia tranquila y un corazón sencillo, ¡dichoso el que la ejerce! En ella encuentra refugio y esperanza, consuelo y remedio para todas las calamidades de la vida. Doña Ana, pues, era devota, sinceramente devota; y si bien tenía todas las supersticiones que pocos dejaban de tener en España en aquel siglo, había por lo menos en lo íntimo de su corazón un fondo inagotable de piedad, y aun de tolerancia, virtud verdaderamente rara en la época en que vivió. Sin embargo, a pesar de toda su devoción, de haber estado en su mano decidir sobre su suerte, no hubiera seguramente tomado el hábito. La naturaleza la había hecho más para madre de familia que para religiosa, y ella misma lo conocía. La vista de un niño producía en aquella señora una sensación difícil de explicar. Sin que la reflexión bastase a impedirlo, suspiraba, contemplando cuán sin culpa ni voluntad se veía obligada a renunciar hasta a su esperanza de recibir nunca las inocentes caricias de que veía colmadas por sus hijos a otras mujeres. Entonces hubiera querido haber debido el ser a un oscuro jornalero, y ser dueña de su persona, más bien que ser hija de un príncipe de la ilustre casa de Austria, a tanta costa. Por más esfuerzos que hagan la superstición y el fanatismo para violentar la naturaleza, su voz se dejará siempre oír en el fondo de nuestros corazones; y las desdichadas víctimas de las instituciones de los hombres, luchando entre la fuerza de sus propios sentimientos y los horrores en que una educación viciosa les ha imbuido, vivieron en perpetua y espantosa agonía. ¿No es ya tiempo de que desaparezcan de las naciones cultas tan monstruosos abusos? Tales eran las disposiciones y situación de doña Ana cuando fray Miguel, nombrado vicario de su monasterio y su confesor, se presentó en Madrigal. Uno y otro tardaron poco en hacerse justicia respetuosamente, y de aquí resultó entre ambos la más estrecha y sincera amistad. Fray Miguel amaba a doña Ana como un padre a su hija, y no podía menos de ser así porque aquella señora había heredado todas las excelentes cualidades del infeliz príncipe a quien debía el ser. Poco tardaron en no tener secretos el uno con el otro. El vicario supo de mano de doña Ana lo que sobre sus sentimientos hemos dicho ya; y la noble religiosa recibió la confianza de las pocas que atormentaban a fray Miguel, y de que aún no hemos hablado. Ya hemos dicho que el vicario de Santa María, antes de serlo, había sido confesor del rey don Sebastián de Portugal, y todo el mundo sabe que este monarca, habiendo hecho, contra el dictamen de todos sus consejeros, o al menos de los más hábiles, una expedición a África, desapareció en una batalla que dio delante de Tánger, en la cual fueron los cristianos completamente derrotados, sin ser posible encontrar el cadáver del rey entre los demás, ni saber su paradero. El cardenal don Enrique ocupó entonces el trono de Portugal, y habiendo muerto sin sucesión, a pesar de haber obtenido del papa dispensa de sus votos para casarse, le sucedió en la corona Felipe II, en virtud de sus derechos, apoyados en un ejército que, a las órdenes del duque de Alba, derrotó a don Antonio, prior de Crato, príncipe que los portugueses hubieran preferido con razón al rey de España. Pero a pesar de que todo esto sucedía, suponiéndose como cierta la muerte del rey don Sebastián, no faltaban en Portugal personas que creyesen que aún existía. Y esto no solo entre el vulgo, sino en las clases más elevadas del Estado. En el número de los que seguían esta opinión se hallaba fray Miguel, fundándola en la circunstancia positiva de que no había uno solo de los que habían escapado con vida de la batalla que dijese que había visto morir al rey, y sí alguno que aseguraba que se había retirado herido gravemente con dirección a la costa. Además, durante el corto reinado de don Enrique corrieron distintas veces rumores de que don Sebastián se había presentado ya en un punto ya en otro de la costa, siendo de observar que tanto el rey cardenal como Felipe II, cada uno en su tiempo, castigaron con la mayor severidad no solo al que decía haber visto en vida al don Sebastián, sino aun a aquellos que se limitaban a opinar que era posible que no hubiese muerto. Si la historia de Felipe no ofreciese en cada una de sus páginas mil pruebas de su hipocresía, su conducta en esta ocasión bastaría solo a destruir la cualidad de eminentemente religioso con que sus parciales han querido honrarle. Un hombre timorato cualquiera da a cada uno lo que legítimamente le pertenece; y cuando las circunstancias le hacen dueño de un objeto al cual pueda parecer dudoso su dominio, no descansa hasta aclararlo, porque prefiere la tranquilidad de su conciencia a cuantos tesoros encierran las entrañas de la tierra. Tal vez se dirá que en política hay ocasiones en que los principios de la estricta justicia deben plegarse a las circunstancias del momento, y que acaso de una pequeña infracción de ellos, en perjuicio de uno o de algunos particulares, resultan bienes infinitamente superiores a la masa. Esto se ha dicho hace muchos siglos, se dice en el nuestro, y se dirá en los futuros, siempre que los gobiernos quieren, o por malicia o por ignorancia, infringir los pactos sociales, que tácitos o expresos existen en todas las naciones, inclusa la Turquía, donde lo es el Alcorán; pero como no porque todos digan una cosa por eso es buena, habrán de permitirnos que les digamos humildemente nuestra triste opinión, y es que en general jamás de una mala acción resulta un bien; que si tal vez a primera vista aparece