Title: Novelas de la Costa Azul
Author: Vicente Blasco Ibáñez
Release date: January 10, 2022 [eBook #67137]
Most recently updated: October 18, 2024
Language: Spanish
Original publication: Spain: Prometeo
Credits: Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive)
Novelas de la Costa Azul (1924) resulta un excelente fresco sobre la vejez, trazado con brío y exactitud por un Blasco Ibáñez ya maduro, en la cumbre de su fama, dueño de la lengua y la técnica, que sabe dibujar desde el agnosticismo la amargura del transcurso del tiempo sin desaliento ni acritud. Un libro brillante que sorprenderá al lector por {2}su calidad y su calidez humana.
©1924, Blasco Ibáñez Vicente
©1924, Prometeo
TITULO este libro NOVELAS DE LA COSTA AZUL porque la mayoría de las historias novelescas y los relatos descriptivos que lo componen tienen por escenario la famosa y asoleada ribera mediterránea, conocida con dicho nombre.
Dos de las novelas desarrollan su curso más lejos, en la América del Sur, pero me he atrevido a darles entrada en el presente volumen pensando que su nacimiento justifica en parte tal intrusión, ya que en {4}la Costa Azul fueron concebidas y escritas.
LA DUQUESA de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.
Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.
Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.
Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso.
Su rostro guardaba los lejanos reflejos de una belleza majestuosa: una belleza «estilo María Antonieta», como decían los aduladores de su ancianidad; pero la nariz que había sido aguileña caía ahora sobre la {5}boca con una pesadez grotesca, y sus ojos azules estaban empañados por el lagrimeo de la decrepitud. Por debajo de su capota asomaban los rizos de una cabellera blanca, excesivamente abultada para ser natural.
En su persona, vestida de negro con aristocrática modestia, lo que atraía inmediatamente la atención, lo que la hacía ser reconocida por todos, era su collar, un famoso collar que sólo podía ser el de la duquesa de Pontecorvo: millón y medio en perlas, según cálculo de los entendidos.
Tenía la forma ancha de los llamados «collares de perro», y al mismo tiempo que deslumbraba como joya, servía de corsé al cuello, sosteniendo y disimulando las blanduras de su piel. Por abajo intentaba ocultar un manojo de tendones rígidos. Sobre su filo superior se desbordaban los colgantes bullones de las mejillas, cuyo antiguo tono de rosa era en el presente un morado lívido.
Entró en la iglesia, desierta a estas horas, y el lacayo, abandonando su brazo, quedó en respetuosa inmovilidad junto a una puertecilla lateral. Esta abertura proyectaba sobre las baldosas del templo un rectángulo de sombras azules, perforadas por redondas manchas de sol, iguales a monedas de oro.
El doméstico sólo llegaba hasta allí, pues la duquesa quería permanecer sola en sus dominios recién descubiertos. Y saliendo de la iglesia por la puertecilla del jardín, siguió un estrecho sendero bordeado de plantas, golpeando con su bastón el pavimento de ladrillos rojos, desnivelados por el tiempo y las lluvias.
Amaba el pequeño huerto clerical por la seducción que ejercen sobre nuestra vida los contrastes rudos; porque era todo lo contrario del majestuoso y ordenado jardín que rodeaba su vivienda, abajo, junto a la azul llanura del Mediterráneo.
En esta terraza de la montaña adosada a la pequeña iglesia, todo crecía en libertad: los rosales confundían sus ramas y sus flores, enmarañándose hasta formar un matorral espinoso y perfumado; los árboles, faltos de espacio, se apoyaban unos en otros, retorciendo sus troncos; las flores silvestres disputaban el suelo a las cultivadas, con una audacia agresiva de parásitas llegadas a capricho de los vientos; la vida animal—hormigas, avispas y escarabajos multicolores—zumbaba o se arrastraba en filas ondulantes a través de la reducida selva.
La duquesa iba paladeando de antemano en su imaginación el panorama inmenso que la esperaba algunos pasos más allá, detrás de las parras en desorden que hacían inclinar su cabeza y de los árboles frutales que avanzaban sus ramas como si pretendiesen cerrarla el paso. Iba a ver el mar desde aquel balcón natural, a una altura de varios centenares de metros; un Mediterráneo más{6} inmenso que el que contemplaba desde su «villa» al borde de la costa. Admiraría, además, el ondulado contorno de los Alpes al sumir en el abismo azul sus últimas estribaciones, formando golfos, penínsulas y promontorios.
A lo lejos, las montañas de la ciudad de Niza, invisible desde allí, recortaban sus cumbres de bloques negros sobre el cielo enrojecido por el sol poniente; más cerca y en la orilla del mar, se alzaba el peñasco de Mónaco, con la vieja ciudad sobre su lomo; después, la meseta de Monte-Carlo, cubierta de palacios y jardines; y a los pies de ella, obligándola a bajar los ojos, la península de Cap Martin, con la «villa», entre copudos pinos, edificada por el difunto mariscal, duque de Pontecorvo. En la misma península cubierta de árboles, que era como un jardín avanzado sobre el mar, estaba la «villa» de su amiga y protectora Eugenia, antigua emperatriz de los franceses, y otras viviendas de príncipes y monarcas destronados. También podía ver el enorme palacio del americano John Baldwin, poderoso rey de la industria y de la minería, que muchos consideraban el hombre más rico de la tierra.
Siguió avanzando la vieja señora por entre ramas que se cerraban a sus espaldas. Iba a llegar a un pequeño cenador cubierto de enredaderas, desde el cual se abarcaba el portentoso conjunto de la Costa Azul que ella había evocado ya en su imaginación. Permanecería allí una hora, contemplando la lenta y dulce muerte de la tarde. Nadie vendría a turbar su melancólico aislamiento en este tranquilo jardín de cura, frente al ocaso, que despierta los más suaves recuerdos del pasado y evoca lo que fue y no volverá a ser, como una melodía dulce y moribunda, como un perfume casi desvanecido.
Experimentaba el egoísta deleite de un monarca melómano que hiciese cantar una ópera en un teatro cerrado, sin otro espectador que él mismo, perdido en el fondo de un palco. ¡Para ella toda la suave agonía de la muerte del sol, y el luto purpúreo del cielo y de las aguas, en uno de los lugares más hermosos de la tierra!...
Cuando iba a entrar en el cenador, respiró un perfume de tabaco confundido con el de las flores. Detrás de las enredaderas sonó una tos. Un hombre había invadido sus dominios y estaba contemplando el inmenso paisaje, como si le perteneciese. Además, lo enviaba las bocanadas de humo de su cigarro.
Hizo la duquesa un gesto de contrariedad, y hasta sintió deseos de protestar, como si fuese víctima de un despojo. Pero inmediatamente sonrió, con una amabilidad algo exagerada, al reconocer al intruso.
—¡Oh, mister Baldwin!... ¡Qué agradable sorpresa!...{7}
Cuando de tarde en tarde el multimillonario John Baldwin venía a pasar unas semanas en su palacio de Cap Martin—comprado desde Nueva York sin conocerlo y guiándose por fotografías—, toda la atención de la Costa Azul se concentraba en su persona.
Desde Cannes a Mentón no existía un invernante superior a él, y eso que siempre vivían en las «villas» y hoteles de la ribera mediterránea varios monarcas destronados o en vacaciones, y algún presidente de república hispanoamericana recién huido de su país en revolución.
Las autoridades le escribían solicitando su apoyo para obras benéficas; las sociedades le enviaban comisiones para saludarle, pidiéndole de paso una subvención; los organizadores de conciertos y funciones teatrales procuraban colocarse bajo su patronato.
El poderoso millonario era semejante a Dios, que no se deja ver, pero se hace sentir con sus obras. Los que entraban en su hermoso palacio salían sin conocerle, mas rara vez dejaban de ser recibidos por uno de sus secretarios, y éste desaparecía a las primeras palabras, volviendo luego con un cheque en la mano.
En contadas ocasiones, los que habían conseguido ver personalmente a Baldwin lo señalaban a los demás en un paseo de Niza, en una de las salas de juego de Monte-Carlo, o en un camino pintoresco de la montaña. «Ése es el millonario Baldwin». Y la gente acogía siempre tal revelación preguntando con extrañeza: «¿Ese viejo que tiene aspecto de pobre?...».
Iba vestido con modestia. En sus garages de Cap Martin tenía varios automóviles de las marcas más célebres; pero casi siempre iba a pie.
Sus secretarios eran gentlemen de refinada elegancia. Al millonario le complacía que lo tomasen por un servidor de ellos, apreciando el aspecto señorial de sus empleados y sus ayudas de cámara como un reflejo de su propia grandeza.
Cuando las gentes querían describir el poder de este hombre de aspecto humilde y poco dispuesto a aceptar las manifestaciones de la pública admiración, decían simplemente: «Es el hombre más rico de la tierra». Los que estaban versados en los negocios afirmaban con un temblor de emoción: «Es un señor{8} que siempre tiene inmovilizados en su cuenta corriente sesenta millones de dólares, no sabiendo qué hacer de ellos». Y era verdad.
Si le hablaban de esta riqueza inactiva, en las contadas reuniones a que se dignaba asistir, respondía con un gesto de cansancio. El dinero le abrumaba: ¿qué podía hacer con él? Le era imposible colocarlo en negocios que fuesen más fructuosos que los suyos. Y como sus empresas industriales y mineras no podían desarrollarse más, ni exigían nuevos capitales, la mayor parte de sus enormes ganancias se iba amontonando en forzosa improductividad.
La duquesa de Pontecorvo lo conoció desde que vino a instalarse en Cap Martin, cerca de su propia «villa». Fue una amistad de dama vieja, famosa en otros tiempos y ahora olvidada, con un rico cuyo nombre era célebre en el mundo entero.
Los tiempos presentes resultaban distintos a los de su juventud. Después de la última guerra ya no quedaban emperadores en Europa, y los reyes, para seguir viviendo, tenían que imitar la existencia democrática de un presidente de república. Los multimillonarios como Baldwin eran ahora los señores del mundo. Y ella, que se consideraba empobrecida en su vejez, por haber dado a sus hijos la mayor parte de su antigua fortuna, teniendo que soportar una «pobreza dorada», que sólo le permitía abandonar muy de tarde en tarde la «villa» de Cap Martin, experimentó como todos un respeto irresistible hacia este potentado de los tiempos presentes. De aquí su sonrisa algo humilde y sus palabras al reconocer en el intruso a mister Baldwin: «¡Qué agradable sorpresa!».
Siempre lo había encontrado en salones, a la hora del té, bajo la iluminación sabiamente graduada por las dueñas de casa que ya no son jóvenes y temen la luz cruda e indiscreta de un país solar. Ahora podía verlo mejor al aire libre, en este jardín silvestre, que daba un reflejo verdoso a las personas y los objetos.
Era tan anciano como ella o tal vez tenía algunos años más; pero se mostraba fuerte, gracias a una vejez dura, enjuta y elástica, en la que los dientes del tiempo apenas marcaban su huella, como si mordiesen una espada de buen temple. Debía haber sido de gran estatura y de un vigor atlético, pero los años lo habían achicado y adelgazado, dándole ese acartonamiento que repele los asaltos de la enfermedad y retarda el triunfo de la muerte.
Su traje de obscuro azul no era amplio, y sin embargo se movía dentro de él como si perteneciese a otro. La flacura de su cuello hacía más enorme su cabeza. Tenía la frente abombada y su nariz caía con pesadez, lo mismo que un fruto maduro, sobre la boca hundida por los años. La mandíbula inferior, saliente y{9} poderosa en la juventud como un testimonio enérgico de voluntad arrolladora, se había agrandado exageradamente en la vejez, hasta recordar las de ciertos monarcas de la dinastía austríaca.
Sus ojos eran el último recuerdo de su pasado físico, pareciéndose en esto a muchas ancianas que fueron hermosas y sólo conservan algo de su belleza muerta en la mirada. Se podía afirmar que los ojos de este varón fuerte habían sido agresivos en los malos momentos, y de una fijeza que desconcertaba a los hombres, obligándoles a bajar los suyos. Sus pupilas, dotadas de una tenacidad imperturbable, habían influido en la marcha de los sucesos. Pero ahora, estos ojos, que muchas veces fueron duros, parecían esforzarse por ocultar su pasado, acariciando con una mirada fríamente mansa las personas y las cosas.
Al ver a la duquesa, Baldwin se puso de pie, arrojando en el vacío su grueso cigarro. Era un habano martirizado por los dedos y con la punta deshilachada bajo el incesante mordisco de sus dientes cubiertos de oro.
Mientras estrechaba la mano de la dama, explicó su inesperada presencia en este rincón. Había oído hablar a la duquesa del jardín de la iglesia de Roquebrune y del magnífico panorama que se abarcaba desde él.
—Fue la otra tarde, en el té de mis compatriotas los Carleton, y hoy he sentido la necesidad de conocer esta maravilla... ¡Muy hermoso!
Se habían sentado los dos juntos a la baranda rústica de troncos, viendo a sus pies el mar, los pueblos de la costa y las últimas estribaciones de los Alpes.
A lo largo de los hilos blancos de los caminos se deslizaban numerosos automóviles, achicados por la distancia, hasta parecer insectos. El ferrocarril que iba hacia París y el que se dirigía a Italia corrían como escapados de una caja de juguetes. Estos movimientos de actividad entre las poblaciones a orillas del mar no iban acompañados de ruidos para los dos ancianos sentados en la altura. Las máquinas arrojaban vapor y rodaban guardando un absoluto silencio. En cambio, el tintineo de las esquilas de un rebaño de cabras que pastaba al pie del jardín hacía temblar con una vibración melancólica el cristal del cielo vespertino. El Mediterráneo era de un suave azul, mate y sin reflejos, más dulce a la vista que el mar cegador e hirviente de sol en las horas meridianas.
—Sí, muy hermoso—contestó la duquesa.
Y los dos quedaron en silencio, sintiéndose penetrados por la solemnidad del atardecer.
—Es una desgracia—continuó Baldwin—que haya que llegar a la vejez para conocer los placeres más dulces y tranquilos que la vida puede ofrecernos.{10} Durante la juventud, las preocupaciones y las ambiciones nos tienen ciegos para muchas cosas. Me acuerdo de algunos hombres que si pudiesen abandonar en estos momentos los cementerios de Nueva York y venir hasta aquí, mostrarían asombro viendo cómo el viejo Baldwin contempla el mar y el cielo lo mismo que uno de esos muchachos, faltos de inteligencia para la vida ordinaria, que se divierten haciendo versos.
La duquesa asintió con movimientos de cabeza, aunque sin adivinar lo que su acompañante quería decir.
—Usted, tal vez, ha necesitado igualmente que aumenten sus años para gozar con estos espectáculos. Una mujer es siempre más «poética» que un hombre; además, en su juventud dispone de mayor tiempo que nosotros para las cosas sentimentales. Pero aun así, sospecho que ahora le preocupa a usted más la Naturaleza que cuando figuraba en las fiestas de las Tullerías.
Aprobó la duquesa otra vez, satisfecha de que un hombre tan poderoso se interesase por ella. Su antiguo orgullo de beldad cortejada pareció revivir. ¡El potentado Baldwin subía a este jardín humilde de iglesia, por habérselo oído mencionar en una reunión!...
Empezó a reconocer en este caudillo de negocios, educado lejos de las cortes reales, una delicadeza de sentimientos que le hacía superior a los hombres tratados por ella en su juventud. Y a impulsos del agradecimiento, habló de su pasado, como si Baldwin fuese un amigo antiguo.
Efectivamente: su existencia no era tan brillante como en otros tiempos; pero también ofrecía sus placeres, aunque más reposados y dulces.
—Yo he sufrido mucho, mister Baldwin. Las vidas son como las casas cuando se contemplan por fuera. Sólo el que las habita conoce verdaderamente lo que ocurre en su interior.
Recordó su brillante juventud, y el americano, aunque conocía muchos de los sucesos de su existencia, la escuchó como si oyese su historia por primera vez.
La duquesa de Pontecorvo era española de nacimiento. Emparentada con la emperatriz Eugenia, se había trasladado a París, figurando entre las bellezas juveniles que agrupaba la soberana en las lujosas fiestas del palacio de las Tullerías. Como su familia estaba arruinada, la emperatriz quiso casarla con alguno de los personajes de su corte, y el que mostró más interés por ella fue un mariscal que acababa de recibir el título de duque de Pontecorvo por una victoria conseguida en la guerra que sostuvo Napoleón III contra los austríacos.
No hacía la duquesa un misterio de la desigualdad de gustos y caracteres{11} entre ella y el rudo soldado que había sido su esposo. Pero la vida elegante de la corte imperial amortiguó las diferencias entre ambos, haciendo tolerable a la española su nueva vida.
Luego vino el derrumbamiento del Imperio y la dispersión de todos los personajes brillantes que existían a su sombra. El mariscal murió, agobiado por la ruina del emperador y los desastres militares de 1870, dejando a su viuda con dos hijos. Luego, estos hijos habían constituido a su vez nuevas familias, llevándose la mayor parte de la herencia paterna, y la vieja dama acabó por escaparse de un París que ya no era el de su juventud y la entristecía al hacer revivir sus melancólicos recuerdos.
Había venido a instalarse en Cap Martin con el propósito de pasar el resto de sus años en la antigua mansión invernal de su época de esplendor. Esto lo permitiría ocultar la disminución de su riqueza, viviendo al mismo tiempo entre las gentes de su antiguo mundo. De tarde en tarde su protectora y parienta la emperatriz volvía a Cap Martin, y ambas, vestidas de luto, hablaban de los amigos difuntos. Ahora acababa de morir Eugenia, haciéndola pensar este suceso en el corto plazo que le concedía la vejez para seguirla. De su pasado esplendoroso sólo había guardado aquel collar célebre. Le recordaba sus antiguas glorias, y despojarse de él equivalía a una declaración de pobreza.
—Dice usted bien, mister Baldwin—continuó—. La vejez tiene sus placeres y sus dulzuras. Yo conozco ahora algo que no tuve nunca en mis tiempos mejores: la tranquilidad. Nada espero, y mis deseos los he reducido de tal modo, que no sé ciertamente si deseo algo. La vida ya no tiene las alegrías vehementes de otros tiempos, pero tampoco sus dolores y sus inquietudes. No se conoce en ella lo que llamamos de jóvenes el amor; pero se encuentra la amistad, que es casi siempre algo más firme y duradero... ¡Si usted pudiera darse cuenta de las inquietudes que sufre una mujer cuando es tenida por hermosa o inspira deseos! Hay que vivir en alarma perpetua; resulta peligroso entregarse a la confianza; todo hombre que se aproxima por primera vez nos parece un adversario... Es la existencia inquieta del militar que manda una plaza en torno de la cual rondan incesantemente los enemigos...
»Ahora puedo hablar y vivir con una confianza y un abandono que no conocí en mis tiempos mejores. El hombre ya no es el enemigo. En realidad, a nuestros años no hay hombres ni mujeres; sólo hay compañeros. Al perder importancia el cuerpo, se agrandan en nosotros todas las cosas inmateriales que llevamos dentro y llamamos alma.
»Le confieso que, algunas veces, al ver mujeres jóvenes y elegantes,{12} recuerdo mis buenos tiempos y siento un principio de envidia. Luego me arrepiento, y digo: «¿Por qué?... Ellas serán viejas a su vez; llegarán adonde he llegado yo». En cambio, saboreo la paz de los años, la tranquilidad de una existencia dulcemente egoísta, en la que sólo nos preocupamos de vivir y de sentirnos vivir, conociendo placeres suaves, pero inéditos, que nunca pudimos adivinar en nuestra juventud. Créame, mister Baldwin: no me desespero al verme vieja, y tal vez usted, después de haber trabajado tanto y vivido una existencia tan intensa, piense lo mismo que yo.
El millonario repuso melancólicamente:
—¡Si fuésemos siempre viejos!... ¡Si no existiese la muerte!...
La duquesa, que hasta entonces había hablado con una viveza juvenil, bajó la mirada, contestando con una voz igualmente triste:
—Es verdad... ¡Ay, la muerte!
Hubo un largo silencio. El célebre Baldwin lo cortó para expresar en alta voz todo lo que había pensado mientras escuchaba a la duquesa.
También en su existencia era rudo el contraste entre el pasado y el presente, pero no sentía desesperación al darse cuenta de su inercia actual, después de una vida tan activa, que los más grandes negociantes de la tierra habían acabado por admirarle como el tipo perfecto del hombre de acción.
Su existencia ya no tenía un motivo justificante para continuar su desarrollo. A John Baldwin no le quedaba papel en la vida. ¿Qué más podía intentar después de lo que llevaba hecho?... Y sin embargo, seguía viviendo, porque la razón de la existencia humana se encuentra más allá de los cálculos y las conveniencias de los hombres.
—Usted, duquesa, no puedo darse cuenta exacta de lo que son mis negocios y hasta dónde han llegado. Como todo el mundo, sabe usted que soy muy rico; pero la palabra «rico» no puede abarcar toda la enormidad de mi riqueza. Para que yo me arruine es necesario un cataclismo que suprima la mayor parte de la humanidad civilizada. Tengo que limitar el rendimiento de mis minas y de mis fábricas, porque no quiero ser más rico. Dejo improductivos capitales enormes y desprecio negocios seguros, porque tengo de sobra el dinero y huyo de él.
»Todo lo he sido, y lo que no fui en el pasado puedo serlo mañana mismo si{13} lo deseo. Pero ninguna de las cosas que tientan a los hombres puede atraerme ahora que soy viejo y mi inteligencia conoce la inutilidad de las vanidades humanas. No tengo hijos, y mi principal ocupación es pensar en qué podré invertir mi riqueza para que sirva de algo después de mi muerte.
»He fundado museos, bibliotecas y universidades. Doy mi dinero para establecimientos de caridad, aunque mi razón no me permite creer en la eficacia de la caridad. Pero esto no importa; como en algo he de invertir mi riqueza, la esparzo sin reparar en los pretextos que invocan los que me la piden. Estoy cansado de comprar cuadros y de fomentar la publicación de libros. También me fatiga el subvencionar descubrimientos científicos o inventos mecánicos. ¡Grandes cosas cuando se tiene el entusiasmo de la juventud y se cree en el porvenir! Pero ahora soy incapaz ya de entusiasmo, y en cuanto al porvenir...
Quedó silencioso largo rato el multimillonario, y al fin dijo con una voz triste y rencorosa:
—Sí; me interesa el porvenir, como me interesaban en mi juventud los negocios difíciles y misteriosos. Muchas veces, cuando veo en medio de la calle a un muchacho desarrapado que vende periódicos, o encuentro en un camino de la montaña a un pastorcito que me pide limosna, siento una cólera envidiosa contra ellos; pienso en sus pocos años, que son una garantía de que vivirán cuando yo no viva.
«¡Ah, canallas—me digo—, vosotros veréis lo que no veré yo!». Y esto me basta para apreciar la inutilidad de mi riqueza y la ridiculez de esa admiración que a todos inspira. El famoso John Baldwin, con sus dos mil millones de dólares, no puede ver lo que verá el pilluelo que se pone a cuatro patas por recoger la colilla del cigarro que arrojó en la acera.
»Recuerdo a veces la fecha del año en que vivo, y me complazco en añadirle veinte años. ¿Qué son veinte años para cualquiera de los jóvenes que nos rodean y están a nuestro servicio? La certeza de vivir veinte años la arriesgan tranquilamente por un placer, por una audacia alegre; y yo, John Baldwin, que me he visto buscado por los soberanos más grandes del mundo; yo, el rey del dinero, que algunas veces he influido en la guerra y en la paz de las naciones, aunque regalase todas mis riquezas, aunque reuniese a todos los sabios existentes, no conseguiría esos veinte años.
Volvió a restablecerse entre los dos viejos el melancólico silencio.
—Todo lo he sido, todo lo he tenido—continuó—, y por eso mismo la vida no ofrece ya para mí ningún encanto vigoroso... Sin embargo, quiero vivir, y me{14} irrita la certidumbre de que no podré prolongar mi existencia a pesar de mis riquezas.
»Es la falta de ocupación la que me hace pensar en estas cosas, viendo la realidad tal como es. Antes luchaba, sufría contrariedades, derribaba obstáculos. Los poetas y otros soñadores tienen ante los ojos el velo de las ilusiones, que les hace ver las cosas de un modo distinto a como son realmente. Yo, ambicioso lo mismo que todos los conquistadores, sentí en otros tiempos el ansia de poder, y esto me distraía y me entusiasmaba. Ahora, como no tengo nada que desear, el encanto ha desaparecido, y veo la triste armazón de nuestra existencia como uno que viese el esqueleto a través del cuerpo de todos los que le rodean.
»Hace años esperaba con ansiedad las noticias, porque representaban el triunfo de mi orgullo o mi ruina completa. He perdido cuatro veces mi fortuna, volviendo a rehacerla, cada vez más grande. Ahora no experimento la más leve emoción cuando llega un cablegrama urgente. Sé que no hay noticia que pueda cambiar mi obra... Después de ganar una fortuna hay que sostener un segundo combate, mucho más difícil y empeñado, para defenderla. Yo estoy más allá de estas preocupaciones: mi victoria resulta definitiva. Es tan grande y tan poderoso lo que conquisté, que ello solo se defiende y puedo abandonarlo al destino. ¿Qué me queda que hacer en la vida?...
La duquesa, acostumbrada a las conversaciones de salón, iba a hablarle de las obras caritativas que los ricos deben sostener; pero se contuvo al recordar lo que el poderoso americano había dicho momentos antes. Baldwin no creía en la caridad, aunque la practicaba con aire distraído, dando su dinero a todos los que lo imploraban. Consideró además inoportuno interrumpir con vulgares consejos aquella especie de confesión desesperada que hacía el millonario, influenciado por el ambiente melancólico del atardecer.
—Nada espero—continuó—, nada deseo, y, sin embargo, no quiero morir. La muerte me indigna como algo absurdo. ¿Quién podrá explicar esto? Todo en nuestra vida resulta complicado, todo misterioso; la sencillez es una ilusión. Únicamente son sencillas las cosas que tenemos junto a la mano, las que podemos abarcar con nuestros ojos de miope; todo lo que está más allá es complicado, por lo mismo que existe fuera de nuestro alcance. ¡Qué cosa triste es la muerte!...
»Pasamos la vida repitiendo verdades sobre ella que datan de miles y miles de años; pero estas palabras acaban por ser comunes y las proferimos maquinalmente, de labios afuera, sin que despierten en nuestro interior ninguna imagen. Sólo cuando nos aproximamos a la muerte, en nuestra ancianidad,{15} podemos verla tal como es y darnos cuenta de la miseria de nuestro destino.
»Mentira el consuelo de la igualdad ante la muerte. Eso podrá ser cierto para la mayoría, compuesta de desdichados que pasaron una existencia de miserias. Representa para ellos la venganza final de la nulidad y de la envidia. Pero el hecho de que los vencidos mueran, ¿cómo puede consolarme a mí, que he triunfado y puedo seguir triunfando?...
»Mentira también el comparar la muerte al sueño que necesitamos para la restauración de nuestras fuerzas. El que se duerme sabe que despertará mañana, y el que muere no despierta, ni sabe con seguridad si hay algo después de su muerte. Las religiones, grandes consoladoras de la ignorancia humana, nos afirman que despertaremos; pero ¿cómo probar esto de un modo palpable a los que no tienen la ceguera de la fe?...
»Mentira igualmente el comparar nuestra vejez con el invierno. A continuación de sus días fríos y tristes, se presentan con regularidad el renacimiento de la primavera y el esplendor del verano. Pero ¿qué es lo que hay después de nuestro invierno? Todo hipótesis... Lo único que ven nuestros ojos es que el organismo se deshace y desaparece, dejando un pálido recuerdo y un nombre que sólo dura unos cuantos años... Y después, la nada.
Calló el anciano para volver su vista hacia el sol, que empezaba a hundirse detrás de las estribaciones de los Alpes. Al morir, esparcía por el horizonte nubes de polvo sonrosado, extendiendo al mismo tiempo una faja de oro sobre el mar de color violeta. Algunas cumbres de peñascos parecían arder, como si transparentasen un incendio interior.
El millonario señaló el sol con su bastón.
—Su muerte también es mentira. Sabe que despertará mañana y seguirá resucitando así miles y miles de siglos. Por eso muere tan esplendorosamente, rodeado de un aparato teatral, lo mismo que los grandes actores que fingen sobre la escena las ansias de la muerte en el último episodio de la obra, y piensan al mismo tiempo en la cena que encontrarán media hora después... Lo terrible es saber que nuestra muerte no tiene remedio, ni puede repetirse. Morimos una vez nada más, y para mayor tormento nos vamos de la vida al mismo tiempo que otros llegan a ella y nos codean violentamente con la embriaguez de su juventud.
»Muchas veces, al ver los árboles seculares de las selvas, he envidiado su muerte lenta y resignada. No hay en torno de ellos una juventud insolente que excite su envidia. Todos los árboles parecen igualmente viejos y ven venir la muerte al mismo tiempo. Los seres humanos somos menos felices; todo está{16} desarreglado en la existencia, y los viejos morimos rodeados de jóvenes, para que nuestra suerte nos parezca más cruel.
La duquesa continuaba asintiendo mudamente, por el respeto que le inspiraba el personaje; pero empezó a sentirse molesta ante la tenacidad con que hablaba de la muerte. ¿No podían ocuparse de cosas más amenas, murmurando un poco de sus amigos residentes en la Costa Azul, y de ciertos amores entre gente joven que eran motivo de comentarios a la hora del té?... Le parecía de mal augurio hablar tanto de la muerte. Cuando se es viejo no hay que acordarse de ella. Sabe venir sola y no debe nombrársela, pues puede creer que la llamamos...
Pero mister Baldwin, acostumbrado a hablar autoritariamente en las grandes juntas de los capitalistas que dirigen el mundo, no era capaz de soportar objeciones, y la duquesa juzgó prudente permanecer en silencio. El americano siguió hablando, pero en voz baja y con la vista en el suelo, a impulsos de una necesidad de quejarse contra el destino.
—Nuestra vida es igual a un negocio disparatado; parece la obra de un loco o de una potencia maléfica que se divierte martirizándonos. Tal vez es una simple combinación del azar, y así se explica su absurdo funcionamiento. De jóvenes trabajamos por abrirnos paso; nos seduce la conquista de la riqueza o de la gloria, y para realizar nuestras ilusiones consumimos la frescura de los primeros años y volvemos la espalda a los mejores placeres. Sólo triunfamos al ser viejos, y cuando poseemos, al fin, la riqueza y la gloria, nos preguntamos de qué pueden servirnos...
Por una necesidad de arreglarlo todo lógicamente, el antiguo hombre de acción expuso en voz baja, como si se hablase a sí mismo, las correcciones que necesitaba el actual orden de la vida.
Los insectos eran más felices que el hombre. Baldwin lo había visto en los libros. Para estos animales, la decrepitud y la fealdad de la vejez eran al principio de su existencia, cuando ofrecían el aspecto de larvas repugnantes trabajando y ahorrando para el último período de su vida. En cambio, al final llegaba para ellos la juventud, convirtiéndose en mariposas vestidas de sedas multicolores, que revoloteaban sobre los jardines para alimentarse con néctares florales, y cuando morían era en medio de una embriaguez primaveral, en pleno éxtasis de amor.