así, es indudable que, examinada la cosa a fondo y despacio, se hallará que no es lo que parece; y por último, que al mismo resultado, aun suponiéndolo bueno, se hubiera podido llegar sin cometer el crimen, con un poco más de paciencia y de trabajo. De cualquiera modo, Felipe procedió siempre con su severidad característica contra todos los sebastianistas, y era igual el placer que su corazón de tigre recibía viendo quemar vivo al infeliz que acaso cantó por distracción ¿Si ha venido o no ha venido El Mesías prometido? No ha venido, o se mudó de camisa un sábado, o tuvo la desdicha de no nacer aficionado a la carne de cerdo, que al que era bastante osado para decir que su penúltimo rey acaso aún viviría. No conocíamos en aquella época los españoles la sutil invención de la policía, mas en cambio teníamos la Inquisición, que no le va en zaga, y aun le lleva ventajas, y no pocas. Gracias a las luces del siglo, la policía encuentra pocos delatores fuera de la clase abyecta de la sociedad, y aun en ella se avergüenzan los hombres de ser ministros de tal institución. Por el contrario, el difunto Santo Oficio, desde el monarca hasta su último vasallo, contaba con otros tantos servidores. Las personas reales se honraban llevando un hacecito de leña para freír algún desventurado hereje; una junta de sus calificadores decidió de la suerte del príncipe de Asturias don Carlos. Los grandes de España ansiaban verse alguaciles mayores, y desempeñar otros oficios del nefando tribunal. La cruz verde de familiar deshonraba el pecho de un número considerable de nobles y funcionarios públicos. En una palabra, no parece sino que eclesiásticos y seculares, nobles y plebeyos, toda la nación, en fin, quiso hacerse cómplice de los millares de asesinatos jurídicos cometidos por la Inquisición, al paso que la mayor afrenta que hoy puede hacérsele a un hombre es llamarle _esbirro_. Fray Miguel, después de haber sufrido valerosamente la más cruel de las persecuciones, y llevado con resignación la reclusión en que se le tuvo algunos años, aprendió a ser cauto. Cesó de hablar de su malogrado rey, e interpretándose su silencio como prueba de hallarse convencido de la muerte de don Sebastián, lograron sus valedores, no sin trabajo, que se le pusiera en libertad y se le agraciase con el vicariato de Santa María, destino, a la verdad, poco apetecible para un provincial, pero preferible siempre a un encierro. Allí, como hemos dicho, encontró a la señora doña Ana, y se interesó por ella vivamente tan luego como llegó a conocer sus excelentes prendas. La hija de don Juan de Austria se consideraba, con razón, como víctima de la política de su tío el rey, y así fray Miguel llevaba en el mero hecho de ser perseguido por el mismo una gran recomendación para ella. Las conversaciones entre el portugués proscrito y la religiosa versaban constantemente sobre dos solos puntos: la gloria y desgracia del vencedor de Lepanto, y la aciaga batalla de Tánger. Insensiblemente, las opiniones del vicario sobre esta última materia fueron inculcándose en doña Ana, de modo que a muy poco tiempo llegó a ser tanto o más celosa sebastianista que él mismo. Si fray Miguel hacía una penitencia, una oferta cualquiera a un santo para lograr por su mediación la deseada vuelta de su rey, doña Ana no solo le imitaba, sino que en ocasiones llegaba a sobrepujarle en celo. Una rica lámpara de plata ardía de continuo en el coro alto de su monasterio, ante una imagen de nuestra Señora, en muestra del ardiente deseo que la hija de don Juan de Austria tenía de ver restituido a su trono al rey don Sebastián. Jamás oraba sin dirigir al cielo repetidas súplicas con el mismo fin; y, en resumen, su pensamiento dominante, único más bien, era el del regreso de aquel malhadado príncipe a su país. Pero la verdad nos obliga a decir que, además de la compasión que las desgracias del rey de Portugal inspiraban al sensible corazón de la augusta religiosa, y del cariño que le profesaba por ser hijo de la princesa doña Juana, hermana predilecta de su padre, había un motivo, tal vez más poderoso, para que doña Ana se interesase tanto en que don Sebastián viniese y volviese a reinar. Era este motivo la persuasión en que se hallaba, gracias a los continuos y repetidos esfuerzos que para ello hizo fray Miguel, de que en el caso de verificarse lo que tanto deseaba, y de contribuir aquella señora tan eficazmente como pensaba hacerlo al restablecimiento de la independencia de Portugal, don Sebastián obtendría del sumo pontífice que dispensaría a la señora doña Ana de sus votos, y se uniría a ella con el lazo del matrimonio. Preciso es confesar que el vicario, en esta ocasión, prescindió un poco de su carácter habitualmente candoroso, y fue político en toda la extensión de la palabra, ofreciendo a la vista de la reclusa una perspectiva tan halagüeña que no podía menos de obligarla a entrar en sus planes, y prometiendo más acaso de lo que hubiera podido cumplir aun cuando don Sebastián no hubiese en efecto muerto y pudiera recobrar su corona, ambas cosas por lo menos harto problemáticas. Pero háblesele a un amante de estrechar entre sus brazos a la que ama; a un prisionero de la libertad: por más incierto, por más peligroso, y acaso imposible, que al indiferente parezca conseguir lo uno o lo otro, a los interesados no les parece nunca que ofrece la menor dificultad, y apenas tocando la barrera de diamante que el destino opone a sus deseos, creen en ella. Tal fue el caso de la señora doña Ana. A las primeras insinuaciones que el vicario la hizo sobre la materia, su fantasía se inflamó. Aquel corazón, a quien jamás la idea del amor se había presentado sino asociada con la del crimen, pudo, en fin, conseguir la esperanza de amar un día sin delito, y de amar a un guerrero esforzado, célebre por su valor y sus desgracias, y rey en fin. Recobrar de una vez la libertad, sus derechos de mujer, la clase en que su ilustre nacimiento la colocó, salir de la estrechez del claustro al esplendor del trono, y sacudir las cadenas de Felipe, eran para doña Ana consecuencias inmediatas y precisas de la aparición de don Sebastián. ¿Qué mucho que con tales esperanzas no dejase en sosiego a un solo santo del cielo para conseguir se realizasen? Sin embargo, empezó por oponer algunas resistencias al proyecto del matrimonio, y como fray Miguel, conociendo que aquello solo era por el bien parecer, insistiese sin cesar en ello, acabó por convenir en que se prestaría, _aunque con repugnancia, a los deseos de su augusto primo, y a las órdenes del santo padre_. Conformidad admirable, tanto más cuanto su augusto primo probablemente no existía, y el _santo padre_ en lo que menos pensaba era en sacarla de su monasterio. Además de la señora doña Ana, contaba fray Miguel en el monasterio con el amor de casi todas las religiosas, a quienes su vida austera y penitente había inspirado una veneración sin límites; y desde que se hallaba en Madrigal había vuelto a anudar algunas relaciones en Portugal con la mayor cautela y tan buena maña, que logró sustraer su correspondencia a la vigilancia de los agentes de Felipe. Valiose para ello de un médico portugués establecido en el mismo Madrigal, de quien en lo sucesivo tendremos ocasión de hablar. Este era el estado de fray Miguel y la señora doña Ana cuando don Juan de Vargas se presentó en Madrigal por la vez primera. [Ilustración] CAPÍTULO VI Los días que apresurado Quieres hora apresurar Un tiempo te ha de pesar Que hayan tan presto llegado. Los días que transcurrieron hasta el domingo en que Inés había prometido a don Juan de Vargas verse con él a la hora de la oración en el Carmen de Valladolid, caminaron para el impaciente amante con una lentitud insoportable. Todas las tardes su paseo, sin preceder deliberación, era hacia el lugar de la cita, y en él su ocupación calcular hasta por minutos el tiempo que debía transcurrir hasta el deseado instante. Triste condición la del hombre que con ridícula inconsecuencia desea abreviar el curso de su corta vida por acelerar tal época de placer que acaso nunca llega. Cinco días mortales se pasaron hasta que amaneció el domingo señalado. Don Juan oyó misa en el Carmen, paseó hasta la hora de comer por sus inmediaciones, y por la tarde volvió también al mismo paraje. La oración sonó: en lo que menos pensó Vargas fue en rezar. Recorrió con la vista la larga extensión del Campo Grande, que así se llama el paraje en que se halla en Valladolid el convento del Carmen; pero aunque en él vio diferentes personas, ninguna se acercó al punto convenido en largo tiempo. Por fin, dos hombres embozados hasta los ojos, y dejando ver por debajo de las capas cada uno una espada de tremenda longitud, se dirigieron al pórtico del convento con aire, aunque resuelto, cauteloso. Don Juan los miró un momento; pero preocupado con la idea de ver venir a Inés, apenas paró la atención en aquellos dos hombres. Por su parte los embozados parece que tampoco hicieron reparo en él, y dieron vuelta a aquellos alrededores registrándolos escrupulosamente, con el objeto sin duda de buscar en ellos a alguna persona, o de asegurarse de que ninguna había oculta. Terminado este examen, que fue de bastante duración, uno de ellos se acercó a Vargas, que también iba embozado, y sin saludarle, ni andar en más ceremonias, le dijo: —Amigo, háganos el gusto de despejar el campo, que habemos menester estar solos. El hermano del marqués, impaciente con la tardanza de su amada, contrariado además con la importuna llegada de aquellos hombres, y poco acostumbrado a verse tratar con tan poca cortesía, sintió impulsos de responder a estocadas a tan grosera intimación; pero reflexionando que empeñar entonces una querella era lo mismo que imposibilitarse de ver a Inés, se contuvo, no sin trabajo, y respondió con aparente flema: —Caballeros, un negocio de importancia me impide darles gusto por ahora. Tal vez me convendría a mí también estar solo; mas por amor de la paz me convendré a que vuesas mercedes estén aquí también. Iba el que dio principio a esta conversación a responder no sabemos qué, cuando el otro embozado, que hasta entonces había permanecido a alguna distancia, acercándose precipitadamente a su compañero, le dijo: —O el oído me engaña, o ese hombre es don Juan de Vargas, y a fe que me alegrara. —Alegraos, pues, replicó el amante de Inés mostrándole el rostro a descubierto, que yo soy en persona. —¿Qué vais a hacer? —exclamó el que primero había hablado de los dos. —Lo veréis —respondió el segundo; y separándose de él, y dirigiéndose a don Juan, continuó diciendo—: Si no ando errado, señor don Juan, vos amáis a una mujer que tiene por nombre el de Inés. Toda la sangre de Vargas se inflamó al oír tal interpelación. El que entonces le hablaba, ni era Espinosa, ni fray Miguel, y solo ellos dos y su criado Pedro tenían algún indicio de sus amores. ¿Cómo, pues, aquel desconocido se mostraba tan al corriente de ellos? «Es un rival —dijo para sí—; solo un rival, y rival favorecido, puede saber que yo amo a Inés». El raciocinio no era muy exacto; pero de tal modo se le asentó en la cabeza a don Juan