Él debía haber sido anciano como en el presente cuando trabajaba y se batía con el destino para conseguir la riqueza y el poder. Y ahora que había triunfado, debería presentar el mismo aspecto que cuando sólo tenía veinticinco años y{17} vagaba por la parte baja de la ciudad de Nueva York, a la caza del dólar, desesperadamente pobre, pero con la frescura de la juventud y el vigor intacto de un hombre de pelea. Así habría podido gozar verdaderamente de su triunfo.
—¡Pensar, duquesa—continuó—, que pasé años enteros sin ver la luz del día, metido en oficinas lóbregas o en talleres llenos de humo, a las mismas horas que lucía el sol y había jardines en el mundo y existía la primavera para los demás!... Ahora lo tengo todo; poseo los medios para suplir en ciertos casos a la Naturaleza; podría hacer surgir un paraíso sobre cualquiera de esas cumbres peladas que vemos desde aquí; podría conseguir que mujeres iguales a las que me hacían temblar de emoción en mi juventud se interesasen actualmente por mi decrépita persona. ¡El poder del dinero es tan grande para los que no lo poseen y lo necesitan!...
»Pero ya no siento deseos: hace mucho tiempo que empecé a morir. ¡Ay, el engaño de nuestra existencia!... La muerte nos toma de la mano casi en plena juventud y nos acompaña el resto de la vida, retardando su golpe decisivo. Empezamos a morir a los treinta años, precisamente cuando sentimos las pasiones con más intensidad que en la adolescencia. El primer diente que se cae, los primeros cabellos que se marchan, anuncian que empezó ya la evolución de nuestra muerte. Pero somos ciegos y sordos. Poseemos la esperanza, compañera que sólo nos abandona en el momento de la agonía, y hasta muchas veces morimos convencidos de que no podemos morir.
»Cada uno se considera inmortal. Sabe que morirá; pero jamás cree que esto puede ocurrir en el día presente; su muerte sólo es posible mañana, y el tal mañana lo prolonga en el infinito. Nos parece natural que los demás mueran, pero cada uno se subleva cuando le llega su hora, y se imagina que esta desgracia debe corresponder a otro. Yo mismo, que digo esto, no quiero morir, y hago planes diariamente basados en lo futuro, como si contase con una vida infinita. Somos sordos para la muerte, y sin embargo, hablamos de ella a todas horas.
»Los jóvenes del presente, si nos escuchasen, no nos entenderían. Necesitan ser viejos para conocer con toda su verdad la miseria de nuestra existencia. Pero cuando les llegue a ellos su vez, tampoco les entenderán los jóvenes de entonces. Y así irán rodando como olas generaciones y generaciones de esta humanidad que basa en la muerte sus creencias religiosas y continúa viviendo sin querer convencerse de que existe la muerte mientras goza de salud.
La condesa le interrumpió para hablarle del influjo benéfico de la ilusión, sin el cual sería imposible la vida, y el poderoso luchador hizo un gesto de{18} asentimiento.
—Esa dulce mentira—dijo—es necesaria para que continuemos nuestra existencia. Todos avanzamos empujados por una ilusión; hasta los hombres que parecen más refractarios a la vida sentimental. ¡Si yo le dijese, duquesa, que a lo largo de mi historia existe una de esas ilusiones, un deseo que me ha devuelto la energía en los momentos difíciles, dándome fuerzas para seguir adelante!...
Y el millonario, como si contase la historia de otro hombre, describió cómo era él cuando tenía treinta años.
La guerra de Secesión le había hecho perder un tiempo precioso para sus negocios, pues por entusiasmo se convirtió en soldado. Luego ganó sus primeros miles de dólares y quiso viajar por Europa. Estuvo en el París de los últimos años de Napoleón III y visitó la famosa Exposición que fue como un resumen de la gloria imperial antes de que llegase la catástrofe.
—Entonces, duquesa, la vi a usted por primera vez, cuando todo París se ocupaba de su hermosura, de su lujo y sus fiestas.
—¡Oh, mister Baldwin!—interrumpió la anciana, conmovida por esta revelación—. Debió usted haberse hecho presentar. ¡Hubiera tenido tanto placer en conocerlo de joven!...
Sonrió el mayor de los ricos del mundo con una expresión de incredulidad. Se mostraba regocijado por la hipótesis de que él podía haber asistido en aquella época a las fiestas de la duquesa de Pontecorvo, como si esto le pareciese altamente grotesco.
—El Baldwin de entonces, aunque joven y vigoroso, resultaba menos presentable que el viejo que conoce usted ahora. Era un pobre que estaba educándose a sí mismo, y acababa de hacer la guerra en un país cuyas costumbres han progresado mucho desde entonces. Sus maneras eran bruscas; tenía las manos deformadas por el trabajo... No; el John Baldwin de entonces hubiera hecho un mal papel en los salones de usted. Sólo le correspondía quedarse al borde de la acera, entre la muchedumbre de las fiestas de la Exposición, aguardando el paso de la comitiva imperial para ver en un landó, detrás de la emperatriz, a la duquesa de Pontecorvo, que estaba entonces en lo mejor de su juventud y su belleza.{19}
—¡Oh, mister Baldwin!—suspiró otra vez la anciana, mirando al suelo, al mismo tiempo que la lividez de sus mejillas se extendía por el resto de su cara, sustituyendo al rosa del antiguo rubor.
Siguió hablando el americano.
—Desde entonces la conozco, y jamás la olvidé. Todos, para vivir, necesitamos poner los ojos en una altura, y cuanto más inaccesible, mejor, pues de este modo se pueden conservar intactas las ilusiones que depositamos en ella. Para mí, esta cumbre fue usted. Estamos en una edad, duquesa, que nos permite decirlo todo, sin las timideces de la adolescencia.
»Durante mi época de peligros y trabajos, concentré toda mi ambición en realizar tres deseos, como resultado de mi victoria. Quería poseer un palacio rodeado de un parque inmenso, y un yate con el que pudiese navegar por todos los mares de la tierra... Mi tercer deseo, o mejor dicho, el primero, por resultar más vehemente que los otros dos, fue conseguir una mujer igual a la duquesa de Pontecorvo, o ella misma, pues la vida ofrece a veces limosnas inesperadas con las que uno no se habría atrevido nunca a soñar.
»Palacios los tengo en distintos lugares de la tierra, y podría poseer igualmente una flota de yates si no me bastasen los tres que están inmovilizados en los puertos, esperando años y años que se reanime mi deseo de correr el mundo... Lo único que John Baldwin no llegó a conseguir en toda su existencia triunfante fue la duquesa de Pontecorvo.
—¡Oh, mister! ¿Quién podía imaginarse esto?—volvió a repetir la voz conmovida de la anciana.
—Por lo mismo que no pude realizar esta ilusión, me ha acompañado siempre... No le diré, duquesa, que la he recordado a todas horas. Un hombre de mi especie necesita su tiempo para pensar y dirigir numerosas empresas y le queda breve espacio para sus preocupaciones sentimentales. Pero le juro que en los raros momentos de descanso, cuando evocaba el pasado y las ilusiones de la juventud, lo primero que surgía en mi memoria era el recuerdo de usted.
»Yo también he vivido mi existencia. Fui casado y amé a mi mujer tranquila y dulcemente, como a una compañera animosa. Pero usted ha sido la ilusión, el deseo no satisfecho, que nos sirve de estímulo para seguir avanzando. Por eso mismo no quise buscarla cuando me vi triunfante. Ya era viejo entonces, y usted tampoco era joven. Sus hijos se habían casado; tenía nietos. ¿Para qué vernos?... ¿Para qué suprimir la única ilusión que quedaba en pie dentro de mí?...
Calló un momento, mientras la anciana le contemplaba con interés, haciendo{20} un esfuerzo mental para adivinar cómo habría sido el americano en los tiempos remotos de su juventud.
—¡Oh, mister Baldwin!—volvió a decir—. ¿Por qué no se dio usted a conocer entonces?
Pero el millonario, como si no la oyese, continuó el curso de sus pensamientos, expresándolos en voz baja.
—Nunca la hubiese buscado. Temía verla distinta a como era en otros tiempos... Ahora no importa que nos conozcamos. Ni usted es la mujer de entonces, ni queda en mí nada del Baldwin que habitaba un hotel mísero de París. Somos dos viejos que se sobreviven y hablan de dos muertos. ¡Si usted viese cómo la conservo retratada en mi imaginación!... No ha transcurrido el tiempo; no han cambiado las modas. Las mujeres, cuando no interesan, hacen reír por sus adornos grotescos cada vez que se las ve en un retrato viejo. En cambio, a la mujer amada nos la imaginamos siempre con el traje que vestía cuando la vimos por primera vez, y aunque luego cambien las modas, nunca nos parecen tan interesantes como las de entonces. Yo contemplaré siempre a la joven duquesa de Pontecorvo con su amplia falda de crinolina, lo mismo que la emperatriz Eugenia y las otras damas elegantes de la corte imperial. No la puedo ver de otro modo. Aquella mujer que ya no existe fue amada, como muy pocas mujeres lo han sido, por un pobre joven que murió igualmente. Y este amor tuvo el mérito del desinterés: fue un amor sentido por uno solo de los dos, y que nunca conoció el otro.
—¡Oh, mister Baldwin!—repitió la vieja con una voz temblorosa, como si fuese a llorar—. ¿Por qué no habló entonces? ¿Por qué no me dijo lo que me dice ahora?...
El hombre levantó sus hombros. Tenía una noción más exacta de la realidad. Lo que ahora le parecía a la mujer un olvido imperdonable del millonario Baldwin, lo hubiese recibido entonces como la audacia inaudita de un extranjero desconocido, pobre y rudo.
Se había puesto el sol. Como últimos vestigios de su desaparición, quedó en las cumbres de los montes una mancha de rosa pálido. Sobre la sangre astral que empurpuraba el horizonte empezó a temblar un astro vespertino. Por el lado de Italia el azul del cielo se mostró más intenso y obscuro, siendo punzado a trechos por los fulgores de nuevas estrellas.
El viento de la montaña se había lanzado de las cumbres al mar, estremeciendo con una fría ondulación el jardín de la iglesia. La vieja señora,{21} impresionada aún por las palabras de su acompañante, permaneció insensible a este cambio de temperatura, que en otro atardecer la hubiese hecho huir hacia su automóvil.
—¿Por qué no habló usted a tiempo?—repetía—. ¿Por qué no me dijo entonces esas palabras tan interesantes?
Volvió el hombre a encoger sus hombros. La ilusión estaba muerta desde hacía muchos años: casi una vida. Únicamente había hablado por la necesidad de confesarse que todos sentimos en ciertos momentos. Desde que encontró en Cap Martin a la duquesa, se propuso hacerla esta revelación, y tal vez por esto la había buscado en el jardín de la iglesia. Pero una vez descubierto el misterio, no había por qué recordarlo otra vez. La vida nunca remonta su curso. ¡Paz a los muertos!
La mujer, más tenaz en su sentimentalismo, no quería olvidar. Se agarraba con fuerza a esta ilusión, como si así pudiera librarse de la muerte, que la iba arrastrando ya en su corriente.
Además, su vanidad femenil acababa de resucitar después de un letargo de medio siglo. ¡Oír estas palabras de amor a los ochenta años! ¡Y oírlas de la boca del hombre más poderoso de la tierra!...
Baldwin tosió, visiblemente molestado por el viento frío que agitaba el jardín.
—Vámonos. Para nosotros empieza a ser peligrosa la permanencia aquí.
Luego miró con ojos duros la mancha de luz que aún doraba el horizonte.
—El sol se ha puesto. Volverá mañana, volverá siempre; ¡pero nosotros!...
La anciana se había apoyado en un brazo de él y empezó a caminar, golpeando al mismo tiempo el suelo con su bastón.
No parecía entender las palabras de su acompañante, ni darse cuenta de lo que lo rodeaba.
Seguía viviendo en el pasado. ¡Era tan dulce su contemplación!...
Se alejaron, bajando la cabeza ante las ramas de los árboles, mientras una voz temblorosa iba repitiendo:
—¿Por qué calló usted entonces?... ¿Por qué no dijo cuando era tiempo lo que me dice ahora?...{22}
—Yo también—dijo Serrano—conocí, como algunos de ustedes, al doctor Rómulo Pedraza. No siempre he vivido en París, pasando mis noches en los restoranes de Montmartre. Para reunir la modesta fortuna que me permite llevar mi existencia presente, anduve muchos años por América ejerciendo diversos oficios y conociendo los más rudos altibajos de la suerte.
Estando en Argentina hablé por primera vez con el doctor Pedraza. Yo no vivía en Buenos Aires. Me había metido en empresas de colonización, y roturaba muy lejos de dicha ciudad unas tierras que estaban esperando desde el principio del planeta al hombre que se preocupase de hacerlas productivas.
La necesidad de adquirir dinero me obligaba a visitar con frecuencia la capital de la República. Pero como los Bancos se negaron finalmente a hacerme más préstamos, dudando del éxito de mi colonización, tuve que buscar, para seguir adelante en mi negocio, el auxilio del Banco Hipotecario Nacional. Con lo que me diesen los altos y poderosos directores de este establecimiento, dependiente del gobierno, podría pagar la mayor parte de mis deudas a los Bancos particulares, recobrando mi prestigio financiero, y terminaría igualmente los trabajos de roturación, que iban a centuplicar el valor de mis tierras.
Me quedé en Buenos Aires por mucho tiempo, dispuesto a no volver a mi propiedad hasta ver aceptadas mis pretensiones por el Banco Hipotecario. No era empresa fácil ni rápida. Como muchos de ustedes no han estado allá, ignoran cómo se hacen los negocios en la mayor parte de los países americanos de habla{23} española.
Todo lo que tiene una relación más o menos lejana con el gobierno debe desarrollarse pausadamente y tras largas esperas. Si se resuelven los negocios con rapidez y en pocas horas, pueden creer los maldicientes que se ha hecho algo ilegal para obtener ganancias enormes. Por eso en toda oficina pública le responden a usted ordinariamente: «Vuelva mañana»; y este mañana, que será el día de la resolución del asunto, tarda meses o tarda años.
Yo, pobre español, metido en trabajos importantes con poco dinero, falto de protectores, y que además no estaba casado con una señora del país—alianza que proporciona un apoyo semejante al de la solidaridad de la antigua tribu—, tuve que oír muchas veces «Vuelva usted mañana» y esperar semanas y semanas en las oficinas del Banco Hipotecario a que llegase mi «mañana», o sea la concesión del préstamo.
Durante mis monótonas esperas en la antesala del presidente de dicho Banco, vi por primera vez al doctor Pedraza, recibiendo la regia limosna de su protectora conversación.
Otra advertencia que considero necesaria para todos los que me escuchan y no han estado allá. Este doctor Pedraza era llamado «doctor», no porque fuese médico, sino por ser abogado.
Desde Texas al cabo de Hornos, en todas las repúblicas, los abogados son tan numerosos como los generales; y esto es decir algo. Pero en las repúblicas de la América que podemos llamar de arriba, los titulan simplemente «licenciados», y abajo, en la Argentina y otros países, «doctores».
He visto en el Archivo de Indias, de Sevilla, una súplica dirigida al rey de España por los primeros habitantes de Buenos Aires pidiendo que fuesen enviados a la ciudad naciente hombres de todas las profesiones, menos abogados, por ser la tal carrera nociva para la paz y la prosperidad de un país. Estos colonos de hace tres siglos adivinaron con prodigiosa anticipación las futuras calamidades de su patria. Hay quien asegura que si en la Avenida de Mayo o la calle Florida—lo más céntrico y concurrido de Buenos Aires—alguien grita en plena tarde: «¡Doctor!», cincuenta transeúntes se detienen al mismo tiempo y vuelven la cabeza creyéndose llamados. Algunos van más lejos, y afirman que si el grito se repite varias veces pueden ser tantos los atraídos por él, que la circulación quede interrumpida. Pero esto último no debe ser tenido, en mi opinión, por rigurosamente exacto.
Después de tales explicaciones, les diré que el doctor Pedraza, como tantos{24} otros doctores de su país, era un abogado de lujo que nunca había ejercido su profesión, y cuando tenía que acudir a los tribunales por asuntos propios buscaba el auxilio de algún colega con «estudio» abierto. El título de doctor es como una distinción nobiliaria en aquella tierra de régimen democrático, crisis periódicas y riqueza incesantemente renovada, que surte a una gran parte de la humanidad de panecillos y biftecs.
El doctor Pedraza se dedicaba a los negocios, lo mismo que muchos argentinos de su generación. En su primera juventud había desempeñado una cátedra de Derecho en la Universidad de La Plata como profesor sustituto; luego ocupó varios cargos políticos en la provincia de Buenos Aires, llegando, finalmente, a ser diputado nacional. Pero su palabra reposada y majestuosa, que se detenía, abriendo largas pausas, para cazar las expresiones más retorcidas y sonoras, no aspiraba a los triunfos parlamentarios. Su posición social y las necesidades suntuosas de su familia exigían mucho dinero, y sólo le era posible obtenerlo honradamente dedicándose en absoluto a los negocios.
Compraba campos—las más de las veces sin conocerlos—y los vendía, valiéndose para sus enormes transacciones de las cantidades que le prestaban los Bancos. Al mismo tiempo dirigía desde Buenos Aires una rica estancia heredada de sus padres y otra no menos importante que su esposa había aportado como dote. Era un personaje cuyo nombre figuraba casi todos los días en la crónica social de los diarios de Buenos Aires; «un exponente representativo de la alta vida del país», como decía él con su lenguaje rebuscado.
Alto de talla, fuerte y de inconmovible salud, tenía la gallarda soltura de miembros de todos los hombres de allá criados en las estancias, que aprenden a montar a caballo antes de saber andar. Al mismo tiempo que ágil, era recio de cuerpo y carnudo. No pueden ser de otro modo en una tierra donde los destetan de niños con carne asada.
Este buen mozo, de porte señoril, rostro aguileño y largos bigotes, cuidaba de su indumento como en los años que aún era muchacho y sentía sus primeros impulsos amorosos hacia la que después fue su esposa. Siempre vi sus pies, pequeños y arqueados como los de una mujer, en un encierro de brillante charol. Nunca le encontré, a partir de las primeras horas de la tarde, que no vistiese chaqué y llevase sobre la corbata una perla que parecía caída del turbante de un rajá. Jamás, al extenderse la noche sobre Buenos Aires, dejé de encontrar al doctor Pedraza puesto de smoking, si iba a comer con los amigos en el Jockey Club, o de frac, para acompañar a su familia al teatro Colón.
Su esposa y sus seis hijas no le hubiesen permitido la menor falta a las reglas{25} que debe observar todo gentleman en uno u otro hemisferio de la tierra. Y el elegante doctor, hombre enérgico a sus horas y temible en el manejo de las armas, era incapaz de oponer resistencia a los caprichos y órdenes de las mujeres de su familia.
Este hombre, que gastaba muchos miles de pesos en el adorno de su persona, no había dado que murmurar a sus enemigos y envidiosos con la más pequeña aventura pasional. Se acicalaba para la gente de su casa, para gustar a su mujer, para que le admirasen sus niñas con esa satisfacción orgullosa que siente toda joven cuando contempla las elegancias y seducciones del género masculino a través de su padre.
Para el doctor Pedraza no había nada más allá de su familia. Ella le inspiró el más extraordinario de los heroísmos... Porque sepan ustedes que el hombre que les voy describiendo fue un héroe más grande que los héroes de la guerra o de la ciencia. Éstos mueren por la gloria, orgullosos de su muerte y ganosos de que todos la conozcan.
Pedraza, héroe obscuro, al desaparecer de un modo que no hiciese sospechar a nadie su sacrificio, resulta más admirable.
Ustedes se convencerán de ello si tienen paciencia para seguir escuchándome.
Un cambio enorme se ha realizado durante los últimos cincuenta años en el interior de las familias acomodadas; algo tan importante como una de esas revoluciones que trastornan la organización política de un país o la forma de la propiedad.
Pero como esto sólo ocurre entre las gentes de dinero, que son las menos, la tal revolución ha pasado algo inadvertida hasta el presente y sólo se dan cuenta de ella los que sufren sus efectos.
Hace medio siglo, cuando un hombre se arruinaba voluntariamente, y no a causa de malos negocios, era casi siempre por el amor o por el juego. Una llamada «artista», o una profesional, con sus dientecitos incansables, había ido royendo la fortuna del pobre señor. Mientras tanto, la esposa vivía obscuramente en su casa, haciendo economías para remediar las locuras del marido, y las hijas, bajo la dirección materna, llevaban una existencia de sobriedad monjil.{26}
Vestir con modestia era signo de distinción social. Las joyas vistosas, los trajes originales, los despilfarros, parecían un vergonzoso privilegio de las «artistas», de las mundanas, de todas las criaturas brillantes, peligrosas y efímeras mantenidas al margen de la alta sociedad. La mujer decente, la madre de familia, debía ser económica, modesta, opaca, y ahorrar en su casa, mientras el marido gastaba fuera de ella. Las alas de mariposa eran para las mujeres «malas», para las criaturas versátiles y locas, sin otra preocupación que danzar en torno a la llama que acaba por quemarlas.
La existencia de muchos hombres resultaba parecida a la de los antiguos ciudadanos de Atenas, fieles visitantes de las hetairas de moda, para discurrir con ellas sobre el amor y los prodigios de las artes y el lujo, mientras la mujer legítima hilaba en el gineceo, se ocupaba de la limpieza de sus pequeños y ordenaba el trabajo de los esclavos.
Pero un día la mujer moderna se dio cuenta de la inferioridad que significaba continuar siendo señora decente; de la injusticia con que procedía el hombre con ella mostrándose económico en el hogar y despilfarrador con las hembras encontradas en la calle o en el teatro.
—Si nuestros maridos o nuestros padres—dijeron muchas—desean arruinarse por una mujer, que sea por nosotras. Nos pintaremos, nos vestiremos y devoraremos el dinero, lo mismo que las otras. Eso se aprende con facilidad. Sabremos hacerles conocer, igual que ellas, los refinamientos de un lujo disparatado y el orgullo de pagar lo mucho que cuesta. Si han de tirar una fortuna por vanidad, a lo menos que su locura sea aprovechada por las de la casa. Acicalémonos como las profesionales y tengamos sus mismas exigencias...
Total, que hoy todas las mujeres se adornan del mismo modo, se permiten iguales audacias en público, y uno no puede distinguir, como antes, la señora de la que no lo es. El único indicio para no equivocarse es tener por señora a la que menos parece serlo. Las mujeres decentes muestran en la actualidad el atrevimiento del neófito que acaba de entrar en una religión nueva, la audacia del esclavo recién libertado.
Algunos dicen que esta gran revolución en la vida doméstica ha venido a Europa desde América en los últimos cincuenta años, como los «Palaces», como la afición exagerada al baile, como los jazz-band y tantas cosas contemporáneas. Otros afirman que no ha sido precisa la influencia americana para esto, pues en todas las épocas existieron en Europa esposas que arruinaron a sus maridos. Pero aunque así fuese, representó en su período histórico una excepción, y de ningún modo algo general y corriente, como en nuestros tiempos.{27}
El hecho es que ahora, cuando se pregunta: «¿Cómo se empobreció Fulano de Tal?», se escucha con frecuencia la misma respuesta: «Al pobrecito lo arruinaron su mujer y sus hijas».
Esto tiene una explicación lógica. En los tiempos presentes, amigos míos, la mujer resulta más cara que nunca. Es empresa difícil sostener el lujo de una señora decente. Ríanse ustedes de las magnificencias de ciertas mujeres célebres que figuran en la Historia. El lujo de antes era deslumbrador, pero consistía principalmente en alhajas, es decir, en algo duradero y que representaba un capital guardado en reserva. Un hombre, al hacer entonces regalos ostentosos a su mujer, iba depositando en realidad dinero para el porvenir en la caja fuerte de su casa. Lo terrible es el lujo de ahora: lujo de trapos, de blondas, pieles y plumas, cosas todas que duran un par de meses, o cuando más un par de años, que se ajan con facilidad y sólo pueden admirarse unos días, pues carecen de la seducción sólida, inconmovible, eterna, de las piedras preciosas.
Ustedes habrán oído hablar de Madame Recamier. Todo París estuvo a sus pies hace un siglo. Era la mujer más elegante de su época. Los guerreros napoleónicos, los santos padres del naciente romanticismo, los hombres de moda, necesitaban ir todas las tardes a su tertulia, que era como una consagración. La divina Julieta estrenaba diariamente un vestido; lo llevaba unas horas nada más, y lo regalaba luego a su doncella. ¡Trescientos sesenta y cinco vestidos al año!...
Pero el valor de cada uno de ellos equivalía, según testimonio de los indiscretos de aquella época, a unos tres francos cincuenta céntimos. Eran túnicas blancas de lino o de batista, sobre las cuales colocaba la divina Recamier una faja de seda celeste, y su belleza rubia no necesitaba más para tenderse en un diván, rematado por cuellos de cisne, a escuchar los lamentos ossiánicos de un arpa o los versos recitados por su amigo Chateaubriand.
Ahora, una mujer tenida por elegante se considera deshonrada si lleva vestidos de menos de mil francos. Lo corriente es que valgan dos mil. Y lo mismo ocurre con el sombrero, los zapatos, etc. Además, la pobre Recamier haría reír a nuestras amigas si intentase deslumbrarlas cambiando cada día de vestido. Un vestido por día: ¡qué suciedad!, ¡qué atraso!... Una mujer chic cambia ahora ritualmente de vestido tres veces al día, cuando menos, y debe preferir la muerte antes de conocer la deshonra de que sus compañeras la sorprendan dos días seguidos llevando las mismas ropas.
Aquellas cortesanas y comediantas, lujosas como la reina de Saba y devoradoras de millones, que todos hemos conocido en el teatro y en los libros al{28} describir la vida de París de hace medio siglo, son ya personajes fantásticos de comedia y de novela. Sólo existen en la imaginación de las gentes crédulas. Vayan ustedes a las joyerías de la plaza Vendôme, a los modistos de la rue de la Paix y demás proveedores del lujo femenino; pregúntenles por las «artistas» de costumbres ligeras y por las mundanas célebres, que deben ser sus mejores clientes, y verán cómo tuercen el gesto:
—Eso era en otros tiempos, señor. Ahora las gentes de tal clase no nos convienen; sólo saben hacer deudas. Ya no hay grandes duques rusos que las protejan. Únicamente quedan agentes bolcheviques, que vienen de allá llevando varios millones para la propaganda roja y los gastan con bailarinas viejas que admiraron en su juventud de bohemios hambrientos. Pero son tan pocos, que esto no significa nada. Háblenos usted de señoras decentes; de mamás y de niñas. Ésa es la verdadera clientela de nuestra época. Los millonarios de América y de Europa ya no gastan el dinero más que en las mujeres de su casa. El despilfarro y la locura marchan ahora del brazo con la moral.
Y los tales comerciantes, si fuesen capaces de hablar con esta franqueza, dirían la verdad. Hay ahora niña casadera que antes de los veinte años presenta a su papá cuentas de modisto y de otros proveedores más enormes que las que pagó su abuelo ocultamente cuando se dedicaba a proteger bailarinas o a dar a conocer al mundo el talento de alguna comediante joven y de buen rostro.
La familia del doctor Pedraza era de esta clase. La eterna preocupación del prócer argentino consistía en ser rico, enormemente rico, para que su familia, compuesta toda de mujeres, no experimentase ninguna privación en sus deseos de lujo.
Cada vez que el doctor encontraba en los relatos de fiestas aristocráticas publicados por los diarios a «la distinguidísima señora de Pedraza y sus lindas e interesantes hijas», sentía la misma emoción de vanidad satisfecha, el mismo legítimo orgullo del artista que ve elogiadas sus obras.
Para él, su mujer era la primera dama de Buenos Aires y sus hijas estaban destinadas a casarse con los jóvenes más ricos del país. Y esta admiración por su cónyuge se convertía en obediencia absoluta a todas sus indicaciones, como si la considerase incapaz de equivocarse en los asuntos concernientes a la familia. Él, para los negocios, para ganar dinero; y su esposa, para la vida de alta sociedad, para gastar con «distinción».
No resultaba extraordinario que después de veinte años de matrimonio siguiese tan enamorado de su esposa. Doña Zoila (allá no son raros nombres como éste) era una hermosa mujer: la patricia argentina, madre de numerosa{29} familia, que mantiene intactas la belleza y la gracia de la primera juventud y muestra todavía un gran atractivo femenil rodeada de sus nietas. Esta matrona, de ojos negros y arrogante estatura, guardaba todas las magnificencias físicas de una raza sana y fuerte, que adopta por moda los enervamientos del lujo, pero no ha sido vencida aún por ellos.
Doña Zoila era la primera invitada a toda fiesta. Su opinión equivalía a una ley; ella indicaba lo que era distinguido y lo que debía ser considerado como «guarango». Se estremecía de orgullo al declarar que todas sus ropas procedían de París y que los grandes modistos de allá se preocupaban del adorno de su persona, salvando el obstáculo de tres mil leguas oceánicas. Cuando llegaban las comisionistas de la rue de la Paix a Buenos Aires, apenas habían empezado a desenfardar en el hotel sus modelos para la estación próxima, a la primera que avisaban era a «Madame Pedraza». Contaban con ella como gran compradora, y además sus gustos y sus recomendaciones eran seguidos por mucha gente.
Después de su reputación de mujer elegante, lo que más apreciaba ella al conversar en los salones con algún extranjero era poder decir:
—Y tal como usted me ve, soy madre de seis señoritas.
Una maternidad tan corta representaba para ella una humillación, y se apresuraba a añadir:
—Dieciocho hijos tiene una hermana mía, y los más de ellos son varones.
Esto resulta natural en un país poco poblado, que sólo cuenta un habitante por kilómetro. Mientras los dueños de estancia fomentan la cría de sus reses, en las ciudades las esposas se afanan por aumentar el número de ciudadanos.
Además, amigos míos, aquellas mujeres, que llevan en sus entrañas el porvenir de su país, son sanas y prolíficas, con la frescura y la salud de un pueblo joven. Como la riqueza las impulsa a aceptar los caprichos de la moda, a lo mejor se resignan a sufrir los tormentos del hambre para ser extremadamente delgadas. «Hay que conservar la línea». Pero a pesar de su demacración elegante y su agostamiento distinguido, no pueden ocultar la solidez del andamiaje interno, el noble vigor de sus antecesores los centauros de la Pampa. Parecen, por lo flacas, que acaban de salir de una ciudad sitiada o de un trasatlántico con averías en alta mar que obligaron a los pasajeros a someterse a media ración. Pero que la moda les da permiso para comer, y renacerán esplendorosas, como surge el trigo en la llanura argentina cuando llueve largo.
Decía, señores, que el doctor Pedraza amaba y admiraba al mismo tiempo a su esposa. Ni una sola vez había contestado negativamente a las peticiones de{30} doña Zoila, y eso que la señora no reconocía límites ni escrúpulos en sus gastos para sostener, como ella decía, «el prestigio de la familia». Habitaban una casa nueva, grande y elegante en las cercanías del Parque de Palermo; estaban abonados invariablemente a uno de los mejores palcos del teatro Colón durante la temporada de ópera, y a otros palcos en diversos teatros. En Buenos Aires no abundan las fiestas de sociedad, y el llamado «gran mundo» se ve y se habla durante los entreactos en las representaciones tenidas por elegantes. Su servidumbre era numerosa. Poseían tres automóviles: uno, el de «negocios», para el señor, y otros dos, que empleaban la señora y las niñas para visitas o excursiones.
Doña Zoila enviaba a la casa donde el doctor tenía establecido su «escritorio» todas las cuentas de sus proveedores urbanos, así como las que llegaban de París y Londres los días de vapor-correo. Y Pedraza, sin hacer objeciones, iba llenando hojas y más hojas de su cuaderno de cheques, y las entregaba, dando por terminado el asunto.
Le enorgullecían los enormes gastos hechos por su cónyuge. Eran una demostración de su elegancia natural y de su noble origen. Porque el doctor creía, más aún que su mujer, en el linaje aristocrático de ésta.
—Soy de los Pérez Zurrialde—declaraba doña Zoila con orgullo en determinados momentos.
Y los demás, cuando querían hacer un elogio completo de ella, después de ensalzar su elegancia y su buen gusto, acababan diciendo: «Es una Pérez Zurrialde».
Todos creían en la distinción aristocrática de esta familia, sin poder explicar el por qué de tal creencia. En América se ve esto muchas veces. Hay familias que cuentan entre sus antecesores generales célebres, héroes patrióticos, presidentes de República. Pero otras, cuyos abuelos no hicieron nada y no fueron nada, pasan, sin embargo, por más distinguidas y más aristocráticas. Tal vez será porque estos predecesores hablaron poco, se mantuvieron al margen de las luchas del país, se preocuparon únicamente de vestir bien, dedicando a esto toda su inteligencia, y fueron muy exigentes en materia de casamientos, emparentándose solamente con sus allegados.
Si una familia se empeña en ser aristocrática, como ponga en ello su voluntad durante tres generaciones y lo afirme a todas horas, al cabo de un siglo todos acabarán por aceptar su aristocracia y creer en ella. ¿Quién va a escarbar la historia de nadie más allá del abuelo o el bisabuelo?... Hace cien años, en todas las colonias españolas de América, el mayor signo de distinción y bienestar era{31} tener tienda abierta, un establecimiento de comestibles o de ropas. Las familias linajudas de todas las ciudades históricas de aquellas repúblicas tuvieron por fundadores a tenderos españoles o criollos, que representaban la riqueza y la aristocracia de entonces. La agricultura y la ganadería no valían nada en aquellos tiempos. Sólo eran ricos los que vivían detrás de un mostrador. Pero doña Zoila no quería saber esto: «Soy una Pérez Zurrialde». Y su marido, simple Pedraza, que había alcanzado de niño a conocer a su abuelo, un emigrante venido de Castilla, participaba también de esta admiración por el noble linaje de su esposa, por la historia de aquella familia, que databa casi de siglo y medio, lo que equivale en América a perderse en la noche de los tiempos.
Además, esta esposa, todavía bella, de elegancia generalmente reconocida, y que le había dado seis veces la reproducción de su propia persona, merecía gratitud por sus sólidas virtudes conyugales.
Con doña Zoila «no había miedo a novelas», como decía el doctor, y un marido podía vivir en perpetua tranquilidad. Su avidez de audacias elegantes no iba más allá de las invenciones del modisto, de la sombrerera y demás artistas encargados del embellecimiento de la mujer. Para ella no existía otro amor que el conyugal. Los demás caprichos e invenciones eran buenos para las «locas de París» y no para ella, una señora, casada y madre.
Gustaba de que los hombres elogiasen en los salones la elegancia de sus vestidos y su sabiduría para apreciar lo que es chic y lo que no lo es; pero nada de alabanzas a su persona, nada de muestras de asombro o admiración por su belleza, que se mantenía fresca y viva, desafiando al tiempo.
—Pero usted—le dijo un europeo—gasta una fortuna en vestidos todos los años, y debe complacerle que los hombres admiren su lujo y se lo digan.
La señora de Pedraza acogió con un gesto desdeñoso tales palabras. Eso sería verdad allá en Europa, donde las mujeres sólo piensan en los hombres.
—Entonces—siguió preguntando el curioso—, ¿para qué viste usted con tanta elegancia y se preocupa del adorno de su persona?...
Doña Zoila, antes de contestar, le miró con cierta conmiseración, como apiadada de su ignorancia:
—Para dar envidia a mis amigas y que rabien.
III{32}
Llevaba yo tres semanas de presentarme todas las tardes en la antesala del presidente del Banco Hipotecario, para saber si mi petición de empréstito iba a ser bien acogida por los señores de la Junta, cuando hablé por primera vez con el doctor Pedraza.
Algunos de ustedes tal vez no saben lo que son las cédulas del Banco Hipotecario Nacional. En las Bolsas de Europa las consideran como un papel de esos que llaman «de todo reposo»; un valor para que el padre de familia invierta en él sin miedo sus ahorros y la viuda pobre su escasa herencia. Estas cédulas hipotecarias gozan de más crédito entre la gente tímida que los empréstitos que emiten los gobiernos o las obligaciones de las empresas industriales, que siempre tienen algo de aventurado. Cada título representa un pedazo de tierra hipotecada, algo sólido, tangible, que no puede desaparecer ni volatilizarse en una guerra o una catástrofe. Y como los directores del tal Banco desean mantener incólume el prestigio reposado y seguro de su institución, de aquí que procediesen en mis tiempos con tanta lentitud y minuciosidad en sus operaciones como si aún vivieran en la época colonial.
Yo aspiraba a que me diesen dinero con la garantía de mis tierras; pero ellos, antes de emitir sobre mi propiedad varios centenares de cédulas nuevas y venderlas en Europa a gentes timoratas que sólo tienen de América vagas ideas, necesitaban largos informes y repetidas exploraciones de sus ingenieros para que en lo futuro no fuese posible una depreciación de la hipoteca.
El ujier del presidente se inclinó al entrar en la antesala un hombre vestido con elegancia y de aspecto aseñorado. Lo abrió la puerta del despacho presidencial y luego creyó necesario darme una explicación para que no me doliese la injusticia de que alguien entrase antes que yo, no obstante mi larga espera.
—Es el doctor Pedraza... un señor muy rico que ha sido diputado nacional.
Volví a verlo otras tardes en el Banco Hipotecario, pero esperando lo mismo que yo, pues he observado muchas veces que la frecuentación de las oficinas no da mayor confianza al solicitante, sino, por el contrario, le quita poco a poco el prestigio y la entrada franca que tuvo en sus primeras visitas. El doctor Pedraza acabó por sentarse en la antesala cerca de mí. Unas veces había salido el presidente; otras, no deseaba hablar con él, sino con los ingenieros y los peritos del Banco, cuyo informe era siempre laborioso, circunspecto y lento. Un amigo cualquiera nos puso en relación, y como la soledad de la pieza predisponía a las confidencias, hablamos mucho durante las horas pesadas y al mismo tiempo optimistas que siguen al almuerzo y son en Buenos Aires las de visita a las{33} oficinas.
El doctor Pedraza solicitaba lo mismo que yo, aunque entre sus pretensiones y las mías existiese una diferencia igual a la que separaba mi humilde persona de colonizador extranjero de su opulencia de gran propietario. Quería hipotecar la estancia heredada de sus padres, operación importante para el Banco, por tratarse de un préstamo de muchos centenares de miles de pesos.
Esto no me produjo asombro, ni quebrantó el respeto que me infundía el doctor como hombre rico. En aquel país se puede ser un gran millonario y deber al mismo tiempo sumas enormes. Hasta parece que la riqueza traiga aparejado lo de tener deudas. Se emprenden sin miedo nuevos negocios; se compra sin tener con qué pagar, dando por seguro que se venderá lo comprado antes de unos meses y con fabulosa ganancia; nadie vacila en tomar cantidades a préstamo... Así es como se ha engrandecido aquel país.
Para mí era indudable que este opulento personaje necesitaba el dinero de la hipoteca para emprender algún negocio considerable y secreto.
Seducido por el silencio con que yo le escuchaba, iba enumerando Pedraza las magnificencias de la estancia que pretendía hipotecar. Además, todo argentino nace propagandista de su patria, y se enardece hasta ser elocuente cuando relata las grandezas de la tierra natal. El doctor, exagerando un poco, me describía los pastos de sus praderas, pasándose una mano por el pecho para hacerme ver hasta dónde llegaba su altura. Yo, escuchándole, contemplaba imaginativamente el galope circular de las tropas de yeguas por el vasto campo cerrado con alambradas; el lento rumiar de los bueyes, mejorados por una continua selección, casi sin cuernos, con el lomo plano lo mismo que una mesa, y carnosos, como si en su interior hubiera quedado suprimido el andamiaje del esqueleto.
—Ha habido año que he vendido diez mil novillos, ¿sabe, compañero?...
Otras tardes sentía la nostálgica necesidad de hacerme ver el Buenos Aires de su infancia. Casas bajas de monótona arquitectura colonial; aceras de ladrillo que parecían escaleras por sus numerosos altibajos; calles profundas como barrancos, polvorientas unas veces y otras tan llenas de agua estancada que había que vadearlas lo mismo que riachuelos. Muy pocos transitaban a pie por la ciudad.
—Yo iba a caballo a la escuela, y los otros muchachos «bien» llegaban del mismo modo. Mientras duraba la lección había fuera de la casa unas cuantas docenas de caballitos «petizos», que entretenían su impaciencia escarbando el{34} suelo con las patas. Cuando yo salía de la escuela, mi «petizo» había abierto un hoyo así de grande... Los mendigos también iban montados, pidiendo limosna de puerta en puerta. Los cocheros públicos encontraban que era más barato no dar de comer a sus animales, y cuando éstos se les morían de hambre, enganchar otros nuevos. No tenían más que salir a las afueras de la ciudad para comprarlos por lo que querían ofrecer. Y ahora vendo yo caballos en mi estancia tan caros como en Europa... Además, ¡lo que ha cambiado nuestro Buenos Aires! Es cosa de asombrarse, compañero, viendo esas avenidas y esas casas que parecen de Nueva York... A veces creo que lo de mi niñez fue algo soñado.
Pero el doctor cortaba su entusiasmo patriótico para protegerme con una de sus miradas bondadosas.
—Y usted, galleguito, ¿qué piensa hacer con su plata cuando esos señores le acepten la operación?...
Modestamente iba yo explicando mis planes de colonizador. Con el producto de la hipoteca terminaría la roturación de mis terrenos; compraría tractores mecánicos y otras maquinarias agrícolas de las que fabrican en los Estados Unidos; crearía un sistema de riego, y las ganancias del nuevo cultivo me permitirían pagar los intereses de la deuda y suprimirla finalmente, vendiendo la tierra en pequeñas parcelas. Pero me avergonzaba de la modestia de mis planes al recordar la importancia del hombre que me estaba escuchando.
—Usted, doctor, sí que hará cosas enormes en su estancia con esa fortuna que le va a prestar el Banco. ¡Habrá que ver eso!...
Y el doctor acogía mis palabras moviendo la cabeza con pensativa gravedad. Luego hablaba. Los tiempos empezaban a ser malos; la compra y venta de terrenos se iba paralizando; ya no era un negocio la especulación. Sería conveniente volver al cultivo de las estancias, como lo habían hecho los padres y los abuelos, pero agrandándolas, modernizándolas...
Dejé de verle. La operación sobre su estancia estaba casi terminada, y de un momento a otro le iban a entregar las cédulas hipotecarias, o sea el dinero. Para él los informes de los técnicos se hacían breves, y los obstáculos rituales se derrumbaban ante su paso. Por algo era el doctor Pedraza y su esposa una Pérez Zurrialde. Además, doña Zoila, la noble criolla, resultaba parienta, más o menos próxima, de la mayor parte de los directores del Banco.
Como si la protección que me había dispensado el doctor—expresada únicamente hasta entonces con palabras amables y ojeadas majestuosas—empezase a ejercer sobre mí una influencia real, algunas semanas después los{35} poderosos personajes del Banco se apiadaron de mi insignificancia, concediéndome la hipoteca sobre mis tierras.
Esto representó un descanso en mi angustiosa empresa, un alto durante el cual podría resollar algunos meses con la tranquilidad que proporciona la abundancia de dinero. Ya no tendría que mendigar pequeños préstamos en los Bancos particulares. Pagué deudas, emprendí los trabajos que tenía proyectados, encargué maquinaria a los Estados Unidos, y como la nueva orientación de mi empresa exigía una espera, durante la cual permanecería inactivo, me acometió el deseo de hacer un viaje corto a Europa.
Bien había ganado este descanso en dos años de áspera lucha. Además me quedaba disponible algún dinero, varios miles de pesos, que podía gastar en el regalo de mi propia persona, o inmediatamente sentí lo que llaman en Buenos Aires «la enfermedad de París». ¿Por qué yo, que pretendía llegar en lo futuro a millonario (estilo América del Sur), no me podía dar por algunas semanas una representación adelantada de lo que es en Europa la vida de un personaje de tal clase?...
Precisamente hacía un mes que en Buenos Aires los periódicos y las gentes hablaban todos los días del Cap Bojador, trasatlántico alemán que había hecho su primer viaje desde Hamburgo o iba a emprender su travesía de regreso. Esto fue antes de la última guerra europea, y el tal Cap Bojador, que no sobrepasaba en importancia a la mayor parte de los trasatlánticos que van a los Estados Unidos, era considerado como una maravilla por su gran tonelaje entre los buques que remontan el río de la Plata.
Las gentes hablaban de sus salones lujosos, de su piscina de natación, de las previsoras innovaciones establecidas en sus camarotes para atender a las más pequeñas necesidades higiénicas, del invernáculo que esparcía su jardín de flores tropicales sobre la última cubierta. Una muchedumbre interminable bajaba como en procesión al muelle para visitar esta maravilla flotante.
¡Pobre Cap Bojador! La organización germánica lo había previsto todo en él. Hasta guardaba en lo más secreto de sus bodegas unos cuantos cañones desmontados para convertirse rápidamente en corsario si estallaba una guerra. Y cuando la noticia de la guerra le sorprendió, años después, estando anclado en Buenos Aires, montó su artillería y salió al mar, para ser cañoneado y echado a pique por los cruceros ingleses cerca de las costas de África.
Familias que semanas antes no pensaban ni remotamente en un viaje a Europa sentían de pronto la necesidad de pasar el Atlántico. Fue de moda ser pasajero del Cap Bojador en su primera travesía. Representaba una gran{36} distinción. Sólo los millonarios podían permitirse, según el vulgo, este gusto inaudito.
Preparaba yo modestamente mi viaje en otro buque, cuando me avisaron que en el famoso trasatlántico había un pequeño camarote libre. Alguien había desistido de su excursión a última hora. ¿Por qué no había de darme el gusto de figurar, aunque fuese en último término, entre los opulentos pasajeros del Cap Bojador, cuando precisamente iba yo a Europa para hacer el aprendizaje de cómo viaja y vive un futuro millonario?...
La salida del buque fue precedida de una confusión clamorosa y triunfal. Todos los alemanes de Buenos Aires se habían aglomerado en el muelle para celebrar este acontecimiento glorioso. Músicas, banderas, ¡hochs!, incesantes al kaiser, cánticos del Über Alles. Además, gran afluencia de familias criollas, que acudían para admirar y envidiar a los que se marchaban; haces de flores, enormes como gavillas de trigo; cajas de bombones de chocolate que parecían maletas; besos; miles de pañuelos tremolados como banderas...
Pasé modestamente a través de esa confusión. Nadie me conocía y yo no conocía a nadie. Cuando el buque se despegó del muelle tuve un encuentro en una de las calles de esta ciudad flotante que se iba deslizando sin el menor movimiento, como si resbalase sobre el fondo del río de la Plata. El doctor Pedraza iba a Europa con toda su familia.
Doña Zoila y las seis hijas se movían atareadas y confusas, no sabiendo qué hacer de las gavillas de flores y las cajas de dulces apiladas sobre varios sillones de la cubierta: regalos de las numerosas amistades que habían acudido a despedirlas. Todas ellas llevaban unos vestidos de violenta novedad, «modelos únicos», encargados, sin duda, por cable a París apenas la familia decidió el viaje.
El doctor iba trajeado como yo me imaginaba entonces que vestían el presidente de la Cámara de los Lores o el primer ministro inglés al salir de excursión. ¡Las ilusiones de aquel tiempo, en que no habíamos visto aún los retratos de Lloyd George!...
Me distinguió el rico argentino una vez más con sus palabras amables, rebuscadas, majestuosas, y también con sus ojos protectores. En el curso del viaje se dignó muchas veces tratarme como si fuese amigo suyo, y hasta hizo mi presentación a doña Zoila y las niñas, las cuales me acogieron con una indiferencia cortés.
Era la familia más importante de a bordo por el número de sus individuos y{37} por su lujosa instalación.
Pedraza y su esposa habitaban un amplio dormitorio, con salón propio y otras dependencias. Las seis niñas se habían resignado a ocupar tres amplios camarotes de los más caros, cada uno con dos camas. Además, formaban parte de esta expedición un par de doncellas españolas al servicio de las señoritas; una parienta pobre de doña Zoila, que no se dignaba prestar otro trabajo que el de servir de acompañanta a las niñas en ausencia de su madre; el ayuda de cámara italiano del doctor, y una vieja criada mestiza que había tenido en sus brazos a la señora de Pedraza, y seguía a la familia a todas partes, como un recuerdo histórico de la noble casa de los Pérez Zurrialde. En total, doce personas, ocupando todo un lado de cierto corredor del buque donde estaban las mejores habitaciones.
La señora y señoritas de Pedraza viajaban «a la ligera», según declaración de la mamá, pues se proponían renovar enteramente su vestuario cuando llegasen a París. Esto no impedía que al lado de las puertas de sus camarotes estuviesen amontonados y obstruyendo el paso numerosos cofres y maletas: una pequeña parte destacada del grueso del equipaje oculto en las bodegas. El viaje de Buenos Aires a Boulogne iba a durar aproximadamente veinte días. Una persona decente debe cambiar de vestido tres veces cada veinticuatro horas, y ellas no podían resignarse a que las demás pasajeras dijesen que en los veinte días se habían puesto dos veces las mismas ropas. Total: sesenta vestidos por cada una de ellas, ¡y eran siete!...
Las dos hijas mayores habían dejado sus novios en Buenos Aires, y todas las mañanas escribían una carta, guardándola para echarlas después juntas en los puertos donde hacía escala el buque. Sus hermanas menores bailaban en el gran salón o en la cubierta, cuando los camareros del vapor se convertían en músicos, unas veces de instrumentos de cuerda, otras de metal. Además hacían continuos ejercicios gimnásticos para cultivar su delgadez, riñendo batallas tenaces y heroicas con el apetito juvenil excitado por el aire del mar. Sus comidas consistían casi siempre en una taza de té, y alguna de ellas hasta suprimía este líquido, con la ambición de llegar a ser más esquelética que sus hermanas.
En cambio, el doctor Pedraza gozaba con regodeo de la abundante mesa de a bordo, así como de la consideración y el respeto que le acompañaba en sus paseos por el buque.
—Es un doctor de Buenos Aires—decían algunos europeos de regreso a su tierra, al mostrarse a este personaje—, un estanciero riquísimo, una persona «bien». ¡La plata que debe tener!...{38}
Al verme Pedraza, poco después de haber zarpado el trasatlántico, me saludó dándome en la espalda una de sus palmadas de buen príncipe.
—¡Usted aquí, españolito!... ¿Va usted a dar un paseo por Europa?... Hace bien; no todo ha de ser trabajo... Hay que gastar la platita.
¡Simpático y bondadoso personaje! Recordó nuestras conversaciones durante las primeras horas de la tarde, sentados en la antesala del Banco Hipotecario.
Luego, una idea absurda, inverosímil, pasó por mi pensamiento. Se me ocurrió que el dinero facilitado por el Banco Hipotecario iba a servir en su mayor parte para este viaje suntuoso.
Tal vez el doctor Pedraza había hipotecado su estancia para dar gusto a su familia, deseosa de realizar un paseo triunfal por el viejo mundo: un viaje que excitase la envidia y la admiración de las amigas que dejaban a sus espaldas.
Terminada la navegación, nos vimos poco. Yo no podía vivir en el mismo plano que este millonario.
Además, huía de él, no porque me fuese antipática su persona, sino por miedo a la deslumbrante doña Zoila y a sus hijas, que parecían esparcir una nueva luz sobre París.
Le Figaro, que es el diario que presta más atención al paso de los americanos, hablaba casi todos los días de «Madame de Pedraza, ilustre dama argentina, y sus hermosas hijas».
Ocupaba la familia una parte considerable del primer piso de cierto hotel monumental próximo al Arco de Triunfo. Algunas mañanas, el doctor, su esposa y las seis niñas, salían a caballo para galopar por las avenidas del Bosque de Bolonia. Esta cabalgata, que muchos, en el primer momento de sorpresa, tomaron por un desfile de artistas de circo, servía para demostrar la opulencia de la familia. Además, todos eran excelentes jinetes, que habían aprendido la equitación por instinto, en la estancia natal, al mismo tiempo que aprendían a hablar.
No se sabe si fue la admiración o la envidia la que inventó el mote; pero las seis señoritas Pedraza empezaron a ser apodadas «las walkirias argentinas».
El éxito de las hijas del doctor no podía ser más halagüeño para la vanidad de sus padres. No digo que París entero se preocupase de ellas. París es muy{39} grande y su vida está dividida en sectores. Pero en el fragmento de mundo parisién donde se movían los Pedraza, o sea la porción comprendida entre el Bosque, la Avenida Kleber y los bulevares, la popularidad de las seis walkirias era cada vez más grande.
En los establecimientos de la rue de la Paix, de los Campos Elíseos y de la plaza Vendôme sonaba con frecuencia el nombre de Madame de Pedraza y sus demoiselles, recomendando los jefes, con voz respetuosa, el rápido cumplimiento de los encargos de tan ricas clientes. Muchas veces, al contar yo que venía de la Argentina y tenía en ella mis negocios, escuché las mismas palabras:
—Ahora está en París un gran millonario de allá, el doctor Pedraza, con su esposa, una señora muy distinguida, y sus niñas, que parecen un coro de ángeles. ¡Lo que gasta esa familia! ¡La fortuna enorme que debe tener el padre!... ¡Qué collar de perlas el de la mamá!...
Y yo asentía a estas expresiones de asombro y admiración... ¿Para qué hablar? En Europa tienen tal concepto de la riqueza sólida, inconmovible, cristalizada, que no pueden imaginarse la riqueza movible, inquieta y en continuo volteo de los países americanos: una riqueza que se aleja y vuelve, se desvanece y torna a reconstituirse, haciendo que un mismo hombre se vea tres o cuatro veces en su existencia millonario como un príncipe de cuento de hadas y mendigo visionario.
Además, el lujo enorme de la familia Pedraza, que yo contemplaba desde lejos, acabó por desorientarme, haciendo que dudase de lo que había visto al otro lado del Océano.
En realidad, yo sólo sabía del doctor que había hipotecado la mejor de sus fincas; pero esto no significaba nada extraordinario ni fatal. En el Nuevo Mundo no basta preguntar cuánto posee una persona; es preciso añadir: «¿Cuánto debe?». Todos, por ricos que sean, tienen deudas enormes, contraídas para el agrandamiento de sus negocios. El crecimiento rápido de los pueblos jóvenes exige que los ricos vivan un poco a la ventura, como viven los jugadores, confiándose a su buena suerte y tomando sin vacilación todo el dinero que les ofrezcan, con la esperanza de poder devolverlo gracias a nuevos negocios.
Tal vez el doctor era más rico que yo me lo imaginaba, y su préstamo debía ser considerado como una operación transitoria y sin importancia. Al año siguiente, una portentosa cosecha de trigo o una de aquellas ventas de «hacienda», en las que entraban los novillos a miles, y que él me había descrito con tanto entusiasmo en sus conversaciones, bastaría para pagar enteramente su{40} deuda, sin tener que imponerse sacrificio alguno.
Antes de que yo regresase a la Argentina tuve noticias directas de los grandes éxitos obtenidos en París por doña Zoila y sus hijas. Las dos mayores se mostraban refractarias a todo coqueteo, e iban de fiesta en fiesta, estrenando cada vez un vestido riquísimo; pero graves y austeras, orgullosas de su lujo y dignándose mirar únicamente a las de su sexo, lo mismo que su noble madre.
—Somos muy argentinas y sólo podemos casarnos con uno de nuestra tierra.
Ambas seguían escribiendo diariamente a sus novios, que estaban en Buenos Aires. Únicamente les interesaban en París los vestidos y los elogios de las mujeres.
En cambio, las otras hermanas vivían asediadas por el amor y las peticiones matrimoniales. Hasta la más pequeña, que todavía iba de corto y con el cabello suelto, tenía varios suspirantes que la deseaban por esposa. La fama de estas millonarias recién llegadas se había esparcido por todos los círculos más o menos aristocráticos, donde hay jóvenes que se tienden con desesperación en un diván después de haber perdido los últimos miles de francos en la sala destinada al juego.
Hay que recordar además que en los años anteriores a la guerra, la República Argentina acababa de ponerse de moda, y los conocimientos geográficos de los hombres deseosos de adquirir una fortuna casándose se ensancharon con esto considerablemente.
Todos habían acabado por descubrir una gran novedad: que existen dos Américas, la del Norte y la de Sur. El matrimonio con americanas de los Estados Unidos era ya entonces una industria en decadencia. Los títulos nobiliarios se aprecian allá cada vez menos. Las mujeres de aquel país, dotadas de un carácter práctico y escarmentadas por la experiencia, se reservan el manejo de sus bienes, y el marido sólo es un consocio bien alimentado, pero sin derecho a tocar la fortuna de su esposa: una especie de rey consorte, sin voz ni voto en el gobierno.
Era conveniente buscar acomodo en la otra América, donde también existen millonarias, menos numerosas, pero más inexpertas en esta clase de alianzas. El riquísimo doctor llegaba oportunamente con cuatro hijas casaderas, y todos los que en París esperaban salvarse por medio del matrimonio olvidaron lo que sabían de inglés para perfeccionarse en el tango y chapurrear algunas palabras de español.
Dos de las señoritas Pedraza empezaron a mostrarse distanciadas por una rivalidad aristocrática.{41}
—Yo puedo ser duquesa si quiero—decía una de ellas—, y a ti sólo te pretende un marqués.
—Pero el mío es más joven que el tuyo—contestaba la otra.
Doña Zoila creyó oportuno cortar tales disputas con la autoridad de su noble pasado. Nada tenía que decir contra estos personajes que aspiraban a ser sus yernos; pero no le hacían ningún favor extraordinario al pretender entrar en su familia. Ellos tenían un pasado histórico, pero los Pérez Zurrialde no eran cualquier cosa allá en su tierra. Si llegaban a casarse con sus niñas, no tendrían por qué ruborizarse, pues éstas eran iguales a ellos.
Empezó a circular entre los sudamericanos de París la noticia de que un duque y un marqués querían ser yernos del doctor Pedraza. Les corría prisa esta unión y deseaban realizarla antes de que la familia volviese a Buenos Aires. Las niñas, por su parte, también mostraban una prisa igual, pensando en lo que dirían sus amiguitas de allá al verlas con títulos nobiliarios.
Tuve que marcharme de París en aquellos días, pero las confidencias de algunos amigos del doctor sirvieron para darme una idea aproximada de lo que debió ocurrir.
Estos nobles personajes que descienden a querer emparentarse con los ricos del otro lado del Océano muestran siempre un gran desinterés cuando llega el momento de tratar las condiciones materiales que deben regir la asociación matrimonial. Ocupados en el galanteo de la joven millonaria, no quieren interrumpir su dúo de amor con vulgares discusiones financieras, y envían a un llamado hombre de ley, a un notario que ha servido siempre a su familia, o al administrador de su hacienda quebrantada, para que ajuste el convenio con los padres.
El doctor Pedraza, hombre de negocios, consideró sin importancia estos tratos preliminares del matrimonio. Él manejaría a su gusto a los dos nobles señores que pretendían ser hijos suyos. Pero en vez de hablar con ellos, tuvo que recibir la visita de dos leguleyos franceses, de palabra melosa, con el plumaje áspero y el pico duro, lo mismo que aves de rapiña.
Mi amigo y su noble esposa se expresaron como príncipes generosos que no pueden contar la inmensidad de su fortuna. Los dos se comprometieron desde el primer momento a entregar a cada una de sus niñas una renta anual de trescientos mil francos. Pero los enviados no creían en rentas que pueden ser pagadas fielmente el primer año e ir disminuyéndose en los siguientes, hasta quedar suprimidas. Ellos necesitaban un capital positivo, aunque la renta fuese{42} menor: campos, casas, valores mobiliarios, algo que pudiera convertirse en dinero a cualquier hora, dando una seguridad de riqueza a sus poseedores.
En resumen: que estas conferencias laboriosas, en las que se batían ambas partes con buenas palabras y perversas intenciones, terminaron tan mal como cualquiera de las entrevistas diplomáticas a las que asisten los gobiernos con el propósito de engañarse unos a otros.
El duque y el marqués desaparecieron. Las dos niñas lloraron un poco. ¡No poder marcar con una corona heráldica sus pañuelos y sus ropas más íntimas, para envidia de las amigas!...
Las hermanas mayores, que habían sufrido en silencio el orgullo nobiliario de las otras, creyeron llegado el momento del desquite.
—Nosotras debemos casarnos con gentes de nuestra tierra. Aquí, en Europa, sólo nos buscan por nuestra gran fortuna. Os hubieran tomado la plata, y después, ¡quién sabe si habrían acabado pegándoos!...
Doña Zoila apoyaba estas palabras:
—Allá no usamos corona, pero somos tan nobles como los de aquí. Vosotras, además de ser Pedraza, lleváis un gran nombre por vuestra madre.
La hermosa señora abominaba ahora de París. Según contó después a sus amigas de Buenos Aires, algunos mocitos que casi podían ser hijos suyos habían osado hablarla, en los salones, de «almas dormidas que deben ser despertadas», burlándose a continuación de la vulgaridad de ser fiel al marido, y comparando su belleza con el sol de la tarde, más deslumbrador y ardoroso que el del amanecer... ¡A ella! ¡A una matrona respetada por todos en su país!... Si había aguantado en silencio tales audacias, era por miedo a que se enterase su esposo, hombre violento en sus cóleras y famoso tirador de pistola.
Arrepentido Pedraza sinceramente de la satisfacción que le había procurado por unas semanas la posibilidad de ser suegro de tan aristocráticos personajes, mostraba ahora un recrudecimiento de sus entusiasmos de americano, hijo de una República.
—Lo de los títulos de nobleza, ché, puede deslumbrar a los gringos de Europa; ¿pero a nosotros?... En la América del Sur eso nos hace reír.
Transcurrió mucho tiempo sin que yo volviese a ver al doctor. Me enteré por los{43} diarios argentinos de su regreso triunfal de Europa. Otra vez su nombre y los de todas las mujeres que componían su familia volvieron a aparecer en las crónicas de la alta vida social.
Doña Zoila organizaba fiestas de caridad; se movía a la cabeza de todas las Juntas para la difusión de principios morales, y a la hora del té su palabra era escuchada como un oráculo, definiendo lo que es elegancia y en qué consiste la falta de chic. Después de haber pasado un año en París, su autoridad parecía inconmovible.