aquella idea que, desde luego, se resolvió a reñir con aquel hombre, y así le contestó con sobrado desabrimiento: —Señor mío, no estoy acostumbrado a dar cuenta de mis pensamientos al primer impertinente que tiene la osadía de venir a interrogarme; y así, si no queréis llevar respuesta de que os pese, iros norabuena, y dejadme en paz. —Esa arrogancia podrá convenir con vuestros criados, pero no con los que cuando menos son tanto como vos. —Si en efecto sois caballero —replicó Vargas lleno de ira—, yo os responderé como conviene. Y al acabar estas palabras echó mano a la espada. No anduvo perezoso su contrario, pues empuñó la suya diciendo: —A esto quería yo venir a parar. —Hubiéraislo dicho desde luego, y ahorráramos palabras —repuso don Juan ya riñendo. Su enemigo, para pelear, hubo de desembozarse y dejar ver un rostro de hombre en extremo blanco. El cabello era rubio y rizado, los ojos azules, y la fisonomía, aunque podía pasar por bella, sin embargo carecía de viveza y gracia. Vargas reñía con serenidad, pero airado; su antagonista con valor, pero sin gran vehemencia. Ambos eran jóvenes, robustos, y diestros, al parecer, en el manejo de las armas. El embozado que primero habló, aunque daba de cuando en cuando algunas muestras de descontento por lo que presenciaba, permaneció inmóvil en su puesto, hasta que después de dos minutos de pelea, su compañero, estrechado vivísimamente por Vargas, empezó a perder terreno. Entonces sin consideración alguna sacó también su espada y cerró con don Juan. Este, viéndose de repente con dos enemigos en vez de uno, se sorprendió algún tanto, y dio lugar a que su nuevo adversario le hiriese, aunque levemente, en la mano izquierda. Empero, al ver correr su sangre tan alevosamente derramada, la ira le dio nuevas fuerzas, y echando prontamente mano a la daga, de que hasta allí desdeñó de hacer uso, se dio tan buena maña que no solo mantuvo a suficiente distancia de su cuerpo los aceros de sus enemigos, sino que tuvo la fortuna de desarmar al que provocó la riña, haciendo saltar su espada a más de cuarenta pasos. Pero aquel triunfo hubo de serle funesto, pues el desarmado, furioso con el desmán que le sucedía, corrió en busca de su arma, y volviendo con ella iba a atacar a Vargas por un costado, esperando que, ocupado en combatir con su compañero, no lo echaría de ver. Engañose en esto. El hermano del marqués no era novicio en las armas, y como más de una vez se había visto en Flandes en lances cuando menos tan apurados como aquel, conservaba la misma serenidad que si estuviera sentado a la mesa de su hermano. Calculando con razón que de hombres que peleaban dos contra uno todo lo malo podía esperarlo, no perdió de vista al desarmado, y observando su marcha le conoció la intención. Reconociendo, pues, el terreno con una rápida ojeada, empezó a retirarse con tanto acierto, que en un instante se halló con las espaldas guardadas por el convento, y su enemigo vio frustrarse la esperanza de acabar con él traidoramente. La pérfida conducta de aquellos dos hombres se avenía muy mal con el valor con que peleaban, porque en realidad lo hacían como hombres decididos, y que no empezaban entonces a manejar la espada. Más de siete minutos duró aquella lucha desigual; en ella recibió don Juan la herida de que hemos hablado, y sus dos enemigos no se hallaban mejor parados, pues el rostro de uno estaba cubierto de sangre, y el otro recibió una estocada en un muslo. Sea por las heridas, sea por cansancio, ambos se retiraron simultáneamente al cabo de este tiempo como a unos seis pasos de Vargas, y este, demasiado fatigado para perseguirlos, aprovechó con gusto aquella ocasión de recobrar sus fuerzas. Los tres con las puntas de las espadas apoyando en tierra, respirando apenas, y con la vista clavada en el enemigo, hubieran parecido estatuas si la sangre que corría por sus vestidos no demostrara que eran hombres. Es probable que la pelea se hubiera renovado, y tal vez terminado con fatal éxito para Vargas, si a poco de hallarse los tres actores de aquella escena en la disposición que hemos dicho, no apareciera entre ellos una mujer, cubierta con un manto negro, pero que a pesar de él conoció desde luego Vargas por Inés. La pastelera de Madrigal, que no esperaba hallar en aquel sitio a don Juan cubierto de sangre, y en disposición tan hostil, dio muestra de su sorpresa y sentimiento con un profundo suspiro, que fue el que advirtió de su presencia a su amante y a sus dos enemigos. —Señor don Juan, ¿qué es esto, que es esto? —preguntó Inés. —Esto es, señora —dijo el provocador de Vargas, sin dar lugar a que este respondiese—, esto es un efecto de vuestra acertada elección. —Decid más bien —replicó la morena con dignidad y fuerza—, de vuestra inconcebible imprudencia, de vuestra ridícula obstinación, por no decir otra cosa. —Podéis gloriaros, Inés —exclamó don Juan—, de tener un amante en ese hombre digno de figurar en una banda de salteadores. Mirad el denuedo con que esos hombres han tirado la espada contra uno solo; y es lástima, en verdad, que no hayáis presenciado el valor con que trataban de asesinarme por la espalda. La acusación era demasiado cierta, y en el fondo de sus corazones era imposible que los embozados dejaran de conocer su justicia; pero hallándose una mujer presente no les pareció decoroso convenir en ella, y así el que primero riñó contestó lleno de ira real o aparente: —Mentís como un bellaco. —Miserable —gritó don Juan—, yo castigaré tu imprudencia. Y diciendo y haciendo acometió con no vista furia a su enemigo, quien no