La vida del doctor resultaba menos dichosa y plácida. Yo le veía pasar en su lujoso automóvil por la Avenida de Mayo o apearse en la calle Reconquista, donde se encuentran establecidos los Bancos de la ciudad, yendo de uno a otro para sus numerosas e importantes operaciones. Todos seguían considerándole con respeto, como un personaje influyente, y muchos envidiaban su riqueza. Pero de tarde en tarde llegaban hasta mí noticias inquietantes para el crédito del doctor. Sus amigos íntimos contaban que había gastado en Europa un millón de pesos (más de lo que le había prestado el Banco Hipotecario). En las reuniones de alta sociedad se hablaba con asombro del collar de perlas que doña Zoila había adquirido en París, y los envidiosos apuntaban que el marido no tenía fortuna para tantos dispendios.
En mucho tiempo no volví a acordarme de Pedraza, pues bastante tenía con preocuparme de mi propia suerte. La Argentina pasaba en aquellos momentos por una de esas crisis financieras que son en su existencia a modo de una enfermedad normal y periódica, repitiéndose aproximadamente cada diez años.
A los negocios rápidos y extraordinariamente productivos había sucedido la atonía del dinero; al despilfarro, el pánico, el egoísmo y la pobreza. Los Bancos que adelantaban antes capitales para toda clase de negocios, no sólo habían cortado repentinamente sus créditos, sino que exigían la inmediata devolución de sus préstamos. Yo tuve que luchar mucho en aquella época para no salir de la crisis completamente pobre. De no ocurrir tal calamidad, estarían ustedes escuchando ahora a un millonario. Gracias que pude salvar lo preciso para retirarme a París y vivir aquí con modestia.
Pero volvamos a nuestro doctor. Su situación era semejante a la de otros compatriotas suyos. Continuaba siendo un capitalista para las gentes; seguía viviendo como un millonario; pero los directores de los Bancos y los hacendados sólidamente ricos, al nombrarle con respeto, contraían los labios como para cerrar el paso a una sonrisa burlona y cruel. Su infortunio llegaba hasta mí fragmentariamente, por noticias sueltas y espaciadas, como se aproximan o se{44} alejan las detonaciones de un combate remoto, según los caprichos del viento.
La familia había tomado, como siempre, su palco en el teatro Colón al empezar la temporada de ópera. Esto era natural. La vida resulta inconcebible en Buenos Aires sin la asistencia a dicho teatro. ¡Antes morir! Pero el doctor había entregado al empresario por el abono del palco, no un cheque, sino un pagaré a noventa días vista. En las malas épocas, muchos pagan así en aquel país. Se confía en el porvenir. Nadie cuenta únicamente con lo que tiene en la mano, como los tímidos del viejo mundo; todos admiten de consocia a la esperanza. ¡Quién sabe qué grandes negocios pueden hacerse en el plazo de noventa días!... Como la fortuna tiene alas, sólo necesita unos instantes para llegar hasta nosotros.
También supe que Pedraza había hipotecado la otra estancia que era de su mujer. Acababan de casarse las dos hijas mayores, con una magnificencia que hizo acudir a toda la alta sociedad de Buenos Aires. Doña Zoila dio a las bodas de sus hijas el aparato de un acontecimiento histórico. Mientras tanto, el pobre doctor se agitaba de la mañana a la noche por conseguir al mismo tiempo dos cosas que parecían antagónicas: sostener el aspecto opulento de su familia sin aminorar sus gastos y pagar los enormes réditos de sus deudas.
Las cosechas de las dos estancias y las ventas de novillos criados en sus campos sólo servían para satisfacer los tales réditos. Pedraza, deseoso de evitar disgustos a su esposa, disimulaba las angustias de esta situación. Apenas se veía en su casa, rodeado de un ambiente de lujo, entre sus hijas solteras, que hablaban y reían como princesas seguras del porvenir, necesitaba mostrarse optimista, imaginándose una serie de negocios maravillosos que vendrían a sacarle de apuros al día siguiente.
No quiero cansar a ustedes describiendo detalladamente cómo se fue acelerando, cuesta abajo, la ruina de Pedraza. Necesitaba siempre dinero; en los Bancos no querían dárselo al interés corriente, y recurrió al préstamo usurario. Además, tuvo que vender con pérdida enorme los terrenos que había adquirido para especular sobre su alza en la buena época del país, cuando circulaba vertiginosamente la riqueza.
Al mismo tiempo mostraba, al hablar con sus hijas casadas y sus yernos, la tranquilidad bondadosa de un hombre inmensamente rico, que al morir dejará caer un chaparrón de bienes sobre sus herederos. Aceptaba sin la menor mueca de contrariedad todas las peticiones de las hijas que vivían en su casa. Doña Zoila, que estaba vagamente enterada de que los negocios no marchaban del todo bien, parecía vacilar algunas veces al hacer a su marido la enumeración de{45} los gastos de la familia, pensando en la posibilidad de ciertas economías. Un día, hasta le dio a entender que, en caso de apuro, estaba dispuesta a desprenderse de sus joyas. Pero esto, aun siendo mera hipótesis, parecía causar tal pena a la señora, que el doctor se apresuró a disuadirla.
Le era imposible aceptar que su noble compañera modificase su existencia ordinaria. Además, ¿qué dirían las gentes al ver disminuido el lujo de la familia?... Y era el pobre doctor quien recomendaba a su esposa que evitase las economías demasiado visibles. Las niñas debían casarse, y para ello era conveniente que la casa conservase su aspecto de abundancia segura y ostentosa.
Cuando de tarde en tarde me ponía la casualidad al alcance de la palabra solemne y los ojos protectores de mi amigo, adivinaba al punto los estragos que iba haciendo en su persona esta nueva vida de pobreza disimulada. Iba vestido con la elegancia de siempre; conservaba su aspecto señoril; pero estaba viejo, mucho más viejo que debía serlo por su edad.
—¿Cómo marchan sus negocios, españolito?... Mala época: ¡muy mala para todos!... Pero esto no puede durar.
Y me golpeaba la espalda con la bondad de un ser superior que sabe que existe la desgracia, pero es para los otros, pues él se encuentra por encima de las miserias del vulgo.
Su caída fue larga. Nadie se enriquece con la rapidez que se imaginan los que viven al margen de los negocios; nadie tampoco se arruina, por regla general, en unos instantes, como lo vemos muchas veces en comedias y novelas. Hay minas fulminantes, como hay naufragios instantáneos que sólo duran unos minutos; pero la mayoría de las gentes se enriquecen con lentitud, o van empobreciéndose como el que baja una escalera, peldaño tras peldaño. El naufragio del doctor fue igual al de los grandes veleros, que, después de estar llenos de agua, todavía flotan con la quilla al aire mucho tiempo, yendo de un lado a otro, al capricho de las corrientes.
En realidad, sólo sé de Pedraza lo que me contaron incidentalmente algunos de sus amigos íntimos. Estas noticias son a modo de episodios sueltos y sin concordancia; pero yo he hecho de todos ellos algo compacto, uniéndolos con los hilos de mis suposiciones. Valiéndome del álgebra de la inducción, he llegado a imaginarme todo lo que le ocurrió al doctor. Dirán ustedes que lo que voy a contarles es en gran parte invención mía; pero hay invenciones más ciertas y verosímiles, por ser lógicas, que las noticias que nos dan como seguras los amigos y los periódicos.{46}
He pensado muchas veces en las tardes que debió pasar cuando quedaba solo en su «escritorio»: un piso arrendado en la Avenida de Mayo para sus oficinas. Lejos de su casa y libre de las seducciones que ejercían sobre él las mujeres de su familia, obligándole a verlo todo de una manera optimista, quedaba frente a frente al enigma de su situación. Iba a verse arruinado en un país donde el dinero tiene mayor importancia que en otras naciones y resulta más necesario para la vida. ¿Era posible la existencia de un Rómulo Pedraza protegido por sus amigos y con un empleo público para sostener humildemente a su familia?...
La idea de que su mujer y sus niñas tuvieran alguna vez que remendar sus vestidos, llevando la vida dolorosa de los ricos arruinados que buscan el amparo de unos parientes más dichosos, le parecía tan absurda e inconcebible como un trastorno de la leyes astronómicas. ¿Era lógico que Zoila, su mujer, fuese alguna vez pobre?...
Además sentía miedo al pensar en sus hijas. Él conocía la historia de muchas señoritas cuyos padres se habían empobrecido. Unas pocas conseguían casarse con ricos, lo mismo que en las novelas; las más se resignaban a descender, perdiendo la distinción de su origen, convirtiéndose en obreras ocultas que trabajaban mal recompensadas para el sostenimiento de una vida miserable; y algunas acababan sirviendo de amantes a hombres que en otras circunstancias no habrían osado aspirar a ser sus maridos.
El pobre doctor se estremecía de miedo y de cólera al pensar que sus hijas, las cuatro hijas que le quedaban en casa, podían verse en la misma situación de algunas infelices que atraen a los libertinos con un nuevo encanto: el de haber sido señoritas de buena casa, jóvenes, ricas y educadas en el lujo antes de que la ruina paternal les empuje a ser lo que son.
Como todos los que viven inseguros y acechados por el peligro, creyendo sentir que la tierra vacila bajo sus pies, el doctor aceptó supersticiosamente la existencia de fuerzas misteriosas que pueden proteger a los mortales y salvarlos, fijándose en ellos con las secretas preferencias de la predestinación. ¿Por qué no había de ayudarle la fortuna, tirando de él con un manotazo maternal y elevándolo luego sobre aquellas miserias que le obligaban de día a dolorosos fingimientos, y le tenían la noche entera entre las roedoras mandíbulas del{47} insomnio?... Había que abrir las ventanas a la suerte, para que pudiese tocarle con sus alas.
Y se hizo jugador, jugando en la Bolsa y en los clubs aristocráticos, de los que era uno de los socios más respetables y escuchados. Dio orden también a las gentes de su «escritorio» para que dejasen libre la entrada a todo el que llegase pretendiendo hablarle. ¡Quién sabe si el más humilde visitante vendría a proponerle un negocio salvador!... En los países jóvenes, de continua inmigración, que atraen a los aventureros de mala ley, pero igualmente a los visionarios geniales o inventores, todo es posible.
Un día, un agente de seguros sobre la vida le conquistó con su charla amena, haciéndole firmar una póliza de doscientos mil pesos a favor de su mujer y sus hijas. Esto iba a obligarle al pago de una prima importante todos los años; pero como estaba acostumbrado a los enormes réditos que debía entregar a sus acreedores, consideró insignificante el aumento de una cantidad más...
El agente de seguros, alegre por la comisión ganada, debió hablar a sus compañeros; la puerta del «escritorio» seguía franca, y empezaron a visitar a Pedraza casi todos los que en Buenos Aires se dedicaban al mismo negocio. Intentó resistirse al principio a una segunda operación basada en su muerte; pero al fin acabó mostrando cierto gusto por ella, y como seguía recibiendo bien a tales visitantes, éstos parecieron pasarse el aviso unos a otros.
Rara era la semana que el doctor no suscribía una póliza nueva. A pesar de su madurez se mantenía fuerte, los médicos de las Compañías de Seguros daban un informe rotundo sobre su espléndido equilibrio físico, libre de toda enfermedad, y el negocio se hacía sin obstáculos. Al poco tiempo Pedraza estaba asegurado en más de una docena de Compañías, unas del país, otras de Europa y de los Estados Unidos. Además había firmado contraseguros y hecho otras operaciones que le aconsejaban los agentes, deseosos de ganar nuevas primas.
Al fin, su persona había llegado a valer más de dos millones de pesos, según manifestaba con regocijo a sus amigos. Ésta era la cantidad que deberían entregar las Compañías a su familia en el momento de su muerte. Pero los amigos, admirando la solidez de su cuerpo, contestaban:
—Antes de morir habrás pagado en primas algo más de los dos millones. ¡Mal negocio el tuyo! Vas a vivir mucho.
El esposo de doña Zoila sonreía, orgulloso de su vigor, afirmando que se consideraba más fuerte que nunca, y al final serían efectivamente las Compañías de Seguros las explotadoras de su credulidad. Luego terminaba, con una{48} displicencia de rico:
—Caro resulta eso; pero ¿qué importa?... Es plata que voy depositando para los míos.
Una mañana le escuché estas mismas palabras en un Banco, cuando formábamos grupo en la antesala del gerente varios aspirantes a un préstamo inmediato...
Y de pronto la muerte, una muerte inesperada, que muchos llamaron «estúpida», por su absurda inoportunidad; como si alguna vez la muerte pudiera resultar oportuna.
Era en verano, y la familia del doctor estaba pasando una temporada en las islas del Tigre. Estas islas están cerca de Buenos Aires, y las forma el río Paraná al desembocar en el estuario llamado río de la Plata: una red intrincada de canales navegables entre tierras medio sumergidas, cubiertas de una vegetación frondosa, siempre verde. Es un lugar hermoso, digno de servir de escenario a un poema. Lo malo es que nunca ha ocurrido en él nada digno de mención.
Muchos ricos de Buenos Aires, especialmente las familias de origen antiguo, tienen una casa de recreo en las inmediaciones del Tigre, y doña Zoila había creído indispensable poseer un edificio igual, para complemento de su lujoso hotel, cerca del Parque de Palermo. Creo oportuno decir de paso que las dos nobles viviendas estaban hipotecadas.
El doctor pasaba las noches con su familia, acompañando a las niñas cuando deseaban bailar en el Casino del Tigre. Por la mañana tomaba el tren para ir a Buenos Aires y ocuparse en sus negocios, regresando al anochecer. Fue en uno de estos viajes de vuelta cuando el doctor cayó a la vía, al pasar de un vagón a otro. Nadie pudo explicarse claramente cómo ocurrió este suceso, que produjo tanta emoción en la ciudad. Lo cierto es que el cadáver del doctor fue encontrado hecho pedazos entre los rieles.
Los periódicos hablaron largamente, censurando a la Compañía del ferrocarril por el mal estado de su material. Había cerrado ya la noche y la obscuridad debió ser la verdadera causa de esta desgracia; pero también resultaba culpable de ella la Empresa, por la vejez de sus vagones. Los puentes que los unían eran defectuosos; las portezuelas se abrían solas. Indudablemente un hombre como el doctor Pedraza, preocupado a todas horas por sus negocios, al pasar distraído de un vagón a otro, había sido víctima de tales deficiencias.
Sus funerales fueron magníficos. Los diarios publicaron largas biografías de él, considerando su trágica muerte como una pérdida nacional.{49}
¡Ah, doctor! ¡Heroico doctor!... Unos pocos nada más nos mirábamos fijamente al mencionar su nombre. Nos hablábamos con los ojos, leíamos mutuamente en ellos nuestro común pensamiento; pero nadie se atrevía a expresarlo con palabras.
Algunos hubiesen querido hablar; pero ¿cómo interrumpir con suposiciones malévolas, inoportunas y peligrosas la unanimidad del sentimiento público por la pérdida de un ilustre hijo del país?... El duelo general había servido para demostrar cuán numerosas eran las amistades de la familia del llorado doctor y el prestigio de doña Zoila en la alta sociedad (¡una Pérez Zurrialde!).
La señora viuda de Pedraza y sus hijas cobraron dos millones de pesos de las Compañías de Seguros. Todos admiraron la previsión de este buen padre de familia. Le tenían por rico; dejaba a los suyos una gran fortuna (aunque indudablemente algo quebrantada por la crisis del momento), y había que añadir a tal herencia los importantes seguros sobre su muerte. El dinero siempre llega a tiempo, y en esta ocasión serviría para suavizar el dolor de la familia.
Doña Zoila libró de hipotecas sus propiedades, y al poco tiempo la suerte—a la que el pobre doctor abría inútilmente la ventana para que entrase—se decidió a ir en busca de sus herederos. Pasó la crisis nacional, circuló otra vez la riqueza; el mundo, que necesita para vivir panecillos y biftecs, compró a buen precio los trigos y las reses; las dos estancias de la familia, limpias de réditos, proporcionaron magníficas rentas.
La señora viuda de Pedraza continúa siendo una de las primeras matronas del país. Llama, como siempre, la atención de todos por su elegancia; pero ahora es una elegancia de noble dama que ha renunciado a dar envidia a sus amigas; una elegancia a base de colores apagados, de ricas blondas y joyas sólidas.
Para que un concierto o una función teatral de caridad tenga público hasta en los pasillos, es preciso que ella la organice. Los comerciantes tiemblan al verla presidenta de una nueva institución benéfica, sabiendo que esto significa un tributo más que tendrán que pagar con medrosa sonrisa, so pena de verse sin clientela. Los comediantes célebres, los concertistas, los escritores que llegan de Europa a dar conferencias, están condenados al fracaso si no cuentan con su protección.
No ha vuelto al viejo mundo; pero desde Buenos Aires legisla sobre materias de elegancia, y los comisionistas de modas que llegan de París van a enseñarla sus novedades antes que al público.
Todas sus hijas se han casado ya. Los nietos empiezan a tirar de su falda, y{50} cada vez que siente una fugaz simpatía por cualquiera de sus yernos, le dice suspirando:
—Hijo mío: sólo deseo que sea usted tan bueno para la familia como lo fue mi finado el doctor.{51}
Cuando hablaban a Montalbo de su celebridad universal, el famoso escritor francés quedaba pensativo o sonreía melancólicamente.
¡La gloria!... Alguien la había sintetizado diciendo que es simplemente «un apellido que repiten muchas bocas». Un novelista admirado por Montalbo le daba otro título. La gloria era «el sol de los muertos».
Todos los hombres cuyo recuerdo guarda la Historia, célebres en vida y después de su muerte, o desconocidos mientras vivieron y elogiados cuando ya no podían oír sus alabanzas, perduraban, con una existencia inmaterial, bajo la luz de este sol que sólo alumbra a los que ya no tienen ojos para verlo.
Montalbo sentía un escalofrío de pavor al pensar en el astro que sólo existe para unos cuantos. Deseaba que iluminase muchos siglos su tumba. En realidad, todo lo que llevaba hecho era para conseguir esta distinción póstuma. Pero al mismo tiempo veía imaginariamente la gloria como una estrella roja y mate, de luz aguda y glacial, semejante a esos rayos descompuestos en los laboratorios, que deslumbran y no emiten ningún calor.
El sol de los muertos le hacía descubrir nuevos encantos en el vulgar sol de los vivos, astro que alumbra infinitas miserias, pero trae también en su curso impasible muchos días de corta felicidad. ¡Y pensar que por obtener un rayo de este sol de las tumbas los hombres crean interminables guerras, oprimen a sus semejantes, viven sordos y ciegos ante las magnificencias de la Naturaleza, y dan a la ambición el sitio del amor!...{52}
Recordaba también el poeta los eclipses y los caprichos rotatorios del tal astro, esplendoroso y frío, que deja en insondable noche todo el porvenir, sólo alumbra una reducida parte del presente, y reserva sus cascadas de luz infecunda para las inmóviles llanuras del pasado, para los polvorientos campos de la Historia, llenos de ruinas y silenciosos como un cementerio. Montalbo no estaba seguro de lo que podría encontrar más allá de la muerte; no tenía siquiera la certeza de encontrar algo, fuese lo que fuese; pero los vivos consideraban la gloria, «el sol de los muertos», como algo de indiscutible realidad, y él se apoyaba en tal afirmación para imaginarse cómo sería su existencia de ultratumba. Su cuerpo iría pulverizándose mientras los hombres todavía vivos repetían su nombre y se lo pasaban a otros hombres, como un depósito, antes de morir a su vez. Y él, por todo recreo—si es que continuaba existiendo después de la muerte—, contemplaría cómo brillaba sobre su fosa aquel resplandor, crudo y glacial, de luz química.
Como el grande hombre empezaba ya a sentirse viejo, repelía estremecido estas evocaciones de su imaginación. ¿Para qué ocuparse en vida de la inmortalidad literaria, que es la más azarosa de las loterías?... El sol de la gloria iluminaba caprichosamente la tumba de muchos hombres a los que nunca calentó mientras vivieron. En cambio, como una mujer veleidosa, envolvía en el cono de sombra pendiente de su espalda a otros que acarició mientras existían. Proyectaba su resplandor sobre unos pocos con tal generosidad, que iluminaba a la voz sus personas y sus obras, mientras a los más sólo les tocaba el rostro con un rayo único, dejando en la lobreguez del olvido todo lo demás que produjeron como justificación de su renombre.
Sonreía tristemente Montalbo al pensar en su celebridad que tantos envidiaban. Sus libros, ahora famosos, tal vez resultasen despreciables antes de cincuenta años.
«La mayoría de las obras célebres del pasado—pensaba—no llegaron hasta nosotros, y sólo las admiramos por el testimonio de algunos contemporáneos que nos afirman su excelencia. Otros libros antiguos han sobrevivido, pero sólo los leen unos cuantos eruditos. El gran público huye de ellos, alabando al mismo tiempo al autor por un convencionalismo tradicional. Mi fama presente se disolverá pocos años después de mi muerte. Tal vez si sobrevive y logra salir por la otra boca del túnel del primer olvido que atraviesa toda celebridad difunta, será un simple nombre en los diccionarios y una lista de libros que nadie lea».
En sus horas de pesimismo consideraba con cierto menosprecio todas las grandezas intelectuales de la civilización humana, tenidas por eternas e{53} inconmovibles. Que el mar subiese de nivel unos cuantos metros, invadiendo las tierras; que la corteza terrestre se resquebrajase con la infinita perforación de una viruela de volcanes; que nuestro planeta, en una desviación de su órbita, se alejara del sol o se aproximase a él, y toda la vida humana, con sus orgullos, sus variedades y sus ensueños, desaparecería en unos minutos, perdiéndose en el aire, como mariposas de ceniza, los libros, los cuadros, los monumentos... La gloria merecía su título de «sol de los muertos». Era algo negativo y engañoso como la muerte, sobre la cual construyen los hombres tantas ilusiones religiosas.
Pero el escritor, necesitando de pronto un consuelo espiritual, abandonaba estos lóbregos pensamientos sobre el más allá, concentrando su vista en el presente. La gloria era entonces para él algo positivo y agradable, mientras vive el que la disfruta. Montalbo sentía su calor vivificante, igual al del sol que ilumina a los vivos. No podía quejarse de ella. Había transformado su existencia con la exuberante generosidad del calor de los trópicos, que desarrolla atropelladamente el germen errante o imperceptible caído en el suelo, haciéndole remontarse como un vigoroso chorro vegetal cargado de vida rumorosa y sólida.
Recordaba sus días penosos, los días de su primera juventud, cuando el astro que en sus horas meridianas da una vida fingida y gloriosa a los muertos aún no le había tocado con los rayos de su amanecer.
Sus primeros avances habían sido lentos y tristes. Tenía que abrirse paso en Francia, y no había nacido en ella. Su padre pertenecía a una familia ilustre radicada en una república de la América del Sur. Sus abuelos habían sido ricos de un modo fabuloso, con propiedades extensas como Estados. El primero de la familia era un héroe de la conquista del Nuevo Mundo, un capitán navegante de España, don Alonso de Montalbo, fundador de la misma ciudad en la que había nacido el poeta.
Estando en París, su padre se había casado con una francesa, llevándosela después al otro lado del Océano. Tenía todas las cualidades buenas y malas del criollo antiguo: caballeresco y dilapidador; sentimental y cruel; capaz de los más disparatados sacrificios por la mujer amada, y capaz igualmente de olvidarla por una mulata del campo horas después.
Al examinarse interiormente, Montalbo encontraba muchas veces el carácter de este padre, que no había conocido nunca, pues el criollo murió cuando él sólo contaba unos meses de vida. Lo asesinaron en una revuelta política, y como había despilfarrado los últimos restos del patrimonio de los Montalbo, considerablemente disminuido de generación en generación, la viuda se volvió a París.{54}
Este niño que llevaba el nombre español de José María y un apellido de conquistador balbuceó sus primeras palabras en francés. La madre le hablaba siempre en su idioma. Pero al mismo tiempo, en la cocina, el pequeño Montalbo se veía obligado a aprender el español para entenderse con Bernarda, una mestiza de labios abultados, ojos de brasa y muecas de continua protesta. Se quejaba del frío de París, de la maldad de sus habitantes, que se empeñaban en hablar de otro modo que los demás cristianos; pero seguía a la señora en sus andanzas y pobrezas por no abandonar al niño, que recibía sus caricias lo mismo que un gozque travieso y gracioso.
El escritor olvidaba las privaciones de su infancia, la dificultad con que hizo sus estudios, el aislamiento que le creó muchas veces su nombre exótico, la muerte de su madre, a consecuencia de tantas privaciones disimuladas, y las miserias de su primer matrimonio, para fijarse en las comodidades y larguezas de su existencia presente. Después de la dura iniciación que había sufrido para llegar hasta la gloria, ésta se mostraba de una generosidad incansable.
Sus libros eran leídos por millones de personas. Los traductores los aguardaban impacientes para darles el ropaje de una nueva lengua, y luego se esparcían por la tierra entera como mariposas brillantes, cuyo vuelo triunfador contemplaban las gentes con ojos admirados. Sus sonetos obtenían celebridad hasta en los países donde no podían leerlos en su forma original; sus obras teatrales se mantenían en los carteles, algunas veces, años enteros. En los últimos tiempos, el cinematógrafo había añadido el encanto de la plasticidad y el movimiento a muchas de sus historias novelescas.
Todo este éxito había traído como consecuencia práctica el bienestar y abundante dinero. El pequeño criollo que intentó muchas veces conmover con sus balbuceos a la cobriza Bernarda para que le diese un segundo pedazo de pan, sin que ésta pudiese atenderle; el bohemio que más de una noche había vagado por las calles de París, falto de refugio, después que se cerraban los cafés, poseía ahora un hotel particular con vasto jardín en el barrio de Passy, cerca del Bosque de Bolonia, lujosa vivienda que visitaban con veneración sus admiradores y excitaba la envidia de muchos de sus camaradas literarios. Había comprado además un castillo histórico en las orillas del Loira, donde pasaba los meses de otoño, y en invierno descendía a la Costa Azul para ver el carnaval de Niza y el público abigarrado o interesante de Monte-Carlo.
Poseía dos automóviles. El correo le entregaba diariamente cartas admirativas de los lugares más apartados de la tierra. Todos le llamaban «querido maestro». Los más le respetaban como un hombre eminente de su época.{55} Algunos lo discutían hasta la calumnia, preocupándose de él a todas horas, lo que representa una nueva forma de la admiración...
Nunca, ni aun en sus momentos de más exagerado optimismo, había podido imaginar el Montalbo de los años juveniles de miseria que llegaría a ser tan favorecido por la gloria y el éxito material.
Pero el hombre es una eterna inquietud, una duda incesantemente renovada, y el novelista, acostumbrado al análisis psicológico de los seres imaginarios que figuraban en sus historias, al examinarse a sí mismo, se preguntaba muchas veces:
—¿Verdaderamente soy feliz?...
Después de los veinte años, cuando, muerta su madre, se fue a vivir al Barrio Latino, conoció Montalbo al mismo tiempo las angustias de una juventud mísera que no acierta el modo de conseguir juntos el pan y el renombre, y las primeras satisfacciones del amor.
En realidad, más que el amor, lo que saboreó en dicho tiempo fue el orgullo de su vanidad masculina.
Aún no había llegado la época en que los hombres resolvieron suprimir sus adornos capilares, abominando de la barba y la cabellera, como algo anacrónico y poco limpio. Todavía la influencia sajona no había puesto de moda el bigote cortado a raíz o el rostro completamente afeitado. Todos los que aspiraban a la gloria de las letras o las artes, para distinguirse de los burgueses, dejaban crecer los adornos naturales de su cabeza, imitando con exuberancia los penachos y melenas que en el reino animal distinguen al macho, soberbio, ambicioso y batallador, de las otras bestias, obscuras y humildes.
Montalbo, mal vestido y mediocremente alimentado, conseguía muchas veces que las mujeres elegantes, al cruzarse con él en la calle, volvieran los ojos con repentino interés:
—¡Qué cabeza de artista!...
De sus remotísimos ascendientes los árabes andaluces, abuelos del conquistador que se embarcó para el Nuevo Mundo, tenía la barba suave, negra y rizosa, la nariz de curva enérgica y unos ojos cuyas pupilas parecían acariciar con la finura del terciopelo. Su rostro, de morena palidez, estaba como{56} encuadrado por dos crenchas intensamente negras, que descendían hasta más abajo de sus orejas.
Las muchachas del Barrio Latino, estudiantas rusas, modelos de pintor o simples aspirantes a la conquista de numerosas joyas y un hotel lujoso al otro lado del río, lo admiraban por su «belleza exótica», como ellas decían. Una que en fuerza de visitar «estudios» ostentaba cierta erudición artística le había apodado Velázquez, por encontrarle cierto parecido con los caballeros españoles retratados por el maestro. Sus amigos, que conocían la historia de sus ascendientes y el lugar de su nacimiento, le llamaban «Montalbo el Conquistador».
Fue en esta época cuando conoció a Duprat y a su hija Matilde. Este escultor, ya entrado en años, y predispuesto siempre a atribuir su falta de éxito a maquinaciones y envidias de artistas célebres que empezaron a trabajar al mismo tiempo que él, buscaba la compañía de la juventud. Los principiantes le respetaban, llamándole «maestro», por sus años más que por sus obras. Además escuchaban con delectación su verbosidad demoledora, sus interminables declamaciones de hombre agriado por la mediocridad.
Al final de un callejón de Montrouge tenía su pobre estudio: antigua cuadra en el fondo de un jardín abandonado. Allá iban a juntarse por las tardes, procedentes del Barrio Latino o de Montparnasse, muchos jóvenes buscadores de gloria y de riqueza por los diversos caminos de la literatura, la música o las artes plásticas.
El odio a los antecesores que habían paladeado ya la miel del éxito, el afán innovador del entusiasmo, el menosprecio a los «viejos», que muchas veces no era más que una manifestación torcida de la envidia, los unía a todos con fraternal amistad. Además, el escultor, en las tardes de invierno, ponía al rojo blanco la estufa de su estudio, y este fuego parecía atraerlos, cansados de sufrir en sus míseros cuartos de hotel o en sus buhardillas los agudos mordiscos del frío.
Otro atractivo del estudio de Duprat era la presencia de su hija. Los amigos del escultor no se forjaban ilusiones vanidosas al pensar en esta muchacha de aspecto modesto, concisa en palabras, y que mostraba en todos sus actos la voluntad tranquila y firme de una excelente dueña de casa. Muchos se preguntaban cómo había podido nacer esta criatura de un padre tan desordenado como Duprat. Nadie había conocido a la madre, y los más suponían a Matilde fruto de las relaciones del bohemio con alguna mujer del pueblo hacendosa y vulgar, que desapareció luego de su existencia, dejándole este recuerdo viviente.{57}
Era inútil todo intento de enamorarla. Los que venían por primera vez al estudio adoptaban en vano actitudes de artista genial seguro de su gloria futura o se mostraban como graciosos aturdidos, hábiles para hacer reír a una mujer con sus palabras. No tardaban en convencerse de que perdían su tiempo. Matilde vivía entre ellos como si estuviera de paso y perteneciese a otro mundo. Hasta le era imposible ocultar cierto menosprecio por las ideas y costumbres de estos jóvenes y de su padre. Ella amaba el orden, la provisión, la limpieza, el hogar tranquilo, donde todo se desarrolla metódicamente.
Tenía una hermosura «apagada y gris», según decían los visitantes del estudio, que era como un reflejo de su alma discreta y humilde; una hermosura que no se dejaba ver en el primer momento, revelándose al observador poco a poco, en el transcurso de los días. Los amigos del padre se preguntaban con aire de duda si Matilde era hermosa. Al fin le reconocían cierta belleza, pero añadiendo:
—No es para un artista; ha nacido para casarse con un burgués.
Procuraba la joven mantenerse oculta en las habitaciones inmediatas al estudio. Después de pasar su adolescencia con unos parientes de su madre, había tenido que acostumbrarse a las conversaciones algo libres del escultor y sus camaradas. Las palabras inconvenientes parecían resbalar sobre ella sin ser comprendidas. Su grave modestia pasaba sorda e impasible por este ambiente de bohemios violentos y desordenados. A pesar de tal inmunidad, procuraba alejarse de él siempre que podía. Únicamente en las tardes que el escultor obsequiaba a sus amigos con vino o cerveza, deseoso de hacerles ver que ganaba dinero no obstante la envidia de sus compañeros célebres, Matilde aparecía en el estudio para servir a los invitados, tomando el aire de una buena dueña de casa.
Montalbo se dio cuenta de la animadversión con que le distinguía esta joven sobre todos sus compañeros. Evitaba hablarle, parecía no oír sus cumplimientos o los acogía con visible despego. Abominaba de él, sin duda, por aquella belleza exótica que tanto admiraban las muchachas licenciosas del Barrio Latino, y por ciertas historietas oídas a su padre y a los amigos de éste comentando las buenas fortunas amorosas del «Conquistador». El joven poeta era una concreción brillante y antipática de todos los desórdenes y jactancias que ella menospreciaba silenciosamente en los visitantes del estudio.
Esta reprobación sorda de la joven hizo que Montalbo se fijase más en ella, con la insistencia de una vanidad lastimada. Sin que ninguno de los dos supiera cómo ocurrió el hecho, un anochecer se miraron frente a frente. Sus ojos parecieron sufrir una mutua atracción, sosteniendo largo rato sus miradas. Los{58} dos creían verse por primera vez.
Él, que la había tenido siempre por una mujer insignificante, apta cuando más para ser la esposa de un pobre empleado, columbró a través de su rostro tranquilo una belleza no sospechada hasta aquel momento, más fresca y atrayente que las de todas las mujeres que llevaba conocidas. Matilde, a su vez, creyó registrar con sus ojos los escondrijos del alma del poeta, y se dijo que el bello Velázquez era un excelente muchacho, mejor que todos sus camaradas, dando por no oídas las historias que le atribuían.
Tampoco podía decir Montalbo al recordar su pasado quién fue el primero de los dos que reveló con palabras este amor repentino. Tal vez fueron ambos a un tiempo; tal vez no fue ninguno, pues adivinando la mutua atracción de sus voluntades, se consideraron ligados por el amor antes de decírselo.
Empezaron a verse fuera del estudio, huyendo de aquel ambiente de gritos, maledicencias y fugaces entusiasmos, que olía a tabaco, a fiebre y a pobreza. Ella, valiéndose de la libertad en que la dejaba su padre, buscó a Montalbo para pasear juntos por el Bosque de Bolonia o algún jardín del otro lado del Sena, lejos de la orilla izquierda, donde podían tropezarse con gentes conocidas.
Este amor sano y grave, que desde los primeros instantes les hizo hablar de su próximo matrimonio—como si no pudiera tomar otra forma que la reposada y legal—, dio a Montalbo una voluntad nueva, infundiéndole mayores fuerzas para el trabajo. Siguiendo las indicaciones de Matilde, encontró de más fácil tránsito los caminos en cuya entrada se detenía antes, descorazonado por los obstáculos que adivinaba en ellos.
La hija del escultor pareció influir en su destino, dándole una buena suerte, modesta, limitada, pero incesante. Fue en este período cuando revistas famosas publicaron sus versos y sus primeros cuentos, y empezó a ver retribuido su trabajo con pequeñas cantidades. El buen sentido de ella le hizo abandonar las publicaciones de cenáculo y las revistas de corta tirada, leídas únicamente por sus propios colaboradores y de las cuales no había que esperar dinero.
Precisamente, cuando Montalbo empezaba a considerarse ya en el camino de la riqueza porque su novia guardaba unos cuantos centenares de francos ganados por él, que habían de servir para la instalación del futuro matrimonio, ocurrió un suceso que para el poeta casi equivalió a una catástrofe de tragedia.
De todos los artistas célebres y ricos, a los que Duprat llamaba con desprecio «los consagrados», el único que éste dejaba aparte, excluyéndolo de sus odios y tributándole una admiración relativa, era el famoso compositor Fontana. Este{59} músico había continuado siendo amigo suyo desde los tiempos de pobreza juvenil. La música nada tiene que ver con la escultura, y Fontana, maestro glorioso, pero que sólo entendía de su arte, trataba a Duprat de igual a igual, accediendo a considerarlo como un genio mal comprendido, ya que esta concesión no podía disminuir su propia gloria.
El escultor, por su parte, correspondía a tal deferencia manifestando su admiración por la obra de Fontana: una admiración razonadora y con numerosas objeciones, pues era incapaz de venerar a nadie ciegamente, a excepción de sí mismo. Los primeros músicos eran para él los alemanes y los eslavos, unos porque habían muerto, otros porque vivían muy lejos; pero después de ellos, en el mundo sólo existía Fontana.
Cuando, de tarde en tarde, aparecía el famoso maestro en el estudio del escultor, todos los contertulios de éste se mostraban más agresivos en sus juicios y más ásperos en sus palabras. Era necesario que este hombre célebre que «había llegado» se enterase bien de su independencia y no creyese en una posible adulación. Hasta el dueño de la casa acogía al ilustre visitante con una excesiva familiaridad, haciéndole sentir el privilegio que representaba para un artista célebre y de carácter oficial ser recibido en esta reunión de genios independientes e ignorados.
Algunas horas después, los mismos jóvenes decían a sus compañeros de café: «¡Hoy he estado con Fontana, el más grande de los músicos después de Wagner!...». Y seguían inventando hiperbólicos elogios en honor de aquel hombre que había estrechado su mano distraídamente, cruzando con todos ellos unas cuantas palabras.
El escultor, por su parte, dividía el tiempo con arreglo a las visitas de su célebre amigo, y al recordar un suceso doméstico o exterior, decía reflexionando: «Eso fue dos días después de la última tarde que vino Fontana».
Por la indiscreción de un amigo de Duprat, al que comunicaba éste sus apuros pecuniarios y sus asuntos familiares, supo Montalbo lo que ocurría. El maestro Fontana estaba enamorado de Matilde y parecía deseoso de casarse con ella.
Quedó el poeta asombrado por tal noticia, como si representase algo inverosímil. Fontana tenía cerca de sesenta años; era más viejo que el escultor. En su vida abundaban los episodios amorosos.
De joven, como pianista célebre, había conocido la gloria en forma de aplausos y también de sonrisas femeniles y ojeadas prometedoras. Había{60} abusado, según los comentaristas de su brillante carrera, de ese poder de sugestión que tienen sobre las mujeres los oradores, los cantantes y los músicos; influencia misteriosa que las hace estremecerse, oprimiendo su garganta muchas veces con un nudo histórico. Luego, sus óperas graciosas y melancólicas, célebres en el mundo entero, y que siempre tenían por tema el amor, hicieron que toda extranjera de paso en París considerase indispensable llevarse un retrato de Fontana con dedicatoria.
Pero el compositor parecía cansado de sus amores novelescos, más interesantes, tal vez, vistos por los extraños, que lo habían sido en la realidad. Matilde, con su belleza tranquila y reposada de dueña de casa, le hacía pensar en las vulgares delicias del matrimonio. Era el repentino entusiasmo por el huerto de la casa natal que siente el viajero cuando vuelve de dar la vuelta a la tierra, harto de frutos raros y lejanos. El célebre maestro quería casarse, como se habían casado sus progenitores, sintiendo una ternura algo senil al ver a esta joven que le recordaba las virtudes hacendosas de su madre.
Duprat hablaba con entusiasmo a su confidente.
—Es una verdadera suerte... fíjate bien. Un hombre célebre, mucho dinero, y cuando muera (porque forzosamente debe morir antes que mi hija), heredará Matilde todos sus derechos de autor, y hay que pensar que sus óperas se cantan en el mundo entero.
No parecía sentir el padre duda alguna sobre la próxima realización de este matrimonio. Montalbo tampoco dudaba. Se vio débil, sin defensa, despreciable, al compararse con aquel hombre célebre.
Pensó por un instante que un pequeño poeta, aunque sea casi desconocido, tiene perfecto derecho a matar a un músico famoso, si le estorba; pero inmediatamente se extinguió su agresividad. ¿Qué podía hacer él, si Matilde sería indudablemente la primera en aceptar este matrimonio inesperado? ¿Cómo resistirse a las seducciones de la riqueza y de la gloria?...
También ejercía la gloria su influencia deslumbradora sobre él. Se acordó de muchas tardes de domingo en que había asistido a conciertos famosos, siendo una gota viviente del mar humano que oleaba de entusiasmo, agolpándose en la barandilla circular del teatro. Innumerables veces había aplaudido y aclamado las obras de este hombre. Hasta recordaba una disputa, que casi acabó a golpes, sostenida contra varios que intentaron silbar una obra audaz, de la llamada «última manera», del maestro.
En su niñez, la primera ópera oída por él fue una de Fontana. Su madre,{61} sentada al piano, cantaba muchas veces, a media voz, una romanza amorosa, que le hacía pensar, sin duda, en la lejana tierra de América, donde había sido feliz por breves años. Y esta romanza, que hacía brillar con el cristal de las lágrimas los ojos maternales, también era de él. ¿Cómo lanzarse a luchar con este hijo de la gloria?...
Cuando habló con Matilde en un banco del jardín del Luxemburgo, su voz fue trémula y desmayada: una voz de niño sin amparo que va a llorar.
—Sé que Fontana quiere casarse contigo. Tu padre celebra esto como un honor, y tú, indudablemente, lo aceptarás. Él tiene lo que yo no tengo: la gloria... ¡Es tan célebre!
Matilde le miró con una expresión de asombro y de lástima; una de esas miradas que las mujeres en trato continuo con los hombres de talento guardan para acoger las tonterías que dicen en determinadas ocasiones. Luego sonrió.
—¡Pero si Fontana es tan viejo!... Bien podría ser mi padre... Tal vez más que mi padre.
Se detuvo unos segundos, y añadió con energía:
—Ámame mucho y no te preocupes del maestro. Tú eres quien tiene lo que él ya no puede tener.
Le zumbaron a Montalbo los oídos a causa de su emoción. En el primer instante se sintió orgulloso del triunfo de su juventud. Luego miró con cierta lástima a Matilde.
Muy buena, muy dulce... y muy hembra. Deseaba que fuese su esposa, pero al mismo tiempo la juzgó vulgar y poco inteligente. ¡Hablar así del gran Fontana!...
Al fin, mujer. Sólo los hombres pueden apreciar lo que es la gloria.
Evocaba Montalbo los primeros años de su matrimonio con igual melancolía que se recuerdan los tiempos de miseria cuando se es rico, o las aventuras peligrosas cuando se vive para siempre exento de riesgos. Consideraba este período de su existencia muy interesante; pero de ningún modo accedería a vivirlo por segunda vez.
Se veía por la noche en el comedor del piso que ocupaban él y Matilde, en un edificio habitado por empleados modestos y obreros de buen jornal. Uno{62} cualquiera de los salones de sus viviendas actuales era más grande que todas las habitaciones juntas de aquella casa en la que fueron a instalarse.
El comedor servía a la vez de gabinete de trabajo. Hasta las primeras horas de la madrugada permanecía inclinado bajo el cono de luz amarillenta de la lámpara, escribiendo sobre el hule blanco que hacía veces de mantel. ¡Qué de ensueños, qué de esperanzas, transformadas repentinamente en dudas!...
Entonces fue cuando produjo sus obras más famosas, pasando éstas completamente inadvertidas al ser dadas al público. Una novela suya que rodaba ahora por el mundo entero, llegando a sumar varios millones sus ejemplares en diversas lenguas, había permanecido muchos años sin encontrar más de quinientos curiosos que quisieran leerla. Obras teatrales escritas en aquella habitación—saturada por la cocina próxima de olores de alimentos mediocres rápidamente preparados—daban actualmente a su autor una renta cuantiosa, después de haber dormido largo tiempo olvidadas en los archivos de los empresarios o haber sido tenidas por inadmisibles.
Recordaba el maestro con emoción que algunas noches, al otro lado de la mesa, Matilde escribía igualmente. No lo hacía como su marido, en grandes hojas de papel, sino en un cuadernito semejante al que usan las cocineras.
Montalbo estaba seguro de que si buscaba un poco en los muebles antiguos de su biblioteca—cada uno de los cuales le había costado muchos miles de francos, sirviendo todos actualmente para guardar recuerdos de su época de pobre—, encontraría algunos de estos cuadernos conmovedores.
Con los ojos en alto y mordiendo la pluma, iba dando caza a las rimas de sus pequeños poemas. Otras veces, frunciendo el ceño, movía la mano con la velocidad nerviosa del entusiasmo, desarrollando un capítulo de aquellas novelas sentimentales que habían interesado al público femenino de ambos mundos, acelerando la hora de su celebridad. Describía, con el vigor de las cosas vistas, el parque del lujoso castillo, las tertulias de los invitados a la cacería, las intrigas amorosas de esta sociedad elegante, el drama oculto bajo sonrisas amables y palabras corteses, la psicología complicada y sutil de la duquesa protagonista de la fábula.
Mientras tanto, Matilde, sentada al otro lado de la mesa, iba escribiendo en su cuadernito: «carbón, 1,50 francos; azúcar, 0,35; café, 0,70; pan, 1,25; carne, 2».
Y cuando cesaba de escribir, sumando a continuación las cantidades, también fruncía el ceño, lo mismo que el novelista; pero era para lograr que el resultado{63} de la adición se nivelase con la escasez del dinero disponible.
En estos años de pobreza, Matilde fue madre dos veces: un niño y una niña; nacimientos que sirvieron para que el viejo escultor visitase la casa. El artista libre e independiente aún guardaba rencor a su hija por haberse negado a ser la esposa del célebre maestro.
La crianza de los dos hijos fue agrandando las preocupaciones de la madre. Montalbo tuvo que extremar su trabajo para atender a las necesidades de una familia creciente. La primera educación de estos pequeños fue casi igual a la de los hijos de los obreros acomodados que eran vecinos suyos. Matilde, prematuramente envejecida por las faenas domésticas y la escasez de dinero, trataba con fraternal deferencia a estas vecinas, algo rudas, pero simpáticas. Todas veían en ella a una mujer de clase superior venida a menos, y en su marido a un hombre que alguna vez podría ser de los que escriben en los periódicos y acaban gobernando el país.
Sentía Montalbo los cosquilleos de una ternura lacrimosa y cierto remordimiento vago al evocar los sacrificios de su animosa compañera. Suprimía en el presupuesto doméstico el vino y el café destinados a ella, afirmando que eran nocivos para su salud, y de este modo lograba aumentar la compra de leche para sus pequeños. También descubría de pronto que la carne le hacía daño. Y mientras cuidaba escrupulosamente del biftec y la botella de Burdeos para el marido, afirmando que un escritor que trabaja debe alimentarse bien para continuar su tarea, ella fingía inapetencia, confiando su nutrición al azar de las compras baratas o a los restos de la comida de su esposo.
Avanzaba con lentitud el escritor en el aumento de la retribución por su trabajo, y cuando se creía condenado para siempre al regateo con editores que le menospreciaban, y a combatir sin éxito con la indiferencia de un público refractario a retener su nombre en la memoria, surgieron de pronto el éxito y la celebridad. Fue como una detonación que deslumbró y ensordeció a Montalbo.
Nunca pudo saber qué día empezó a ser verdaderamente célebre; tampoco le era posible decir cuándo la riqueza, que había ignorado siempre su existencia, empezó a torcer el curso de su esquivez, yendo a su encuentro como un arroyo metálico. Después de grandes rebuscas en su memoria, acababa por decirse que su celebridad había empezado el día que el cartero le trajo montones de cartas y periódicos con sellos de varios países, y su riqueza cuando los editores, en vez de hacerle esperar en su antedespacho, le escribieron a su casa, llamándole «querido maestro» e invitándolo a almorzar.
Después, su ascensión fue rápida, deslumbrante, sucediéndose los triunfos,{64} como en esos ensueños donde desaparecen las tiranías de la ley de la gravedad y se vuela con una ligereza que salva todos los obstáculos. Los mismos editores que habían comprado sus libros en bloque y a poco precio, los pagaron por páginas, luego por líneas, y finalmente, las revistas extranjeras ajustaron sus cuentos a tanto por palabra. Los traductores aguardaban impacientes sus invenciones novelescas, para desnudarlas de su traje original y cubrirlas con las galas de nuevos idiomas, haciéndolas dar la vuelta a la tierra. Los públicos más diversos y lejanos contemplaban a Montalbo con la misma ansiedad silenciosa que los árabes al cuentista de café, capaz de relatar durante meses y meses historias maravillosas, eternamente interesantes. Alrededor de su nombre se iba creando el mágico prestigio de los fabulatores, cuyas historias deleitaban a la plebe romana y que eran llamados para sentarse al pie del lecho del César, entreteniéndolo con sus novelas verbales en las noches de insomnio.
Cuando Montalbo, interesante y poético relatador de fábulas, acababa de pasar los cuarenta años, empezó a caer la riqueza sobre él como incesante llovizna. Luego esta lluvia se convirtió en aguacero, hasta el punto de que el escritor decía, con una sinceridad despectiva que en el fondo era puro fingimiento:
—Ya empiezo a aburrirme de una ganancia tan enorme y continua.
Al iniciarse esta riqueza, Matilde se fue del mundo. Habitaban entonces un pequeño hotel, cerca del parque de Monceau. Tenían varios criados. El automóvil ya existía, pero no era aún de uso corriente, y el novelista había comprado un cupé y un tronco de hermosos caballos para uso de su mujer. Él podía dar gusto a sus aficiones románticas, realizando en gran parte las ilusiones acariciadas en su juventud, y compraba muebles antiguos, tapices, casullas viejas, objetos litúrgicos, al mismo tiempo que iba formando una biblioteca enorme.
Sus dos hijos se educaban en colegios de gran fama. Matilde, siempre más vieja que debía serlo por sus años, iba vestida modestamente, y su aspecto macilento contrastaba con la alegría juvenil de su marido victorioso. Únicamente sentía la satisfacción de su riqueza naciente al pensar en las caridades que podría hacer. Y de pronto, como si le fuese imposible acostumbrarse a tanta prosperidad, había muerto.
No podía tampoco acertar Montalbo, al evocar su pasado, cuál había sido la verdadera causa de esta muerte. Se había ido de su lado para siempre porque ya no era necesaria su presencia, porque se consideraba inoportuna en esta nueva atmósfera de triunfo y de lujo repentino. Tal vez la pobre había muerto pensando{65} que su grande hombre quedaría de este modo con mayor libertad para continuar su camino glorioso.
En los años sucesivos, el viudo se consideró efectivamente más suelto y ágil para seguir a la gloria, que marchaba delante de él como una amiga incansable. Todo lo que la celebridad puede dar a un hombre, él lo conoció. Ya no le era posible adquirir más viviendas lujosas; tenía importantes depósitos en muchos Bancos; podía suspender su trabajo cuando quisiera, sin miedo al porvenir. Su nombre, al ser anunciado en voz alta, hacía volver las cabezas. Llegaban elogios hasta él de todos los rincones de la tierra; recibía honores oficiales, y al mismo tiempo, una parte de la juventud, impaciente e iconoclasta, hacía una excepción en su favor, mirándole con cierta simpatía, como si fuese un joven eterno. A veces hasta se lamentaba de no ser objeto de frecuentes ataques, por creer necesaria alguna mancha de sombra en esta gloria de monótono brillo.
El amor había venido igualmente a ponerse a sus órdenes como un esclavo de la celebridad, un amor menos tranquilo y regular que el que le hizo conocer Matilde.
En la cumbre de su madurez y en la primera parte del descenso de su existencia, seguía conservando Montalbo aquella belleza varonil admirada en otro tiempo por las muchachas del Barrio Latino. El antiguo «Conquistador» había recortado su barba y su melena para que resultase menos visible el brillo de las canas; en torno a sus ojos empezaba a extenderse el triste abanico de las arrugas; pero el brillo juvenil de sus pupilas, su sonrisa primaveral de triunfador satisfecho de la existencia, su cuerpo vigoroso y su perfil aquilino, herencia de soldados y navegantes, mantenían el antiguo interés inspirado por su persona.
Las extranjeras de paso en París lo encontraban semejante a sus retratos, tal como ellas se lo habían imaginado leyendo sus libros. En los tés, encontraba muchas veces señoras todavía hermosas, que le consultaban sobre problemas del alma, acabando por invitarle a contemplar a solas la caída del sol desde la terraza de Saint-Germain, o a pasear en la mañana por algún sendero misterioso del Bosque. Otras le visitaban en su vivienda, de cinco a siete de la tarde, para hacerle ver, a puerta cerrada, sus interioridades psicológicas.
Lo que más le envidiaban algunos escritores jóvenes era la leyenda de triunfos amorosos que se iba formando en torno a su apellido. Montalbo guardaba un silencio discreto cuando alguien aludía en su presencia a esta celebridad. Otras veces aceptaba con sonrisas modestas o enigmáticas los comentarios de sus amigos o las malignas insinuaciones de ciertos periódicos.
Tenía el entusiasmo inagotable y la credulidad fácil de los que llegan con{66} retraso al amor cambiando el orden de las épocas de su vida. Después de los años de comunidad matrimonial tranquila y metódica, que habían sido años de trabajo y privaciones, sentía una verdadera hambre de aventuras pasionales, desordenadas y vertiginosas. Quería vivir novelas en la realidad, después de haber fabricado tantas con la imaginación.
Al desaparecer su mujer no tuvo ya escrúpulos ni obstáculos que le contuviesen, y avanzó con el aturdimiento del joven que encuentra un nuevo aliciente a sus amoríos cuando los ve acompañados de cierto escándalo, halagador de su vanidad.
Esta segunda existencia de Montalbo alejó de él lentamente a los que formaban su familia. El escultor Duprat había muerto de alcoholismo, después de comunicar a todos los que se resignaban a escucharle que su yerno carecía de talento y había asesinado a su mujer para dedicarse libremente a una vida de crápula. Sus hijos le amaban, indudablemente, pero como se puede amar a un hermano mayor por los años y menor por la ligereza de su conducta. El hombre célebre se mostraba con los dos de una generosidad ilimitada, admitiendo sin parpadeos de sorpresa todas sus peticiones.
—El dinero es un instrumento de libertad—decía—, y si lo amo tanto, es porque me permite ser independiente. Sólo el que puede dar dinero a manos llenas es verdaderamente libre.
Como la hija parecía haber heredado su vitalismo exuberante y su curiosidad imaginativa, se apresuró a casarla con un militar joven y buen mozo, y los dos vegetaban en lejanas guarniciones de provincia, donde el nombre de Montalbo daba al capitán y su esposa un reflejo de gloria literaria.
Su hijo era ingeniero, y hacía recordar a la grave y ordenada Matilde más que a su vehemente esposo. Nada de literatura ni de historias inventadas; su carácter positivo sólo sentía la atracción de las ciencias exactas. Como deseaba enriquecerse, se había ido a trabajar en una colonia francesa de Asia, y allá permanecía célibe y aislado, sin otro deseo que obtener por medio de las explotaciones agrícolas una fortuna más grande que la de su ilustre padre.
Montalbo, creador de una familia, vivía solo. Algunos lo comparaban a esos árboles poderosos que acaparan con sus raíces toda la tierra inmediata y no dejan prosperar ninguna vegetación junto a ellos. Lo que nace bajo su sombra muere, ya que no puede huir trasladándose a un terreno más libre.
Pero los que habían nacido cerca de este hombre extraordinario, afortunadamente podían moverse, y se apresuraron a escapar de su fatal{67} dominación, inconsciente, alegre y generosa.
«¿Qué más puedo desear?—pensaba Montalbo en sus horas de melancolía—. Nada me falta. Todo lo que deseó ha llegado para mí; en mayor o menor cantidad, pero ha llegado. Ni uno solo de los ensueños de mi ambición y mi envidia, cuando era joven, dejó de realizarse...».
Y se preguntaba, una vez más, si podía tenerse por más feliz que los demás hombres.
No; no era feliz.
Todas las mañanas despachaba su correo con un secretario, llamado Luis Crovetto.
Este escritor joven, nacido en Marsella, de padres italianos, servía al grande hombre más por entusiasmo que por los provechos del empleo. Se había presentado un día a Montalbo como admirador, que acababa de llegar a París, deseoso de verle y escucharle.
El maestro, seducido por la sencillez de esta devoción, se mostró amable y paternal, y el principiante menudeó las visitas, acabando por convertirse en secretario suyo.
El afecto de los lectores expresado en forma postal era el mayor tormento del gran escritor.
Existen en la tierra miles y miles de hombres y mujeres que al leer un libro interesante sienten la necesidad de escribir al que lo produjo, imaginándose cada uno de ellos que es el único a quien se le ocurre tal iniciativa. Además, existen los álbumes, y como si esto no fuese bastante, la moderna innovación de enviar tarjetas postales para que el autor célebre ponga en ellas su firma, con un «pensamiento» inédito si es posible.
Luigi, como llamaba Montalbo a Crovetto familiarmente, a causa del origen de sus padres, era el que con su vivacidad de italiano se ocupaba todas las mañanas en esta labor fatigosa. Sabía imitar la firma del maestro, y además había inventado media docena de «pensamientos» que le hacían sonreír. No se hubiese atrevido a insertar ninguno de ellos en sus obras de principiante, por temor a que sus camaradas le acusasen de idiotez. Pero firmados por Montalbo hacían estremecer de entusiasmo a muchas lectoras, que los encontraban{68} «geniales y profundos».
El hombre célebre, después de abrir sus cartas, las iba pasando a Crovetto para que las contestase. Eran invitaciones a fiestas; convocatorias de academias o de sociedades filantrópicas para atender a la vejez y las enfermedades de los escritores desgraciados; varias docenas de peticiones de firmas en tarjetas postales y en retratos, procedentes de los más apartados rincones de la tierra; numerosos álbumes de señoritas argentinas o chilenas, dispuestas a no marcharse de París si el amable señor Montalbo se negaba a escribirles «una cosita», añadiendo, con inaudita tranquilidad, que habían hecho el viaje a Europa solamente por conseguir esto; cartas, muchas cartas de lectoras entusiastas, que le declaraban el escritor más grande de todos los tiempos, y algunos anónimos hablando de la estupidez del grande hombre, a la que no reconocían límites, y aconsejándole que se retirase para siempre del cultivo de las Letras. Además, fajos de periódicos en diversos idiomas: unos con elogios frescos y sinceros, otros con unas alabanzas agridulces, que parecían dar a las letras impresas el reflejo verdoso de la bilis.
Montalbo dejaba a un lado las cartas de los editores y las proposiciones venidas del extranjero para la traducción de sus obras. Esto pertenecía a «otro negociado», como decía él, superior al de Crovetto, y que estaba a cargo de su amigo Soudré.
Tampoco podía explicar con claridad cuándo conoció a este «amigo entrañable», sin el cual le era imposible resolver sus negocios. Creía acordarse de que el tal Soudré, hablador, autoritario, ágil para plegarse a las circunstancias y con una paciencia interminable en discusiones y regateos, se había presentado una mañana en su casa pretendiendo leerle una de sus obras. Montalbo no pudo conocer este manuscrito, pues el autor empleó todo el tiempo en hablar de su persona. Pero Soudré era un hombre para el cual no había puertas, y repitió con tanta insistencia sus visitas, que al fin el dueño de la casa se acostumbró a él, necesitando verle lo mismo que a Crovetto. Como Montalbo lo consultaba, Soudré se consideró inmediatamente superior al secretario, hablando a éste en adelante con tono protector.
Sólo sabía el maestro de su nuevo amigo lo que éste quiso contarle. Hablaba de sus negocios en una pequeña capital de provincia, y Montalbo llegó a sospechar que había sido leguleyo de los que aletean en torno de los tribunales. Conocía demasiado bien los recovecos y tortuosidades de las leyes, así como todas las astucias de los que viven de pleitear. Al verse viudo, con una hija única, se había entregado sin resistencia al demonio de la literatura, que le venía{69} tentando desde su juventud.
Este demonio no había osado hasta entonces colarse en su casa por miedo a la esposa, que sólo creía decentes las profesiones que pueden mantener a un hombre. Pero al quedar libre Soudré de la tal burguesa falta de respeto a las Letras, se había trasladado a París acompañado de varios manuscritos y de su hija Faustina, señorita de dieciocho años, con todas las ambiciones de las de su clase, que sabía ocultar la pobreza portentosamente y vestirse bien con poco dinero. Tal vez poseía, disimuladas por sus gracias juveniles, las mismas condiciones ávidas e inquietantes del padre.
Montalbo, que lo tenía por gran psicólogo y cuyo espíritu de observación era admirado universalmente, llegó a sospechar esto último un día que se fijó en los ojos de la muchacha mientras ella permanecía pensativa. Luego, al salir de su abstracción y poner su mirada en el maestro, éste rectificó sus opiniones, considerando a Faustina igual a muchas jóvenes que había descrito en sus novelas, sencillas, buenazas, dispuestas a las mayores abnegaciones, y que viven como sacrificadas al lado de un padre que adoran: temible hombre de negocios o gobernante autoritario, capaz de infundir el espanto con sólo un gesto.
El gran escritor no pudo librarse de la influencia simpática que iba esparciendo esta joven ante sus pasos. No era una belleza, y sin embargo, allí donde entraba y había otras mujeres parecía sobreponerse a todas. Los ojos de los hombres convergían en Faustina, olvidando a las demás.
Soudré la llevó muchas veces con él en sus visitas a Montalbo. Reconocía el talento nato de su hija para la administración de una casa, talento sólo comparable al que había recibido él de la suerte para la dirección de enormes negocios, y que los hombres no sabían aprovechar, dejándolo perderse en empresas de orden inferior. El maestro, preocupado a todas horas por su producción literaria, desconocía muchas cosas de la vida vulgar, y su servidumbre abusaba de él. Era oportuno que la gentil Faustina examinase la limpieza de las habitaciones del hotel de Passy, los gastos del ama de llaves, el libro de cuentas de la cocinera, la conducta de los criados y del chófer, mientras el padre permanecía en la biblioteca aconsejando al grande hombre lo que debía contestar a sus editores o traductores. Otras veces pedía al escritor que no se mezclase en sus propios asuntos, autorizándole a él para que los resolviese libremente.
Confesaba Montalbo que, gracias a este amigo proporcionado por la casualidad, sus ingresos iban en aumento. Por esto respondía generosamente a las peticiones de subsidio que le hacía Soudré de tarde en tarde como una{70} retribución tácita de sus trabajos. Otros admiradores del maestro, envidiosos de la privanza de Soudré, al que llamaban «parásito», iban diciendo por todas partes que éste cobraba igualmente de los que le habían empleado como intermediario en sus relaciones con Montalbo.
Durante el otoño, cuando el gran escritor se iba a vivir en su castillo del Loira, Soudré y su hija eran invitados a acompañarle en este retiro por algunas semanas. El inquieto hombre de negocios se abstenía ahora de hablar al maestro de sus antiguas ambiciones literarias. Limitándose a su papel de financiero genial, iba describiendo las grandes empresas que se le ocurrían, pues no marcaba el reloj una hora nueva que no fuese la del nacimiento de una de sus ideas, que representaban millones y millones.