dejó de defenderse bizarramente. Su compañero, que como ya se ha visto, nada tenía de escrupuloso, iba también a tomar parte en la pelea; mas Inés, advirtiéndolo con tiempo, se arrojó sobre él tan de improviso, que le arrancó la espada de las manos, y separándose algún tanto le presentó la punta de su propio acero a dos dedos del pecho, diéndole: —Cobarde, por la vida del rey te juro que te atravieso si das un paso más. No, en mi presencia no asesinaréis a un caballero. Pelee en hora buena con uno, ya que tan locos sois que buscáis vuestra perdición y la nuestra, pero con dos no será mientras yo pueda impedirlo. Entre tanto peleaba Vargas con singular denuedo, y su enemigo no se defendía con menos. Mas como ambos estaban ya cansados, apenas tiraban golpe peligroso, y si lo hacían, no encontraban dificultad en pararse recíprocamente. A poco de haberse empezado este nuevo combate Inés, que en medio de su singular posición conservaba una admirable serenidad, exclamó: —La justicia, caballeros, la justicia. Los que reñían suspendieron su combate, y el desarmado, volviendo atrás la cabeza, vio en efecto que ya a la mitad de la distancia que media entre el convento del Carmen y la calle de Santiago se percibía a la luz de una gran linterna que traían un grupo de siete a ocho personas que probablemente habrían oído el ruido de las espadas, según la prisa con que caminaban. —La justicia es —repitió aquel hombre—; huyamos. —Señor don Juan —dijo el otro—, ya veis que por ahora no es posible terminar este asunto; yo buscaré ocasión en que podamos hacerlo sin temor de ser interrumpidos. —Y entonces —respondió Vargas con amarga ironía—, procurad llevar otros dos o tres amigos, por si no bastareis solo. No replicó a esto aquel hombre, ya por no tener qué, ya, y es lo más cierto, porque los de la linterna se acercaban tan de prisa que no daban lugar a ello. Lo que hizo, pues, fue envainar su espada, y seguido por su compañero echó a andar con bastante celeridad a pesar de su herida. Inés, llegándose a su amante, le dijo: —Don Juan, las apariencias me condenan, pero cuando las circunstancias lo permitan yo os haré ver mi inocencia; por ahora me es fuerza retirarme. Mientras la pastelera hablaba así, los que huían, advirtiendo que no los seguían, hicieron alto, y uno de ellos volviendo la cabeza dijo en voz alta: —Vamos, señora. Obedeció Inés, y don Juan despechado exclamó: —Seguidlos, señora, seguidlos, que ya yo quedo satisfecho de vuestro amor. Aunque hubiera querido la morena replicar no se lo permitieron sus impacientes compañeros, que asiéndola cada uno por un brazo tardaron poco en desaparecer a la vista de Vargas, gracias a la oscuridad de la noche. Un momento después los de la linterna, haciendo alto como a unos veinte pasos de nuestro caballero, que apoyando la espalda a los muros del convento, y con la espada en la mano, permaneció inmóvil, dieron el acostumbrado grito: —¿Quién va a la ronda? —Un hombre solo, un caballero —respondió don Juan. Animados con esta respuesta, los ministros de justicia, que tales eran en efecto, se acercaron a don Juan, y formaron círculo en rededor de él. —La espada —dijo ya entonces el que capitaneaba aquella gente, y por el traje parecía magistrado. —¿Y quién me la pide? —preguntó Vargas. —El rey nuestro señor (aquí el juez, sus ministros y Vargas se descubrieron la cabeza respetuosamente), y en su nombre don Rodrigo Santillana, su alcalde del crimen en la real chancillería de Valladolid. —Tomad, pues, señor alcalde, aunque ignoro la causa por que se me pide. —Vuestro nombre y profesión. —Don Juan de Vargas, caballero y capitán de caballos, hermano del marqués de ***, para serviros. —Tomad vuestra espada, señor caballero, que de persona de tan honrado linaje no es de sospechar acción villana, y seguidme si os place. Recibió don Juan su espada, y tomó con el alcalde la vuelta para Valladolid. En el tránsito le dijo don Rodrigo que habiendo salido aquella noche a hacer su ronda, y entrando en el Campo Grande, le llamó la atención oír hacia el Carmen ruido de espadas, y que como aquel era el paraje en que a tales horas salían los caballeros irritados, había acudido a él, deseoso de evitar, como era su obligación, cualquier desgracia. Don Juan contestó que él había acudido allí para cierta cita, y que sobreviniendo impensadamente dos desconocidos, y queriendo arrojarle del sitio con brutal grosería, negándose él a hacerlo, le acometieron ambos, hiriéndole, como se deja ver; que habiendo advertido uno de sus enemigos que se aproximaba la justicia, y avisádoselo al otro, echaron ambos a huir; y que él, no teniendo motivo para hacerlo, permaneció firme allí hasta la llegada de la ronda. Por último, Vargas concluyó protestando que estaba pronto a seguir a don Rodrigo a la prisión, si a ella quería llevarle, pero que no le parecía justo se atropellase a un hombre principal por haber defendido su vida contra dos asesinos. Don Rodrigo Santillana, que era un buen magistrado, pero muy cortesano y ambicioso, aprovechó con gusto aquella ocasión de adquirir la poderosa protección de la familia de los Vargas, aunque bien conocía que era a expensas de lo que la justicia exigía, pues al cabo a don Juan se le había hallado a deshoras y casi en despoblado con la espada en la mano ensangrentada, y herido además. Su deber era retenerlo en prisión hasta averiguar su inocencia; su interés le aconsejaba creer en ella desde luego, y este, como sucede con frecuencia en tales casos, triunfó entonces también. El alcalde, pues, dio desde luego entero crédito