Algunas mañanas, desde una terraza del castillo, proponía a Montalbo cortar los árboles centenarios del parque y roturar las tierras para plantar remolacha.
—Fabricación de azúcar... Un millón por año. Tal vez más.
Y mientras tanto, Faustina y Crovetto, iguales en edad y juventud, paseaban por el jardín como una pareja escapada de una novela del maestro, haciendo crujir bajo sus pies la alfombra bronceada de hojas secas con que los árboles otoñales iban cubriendo las avenidas.
En invierno, el padre y la hija viajaban para sorprenderle en su «villa» de la Costa Azul, y durante el resto del año el hotel de Passy recibía sus visitas casi diarias.
Montalbo, alejado voluntariamente de su familia, necesitaba la presencia de estas personas a las que no conocía algunos años antes, y hasta se quejaba del egoísmo humano cuando transcurrían algunos días sin verlas.
De pronto, Crovetto necesitaba irse con sus camaradas. Sentía los deseos de independencia del sacristán que, por mucho que adore a la imagen milagrosa, acaba por aburrirse de contemplarla a todas horas y busca el trato humilde de las gentes de su misma clase. Soudré, en su incesante invención de negocios, olvidaba al maestro por unas semanas para comprometerse en empresas ilusorias que, según él, iban a hacerle millonario. La hija tenía numerosas amigas y un ansia insaciable de diversiones, asistiendo a conciertos, a toda clase de fiestas, y monopolizando cuantas entradas de teatro adquiría su padre a nombre del maestro.
Éste, al quedar solo en su juventud, sentía menos que los demás hombres el tedio de la soledad. Era un gran trabajador y había pasado la mayor parte de su existencia en silencioso aislamiento, ante una mesa, pluma en mano. Pero ahora{71} trabajaba cada vez menos y le parecían muy largas las horas. Necesitado de acción, quería hacer algo que llenase el vacío de su existencia, y no sabía cómo conseguirlo.
Al iniciarse el decaimiento de su fuerza productora y ser más numerosos en su existencia los días de ocio que los de trabajo, aquellas aventuras galantes que daban a su nombre un ligero sabor de escándalo habían bastado para entretenerle e interesarle. Pero ahora empezaba a encontrar la amorosa diversión monótona y sin encanto.
Siempre que los admiradores se asombraban de su aspecto juvenil, que no concordaba con sus años, el grande hombre exponía las ideas que servían de regla a su existencia.
—La juventud es un acto de voluntad. Todo el que quiera de veras ser joven, lo será siempre. Lo que importa es tener voluntad.
A un periodista que deseaba saber si la vejez le infundía miedo, le contestó con sonriente cinismo:
—Yo no seré viejo nunca. Cuando tenga ochenta años me pondré una peluca rubia y raptaré a una bailarina de quince.
Otras veces exponía, con la gravedad de una profunda convicción, su manera de ver la vida. Para él, la existencia era a modo de un lienzo gris, y el gran talento de los hombres consistía en saber cubrir de colores vivos y risueños este fondo de tristeza para ignorarlo, engañándose misericordiosamente.
—Todos llevamos—añadía—una orquesta dentro de nosotros. Lo importante es hacerla funcionar, que toque sin descanso la sinfonía de la Ilusión y del Deseo, únicos temas que sostienen nuestra vida. No hay que dejar que la orquesta se calle. Una vez terminada una partitura, pongamos otra inmediatamente en el atril.
Pero el grande hombre había hecho últimamente un descubrimiento terrible. Ninguna de las sinfonías con que intentaba alegrar su existencia tenía el encanto de la novedad; música vieja, gastada, oída innumerables veces, y que en vez de infundirle entusiasmo le anonadaba con la monotonía dulzona de lo excesivamente repetido.
Además, todas las partituras de la Ilusión y el Deseo que él podía colocar en su atril eran volúmenes sobados y mugrientos, que revelaban el contacto de infinitas manos y a los primeros compases le hacían torcer el gesto murmurando: «¡Otra más, siempre lo mismo!». Nunca conocía la emoción inédita y virginal del que corta las hojas de una obra intacta. ¡Ay!... ¡Sus tristes aventuras{72} pasionales, que se iniciaban con temblores internos de curiosidad, como si fuese a ver algo extraordinario, terminaban siempre de un modo grotesco!...
Tal vez eran los hombres vulgares, los hombres de una intelectualidad ordinaria, que podían dedicar todo su tiempo al amor, los que conocían las grandes aventuras pasionales. A los escritores les ocurría lo que a los sacerdotes que se dedican a la confesión. Sólo iban hacia ellos las mujeres que llevaban vivida una larga existencia y en su madurez, necesitadas de consejo, sentían el deseo irresistible de aligerarse el alma contando a alguien su pasado.
Montalbo necesitaba todos los recursos mentirosos de la imaginación para seguir interesándose por algunas grandes señoras que le habían buscado. En la época presente, la mujer elegante no tiene edad, mientras se exhibe en público. El lujo actual realiza las trampas más asombrosas y embrolla la apreciación del tiempo. Una beldad de salón puede tener lo mismo treinta años que sesenta. Luego, a solas, la triste realidad vuelve a imponerse, y por esto Montalbo recordaba con vergüenza muchos de sus llamados triunfos.
—Y así son—se decía—todos los pájaros de mentiroso plumaje que se sienten atraídos por el faro de la gloria literaria.
Algunas veces la belleza primaveral había cruzado su camino. Mujeres jóvenes que parecían respirar la alegría de la vida venían a encontrarle, tributando elogios al escritor. Algunas, llegadas del otro lado del Océano, sentían tal entusiasmo, que hasta se llevaban a hurtadillas pequeños objetos de su biblioteca. Una de ellas le había pedido como recuerdo una de sus pipas.
Pero todas, así que conseguían el libro o el retrato con dedicatoria del maestro, se alejaban para no volver más. Cuando Montalbo intentaba emplear las mismas palabras o actitudes que conmovían a las otras mujeres ansiosas de consultas psicológicas, la mirada de asombro o la ligera sonrisa de estas jóvenes hacía enmudecer y replegarse tímidamente al grande hombre.
Un día de mal humor, en que recapitulaba su vida presente, descubrió Montalbo el motivo de su tedio.
—La juventud es una voluntad—volvió a repetirse—. Yo deseo ser joven, y lo seré si evito en adelante el contacto con la vejez. Bastante hago olvidando mis propios años.
Y añadió, con la energía del hombre que va a saltar del pensamiento a una acción inmediata:
—Vamos en busca de la juventud.
V{73}
Este psicólogo, que había creído desarticular muchas veces el amor para explicarse su mecanismo interno, reconociendo al final que los amores son infinitos en número y cada uno de ellos tiene un funcionamiento completamente diferente, guardaba en su memoria una larga lista de observaciones sobre la manera como se inicia la atracción entre un hombre y una mujer. Unas veces, a la primera ojeada se interesan mutuamente; otras, se tratan como amigos años y años, y de pronto, se enteran con extrañeza de que se aman...
Y así continuaba su catálogo de observaciones infinitamente variadas. Pero de todas las formas de iniciarse el amor, había una que prefería Montalbo, por haberla experimentado él mismo repetidas veces en su vida, aplicándola después a los personajes de sus novelas. Un hombre que ha tratado con indiferencia a una mujer durante meses o años, la ve una noche en sueños, y al despertar, la considera ya diferente a las otras, como si de pronto se hubiese embellecido. Luego sigue ensoñando con ella otras noches, y al fin, acaba por amarla.
Al día siguiente de resolverse a ir en busca de la juventud, el novelista vio en sueños a una mujer: Faustina, la hija de Soudré.
Esto le hizo reír un poco al despertar. «¡No tanto!». Le parecía excesivo haber soñado con una juventud tan exagerada para él. ¡Diecinueve años!... Con cinco o seis más, podía ser nieta suya. Pero a partir de este ensueño empezó a contemplarla en su imaginación con un relieve y unos colores completamente nuevos.
Hasta entonces había mirado con distracción a la hija de Soudré: una señorita pobre vestida «a lo artista», con cierta tendencia extravagante, medio seguro de disimular la falta de dinero. Algunas veces hasta le había inspirado lástima al compararla con las grandes damas, fastuosas y de un lujo costoso, que le invitaban a sus reuniones y pretendían ser para él algo más que una dueña de casa. Ahora empezó a reconocer en «la pequeña Soudré», como él decía, cierto encanto de flor humilde y de acre olor, igual a las que nacen junto a los caminos y representan la primavera para los pobres. Hasta se extrañó de que un observador tan fino como él no hubiese descubierto antes los atractivos de su persona.
Siguió viéndola todas las noches en sus ensueños, y luego, al despertar, pensaba en Faustina, encontrándola cada vez más interesante. Ya no se le ocurrió{74} escandalizarse de la diferencia de edades entre los dos. Buscaba pruebas para justificar este desequilibrio en la historia de otros escritores. ¿Qué tenía de escandaloso que él amase a la pequeña Soudré, si esto alegraba su existencia?...
Bien considerado, su edad no resultaba tan extraordinaria. Sesenta y tantos años: ¿qué es esto para un hombre moderno y rico, que puede emplear en su persona todos los adelantos de higiene y embellecimiento realizados por nuestra época? Además, ¿qué hombre célebre no tiene sesenta años?... Se acordaba de Goethe, que a los ochenta se vio adorado por Bettina de Arnim, una criatura de dieciocho. Es verdad que la tal Bettina era una aficionada a las Letras, y el entusiasmo literario realiza las mayores diabluras, así como hace también que escritoras vetustas, con un pie en la tumba, reanimen su vejez absorbiendo la juventud de los principiantes.
—Pero la pequeña Soudré—se dijo Montalbo—tiene talento, y si quisiera escribir, escribiría lo mismo que otras... Es igual a su padre, que no deja de poseer ciertas condiciones literarias.
Este optimismo del maestro, que alcanzaba hasta el progenitor de Faustina, fue en aumento, acabando por sofocar todas las objeciones del espíritu crítico y del buen sentido que se revolvían y protestaban dentro de él.
Con su habitual vehemencia, el grande hombre dejó visible su pensamiento a todos los que le rodeaban. Mostró una alegría pueril, como si el aire cantase en su oído y la luz fuese de color de rosa. Su orquesta interior había empezado a sonar, pero esta vez la sinfonía era para él completamente nueva, y la partitura conservaba aún las hojas intactas.
La primera en enterarse del estado de alma del maestro fue Faustina, antes de que éste hablase. Sus ojos, sus atenciones, el tono de su voz, le produjeron sorpresa al principio. Luego sonrió levemente, con la expresión del que ve realizarse de pronto algo que ha soñado como una empresa imposible. Después, Soudré, almorzando una mañana con el «querido maestro», se fijó de pronto en la intimidad afectuosa que parecía haberse establecido entre éste y su hija. Montalbo aprovechaba toda ocasión para acariciar las manos de Faustina, hablando del gran interés que siempre había sentido por ella. Y la pequeña Soudré, con la audacia de una señorita pobre que no confía en la ayuda de su padre y está decidida a abrirse paso sola, sea como sea, fijaba en el grande hombre unos ojos admirativos y respondía a sus caricias falsamente paternales hundiendo las manecitas en la cabellera del poeta o alabando su extraordinaria juventud, que tanto interesaba a las damas aristocráticas.
Soudré frunció el ceño lo mismo que cuando describía una de sus empresas{75} de millones o cuando aconsejaba a Montalbo destruir su parque para plantar remolacha y hacer azúcar. Al fin se presentaba para él un negocio seguro.
Crovetto se había ido por algunos meses a su ciudad natal, a causa de la muerte de su padre, para intervenir en las operaciones de la herencia, y esto hizo que Soudré y su hija visitasen más la casa de Passy para que el maestro no quedase solo.
Una notable transformación se iba realizando en la persona de Montalbo. Siempre había vestido con cierta elegancia. Su sastre ostentaba un nombre muy antiguo y acreditado en París. Pero esta respetable antigüedad disgustó de pronto al grande hombre. Lo comparaba con los célebres modistos tradicionales y majestuosos que sólo saben hacer vestidos de Corte para reinas y grandes duquesas. Él se reconocía ahora un alma igual a la de las señoritas decentes y jóvenes que prefieren los modistos encargados de vestir actrices y cocotas. Por esto solicitó los informes de algunos escritorcitos amigos de Crovetto, que se preparaban a ser célebres llamando la atención por su indumento exagerado y sus corbatas, y fue en busca de un sastre que era el predilecto de los cómicos, pero nada de primeros actores, únicamente de los galanes jóvenes.
Los maldicientes, prontos a comentar los sucesos particulares de la vida literaria, se ocuparon de esta nueva evolución del maestro. Montalbo servía ahora de maniquí de ensayo a los sastres más audaces, llevando en público todas sus invenciones, lo mismo que un jovenzuelo.
Faustina pareció agradecerle con los ojos estas transformaciones de su persona, por considerarlas un homenaje a ella. Soudré encaminaba intencionadamente todas sus conversaciones con el maestro al mismo fin: la apología del matrimonio, estado el más favorable para el trabajo, y último capítulo de la existencia de todo hombre célebre.
Aún no había expresado Montalbo con claridad su deseo, pero Faustina se movía ya en la casa autoritariamente, hablando a la servidumbre como una dueña futura, y el padre dirigía los negocios del grande hombre cual si fuesen suyos.
En el otoño hicieron los tres un viaje al Mediodía de Francia. Varios artistas de la Comedia Francesa—de los que nunca trabajan en dicho teatro y vagan por la tierra entera—habían organizado una función al aire libre, en las ruinas de un famoso coliseo romano de la Provenza. Iban a representar Los conquistadores, la gran tragedia de Montalbo, escrita sin duda en honor de su remoto abuelo el navegante, y en la que cantaba el esfuerzo de los aventureros de España, la lucha de los portadores de la cruz con las tradiciones indígenas.{76}
Era una obra de gran espectáculo, con muchedumbres de indios, guerreros españoles a caballo y coros, cuya música había escrito un célebre maestro, discípulo y continuador del difunto Fontana.
Las autoridades de la región y los organizadores del espectáculo solicitaron la presencia del eminente escritor. Su tragedia se había representado pocas veces en París, y ahora iba a resucitar, como obra nueva, entre las arcadas medio derruidas del teatro milenario. El autor, con la bondad de un hombre que espera la dicha y no duda que va a llegar, aceptó la invitación.
—Iremos los tres—dijo a Faustina y a su padre—. Luigi vendrá de Marsella a juntarse con nosotros.
La presencia de un personaje tan célebre en la pequeña ciudad provenzal fue acogida con los más extraordinarios honores. Las gentes extrañaron un poco la jovialidad y la excesiva sencillez de este señor famoso en París.
Él y sus acompañantes iban vestidos de franela blanca, lo mismo que en una playa. Habían creído necesario presentarse así en un país de sol, aunque el invierno estuviese próximo.
Una curiosidad de niño travieso impulsaba al grande hombre a detener los vendedores ambulantes en mitad de la calle para probar todos los frutos y alimentos del populacho, ofreciéndolos a su séquito. Las mujeres comentaban su predilección por la señorita que iba siempre al lado de él, extrañando igualmente la libertad con que la hacía caricias en público.
—Es su hija—dijo uno de la ciudad que podía estar bien enterado.
Y todos señalaban con el dedo a la hija del gran Montalbo, haciéndola partícipe de la gloria de su ilustre progenitor.
Nunca se había mostrado el poeta tan satisfecho de vivir. El mismo día de la representación, estando al anochecer en una terraza del hotel, embriagado aún por los aplausos de una muchedumbre de veinte mil espectadores, acabó por librarse definitivamente de aquellos escrúpulos que le habían impedido hablar... Y propuso a Faustina que fuese su esposa.
Dudó un poco la pequeña Soudré, como si le sorprendiese esta proposición largamente esperada. Luego juntó los párpados, se pasó un dedo por ellos, sin duda para echar adentro sus lágrimas, e hizo un movimiento afirmativo con su cabeza, dejándola caer finalmente sobre un hombro del maestro como si fuese a morir de felicidad, al mismo tiempo que le ofrecía su boca.
Se sintió tan orgulloso de este triunfo como del que había obtenido horas antes. La hija de Soudré accedía a ser su mujercita; ¿cómo mostrar su{77} agradecimiento?...
A la mañana siguiente iban los cuatro por la calle principal de la ciudad. Unos obreros recomponían el pavimento. Montalbo, ocupado en mirar a la joven, tropezó con una carretilla vacía abandonada por los trabajadores. Esto le sugirió una idea extravagante.
—Si te sientas ahí—dijo a Faustina—, te paseo ante todos estos burgueses.
La proposición no era original. Recordó de pronto que otro artista célebre y de su misma edad, llamado Wágner, la había hecho a una mujer que después fue su segunda esposa.
Saltó inmediatamente la joven a la carretilla, arrebolada de orgullo por tal homenaje. ¡El gran Montalbo llevándola como un siervo en presencia de las personas más principales de la ciudad!...
Crovetto protestó con dolor y sorpresa:
—¡Eso no es serio, maestro!...
Los numerosos paseantes se detuvieron para contemplar esta escena extraordinaria con un silencio de escándalo.
Pensaban lo mismo; no les extrañaba lo que veían. Los escritores, los artistas... ¡todos locos!
Una noticia empezó a circular por París: «¡Montalbo se casa!...». Y las damas que guardaban recuerdos de su intimidad con el escritor pedían detalles a sus tertulianos sobre el pasado de aquella señorita Soudré.
Algunos la creían una jovenzuela sin otro atractivo que el de su frescura juvenil, que había tentado al viejo autor. Otras, presintiendo su malicia, admiraban la habilidad con que había sabido envolver a un hombre que se tenía por psicólogo infalible. En las reuniones de escritores jóvenes se hacían comentarios insolentes sobre la edad del maestro y de su novia, envidiando el porvenir de Crovetto.
El único que encontraba esta unión natural y lógica era Montalbo. Ya no llamaba a la gloria «el sol de los muertos». Reconocía en ella la fuerza de esos astros que comunican su energía incandescente a los cuerpos obscuros, atrayéndolos con una energía irresistible y obligándoles a girar en torno a ellos. El maestro, como observador célebre, era incapaz de engañarse en la apreciación{78} de su propia personalidad. Sabía de sobra que no era joven, y una mujer de pocos años sólo podía aproximarse a él empujada por la gloria. Pero él se llamaba Montalbo, y tenía derecho a exigir, junto a la puerta de la vejez, los consuelos del amor, a los que renuncian en igual período de la vida los hombres del vulgo.
Soudré mostraba prisa por ultimar los preparativos oficiales del matrimonio. Tal vez tenía miedo a que el maestro, reflexionando de pronto como un simple burgués, se arrepintiese de la aventura. Cuando se ocupaba en fijar la fecha de la ceremonia y había deslizado en los periódicos varios «ecos» indiscretos revelando el próximo acontecimiento, para cortar de este modo toda retirada a Montalbo, empezaron a surgir molestias.
La hija del grande hombre, que aguardaba pacientemente su vejez y su renuncia a las aventuras pasionales para ir a instalarse en su casa, sugiriéndole el amor a los nietos, se indignó al enterarse del próximo matrimonio. Y como la exuberancia de su carácter le hacía ser en determinadas ocasiones tan violenta como su padre, envió a éste una carta para decirle que siempre le había considerado igual a un niño y no extrañaba que se dejase engañar una vez más por la primera mujer que le salía al paso.
Avisado el hijo por un telegrama de su hermana, escribió también desde Asia una carta lacónica, fría y triste, que era como un reflejo de su carácter. Consideraba ilógica y disparatada la conducta de su padre, pero a continuación le reconocía un absoluto derecho a hacer reír con su casamiento al público de la tierra entera.
La vuelta de Crovetto a París consoló al maestro de tales ingratitudes. ¡Tratarle así sus hijos, cuando jamás había regateado con ellos, dándoles cuanto dinero necesitaban!... Afortunadamente, estaba ahora rodeado de su verdadera familia, constituida por las afinidades de la voluntad y no por el azar del nacimiento. La amorosa Faustina, su inteligente padre y aquel secretario entusiasta y fiel eran realmente los suyos.
Pero también esta segunda familia le proporcionó inquietudes. Luigi no parecía ya el mismo discípulo después de su ausencia. Guardaba igual respeto admirativo al maestro, pero su adhesión era demasiado silenciosa.
Permanecía el joven con la cabeza baja, malhumorado, evitando mirar al grande hombre, contestando con gruñidos a sus palabras, rehuyendo toda expansión. Cuando Faustina empezaba a hablar con el maestro, Crovetto fingía inmediatamente un motivo para alejarse. En cambio, el escritor veía muchas veces, a través de un gran ventanal de su biblioteca, cómo el secretario se{79} apresuraba a bajar al jardín apenas columbraba a Faustina paseando sola por una de sus avenidas.
Soudré, en presencia de este joven, se mostraba poco comunicativo, y si le era preciso hablarle, lo hacía con sequedad. Tal vez quería establecer por anticipado la diferencia que debe existir entre el suegro de un grande hombre y su secretario. Además, encontraba indudablemente poco correcta esta afición a buscar a su hija apenas se alejaba de su futuro esposo.
Iba llegando el invierno dulcemente. Las tardes eran frías en el jardín de la casa de Passy. Por encima de sus árboles y los del inmediato Bosque de Bolonia se veía descender el sol, de un color rojo cereza; un sol velado por la neblina, que podía contemplarse de frente. Otras tardes la bruma era más densa y el cielo tenía una lividez melancólica.
A pesar de la frialdad de las tardes, Faustina bajaba siempre al jardín, aunque sólo fuese por media hora, y Crovetto encontraba pretexto para abandonar su trabajo, yendo en busca de ella.
La continuidad de estas entrevistas y la inquietud que despertaban en Soudré acabaron por llamar la atención del famoso observador, que únicamente era ágil para observar lo que interesaba a los otros.
Al descubrir desde su biblioteca, sentados en un banco del jardín, a Faustina y Crovetto, su memoria dio un salto atrás, sobre varias docenas de años. Vio el Luxemburgo tal como era en otros tiempos, y sentados en una avenida de dicho jardín a dos jóvenes vestidos ridículamente, con arreglo a una moda ya olvidada: él y Matilde.
Tal recuerdo despertó en su pecho una sensación de angustia. Crovetto era joven, como él lo había sido en aquellos tiempos; ¿qué estaría diciendo a esta nueva Matilde?...
Tuvo celos. De pronto se vio marchando por su jardín lentamente, con pasos cautelosos, evitando que las hojas secas se partiesen bajo sus pies con chasquidos denunciadores. Un pequeño sendero le permitió llegar hasta la espalda del banco ocupado por los dos jóvenes.
Crovetto hablaba, levantando el tono de su voz a impulsos de la cólera, convencido de que únicamente podía escucharle ella en este rincón solitario.
—Tengo celos; sí, tengo celos; no lo oculto... Tú le amas, a pesar de tus negativas. Lo comprendo: es célebre en el mundo entero... Yo lo admiro, al mismo tiempo que lo odio; me ha causado un daño enorme, pero no puedo dejar de creer en su grandeza. No me extraña tu deslumbramiento. Ese hombre tiene la{80} gloria.
¡Lo mismo que él! Su secretario hablaba con idéntica convicción que había hablado Montalbo treinta y ocho años antes. La fe y la admiración no habían muerto... Pero una risa irónica cortó sus reflexiones.
—¡La gloria!...
Y continuó la risa femenil por unos instantes:
—¿Qué me importa la gloria?... ¿Cómo conseguirá hacerme amar a un hombre que puede ser mi padre... mi padre no; mi abuelo? Yo sólo te amo a ti. Pero tú eres un visionario, un niño grande como él, y no puedes entenderme.
¡Lo mismo que la otra! El maestro creyó ver ante sus ojos el rostro melancólico de Matilde.
Pero Faustina seguía hablando. El pobre grande hombre adivinó que ella acababa de tomar una mano del joven, acariciándola con protectora suavidad. Al mismo tiempo había inclinado su cabeza hacia él como si fuese a besarlo. Su voz era un dulce murmullo.
—¡No pongas esa cara! Deja que me case con Montalbo. ¿Qué pierdes con ello? Viviremos bajo el mismo techo, y después...
¡Ay! Esto no lo había dicho la otra. Los años transcurridos eran de progreso, y habían cambiado, sin duda, la mentalidad de la juventud.
Tuvo miedo de seguir escuchando, y caminó otra vez, pero instintivamente, como si obedeciese a una orden misteriosa superior a su voluntad. Ahora su movimiento era de retroceso. Su pecho angustiado se dilató y su razón volvió a él según se iba alejando del banco.
De pronto sintió frío, lo mismo que si le envolviese una ráfaga de aire glacial. Al mirar en torno, se dio cuenta de que no se movía una hoja de los árboles ni un grano de polvo se había levantado del suelo.
El grande hombre pensó en sus novelas. Los innumerables personajes creados por él le acompañaban siempre, rompiendo en los momentos críticos de la existencia de su inventor las brumas del limbo en que sobrevivían, como si fuesen a darle un consejo.
Supo de pronto qué papel debía reservarse para el resto de su existencia entre los muchos que había atribuido a otros actores de sus relatos. Sólo podía ser el viejo bondadoso y simpático de las novelas, el patriarca risueño que tuvo una juventud borrascosa y en su ancianidad se dedicaba a proteger y casar a los jóvenes.
Inmediatamente, con la visión rápida del imaginativo, admiró la grandeza de{81} su nuevo papel, amoldándose a sus exigencias. Le infundía miedo acordarse de la risa seca de aquella muchacha, y al mismo tiempo no podía alejarla de su lado. Continuaría amándola, pero de otro modo.
Vivirían los dos jóvenes bajo el mismo techo que él, como había dicho Faustina; pero ella sería la esposa de su secretario. La juventud con la juventud... ¡Y en cuanto al poder de la gloria...!
Otra vez sintió en torno a su persona aquel torbellino helado. Ahora se movían levemente las hojas con la brisa fría del atardecer. Pero a él le pareció que un huracán venido del Polo empezaba a soplar sobre París.
Necesitado de calor, miró hacia el sol.
Era igual a una oblea rojiza, y podía contemplarlo de frente sin pestañear. ¡Un símbolo exacto de la gloria!...
Y reconoció que el astro invisible por cuyo fuego se baten los hombres desde el principio del mundo, empleando la fuerza, la astucia o la envidia, sólo podría ser para él en adelante «el sol de los muertos».{82}
Conocí a Mariano Fonseca en un café de la Avenida de Mayo, donde se reunían muchos actores y músicos españoles, venidos a los teatros de Buenos Aires. Su pelo, teñido intensamente, le proporcionaba a veces la afrenta de llevar en el rostro negros churretes que se esparcían por los surcos de sus arrugas. Pero este tinte escandaloso le infundía al mismo tiempo la certeza de que aún le quedaban largos años de vida para ser en comedias y dramas el protagonista de mediana edad y caballerescas acciones.
Sus compañeros de profesión no aceptaban esta juventud ilusoria. Sólo los antiguos, los que eran en la escena «padres nobles» y podían reclamar por sus años el papel de «barba», osaban tutear al célebre Fonseca. Los demás, a pesar de la familiaridad que rige la vida del teatro, le llamaban siempre don Mariano.
—Yo resulto poca cosa comparado con usted, doctor Olmedilla—me dijo una noche—. Antes de ser comediante estudié el bachillerato allá en Madrid, y me doy cuenta de que hablo con un médico de gran porvenir, llegado a estas tierras por curiosidad aventurera, pero que algún día obtendrá gran fama en nuestra patria. Por eso agradezco mucho que un hombre tan «científico» se digne venir a un establecimiento como éste para hablar con un pobre actor... Pero, aunque yo sea un ignorante comparado con usted, me considero por encima de mis camaradas.
Y Fonseca, acodándose sobre el mármol, en una actitud que él deseaba espontánea y hacía recordar la postura arrogante de un héroe de capa y espada{83} sentado en una hostería, miró con bondad protectora a los otros hombres de teatro que ocupaban las mesas cercanas y parecían olvidados de él.
—Ahora, doctor—continuó—, estoy en la decadencia. Reconozco que han pasado mis tiempos. Además, este Buenos Aires, donde obtuve éxitos enormes, ya no es para mí. Ha crecido demasiado aprisa, y los gustos cambian. Ahora el público sólo quiere compañías lujosas, con muchas hembras ligeras de ropa y mucha música. Nadie gusta ya de las obras en verso y vamos siendo pocos los que sabemos declamar como en otra época.
Yo he sido célebre, doctor. Aún quedan criollos de mis buenos tiempos, que viven en las afueras de Buenos Aires rodeados de sus nietos, y si les habla usted de Mariano Fonseca le dirán quién fue. Por eso, sin duda, sólo encuentro trabajo actualmente los sábados y domingos, para representar obras antiguas, obras verdaderamente buenas, en algún pueblo inmediato a la capital. Estos públicos sencillos y honrados son los únicos capaces de apreciar ahora el verdadero arte. Pero no quiero insistir en esto; prefiero hablarle de mi vida, que le interesará más.
Sepa usted que soy un gran español, y eso que España no se portó bien conmigo. Por algo la abandoné cuando tenía poco más de veinte años, y no he vuelto a ella. Los públicos de allá se mostraron injustos, y tuve necesidad de venir a América para que alguien me aplaudiese. Pero no guardo rencor a mi patria ingrata. Sé bien que muchos grandes hombres conocieron la misma suerte. A pesar de esto, he servido a España aquí en América, durante treinta años, más que los diplomáticos y los hombres políticos.
Actualmente se oye hablar mucho de fraternidad hispanoamericana. Hay Sociedades que se cuidan de su fomento, y son frecuentes los banquetes y otras fiestas con discursos recordando a la madre patria. Pero cuando yo empecé mis correrías de actor, desde Texas y California hasta el cabo de Hornos, la situación era otra. España se acordaba poco de los pueblos americanos que hablan su lengua, y estas Repúblicas hispanoparlantes (como dicen algunos doctores) mantenían enteros y vivos los odios, las preocupaciones y cegueras de la guerra de la Independencia.
No venían de la Península otros enviados que nosotros. Éramos los comediantes los que evocábamos el recuerdo de España, representando las obras en verso del teatro romántico. Este apostolado no estaba libre de martirios. Los cómicos veíamos a veces con inquietud la llegada de la fiesta patriótica de cada República. Casi todos estos países tienen en su himno nacional una estrofita agresiva o vengadora dedicada a la antigua España. El tiempo, que todo lo{84} calma, las buenas relaciones diplomáticas y los intereses de raza, han puesto en desuso estos versos, anticuados y mediocres. Pero en los tiempos de mi juventud traían con ellos tantos peligros y estrépitos como una tempestad, y muchas veces hicieron correr sangre.
Una parte del público, el día del aniversario patriótico, ordenaba que los actores españoles cantasen el himno ofensivo para su nación. Muchos se resistían a tal ultraje, apoyados por otra parte del mismo público, compuesta de españoles establecidos en el país. Escándalo general, insultos, palos, y muchas veces tiros. Además, usted conoce la gran variedad de apodos que existe para nosotros en estas Repúblicas pobladas por nietos de españoles. Los compatriotas de sus abuelos somos en un sitio «godos»; en otro, «gallegos»; en otro, «patones» o «gachupines», y así continúa la lista de motes...
Ésta era la parte mala del teatro en aquellos tiempos; pero sería injusto callar la parte agradable y gloriosa de nuestra vida errante. Como ya le he dicho, durante medio siglo fuimos la única representación española que conocieron los pueblos americanos de nuestra habla. En muchas ciudades del interior nos veíamos acogidos como si la vieja España viniese de actriz en nuestra compañía. Las señoras del público murmuraban en voz baja durante la representación los versos de las obras célebres, conocidos por ellas tan bien como por nosotros. Además, siempre encontrábamos algún respetable doctor, dedicado al estudio de las cosas antiguas de su tierra, que se emocionaba al vernos, como si presenciase una segunda llegada de los conquistadores.
A mí me conoce usted ahora en la desgracia; pero si visita mi casa alguna vez, le podré enseñar coronas a docenas, láminas de plata o de bronce con dedicatorias grabadas, de las que no he querido desprenderme ni aun en días de angustiosa pobreza, y versos, muchos versos, dedicados a mi humilde persona. Guardo también un discurso que un poeta joven (luego ha sido muchas veces ministro en su país) leyó el día de mi beneficio. «España—dice—es inmortal por sus hijos célebres. Jamás podrá desaparecer una nación que ha dado al mundo Cervantes, Castelar y Mariano Fonseca».
Sé bien que esto último es un poco exagerado. ¡Entusiasmos de muchacho!... Pero sería injusto no reconocer que nuestra vida errante sirvió durante medio siglo para que no se enfriasen totalmente las antiguas relaciones de familia y la gente recordase que aún existía España.
Yo debí quedarme en una de esas Repúblicas pequeñas, donde la vida es patriarcal, y para que no resulte enteramente aburrida, procuran los hijos del país amenizarla todos los años con alguna revolución. Pero mi hija gusta de volver a{85} este Buenos Aires, donde nació. Yo también siento la atracción de la Avenida de Mayo; y aunque viva perfectamente en Méjico, junto a la frontera de Texas, y jure no volver más a la Argentina, siempre se arreglan las cosas de modo que, de aventura en aventura y de triunfo en fracaso, acabo por rodar de un extremo a otro del Nuevo Mundo, volviendo a esta ciudad, que es el refugio de todos nosotros.
Sin embargo, quedan esparcidos en las dos Américas muchos comediantes españoles, cuyo nombre ignora España y son personajes verdaderamente populares en las tierras donde se radicaron. Al gustar al público varias temporadas consecutivas, se quedan en el país para siempre, creyéndolo el mejor del mundo por haberles dado sus aplausos. Así envejecen sobre la escena, viendo pasar tres generaciones por los asientos del teatro. El presidente de la República se acuerda de que siendo niño le decía su mamá: «Si eres bueno, te llevaré al teatro a ver a Fulano». Los niños que ahora ríen las gracias de Fulano son nietos o bisnietos de los que presenciaron su llegada al país. Todos olvidan el lugar de su nacimiento, y acaban por considerarlo una gloria nacional. Cuando muere creen que el teatro ha sufrido una pérdida irreparable, y que ya no surgirán actores de su misma talla.
De haberme quedado en una República de éstas, mi existencia sería más tranquila y digna. No me vería obligado a hacer «bolos» los sábados y domingos en los pueblecitos, ni a sufrir las impertinencias de los muchachos que llegan ahora a las tablas, con tantos «modernismos» y sin saber decir bien un verso.
Pero siempre me sentí movido por un espíritu andariego y propenso a las aventuras, como el de los antiguos conquistadores. Ocho veces he ido del extremo Sur de Chile a la frontera de los Estados Unidos y viceversa, deteniéndome en cuantos teatros, buenos o malos, encontré al paso, o improvisando escenarios de ocasión en lugares que estaban esperando la llegada de un comediante desde el principio del planeta.
Esta facilidad ambulatoria la adquirí en mis primeros años de vida americana, cuando empecé la carrera como galán joven, al lado del gran Rengifo.
Con este actor glorioso no fue ingrata la madre patria. Recordará usted que gozó en España largos años de gloria. Pero al quedar poco menos que afónico y faltarle el dinero, tuvo que ser héroe y pasar el Atlántico, que siempre le había inspirado horror. Había que oír a este grande hombre cuando relataba sus viajes y las observaciones hechas por él en los teatros del Nuevo Mundo.
Usted sabe, doctor, que las numerosas Repúblicas de América que hablan{86} español se diferencian mucho en fisonomía, desarrollo y carácter. Ocurre con ellas lo que con los hijos de una misma familia: tienen padres comunes y una sangre igual; pero los genios son distintos, y cada uno nace con diversas aficiones. Los mayores son serios y trabajan; los otros tienen el aturdimiento de la adolescencia; los pequeños hacen diabluras. Hay Repúblicas que yo llamo «serias», y otras que tienen la cabeza a pájaros y nadie sabe si llegarán a ser formales alguna vez o quedarán como esos calaveras que siguen loqueando hasta en su ancianidad.
Yo quiero a todos estos países, sean grandes o pequeños, y reconozco un fondo de caballeresca sensibilidad y una envidiable alegría de vivir aun en aquellos que llevan una existencia trágica. El gran Rengifo hablaba muchas veces con entusiasmo de algunas Repúblicas pequeñas, donde no pasa año sin numerosos fusilamientos y la vida del hombre es la cosa de menos valor en el país.
—Todos, sin embargo, hacen versos en esas tierras—decía mi maestro—, y cuando sale el sol, desde el presidente de la República al último caimán de sus ríos, no queda uno que no pulse la lira y lance una oda a la vida que despierta.
Rengifo alcanzó a presenciar cosas extraordinarias en este mundo nuevo. Una noche, trabajando en la capital de una de las citadas Repúblicas, fue tanto el entusiasmo del público, que el presidente creyó del caso venir a cumplimentarle en su cuarto, seguido de un par de ayudantes, cubiertos de cordones y bordados de oro, que llevaban oculto un revólver en cada bolsillo del pantalón.
—¡Muy bien, eminente artista! ¡Muy bien! Felicito al representante glorioso de la vieja madre patria.
Y le estrechó la mano.
Continuó la función, yendo en aumento el entusiasmo de los espectadores. Antes del último acto, Rengifo, que estaba cambiándose de traje, vio entrar en su cuarto a otro señor, flanqueado igualmente por dos rutilantes edecanes.
—¡Muy bien, eminente artista! ¡Muy bien! Mis felicitaciones al glorioso enviado de la vieja España, nuestra madre.
—¿Con quién tengo el honor de hablar?
—Soy el presidente de la República.
—¡Ah, no!... Inútil la broma—protestó el maestro—. El presidente de la República ha estado aquí hace poco. Es un señor con barba, vestido de frac, y usted lleva bigote y uniforme de general.
—Es que usted ignora que entre el segundo y el tercer acto ha habido una{87} revolución.
Mi mejor época empezó cuando pude formar compañía, siendo a la vez empresario y actor.
La primera dama era mi mujer, la pobre Rosalba, de la que hablaré luego. Su padre, un español venido de allá treinta años antes que yo, había alcanzado en Buenos Aires los tiempos del tirano Rosas, y, por su edad y su voz, se encargaba en nuestras representaciones del papel de traidor. Los demás actores se quejaban a todas horas, provocando disputas con sus celos y exigencias; pero esto no impedía que marchásemos siempre juntos, queriéndonos como si fuésemos de la misma familia.
Rosalba era extremadamente morena, tenía hermosos ojos, y más de una vez sentí orgullo y tristeza a un tiempo viendo cómo la miraban muchos espectadores en las ciudades del interior. La pobre no conoció jamás la riqueza ni el verdadero lujo; pero representaba la poesía de la vida, la elegancia aristocrática, los grandes placeres de Europa, ante los públicos sencillos que venían a escucharnos, como si fuésemos los enviados de un mundo misterioso y lejano.
Su madre también era española; mas Rosalba, por haber nacido en Buenos Aires, se consideraba distinta a nosotros, interpretando esta diferencia como algo que la confería una superioridad indiscutible. En sus momentos de fervor artístico (que no fueron muchos) soñaba con ir a España para representar en uno de sus teatros. Ser actriz en Madrid le parecía el término glorioso de una existencia. Luego, en sus ratos de cólera (que eran los más), me echaba en cara mi origen:
—Tú eres un «gallego»; yo soy criolla y estoy en mi casa.
Mi suegro, hombre a la antigua, incapaz de abdicar la superioridad de su sexo, me daba consejos:
—¡Mucho ojo, Mariano! Mi niña es una mala bestia, y ya sabes cómo hay que tratarla: el pan en una mano y el palo en la otra.
Pero yo, doctor, preferí siempre tener la razón de mi parte, dejando que ella fuese injusta y agresiva. En realidad, ya no me acuerdo de los disgustos que pudo darme. Nuestra vida movediza y pródiga en molestias nos impulsaba a{88} juntarnos otra vez, olvidando con facilidad las querellas del día anterior. Frecuentemente me hablaron mal de ella, y hasta recibí anónimos; pero la envidia profesional, sobre todo entre mujeres, aconseja tales cosas a la gente del teatro.
Confieso, sin embargo, que algunas veces sentí la tentación de separarme de ella por sus imprudencias. Coqueteaba descaradamente con señores del público, y esto era perjudicial para nuestra empresa, haciendo desmerecer a la compañía y quitándonos prestigio ante las nobles matronas de las ciudades en que trabajábamos.
Yo podía enfadarme con mi esposa, pero no me era posible despedir a la primera dama. No habríamos logrado continuar sin ella nuestras representaciones. Por eso, aunque me cause cierta vergüenza el confesarlo, transigí siempre, y algunas veces, al huir Rosalba de nosotros, fui a pedirle que volviese, en nombre de su familia y en nombre también de los demás artistas, que faltos de su colaboración iban a verse en la miseria.
Sé que las gentes malignas hicieron comentarios poco gratos para mí sobre estas fugas, diciendo que siempre la acompasaba en ellas algún personaje del país, doctor, general o simple periodista. Pero estoy seguro de que eran calumnias. Ella me lo demostró siempre con pruebas irrecusables. Si huía de nosotros era por su carácter caprichoso, por su genio independiente, que la hacía odiar de pronto cuanto la rodeaba.
Crea, doctor, que si alguna vez me fue infiel (y ahora lo dudo), debió serlo por imposiciones violentas, y no por su voluntad. Usted no sabe lo que puede encontrarse viajando a través de esta América, tan desigual. En las Repúblicas de vida adelantada, donde mandan los blancos más que los obscuros, hay justicia, y las personas pueden creerse seguras. Pero a veces caíamos en lugares donde estaban las gentes como encogidas, bajo el capricho de un hombre solo. Esto era en provincias de alguna de esas Repúblicas sometidas a frecuentes revoluciones. El presidente, para gratificar a los que contribuyeron a su elevación, los envía a un territorio lejano, y allí pueden enriquecerse, llevando una existencia igual a la de un antiguo gobernador turco.
Imagínese las inquietudes de nuestra compañía cuando llegaba a uno de estos lugares. Temíamos el mal humor del tirano, porque podía oponer toda especie de obstáculos a nuestro trabajo. Faltos de su protección, nos era imposible obtener un local ni ganar dinero. Pero yo, por mi parte, temía no menos a los gobernadores entusiastas del arte dramático, que nos recibían con una afabilidad extraordinaria, asistían familiarmente a nuestros ensayos y nos brindaban apoyo.{89} Cansados de las hembras del país, sentían la atracción de la comedianta recién llegada, que era además esposa del director de la compañía: una novedad.
¡Las astucias que hubo de emplear para defenderme de tales bárbaros!... Uno de ellos me tuvo en la cárcel tres semanas, por creer que yo era amigo de los que conspiraban contra él. Es verdad que mientras estuve encerrado proveyó al mantenimiento de toda la compañía, invitando además a mi esposa a comer y cenar en su casa... Y mis compañeros, halagados por la familiaridad del gobernador, declararon que esta temporada, tan penosa para mí, fue para ellos la más agradable.
Nunca quise saber con certeza lo que pudo existir detrás de una medida tan arbitraria. Rosalba me juró que este hombre temible y atropellador, aunque de perversa educación, era en el fondo un caballero, y no había osado nada contra ella. No pude negarme a creerla. Me lo juró sobre la cabeza de nuestra hija.
He olvidado que usted no conoce a mi hija Pepita: una actriz de verdadero talento, pero con un carácter peor que el de su madre. Esta muchacha excelente, muy seria en sus costumbres, tiene un gesto que corta y disuelve todo intento de confianza. Por eso muchos de nuestra profesión la llaman por apodo «la Virgen guerrera».
Hace más de veinte años que nació en Buenos Aires; pero esto fue pura casualidad. Lo mismo podía haber nacido en una pobre estación de ferrocarril, en una carreta cruzando la Pampa, o en una canoa bajo el ramaje de una selva vecina a un río. Rosalba no dejó de representar mientras la llevaba en sus entrañas. Hasta el último instante se apretó el corsé e hizo esfuerzos para mantener disimulada su maternal deformidad. No quería que el público riese considerando su estado y viendo al mismo tiempo que el galán joven la perseguía loco de amor, deseoso de morir o matar por ella. Así es nuestra existencia.
Tampoco las funciones de la lactancia sirvieron de estorbo para la gloria y la actividad artística de la madre. Mi pobre Pepita se dio cuenta de que existía entre dos bastidores de teatro pobre, y pasó sus primeros años en continuo viaje por las tierras comprendidas entre los dos trópicos, llegando algunas veces hasta las montañas heladas de la Tierra del Fuego.
Mi esposa, que unas veces era Doña Inés, otras la dama feudal amada por el trovador, y otras la doncella romántica de ojos pudorosos con una rosa en la mano, se abría en los entreactos la pechera del vestido para que la niña pudiera alimentarse, medio cegada por el resplandor de un mechero.{90}
Hubo que acudir a recursos extraordinarios para que no muriese de hambre. Rosalba, que, a pesar de sus defectos, era una excelente mujer, no podía cumplir a la vez con exactitud sus deberes contradictorios de madre y de artista. Como viajábamos incesantemente, la pequeña se nutrió al azar de nuestras correrías. Le dieron sus pechos indias y negras; se alimentó con leche de animales de todas castas: vacas, yeguas y cabras. Hasta creo que conoció las ubres de las llamas que trotan como bestias de acarreo por los senderos pedregosos de los Andes.
Esta alimentación, que uno de mis compañeros, llamado Tribaldo, muy extravagante en el empleo de las palabras, llama «internacional y geográfica», fue causa, tal vez, del carácter raro o intratable de la niña.
Aprendió a mantenerse sobre un caballo antes de saber andar. Durmió tranquilamente, como en un regazo, entre fardos llevados a lomo por mulas o guanacos. Su tierna carne se acostumbró al lancetazo chupante de los mosquitos, las moscas de color y demás insectos de las soledades americanas. Una vez, al hacer alto en una selva, la sorprendimos jugueteando con una serpiente de cascabel. En otra ocasión, al pasar un río abundoso en caimanes, se nos cayó de la mula, y hubo que sacarla por los pelos. Tenía entonces cuatro años, y después de expeler el agua tragada, no volvió a acordarse del accidente. Mi hija conoce todo lo malo de este país, y no hay nada en él que pueda matarla...
¡Los viajes de hace veinte años, cuando aún vivía mi esposa y empezaba Pepita a salir a escena, unas veces de niña raptada, otras de angelito, en el momento de la apoteosis final!... Mientras trabajábamos en tierras con ferrocarriles, la compañía se trasladaba fácilmente de un lugar a otro, seguida de todo su equipaje. En nuestra existencia errante no podíamos olvidar nada: trajes, objetos ni decoraciones. Era imprudente contar con los recursos del país. En ciertos pueblos el teatro era un corral. Nosotros nos limitábamos a levantar el tablado que servía de escenario, y el espectador se traía el asiento de su casa.
Hoy existen ferrocarriles en muchas tierras que atravesé yo hace menos de medio siglo viajando lo mismo que los primeros exploradores españoles. Como ocurre siempre en los países que llegan tarde a disfrutar las ventajas del progreso, estos ferrocarriles son magníficos, superiores a los de Europa; como quien dice, «la última palabra»: vagones Pulmann, amplios dormitorios, etc. Pero en mis tiempos tuve que invertir seis u ocho días, subiendo y subiendo por las faldas de los Andes y atravesando cimas eternamente nevadas, para correr el mismo camino que ahora hace el tren en unas cuantas horas.
Ascendíamos a tan enormes cumbres, que nos daba la enfermedad llamada «sorocho», el mareo de las alturas, igual al mareo del mar. Los cóndores volaban{91} curiosamente sobre nosotros, adivinando que éramos una tropa diferente a la de los arrieros de poncho colorado que cruzan la Cordillera con sus recuas.
Emprendíamos el viaje desde cualquier puerto del Pacífico (población cosmopolita y calurosa, a ras de las olas, con muchos comerciantes ingleses o alemanes) hasta alguna ciudad del interior, de nombre histórico, situada en lo alto de la Cordillera, a dos mil o tres mil metros, y adormecida noblemente lo mismo que en la época de sus ilustres fundadores, venidos de Extremadura o Andalucía. Como avanzábamos por senderos estrechos, bordeando precipicios, el material de la compañía iba a lomos de bestia. Para mayor seguridad y baratura, empleábamos el animal de carga del país, el compañero del indio.
Usted conoce indudablemente lo que hacen las llamas cuando el arriero pretende imponerles un trabajo extraordinario. Es un animal que sabe hasta dónde deben llegar sus fuerzas, se irrita ante el abuso, y defiende tenazmente sus derechos. Todos los de su especie han acordado, sin duda, que sólo deben soportar una determinada cantidad de kilos, y cuando les colocan una libra más en sus alforjas, llamadas «petacas», se tienden en el suelo como un trabajador que apela a la huelga pasiva, y no hay quien los levante, por más palos que les den.
Nuestras decoraciones eran de papel, y no muchas; el vestuario y los objetos escénicos tampoco resultaban abundantes; pero, aun con esta parsimonia, ¡imagínese si serían necesarios animales de tal especie para trasladar toda la impedimenta de la compañía!
Formábamos una hilera de doscientas o trescientas llamas, con sus arrieros indios, que gritaban para animarles en los malos pasos. Los artistas íbamos en mulas tozudas y voluntariosas, a las que era prudente dejar sueltas, a merced de su instinto, sin preocuparse de guiarlas, sin otra defensa que cerrar los ojos en ciertos senderos, que más bien eran filos de cuchillo, con un precipicio de varios centenares de metros debajo de nuestros pies. Esto no impedía que «la Virgen guerrera» trotase al frente de la caravana, a horcajadas como un muchacho, las piernas al aire, la cabellera suelta al viento, y en continua pelea con su mula, que coceaba junto a los abismos, protestando de una voluntad deseosa de imponerse a fuerza de varazos y tirones del ronzal.
Los personajes más importantes de la compañía marchábamos en el centro de este rosario. Crea usted que a nuestras tres o cuatro mujeres, arrebujadas en sus mantos, con la cara ennegrecida por el sol y el frío de las cumbres, no las habrían conocido jamás los mismos que las aplaudían una semana antes en la ciudad que habíamos dejado abajo, junto al mar.{92}
Ascendíamos en zigzag, como una fila de hormigas rojas, por las laderas de los Andes. ¡Éramos tan poca cosa en aquella inmensidad!... Levantando los ojos podíamos ver las panzas de los animales de la primera sección de la caravana, que subían y subían, trazando una serie de ángulos. Mirando abajo sólo encontraban nuestros ojos las cargas y las cabezas de las llamas que cerraban la marcha. A veces salvábamos profundísimos barrancos merced a un puente hecho de lianas, que se mecía como una cuna sobre el abismo.
Viajábamos lo mismo que en otros siglos los personajes de la colonización española. Como yo tengo mis lecturas, creí muchas veces que no éramos una compañía de cómicos; más bien una caravana de funcionarios, enviados por el rey de España y sus Indias, que acababan de desembarcar; un corregidor y varios oidores de Audiencia venidos con sus damas a tomar posesión de sus cargos.
Cuando el viento de las alturas era favorable, soplándonos por la espalda, los arrieros convertían sus bestias en navíos. Entre las dos «petacas» colocaban un palo, izando en él un pedazo de lona que hacía oficios de vela. De este modo la fría brisa de las cumbres ayudaba nuestra marcha, empujando a las llamas, haciéndoles redoblar su trote adormecido; y la flota animal, con sus centenares de velitas desplegadas, iba navegando entre el revuelto oleaje de rocas y nieves.
Guardo un mal recuerdo, doctor, de mi viaje en ferrocarril la última vez que estuve en Quito. Este mismo viaje lo había hecho seis años antes en recua, y aunque fue incómodo y largo, resultó más seguro.
La línea férrea que existe ahora de Guayaquil a Quito es casi un funicular de varios centenares de kilómetros; una vía atrevidísima que sube y sube. Como yo y mis gentes empleamos este medio de transporte en las primeras semanas de su funcionamiento, el tren descarriló al ganar una meseta solitaria de los Andes.
Hubo muertos y muchos heridos. Imposible imaginar un paisaje más desolado: rocas de colores metálicos, y como única vegetación cactus rectos y muy esparcidos, que parecían hombres resbalando por las laderas. Ni una casa, ni un árbol, ni una gota de agua. Y en esta soledad, lamentos de heridos, gentes llamándose en torno a los vagones hechos pedazos o volcados.
Me alejé del tren, buscando socorro. De pronto vi asomar cautelosamente sobre el borde de un barranco unos cuernos rojos y algo flácidos, como si fuesen de trapo; luego unos ojos oblicuos y malignos, con las cejas en ángulo, y el resto de una cara manchada de negro y bermellón. Era un demonio, un verdadero demonio, más horrible en esta soledad que los que había yo visto en los cuadros y en el teatro.{93}
Detrás de este demonio, que subía lentamente, a cuatro patas, apareció otro, y luego otro. Llevaban trajes grotescos, disparatados, astrosos; pero estas vestimentas parecían darles un aspecto más horripilante. La tropa infernal, que iba avanzando medio oculta, con las precauciones que impone la vida desconfiada del desierto, se puso de pie y marchó audazmente, animada por el aspecto que ofrecía el tren.
Le confieso que sentí miedo al ver cómo venían hacia mí tantos diablos, rojos y verdes, con la cara negra de hollín. De pronto recordé que estábamos en domingo y era Carnaval. Los demonios se convirtieron en indios, habitantes de chozas cercanas o invisibles para mí, que se habían disfrazado con motivo de la fiesta, abandonando sus bailoteos al enterarse de la catástrofe.
Como era mediada la tarde estaban ebrios, y después de rondar en torno a los vagones, empezaron a sentirse tentados por los equipajes de los viajeros, haciéndolos suyos tranquilamente. Representaba una amenaza de muerte pasar la noche en compañía de estos demonios, cuyo número iba aumentando. Por suerte, llegó un tren de socorro: una locomotora y un vagón, con varios empleados norteamericanos de la línea, y una caja de botellas de whisky para las primeras curas. No podía pedirse más.
Otras veces conocíamos en nuestros viajes inesperadas grandezas y maravillosas abundancias. Recuerdo cómo desembarcamos en una ciudad de la costa del Perú, fundada por Pizarro, pero que había permanecido luego olvidada durante siglos. Los yanquis empezaban en ella la explotación de unas minas, o mejor dicho, la depuración de las escorias, abundantes en plata, abandonadas por la minería colonial, y esto había atraído numerosos obreros.
Fuimos a tierra desde el vapor en una balsa, hecha de troncos y tripulada por indios. No crea que el viaje era fácil. Había que salvar tres líneas de rompientes, aprovechando el minuto preciso, con riesgo de zozobrar y ahogarse si los remeros maniobraban un momento antes o después. Aun así, quedamos varias veces, personas y objetos, sumidos entre espumas, yendo acompañada cada sacudida de la balsa con alaridos de mujeres y llamamientos a todos los santos. Viajeros y cosas navegábamos amarrados, para mayor seguridad, y aun así perdimos mucho equipaje.
No había otro medio de desembarcar; pero la aventura valía la pena. Imagínese la emoción de un millar de hombres aislados en este pedazo de costa olvidada, ganando dinero abundantemente y sin saber qué hacer de él. Un barracón vecino al embarcadero de mineral lo convertimos en teatro. Cada minero pagó por su entrada un peso fuerte. Nunca he vuelto a ver tantos duros{94} juntos. Cuando nos retiramos a media noche a nuestro alojamiento, tuvimos que valernos de una carretilla para acarrear las espuertas llenas de monedas de plata.
Además, en ningún teatro obtuve ovaciones tan sinceras y clamorosas. Lo que más gustaba a este público de blancos y mestizos eran los dramas abundantes en peleas y con mucho choque de espadas. Cada vez que me batía con el traidor de la obra, los espectadores daban alaridos de entusiasmo, pidiendo un segundo combate, y yo, enardecido por los aplausos, repetía la lucha, matando de nuevo a mi adversario.
Nunca aprecia uno el poder mágico del teatro como viviendo entre gentes sencillas. Por eso en mis viajes he preferido los pueblos humildes y olvidados, las ciudades viejas, a las que sólo llega muy de tarde en tarde una compañía teatral.
Que no me hablen de esas capitales de América vecinas al mar, en las que se usa generalmente la lengua española, pero son muchas las gentes de todos los países. Llega uno para dar a conocer las obras del teatro clásico, y le preguntan inmediatamente cuántas mujeres trae la compañía, si son bonitas y si las obras que van a representarse tienen música y canto. Deme usted ciudades del interior, reposadas y nobles, donde se encuentran plazas con soportales que recuerdan a Toledo y Segovia; donde los señores usan barba y tienen un aire caballeresco, como si acabasen de quitarse la coraza en su casa; donde las damas son aseñoradas y van a misa cuando apunta el sol a un convento que tiene naranjos en el patio, llevando sobre el rostro un manto negro, lo mismo que las tapadas de Calderón y de Lope.
Parece que esta América vieja se ha modificado mucho desde mis tiempos de galán joven y va a desaparecer. Pero yo la he conocido aún con su noble atraso y su lujo colonial. Estuve en poblaciones del interior célebres por sus minas históricas, donde todo era de plata, pero de plata antigua y recia, trabajada a martillo, con la prodigalidad que aconseja la abundancia del material; los platos, los jarros y hasta cierto útil nocturno depositado junto a la cama. Los objetos de loza había que traerlos de la costa, y se quiebran fácilmente en un viaje a lomos de mula por los senderos de la Cordillera. Resultaba más económico fabricarlos de plata.
En estas tierras de vida ingenua es donde me vi más apreciado. Hombres de cuchillo curvo, que llevaban varias muertes sobre su conciencia, me seguían, al encontrarme en las calles, con ojos de admiración y respeto. Eran espectadores que me habían visto la noche anterior batirme como un héroe contra varios bellacos.{95}
—¡Salud, patrón!—decían algunos—. ¡Vaya una «manito» que tiene usted para la espada! ¡Que el Señor se la conserve!
Muchas veces me he acordado del gran Rengifo. Estando en Méjico, al ir en diligencia de una ciudad a otra, le salieron al camino unos bandoleros célebres, que llevaban sus trajes y monturas chapeados de monedas y bordados de plata. Estos facinerosos mataban a todos los que pretendían desobedecerles.
—Yo soy Rengifo—dijo con arrogancia a los ladrones, mirándolos frente a frente.
Y ellos dejaron de apuntarle con sus carabinas, echando pie a tierra para estrechar su mano.
—Nosotros respetamos a los valientes, compañero.
Todos ellos le habían visto en el teatro.
Cesó de hablar el gran Fonseca, quedando en actitud meditabunda. Parecía perseguir sus recuerdos y reconcentrarlos, para que no se escapase ninguno. Deseaba hacerme conocer, en sus múltiples aspectos, buenos y malos, aquella vida errante a través de América, que tenía para él la dulzura melancólica de su lejana juventud.
Pero un hombre gordo y afeitado, con rostro de comediante viejo, acababa de entrar en el café. Iba a sentarse junto a una mesa ocupada por otros de su mismo pergenio, cuando al reconocer a Fonseca cambió de dirección, viniendo hacia nosotros.
—¡El tiempo que llevo sin verte, Mariano!—dijo con voz profunda y lenta, que daba una solemnidad grotesca a sus palabras—. Te encuentro gordo como un canónigo de aldea.
Fonseca le miró con ojos de conmiseración.
—No seas bruto, Tribaldo. En las aldeas no hay canónigos. Querrás decir un cura de aldea.
—¡Tú siempre dando lecciones! Quieres que no olvide que en tu juventud fuiste estudiante... Bueno; hemos de hablar de un negocio, de una tournée en Chile. Vendré a buscarte luego. Te invito a dar un paseo... noctámbulo.
Y al marcharse Tribaldo, el gran Fonseca me miró como si implorase clemencia para los disparates de su camarada.
—Así son—dijo con tono resignado—la mayor parte de los que vienen a este café. ¡Y uno debe vivir con ellos a todas horas!... Por suerte, tengo a Pepita. Es preciso, doctor, que venga usted a nuestra modesta casa, para que conozca a mi hija.{96}
—¿Cuándo nos vimos la última vez, doctor?... ¿Hace ocho años o diez? Sólo recuerdo que nos encontramos en aquel café de la Avenida de Mayo, donde se reunían las gentes de mi arte. A pesar del tiempo transcurrido, le reconocí inmediatamente. Usted, en cambio, no hubiese sospechado nunca que soy el mismo Fonseca que le entretenía con sus historias allá en Buenos Aires.
Era cierto: nunca hubiese conocido al famoso comediante andariego en este viejo de espalda convexa, desdentado y con el rostro fruncido como una fruta invernal. De su pasado sólo conservaba la cabellera encrespada y abundante; pero ya no admitía el tinte, y era blanca y dura lo mismo que la de los negros cuando encanecen.
—Reconocerá usted, doctor—siguió diciendo don Mariano—, que fui profeta cuando le anuncié en «el otro mundo» el porvenir brillante que lo esperaba aquí. No he sentido ningún asombro al reconocer a mi antiguo compañero de café en el célebre médico que se digna visitar nuestro establecimiento. Yo he seguido rodando cuesta abajo; era mi destino, y gracias que pude parar aquí. Usted me conoció comediante en decadencia; pero, en fin, artista todavía, y con ciertos públicos que se conservaban fieles a mi nombre. Transcurridos unos cuantos años, me encuentra ahora de asilado en un establecimiento de caridad, y viejo, como si un siglo entero hubiese pasado sobre mí.
Durante mi veraneo en la costa cantábrica había querido ver un asilo para ancianos, fundado cerca del mar por un español enriquecido en la República Argentina. Este «indiano» había comprado una casa enorme, con vasto jardín, para vivir el resto de sus días en el país natal; pero el descanso, después de una existencia penosa de negocios y ahorro, pareció atraer a la muerte. Antes de irse del mundo había ordenado que su finca fuese convertida en asilo, aplicando la mayor parte de sus rentas al sostenimiento de la fundación. Como recompensa moral sólo pidió que su nombre figurase en grandes letras de oro sobre la fachada. Era médico-director del establecimiento un joven muy afecto a mis trabajos científicos, y él fue quien me incitó con sus ruegos a realizar esta visita.
—No crea que me quejo de mi actual situación—continuó el comediante—. Fue una verdadera suerte que algunos españoles de Buenos Aires, apiadados de{97} la miseria de Fonseca, al que habían aplaudido tanto en otros tiempos, obtuviesen un puesto para él en esta casa, que sólo puede albergar un corto número de infortunados. Le advierto que hicieron además una suscripción para costearme el viaje. El último obsequio de aquel público que tanto me quiso.