a cuanto don Juan le dijo, y excusándose humildemente de haberse visto precisado a tratarlo al principio con poca cortesía, no solo le declaró que estaba libre, sino que quiso acompañarle, y le acompañó en efecto con toda su ronda hasta la puerta de la casa de su hermano el marqués. Verdad es que en esto último se encerraba también el designio de cerciorarse de que don Juan era realmente la persona que había dicho ser, lo que vio confirmado plenamente con el respeto con que los criados le recibieron. Finalmente, Vargas y Santillana se despidieron los mejores amigos del mundo, y con la promesa de volverse a ver muy presto. El primero se retiró a devorar sus penas en el silencio de su estancia, y el segundo a buscar con sus ministros en las calles de Valladolid algún plebeyo descarriado en quien compensar con el rigor la indulgencia excesiva que había usado con el noble capitán de caballos. [Ilustración] CAPÍTULO VII Todo es ya por demás: ¿Qué soy ahora? (Quintana: _Pelayo_). Rayaba el sol en el más alto punto de su diaria carrera iluminando con sus rayos las vastas llanuras de Castilla la Vieja, cuando por tercera vez pisó el suelo de Madrigal el enamorado y malcontento don Juan de Vargas, ocho días después de la noche en que después de los acontecimientos del Campo Grande le dejó en su casa el alcalde don Rodrigo Santillana. Empleó los siete primeros en hacer en todo Valladolid las más exquisitas diligencias para encontrar a su dama, recorriendo con este objeto cuantas posadas públicas o secretas él conocía, o sus amigos le indicaron; mas no solo no dio con ella, sino ni tampoco con el menor indicio de haberse aposentado en ninguna. Tan cautelosa manera de proceder, las relaciones de aquella mujer con los hombres que le atacaron en las inmediaciones del convento del Carmen y, sobre todo, su dependencia del pastelero Gabriel de Espinosa no podían menos de debilitar el ventajoso concepto que otras circunstancias le habían hecho formar de ella, y no hay duda de que, a no estar tan ciegamente enamorado, bastaran a separarle de ella enteramente. Pero ya en su posición, cada reflexión que le ocurría en contra de Inés no producía otro resultado que el de hacer más penoso su estado, exasperarle, por consiguiente, y llevarle a ser capaz de cometer los mayores excesos por salir pronto de la intolerable incertidumbre en que vivía. Vista, pues, la inutilidad de sus pesquisas en Valladolid, marchó a Madrigal, resuelto a obtener de Inés, si acudía a la ermita en cumplimiento de su oferta, explicaciones terminantes, y quedar de acuerdo con ella en unirse o separarse para siempre. La promesa que había hecho a fray Miguel de no dar paso ninguno en el asunto sin acudir a su mediación no fue parte para detenerlo, porque consideraba roto aquel pacto, y no sin fundamento, ya en virtud de haberse ausentado de Madrigal Inés durante su misma conferencia con el vicario, ya porque en el lance de Valladolid no veía más que un lazo tendido por Espinosa, quien, a juzgar por la estrecha amistad que con el fraile tenía, obraba de acuerdo con él. Con estas disposiciones entró don Juan en el mesón de Madrigal, y sin salir de él esperó la hora de la cita; pero amaestrado con la pasada, llevó en su compañía a Pedro, y así él como su criado cuidaron de ir prevenidos de armas de fuego. Aún era bastante la claridad del crepúsculo, cuando llegaron a la ermita, para permitirle registrar escrupulosamente las ruinas que fueron teatro de la aventura de su prisión; pero por más que hizo no pudo hallar vestigios de puertas, trampa ni entrada secreta alguna, de manera que el tal examen solo produjo la utilidad de entretener por algún tiempo su impaciencia. Por esta vez no se le hizo esperar mucho, pues pocos instantes después de la hora señalada se presentó, no Inés, sino el mulato Domingo, quien saludando con su acostumbrada aspereza le puso en las manos un pliego cuyo sobrescrito decía así: «Al muy ilustre señor don Juan de Vargas, guarde Dios muchos años». Abriolo sin tardanza aquel caballero, y halló que decía así: «Señor don Juan: la persona a quien vuesa merced espera en las ruinas, ni está hoy en Madrigal, ni estará en algunos días. Escríbole estas letras para ahorrarle el trabajo de esperarla inútilmente, y para decirle que si desea tener noticias de ella, puede venirse por esta su celda, en donde sabe que siempre será recibido como quien viene a honrarla con su presencia. Y con esto queda rogando a Dios por la salud de vuesa merced su humilde servidor y menor capellán — _F. M._». Aunque la carta no llevaba más firma que estas dos iniciales, su contenido declaraba bien que el que la había escrito era el vicario de Santa María, y don Juan, no hallando otro partido que tomar, se decidió a aceptar la invitación que aquel le hacía, echando a andar inmediatamente para el monasterio. Domingo, así que entregó la carta, volvió la espalda, y mientras don Juan leía se metió en el pueblo. Recibió fray Miguel a don Juan con cordialidad y cortesía; pero Vargas, que en el fondo de su corazón estaba indignado con él, casi se le presentó con grosería. Debió sin duda de advertirlo el vicario, mas no se dio por entendido, y empezó a preguntarle por su salud con el mismo desembarazo que si el día antes se hubieran visto, y después de ello se puso a hablar del tiempo con admirable flema. —Todo eso está bueno —le interrumpió Vargas a breve tiempo—; pero mi venida no ha sido a hablar de materias indiferentes. A quien tan bien enterado está de mis negocios, no tengo necesidad de decirle cuanto me ha ocurrido desde que nos separamos, pues desde luego supongo lo sabría. —Así es la verdad. —Y probablemente lo sabría aun antes de sucederme. —En eso os engañáis, y me hacéis una cruel injusticia... —Sea en buen hora. Tampoco he venido a discutir esa materia. Lo que me importa es saber las noticias que habéis prometido darme. —Y lo cumpliré. —A eso aguardo. —Primero tengo que exigir del señor don Juan la promesa formal de someterse a ciertas condiciones. —Veámoslas. —Primeramente guardar inviolable secreto sobre cuanto yo le revele, o en consecuencia de ello descubriere hoy, mañana o en cualquier tiempo. —Aceptada. —¿Lo juráis? —Por mi honor y esta cruz. —En segundo lugar perdonar de aquí para delante de Dios a los dos hombres que os acometieron la noche del domingo pasado, renunciando a toda idea de venganza, y mirándolos como amigos si necesario fuese. —Fray Miguel, ¿sabéis la villanía que usaron conmigo? ¿Sabéis...? —Todo lo sé. —¿Y podéis aprobar tal infamia? —No permita el Señor que en mi pecho se abriguen semejantes sentimientos. No, señor don Juan: aquel desventurado lance me ha costado muchas lágrimas, y me las hubiera hecho derramar eternas si os costara la vida. Pero creedme, no hubo en él premeditación. Acontecimientos inevitables os hicieron encontrar con aquellos hombres: lo demás fue obra del espíritu maligno, que no desperdicia ocasión para perder a los hijos de Adán. ¿Os resolvéis, pues, a perdonar? —Padre vicario, mirad lo que pedís. —Lo que como cristiano debéis hacer. —Perdonados están. —¿Y prometéis también no renovar el duelo? —Siempre que no se me provoque a ello de nuevo. Si este caso llegara, sé lo que el honor exige de un caballero, y no dejara de hacerlo si mi padre saliera de la tumba solo para rogármelo. —Funesta preocupación la del honor, que os hace hollar los más santos preceptos de la religión... —Padre vicario, dejemos este punto: yo seguiré vuestra opinión a ciegas cuando se trate de teología; en materias de esta especie, fiaos a mí, que yo sé lo que he de hacer. Os repito que no tiraré la espada contra esos hombres si a ello no me provocan. Ved si esto os parece bastante, y por Dios vamos a lo que importa. —Consiento en recibir vuestra promesa tal como la hacéis. Resta que os convengáis a mirarlos como vuestros amigos si la ocasión se presentase de ser así necesario. —¿Y quien decidirá que así sea? —Inés; vos mismo. —Prometido también. —Restan ahora dos únicas condiciones, pero son las más importantes. —Y bien; decidlas. —Se os va a confiar un gran secreto, pero no en todas sus partes por ahora. ¿Ofrecéis que contentándoos con saber lo que se os diga, no trataréis en manera alguna de averiguar el resto? —Sí, ofrezco. —Lo último a que os queda que comprometeros es a renunciar para siempre a Inés... —Jamás. —Escuchadme. —No, en eso no hablemos. —Señor don Juan, permitidme que acabe, y responded después lo que gustéis. Es preciso, pues, que prometáis renunciar para siempre a Inés, pero en el caso que no os convenga el medio que ella misma os propondrá para llegar a ser su esposo. —Si yo me negare a ello, desde luego consiento en renunciar a Inés. —Olvidando, si es posible, hasta que la habéis conocido, cesando de seguirla, de mezclarse en sus operaciones, y de averiguar su paradero. —A todo me obligo. —¿A fe de caballero y de cristiano? —Por mi honor y mi religión lo juro ante ese divino Señor que está sobre vuestra mesa. Y si no lo cumpliere, téngaseme por indigno de mi noble nacimiento y en la hora de la muerte se me demande ante el Todopoderoso. —Amén. —¿Queréis más? —No; basta lo hecho. —Cumplid ahora vuestra promesa. —Voy a hacerlo. Entonces el fraile, levantándose de su asiento, se dirigió a la puerta de un retrete que en la celda había, y abriéndolo salió de él Gabriel de Espinosa. Ya se deja conocer cuál sería la sorpresa de Vargas con la aparición de aquel personaje, a quien estaba lejos de esperar. Estaba en pie y descubierto delante del crucifijo de la mesa del vicario, con la mano derecha aún puesta sobre el puño de la espada, cuando fray Miguel abrió la puerta del retrete, y así permaneció, sin que la multitud de diversos pensamientos que le asaltaron al ver al pastelero le diera lugar a variar de postura, ni a proferir una sola palabra. Gabriel, envuelto en su capa, con su ancho sombrero calado hasta las cejas, y con aire aún más grave que de ordinario acostumbraba, salió de su escondite a paso lento, y ocupando el sillón del vicario, colocado este a su lado en pie, empezó a hablar sin descubrirse la cabeza ni hacer otro movimiento que el de dejar caer el embozo de la capa lo bastante para poder explicarse fácilmente. —Señor don Juan —dijo—, desgracias inauditas y continuadas han reducido muchos años, y reducen aun hoy, a ocultar su nombre y persona al que estáis viendo y nació muy lejos de la humilde condición en que le habéis conocido. »Desde que por la vez primera me visteis, mi persona debió de llamaros la atención, pues me seguisteis obstinadamente, a pesar de que yo, teniendo graves motivos para desear no ser conocido por entonces, y creyendo, a causa de ignorar quién erais, que fueseis un espía de mis enemigos, hice cuanto pude por evitar vuestras miradas. Aquí Espinosa, como si hasta entonces no hubiera advertido que tanto Vargas como el vicario estaban en pie, se dirigió a ambos diciéndoles gravemente: —Sentaos. Uno y otro obedecieron, lo que de parte del fraile no parecía extraño, mas sí de la de don Juan, quien, sin poderlo él mismo comprender, se sentía humillado en presencia del singular pastelero. Este, después que tuvo a su auditorio sentado, continuó su interrumpido discurso de esta manera. —Desde entonces acá he tenido justos motivos de rectificar mi primera opinión. He visto en vos un caballero valiente, generoso, y perseverante en sus designios; y creed lo que os digo, pues si bien la lisonja me ha cegado más de una vez en otros tiempos, ya por mi posición, ya por mi carácter personal, jamás han pronunciado mis labios una palabra de alabanza sin que el corazón sintiera más acaso de lo que la lengua decía. »Pero estas mismas prendas recomendables que yo conocía en vos, señor caballero, me retraían de comprometeros en una empresa, aunque justa, aventurada y sobradamente peligrosa, en la cual por interés personal y por obligación os veréis empeñado uniendo vuestra suerte a la de Inés. »Incapaz, como lo soy, de cometer una villanía, tampoco la hubiera creído ni la creo de vos: así, pues, días ha que os hubiera enterado de todos mis secretos, sin otra precaución que la de encargaros el sigilo, seguro de vuestra honradez; pero la seguridad de muchos y muy fieles amigos, las reglas de la prudencia, y los consejos de personas que acaso se interesan tanto en vuestro bien como en el mío, me han movido a exigir de vos por medio de fray Miguel las promesas que acabáis de hacer solemnemente. »Ni el tiempo ni el lugar son ahora a propósito para revelaros quién yo sea. Básteos saber que nací caballero; que mi casa es ilustre, algunos de mis hechos gloriosos, y mi fortuna tan escasa que de noble y principal me ha reducido a humilde pastelero. »Contando con el favor de Dios y la fidelidad de mis amigos, en cuyo número espero contaros muy en breve, tardará poco acaso el día en que recobre mi ser primero: entonces, señor don Juan, yo os aseguro que no tendréis motivo de arrepentiros de haberme conocido. Este pliego (enseñándole uno sellado), que os prohíbo abráis hasta hallaros en Valladolid, os instruirá de parte de lo que deseáis saber, y os pondrá en disposición de enteraros del resto. »Recordad vuestras promesas, y cumplídmelas religiosamente. Ahora tomad inmediatamente el camino de Valladolid. Nada más tengo que deciros. Guárdeos el cielo. Acabando de hablar se puso en pie, entregó a fray Miguel el pliego, y después de haberlo recibido, este también de pie, y haciendo una profunda reverencia, salió Gabriel de la celda sin dignarse siquiera volver la cabeza para ver el efecto que sus palabras habían producido en don Juan de Vargas, quien, absorto con cuanto le pasaba, ni quería responder, ni aun cuando hubiera querido acertara a hacerlo. Luego que Espinosa salió del aposento, entregó fray Miguel el pliego a don Juan, y este, recibiéndolo maquinalmente, empezó a volverle entre las manos, en tanto que sus ojos, fijos en el suelo, denotaban claramente que aún no se había recobrado de su primera sorpresa. No le pareció al vicario hablarle por el momento, sino quiso que por grados se fuese él mismo serenando, y luego que conoció, al cabo de algunos minutos, que esto iba verificándose, le preguntó: —¿Y bien, señor don Juan, no pensáis en pasar hoy a Valladolid? —¿A Valladolid —respondió Vargas como si despertase de un sueño—, a qué? —¿A qué? A lo que con tanta ansia deseabais no hace mucho. —Sí; a ver a Inés sin duda. Este pliego dirá dónde se halla, ¿no es verdad, padre vicario? —Recordad nuestro convenio, y nada me preguntéis. —Sí; es cierto. Nada debo preguntar verdaderamente: jamás hombre se habrá visto en tan extraña situación. ¡Cómo ha de ser! Mi estrella lo quiere así. —No os desaniméis; estos misterios tardarán poco en cesar; la justicia triunfará, y entonces... —Inés será mía. —Vuestra será si vos queréis, señor don Juan... —¿Si yo quiero? Fray Miguel, adiós: vea yo Inés, y entonces conoceréis si hay nada difícil para mí tratándose de obtener su mano. —El cielo os sea propicio en vuestro viaje. Así que don Juan salió de la celda, la fisonomía naturalmente grave del vicario tomó un aire de contento y satisfacción que pocas veces se dejaba ver en ella, y frotándose las manos exclamó: —Con este ya se puede contar hasta la muerte: ¡por qué no estarán todos enamorados, y nuestro triunfo sería seguro! FIN DEL TOMO SEGUNDO ÍNDICE Páginas TOMO I I-I Introducción I-VII Capítulo primero I-1 Capítulo II I-23 Capítulo III I-47 Capítulo IV I-71 Capítulo V I-103 TOMO II II-I Capítulo primero II-1 Capítulo II II-25 Capítulo III II-36 Capítulo IV II-61 Capítulo V II-76 Capítulo VI II-96 Capítulo VII II-114 *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK NI REY NI ROQUE (1-2 DE 4) *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg™ electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG™ concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for an eBook, except by following the terms of the trademark license, including paying royalties for use of the Project Gutenberg trademark. If you do not charge anything for copies of this eBook, complying with the trademark license is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose such as creation of derivative works, reports, performances and research. 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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg™ and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state’s laws. The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation’s website and official page at www.gutenberg.org/contact Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine-readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. 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