Aquí no estoy mal. El director me aprecia y gusta de escuchar mis historias «del otro mundo», o sea mis aventuras de cuando andaba de un extremo a otro de las antiguas Indias occidentales representando comedias. Los asilados me conocen y hasta sienten cierto orgullo al verme entre ellos. Algunos estuvieron en América, donde tanto bruto se ha hecho rico, y volvieron más pobres que se fueron, con la salud perdida. Unos recuerdan haberme aplaudido en un teatro de allá; seguramente un teatro de pueblo, de los de mi última época. Otros sólo están enterados de que don Mariano fue algo, y no por eso me respetan menos. Todos ven que cuando llegan visitas importantes soy yo el único de la casa que inspira curiosidad y el único también que puede sostener una conversación. Los demás se alejan apenas el visitante les da tabaco.
Se detuvo Fonseca al decir esto, mirando con desaliento la colilla de cigarro que guardaba entre los dedos.
—No crea usted que soy ingrato y gusto de criticar a mis bienhechores, como algunos de los infelices que viven aquí. Pero debo declarar que en esta casa no todo es perfecto y existe en ella un gran vicio de organización.
El hombre benemérito que la fundó hizo su fortuna en Buenos Aires fabricando cigarrillos, y sin embargo, en su testamento no tuvo en cuenta para nada que el hombre necesita fumar, necesidad que dio origen a su riqueza. Estamos bien alojados, no comemos mal; pero de tabaco... ¡ni una brizna! En el reglamento de esta casa no se habla de dar a los asilados ni un mísero cigarrillo, y usted sabe cuán necesario es el tabaco para los que viven una existencia común, en un buque, un cuartel o un asilo.
Yo espero horas enteras el paso del director por el jardín o invento pretextos para buscarle. Sé que el encuentro me puede proporcionar un poco de tabaco, pues a él lo place oírme, y yo hablo más a gusto cuando fumo.
Esto no lo he dicho como indirecta para que me regale usted cigarrillos... Pero en fin, ¡ya que usted se empeña!... Crea que agradezco de verdad su obsequio. Otros asilados tienen parientes en el país, que vienen a verlos y les traen paquetes del estanco. Yo estoy solo en el mundo y únicamente puedo contar con lo que me den las buenas almas.
Cediendo a mi insistencia, Fonseca se apoderó, con una avidez pueril, de{98} todos los pitillos que contenía mi cigarrera. Encendió uno en el resto del anterior, y luego de expeler por las narices dos chorros de humo con el regodeo del que paladea su deleite favorito, continuó hablando:
—Se irá usted esta misma tarde. Lo he oído a las señoras que llegaron con usted y están visitando el jardín en este momento acompañadas por el director. Vamos a separarnos pronto, y adivino que siente curiosidad por conocer la vida de este infeliz después que dejó de verle.
¿Se acuerda usted de Pepita, mi pobre «Virgen guerrera»?... No he olvidado que vino usted a casa para ver mis recuerdos de gloria: las coronas, las placas de metal regaladas en noches de beneficio, una colección de anforitas de barro cocido y otras cosas sacadas de las tumbas de los indios que fui adquiriendo en mis viajes.
¡Ay! Todo eso desapareció. Tuve que venderlo a cualquier precio en mis últimos años de miseria; cuando me vi solo en Buenos Aires y forzado casi a pedir limosna.
A mi hija la conoció usted en aquella visita. No creo que se llevase un recuerdo agradable de ella.
Inútiles las excusas: lo mismo les ocurrió a muchos. No digo que fuese mal educada; pero era incapaz de una expansión sonriente, de una palabra amable, siempre ceñuda y con hostilidad para los hombres. No podía ser de otro modo, aunque lo desease.
Repetidas veces anduvo en noviazgos con actores jóvenes de nuestra compañía; pero siempre acabó por repelerlos.
—Yo no puedo sufrir a otro hombre que a ti, papá—me decía—. No me casaré nunca.
Creo que uno de estos novios desechados fue el que inventó su apodo de «Virgen guerrera». El mote no pudo ser más exacto y completo. Su odio a los hombres era prueba y garantía de su virginidad. Y en cuanto a lo de guerrera, yo sabía de esto más que nadie.
Tenía el carácter belicoso de mi mujer; pero la pobre Rosalba enviaba sonrisas voluntariamente a los señores del público, y mi hija necesitaba un esfuerzo heroico para sonreír en la escena. En realidad, sólo llegaba a dar media sonrisa, y era con la boca nada más, mientras el resto de su cara se mantenía cejijunto y agresivo.
Este mal carácter le impidió ser una gran actriz. No crea que habla mi cariño de padre. Le aseguro que tenía más talento que Rosalba y todas las mujeres con{99} las que he trabajado en mi vida. ¡Pero aquel rostro de pocos amigos!... ¡Aquella voz dura y monótona, que sólo se ablandaba al expresar en escena la cólera o la venganza!...
Con todos sus defectos, los últimos años que pasé junto a ella, a pesar de ser los de mi decadencia, me parecieron más gratos que los de mi juventud gloriosa al lado de Rosalba. Después que usted la vio hicimos una excursión por Chile y otras Repúblicas de la costa del Pacífico. Fuimos avanzando de teatro en teatro en dirección contraria a la de los descubridores españoles, o sea de Sur a Norte.
Le he dicho a usted de teatro en teatro, y esto muchas veces no fue verdad. Huíamos de las ciudades con teatros, porque en ellas el público no mostraba interés alguno por conocernos. Había pasado la época de Mariano Fonseca. Este nombre no decía nada a las gentes nuevas. En todas partes querían obras con música o dramas representados con gran aparato escénico, ¡y nosotros éramos tan pobres!...
La juventud del país acudía la primera noche deseosa de ver a las mujeres de nuestra compañía; pero mi Pepita, con sólo mostrarse, ponía en fuga a este público bullicioso. Sin embargo, usted la conoció. Era tal vez demasiado morena, pero nadie podía llamarla fea. Además, acuérdese de sus ojos...
Indudablemente, no era un espantajo, y muchos sintieron la atracción de su juventud y de su hermosura algo rara. Pero ¡ay!, ¡su maldito carácter!... ¡Aquella prontitud de mano para contestar con una bofetada al más pequeño atrevimiento!... En algunos pueblos fuimos silbados a causa de sus violencias; de otros tuvimos que irnos a toda prisa porque la niña había golpeado al hijo del personaje más poderoso.
Buscábamos, para no morirnos de hambre, poblaciones casi ignoradas, sin pensar si había en ellas teatro o no lo había. Improvisábamos nuestro escenario en corrales de posadas llamadas hoteles, en plazas públicas, hasta en tolderías de indios a medio civilizar. Allí donde existía un grupo humano llegaba la compañía Fonseca, en mula, en carreta, en piragua o a pie.
Cuando nos faltaba algo para nuestras decoraciones, lo buscábamos en el almacén de comestibles del lugar. Recuerdo haber empleado en Don Juan Tenorio, como estatua de Doña Inés, un cartel anunciador hecho en los Estados Unidos, que representaba una buena moza, de tamaño natural, montada en una bicicleta. Y tal es el poder del arte, que con esta carencia de medios escénicos lográbamos emocionar a nuestros públicos y hacerlos aplaudir. Pero repito que esto ocurría siempre lejos de las ciudades, trabajando «con decoración de selva», como decía uno de nuestros compañeros.{100}
Teníamos además un enemigo feroz, que nos acosaba incesantemente y cada año parecía centuplicarse. Lo sentíamos avanzar a nuestra espalda; nos salía al encuentro cerrándonos el paso; nos obligaba a redoblar la marcha para librarnos de su persecución; iba estrechándonos por ambos flancos. Este enemigo era el cinematógrafo.
Mientras no existió el maldito invento pudimos los cómicos errantes de América prolongar nuestra vida. En las poblaciones del interior, las gentes necesitadas de entretener sus noches acudían gozosas a nuestros espectáculos, fuesen éstos como fuesen. No había otra cosa. Pero con la generalización del llamado «teatro mudo», todos parecían vernos bajo una nueva luz, dándose cuenta de nuestra pobreza y de nuestras improvisaciones grotescas.
Crea, doctor, que por culpa del cinematógrafo pasamos grandes apuros y vergüenzas en el último período de mi carrera. Gracias a que la energía de Pepita sirvió más de una vez para sacarme adelante. Yendo de pueblo en pueblo y evitando las ciudades, que representaban para nosotros el fracaso y la miseria, vinimos a dar en una de las regiones menos pobladas de Venezuela; un país que políticamente pertenece a dicha República, pero a causa de lo difíciles y largas que resultan las comunicaciones, está gobernado por un amigo del presidente, que ejerce una autoridad absoluta.
Este gobernante cambia a cada revolución, y el que encontramos nosotros fue un buen mozo, llamado Urdaneta, gran jinete, gran «machetero», como dicen allá, e irresistible en el manejo de la lanza. Era un hombre temerario, pródigo en dádivas, rapaz para los que vivían sometidos a su gobierno, feroz con sus enemigos y aficionado a todos los placeres que tienen algo de crueldad; en fin, un varón creado para la pelea y la conquista.
Él vio una especie de triunfo político en nuestra llegada a la población, cabecera de sus dominios. La compañía Fonseca representaba un gran suceso en la historia de su gobierno. Iban transcurridos muchos años desde la última vez que unos comediantes habían visitado aquel rincón de la tierra.
Resultaba explicable el entusiasmo con que fuimos recibidos, después de tantos menosprecios y pobrezas. El viaje valía todo esto y mucho más. Yo, que llevaba una vida tan larga de exploraciones, sentí asombro viéndome llegado hasta allí.
Un protegido de Urdaneta, al encontrarnos en la capital de la República, nos había propuesto esta «temporada extraordinaria», y dirigidos por él atravesamos sabanas que parecían interminables, y en cuya vegetación se hundían nuestras{101} mulas hasta el vientre. Luego nos creímos perdidos en selvas donde no se veía el cielo y bajaba a través del ramaje una luz verdosa, semejante a la del fondo del mar. Pero los guías lograban orientarse, siguiendo unos senderos apenas perceptibles entre la maleza agitada por bestias ocultas. Vimos aves de plumaje fantástico, mariposas enormes, pájaros diminutos como insectos, moscas que parecían esmeraldas y rubíes con alas; mas nos faltaba tranquilidad para admirar tales prodigios. Pensábamos en tigres y jaguares, creyendo su aparición inmediata cada vez que las mulas coceaban o se echaban atrás, inclinando sus orejas con inquietud.
A continuación pasamos muchos días viviendo y durmiendo en canoas que se deslizaban por una maraña de arroyos y ríos. Todos los cursos de agua parecían iguales. Repetidas veces nos imaginamos haber pasado por el mismo sitio, mirando con incredulidad a los romeros indígenas, que sonreían de nuestra desconfianza. Navegábamos jornadas enteras bajo túneles de follaje. Las ramas colgantes nos obligaban con su azote a bajar las cabezas. De vez en cuando, un marinero cobrizo, con la vista fija en la bóveda vegetal ensombrecedora de las aguas, levantaba su percha, dando un fuerte palo a una de las lianas verticales. La liana tenía ojos, se contraía, y perdiendo su equilibrio acababa por derrumbarse en el río. Era una boa enorme...
Pero ¿a qué contarle más de este viaje? Era una América distinta a la que usted conoce; la tierra tropical casi intacta, tal como debieron verla los primeros españoles que bajaron por el Amazonas o el Orinoco. A nosotros, pobres cómicos, después de pasar varias semanas en el seno de esta naturaleza sin domar, nos pareció una capital enorme el pueblo donde vivía Urdaneta, y recibimos con gratitud casi llorosa las muestras de afecto y protección de este personaje.
Jamás sultán de cuentos orientales se vio tan admirado y obedecido como él por nosotros. Hay que advertir que Urdaneta vivía casi aislado en las tierras sometidas a su gobierno. Todos le temían y procuraban evitar su presencia. Era caprichoso en su trato con las personas, no creía en la amistad, se consideraba amenazado constantemente, y para librarse de asechanzas procuraba ser el primero en la agresión. Total, que había dado muerte a muchos de sus gobernados para librar su propia vida, según él afirmaba, o por capricho y embriaguez, según el decir de las gentes.
Nuestra presencia le proporcionó diversiones extraordinarias. Con la magnanimidad de un tirano protector de las artes, nos invitó repetidas veces a comer en su casa. Además decretó enérgicamente que el país debía civilizarse, y{102} para ello lo más eficaz era acudir a un espectáculo culto y moralizador como nuestras representaciones.
Siempre había sido gran aficionado a la poesía. En la sobremesa de sus banquetes, cuando estaba casi agotada la botella de ron puesta ante él, nos iba recitando el inmenso caudal de versos, sentimentales y amorosos, atesorado en su memoria. Durante sus campañas para derribar a varios presidentes por el hierro y por el fuego, su distracción nocturna era tañer la guitarra, cantando romanzas de treinta o cuarenta estrofas, todas ellas dignas de lágrimas. Reconozco que este guerrero lírico y sensitivo habría ordenado a veces, en el mismo día, numerosos fusilamientos; pero, no obstante este detalle y el enorme daño que acabó por causarme, declaro que era simpático a su modo.
Los últimos triunfos de mi vida artística los debo a su protección. Había improvisado un teatro, al que acudían puntualmente todas las noches los habitantes del pueblo como si cumpliesen una función pública. Frente al escenario había un tabladillo adornado con banderas nacionales, y en él un sillón de madera dorada traído de la iglesia.
Este palco presidencial lo ocupaba Urdaneta con otros personajes de tez sombría, ojos diabólicos y palabra melosa, que oran ejecutores de sus voluntades y compañeros de sus peligros. El público reía nuestras gracias o aplaudía frenéticamente nuestras nobles acciones, animado por el gesto benévolo del presidente. Pepita era considerada por los espectadores como una deidad milagrosa que podía interceder en favor de ellos, haciendo más tolerable su existencia. Yo trabajaba con el inquebrantable entusiasmo del que tiene seguro su éxito.
Pero debo llegar al final de este período de mi existencia (el último en que me creí feliz), o sea a mi infortunio definitivo.
Un día me di cuenta de que mi hija ya no merecía su apodo. Como ocurre siempre en tales casos, yo fui el último en enterarme. Por algo el público, al aplaudirla, mostraba la adulación de los que desean congraciarse con los poderosos. Pepita era la amante de Urdaneta, y esto había sido por su voluntad, sin que el déspota, acostumbrado a la violencia, necesitase hacer nada para vencerla. La «Virgen guerrera» había reservado su integridad corporal para este descendiente de los conquistadores, que la esperaba, sin saberlo, en un rincón de la América caliente, aislado por selvas y ríos.
No negaré que Urdaneta era un cumplido varón, capaz de conmover a las hembras que gustan de hombres violentos y desean vivir sometidas a una voluntad avasalladora. Pero Pepita era todo lo contrario. Yo no la consideraba{103} inferior por su mal genio al tirano que nos protegía. Luego pensé que tal vez la identidad de sus caracteres había acabado por atraerlos.
Pasé mucho tiempo fingiendo ignorancia y ceguera. Dirá usted que esto no es digno de un padre; pero ¡ay!, ¡la vida nos exige tales cosas cuando somos pobres! Además, Pepita se mostraba contenta de su nueva situación, y cada vez que intenté hablar de lo ocurrido, me miró con aquellos ojos que parecían congelarme, cortando bruscamente mis palabras.
Con un hombre como Urdaneta no podían durar mucho las situaciones tranquilas y plácidas. Él dio fin, del modo más inesperado, a nuestra temporada teatral. Le parecieron inoportunas las familiaridades de los hombres de la compañía con la primera dama... ¿Por qué tuteaban a Pepita?... ¿Cómo iba a tolerar que un actor la abrazase en la escena, diciendo palabras amorosas, cuando por menos había sacado en diversas ocasiones el revólver o el machete, librándose en un segundo del que podía ser su rival?...
Se acabó el teatro, y con él mis noches gloriosas, apagándose para siempre aquellas salvas de aplausos que me hacían retroceder a los tiempos de mi juventud. Urdaneta retribuyó generosamente a mis compañeros, haciéndoles emprender su viaje de vuelta a la capital, otra vez por ríos, selvas y llanuras. Yo me quedé, porque era el padre de la gobernadora; pero jamás en mi existencia me vi tan solo y aburrido.
Pasaba los días conversando con aquellos personajes inquietantes, obscuros de tez, que eran algo así como los mariscales de la corte de mi napoleónico protector. Me hablaban de guerras civiles y de revoluciones, mostrando un menosprecio espeluznante por el valor de la vida humana.
Mientras tanto, los dos enamorados corrían a caballo las selvas o se dedicaban a la caza. Urdaneta era ahora maestro de mi hija, alabando sus admirables disposiciones. Este hombre de armas gozaba en enseñar su manojo a Pepita, y la casa del gobernador temblaba diariamente con el estruendo de las pistolas y carabinas usadas por ella.
Tal era la confianza del terrible maestro en su discípula, que había inventado una diversión de las que a él le gustaban, mezcla de voluptuosidad y de peligro. Muchas noches, antes de acostarse, mi yerno (llamémosle así) colocaba sobre su cabeza una fruta cualquiera del país, algo que pudiera servir como la manzana de Guillermo Tell. Y la nueva tiradora se la arrebataba con un balazo de su rifle. Después de este juego, los dos parecían amarse con nueva pasión. Era algo semejante a las caricias de las fieras, según decían en el pueblo.{104}
Un día me hablaron dos forasteros, haciendo grandes elogios de mi talento de actor. Aseguraban haberme aplaudido en una de las pocas funciones que di en la capital de la República. Luego me ofrecieron un regalo de diez mil dólares en moneda americana y dos pasajes hasta Cuba, para mí y para mi hija.
Bastaba una operación insignificante para corresponder a tanta generosidad. Se daban por contentos con que la ex «Virgen guerrera» bajase un poquito su puntería una noche: asunto de que el proyectil, en vez de rozar la abundosa cabellera de Urdaneta, le diese en mitad de la frente.
Me pareció poco repeler esta propuesta con las mejores frases de indignación de mi repertorio, y se la revelé a mi hija. ¡Qué quiere usted!... Le había tomado cierta simpatía al tirano, recordando los tiempos en que protegió con tanta eficacia el arte dramático. Pepita debió hablar, y Urdaneta consideró oportuno unos cuantos fusilamientos, ordenados a capricho indudablemente, pero con el deseo de que sirviesen de saludable advertencia a sus contrarios.
No le extrañará a usted, después de esto, que Mariano Fonseca, hombre pacífico y accesible al remordimiento, no pudiese vivir con tranquilidad. Me acusaba a solas de los fusilamientos, como si los hubiese ordenado yo mismo. Para mayor desdicha, Urdaneta empezó a mirarme con desconfianza, considerando inoportuna mi presencia en sus dominios. Por suerte, no me creyó traidor ni un instante; pero, según dijo a mi hija, me tenía por un bonachón peligroso, dispuesto a liar amistad con todo el que me hablase de cosas de teatro: una especie de puerta abierta por la que podían llegar sus enemigos hasta él... Y como era rápido y enérgico en sus resoluciones, ordenó mi viaje de vuelta, lo mismo que había hecho meses antes con las gentes de mi compañía.
Resultaba absurdo pensar en protestas ni razones con Urdaneta. Además, mi hija decía siempre lo mismo que su amante. Para abreviar: tuve que hacer de nuevo el largo trayecto, en piragua y en mula, hasta la capital de la República; pero esta vez abundantemente provisto de dinero. El déspota sabía ser generoso, derrochando su riqueza con la misma violencia que empleaba para adquirirla.
Sentí, al verme solo, el tirón de la vida errante, y reanudé mis correrías, ahora, de Norte a Sur, atraído, como siempre, por Buenos Aires. En mi lenta retirada tuve noticias de Pepita: las últimas.
Estalló una revolución en aquella tierra; una más que añadir a la lista interminable de su historia. El presidente fue derribado; pero le dieron tiempo para escapar. Urdaneta, su protegido, no quiso imitarle. Se había acostumbrado a vivir como una autoridad independiente en aquel rincón olvidado y casi salvaje de la República. Se imaginaba que este gobierno era suyo por derecho de{105} conquista, y nadie podía arrebatárselo, ocurriese lo que ocurriese en el resto de la nación.
La gente no lo entendía así. Ya que había triunfado una revuelta, debían renovarse las autoridades, siendo reemplazado Urdaneta por otro gobernante. Nadie se hacía la ilusión de que el nuevo fuese mejor; pero era indispensable cambiar de tirano. Los hombres de confianza del vencido sintieron igualmente ese deseo general, abandonándole para unirse a los vencedores.
Ni aun así quiso huir aquel testarudo, audaz y valeroso, digno de vivir en otros siglos. Al verse sin amigos, se fortificó en la casa de gobierno con mi hija. ¡Los dos contra todo el pueblo y contra los grupos en armas enviados por la revolución triunfante!... Ambos eran excelentes tiradores, y los fusiles y cartuchos abundaban en su vivienda.
Me han contado que Pepita, caída en el suelo, con una pierna rota de un balazo y otras heridas en el cuerpo, cargaba los rifles, pasándoselos a Urdaneta, que tiraba y tiraba incesantemente con una ligereza de demonio. Los asaltantes, después de muchos ataques inútiles y mortales, tuvieron que avanzar protegidos por unas carretas de paja ardiendo, y prendieron fuego al edificio, convencidos de que únicamente así podrían acabar con su temible gobernador.
De este modo perecieron Urdaneta y mi ex «Virgen guerrera». La muchedumbre sólo osó acercarse a ellos cuando sus cadáveres estaban ardiendo como si fuesen carbón. Aun así, temían muchos que surgiesen otra vez de entre las llamas los certeros balazos del tirano.
Después de esto, creo que nadie se atreverá a decir que en la vida de los comediantes todo es mentira y fingimiento, y que no ocurren en la realidad dramas más tremebundos que los que nosotros representamos sobre las tablas.
Muerta mi hija, las aventuras de mi vida no ofrecen interés. Cuando volví a Buenos Aires ya me había comido todo lo que me dio el generoso compañero de Pepita. Conocí de nuevo miserias y humillaciones; pero ahora estaba solo, me faltaba mi hija, que parecía sostenerme y darme vigor con su duro carácter. Además, los compañeros eran malos conmigo al no ver a mi lado «la Virgen guerrera»... Ya sabe usted lo demás: cómo vine a dar con mis huesos en este refugio, la protección de algunos comerciantes españoles de allá, la suscripción para el viaje, etc.
Pero advierto, doctor Olmedilla, que le llaman esas señoras, y el director parece impacientarse porque le retengo con mi charla.
No se ocupe de mí; atienda a sus amigos... y si alguna vez se acuerda del{106} comediante Fonseca, su viejo compañero de Buenos Aires, ya sabe cómo puede favorecerlo.
Nada de dinero... Me envía simplemente tabaco: unos cuantos paquetes de cigarrillos.
Todos sufrimos en esta casa por la distracción de aquel cigarrero que a la hora de su muerte no se acordó de que los hombres fuman. Y las buenas almas deben reparar un olvido tan inexplicable.
Transcurrieron varios años. No volví más al asilo de la costa cantábrica; pero un día hablé en Madrid con el médico que había sido su director.
Al verle, resurgió en mi memoria la imagen del comediante Fonseca, y pregunté por él.
—Murió un año antes de abandonar yo la dirección—dijo el médico—. Cuando sólo le quedaban unos meses de existencia, cambió de nombre, y casi en su agonía hizo testamento, dejando su fortuna a sus compañeros de asilo.
Comprendo el gesto de asombro con que recibe usted tales noticias. En realidad, fue extraordinario el final del célebre Fonseca, algo parecido al último acto de uno de aquellos melodramas que estaban de moda en su juventud.
Le advierto que don Mariano se acordó siempre de usted, y hablaba a todos de su amistad. Creo que sólo le envió usted tabaco dos veces; pero estos paquetes de cigarrillos (que tal vez no pasaron de doce) parecían tener la fuerza reproductora de los panes y los odres en las bodas de Canaán. Siempre que fumaba un cigarrillo, aunque se lo hubiesen regalado minutos antes, decía a sus compañeros, con voz campanuda y solemne, como si estuviese representando la escena más culminante de un drama:
—Es del envío que me hace todos los meses mi ilustre amigo el doctor Olmedilla, una eminencia de Madrid.
Un verano recibimos la visita del senador de aquella tierra, personaje político tan venerable como poco conocido, y viejo lo mismo que Fonseca. Éste, después de repetir en voz baja, con expresión meditabunda, el nombre de nuestro visitante, se dirigió a él tendiéndole una mano.
Nos interpusimos muchos de los presentes, interpretando esta familiaridad como una insolencia de su chochez. El viejo actor empezaba a mostrarse menos{107} razonable y coherente en el relato de sus historias. Pero Fonseca dio explicaciones con voz segura, que nos convencieron a todos. Su memoria parecía haberse robustecido con la presencia del senador. Recordaba perfectamente su nombre. Habían sido condiscípulos en Madrid, cuando él estudiaba el bachillerato.
Y tales detalles fue amontonando al evocar aquella época remota, que el personaje político, que parecía haber despertado igualmente de su atonía senil, acabó por reconocerle.
—¡Pero tú eres Cerón!—dijo—. Me acuerdo cómo reíamos de tu apellido, siendo muchachos... ¿Por qué te llaman aquí Fonseca?
Aceptó la pregunta el comediante con resignación y al mismo tiempo con inquietud, como el que se ve obligado a revelar un misterio de su vida.
Efectivamente, su apellido era Cerón, y en días sucesivos fuimos conociendo la primera época de su existencia, antes de que se marchase a América. Dos reporteros de los diarios de la capital de la provincia que habían venido con el personaje vieron en esta historia materia para un artículo.
Fonseca se llamaba Cerón, y con este nombre había empezado en Madrid su carrera de comediante. Continuos y ruidosos fracasos le obligaron a huir de la escena y de su patria. ¿Cómo continuar su vida teatral en un país donde los actores, para hacer patente la mediocridad de un camarada, se limitaban a decir: «Es más malo que Cerón»?
Al marcharse había creído oportuno cambiar de nombre, y Mariano Cerón pasó a ser el incansable Mariano Fonseca, actor errante y célebre (como él decía) «desde la frontera de Texas al estrecho de Magallanes».
Esto no lo considero yo extraordinario; ahora viene lo más interesante.
La historia del actor que cambió de nombre y llegó a ser famoso en América fue pasando de periódico en periódico, y un día se presentó en el asilo un hombre de negocios judiciales, un picapleitos, que venía de Madrid sólo para dar a Fonseca la noticia de que una herencia estaba esperándolo más de veinte años.
Cierto señor Cerón, ya difunto, había hecho testamento, dejando sus bienes a un hermano suyo huido a América, sin que nadie supiera más de él. ¿Quién podía adivinar al ignorado Cerón en el glorioso Fonseca?...
La herencia no era enorme, como las que se ven llegar inesperadamente en comedias y novelas. Creo que no iba más allá de veinticinco mil duros; pero ¡imagínese usted lo que representaba esto para nuestro amigo inolvidable!...
Además, la tal herencia parecía fatigadísima de esperar tantos años, y, contra{108} lo que es costumbre en los tribunales, deseaba entregarse cuanto antes. El rábula sólo necesitó un poder del heredero para resolver el asunto con inusitada rapidez.
Pero nuestro héroe se apresuró igualmente a morir, ahora que se veía rico.
Se fue del mundo dignamente, reparando una gran injusticia, como tantas veces lo había hecho, espada en mano, sobre las tablas de los escenarios. Quiso dictar su testamento, y dejó por herederos de sus bienes a todos los camaradas de asilo y a los que les sucedan en aquella casa. La renta de su capital debe emplearse enteramente en tabaco, para que de este modo no conozcan nunca los pobres el tormento sufrido por él en sus últimos años a causa de una omisión del fundador.
Y los asilados pasan ahora el día entero fumando y fumando. Lo que ignoro es si dentro de unos años se acordarán del comediante Fonseca.{109}
Todas las mañanas, a las once, llegaba invariablemente al Paseo de los Ingleses, cuando mayor era en él la concurrencia. Bajo la doble fila de palmeras inmediata al mar, iban formando grupos las gentes de diversas nacionalidades y lenguas venidas a Niza durante el invierno.
El azul denso e inquieto de la bahía de los Ángeles se interrumpía al reflejar el resplandor del sol, triángulo de oro palpitante que apoyaba su vértice en la orilla, mientras resbalaban por el azul inmóvil del cielo los blancos vellones de las nubes. Una ilusión primaveral rejuvenecía a esta muchedumbre durante las horas solares. Al languidecer la tarde, el viento punzante caído de las cimas de los Alpes hacía recordar la existencia del olvidado invierno; pero en las horas meridianas, las mujeres, vestidas con colores de flor, tenían que abrir sus sombrillas para defenderse de la causticidad del sol, y los hombres sentían el orgullo de haber vencido al tiempo, mirando sus pantalones de franela blanca a través de las gafas ahumadas con que defendían sus ojos de la refracción de la luz sobre el asfalto.
Una alegría egoísta los animaba a todos al hablar del frío que estarían sufriendo a aquellas horas los que tenían la desgracia de haberse quedado en París, en Londres o en Nueva York, lejos de la asoleada Costa Azul.
Ganosos de ver y de ser vistos, se agolpaban en una pequeña sección del Paseo de los Ingleses, que tiene varios kilómetros de longitud. Las gentes colocaban sus sillas de hierro unas junto a otras, buscando hablarse con mayor{110} intimidad, o las avanzaban más allá del vecino. Esto iba estrechando el espacio de que podían disponer los transeúntes en sus continuas idas y venidas, mas no por ello se cortaba su infatigable rosario, y seguían deslizándose entre las tortuosidades de la gente sentada, cruzando con ésta saludos y palabras.
Las conversaciones en diversos idiomas formaban un zumbido casi tan sonoro como el choque de los últimos estremecimientos del mar sobre la playa de guijarros, pulidos por un roce milenario. Cuando este rumor humano bajaba de tono, se oían las orquestas de los restoranes y los hoteles del paseo, que extienden su recta edificación frente al mar. Entre las casas y la doble fila de palmeras pasaban automóviles con matrículas y colores de todas las naciones, y grupos de jinetes: ellas, con aire de muchacho, llevando pantalones masculinos; ellos, con la cabeza al aire, el pelo echado atrás y el cuello de la camisa abierto sobre el pecho.
De los hoteles célebres iban saliendo damas de andar perezoso, que silbaban para que siguiese sus pasos un perro grande, con aire de fiera que se digna ser buena, o pequeñísimo, y arrastrándose junto al suelo, lo mismo que un manguito de piel caído de las manos y que empujase el viento. Eran mujeres célebres por su familia o por su historia: artistas de amor costoso o princesas de dinastía reinante. La gente repetía sus nombres con interés, y ellas, apreciando de reojo la curiosidad despertada por su presencia, seguían avanzando con aire aristocráticamente desmayado, resignadas, como una reina que tiene que mostrarse al populacho, y dando a entender con el desmadejamiento de su persona que la mayor parte del año sólo se levantaban de la cama en las primeras horas de la tarde. Aquí, en Niza, consideraban de buen tono abandonar las sábanas para hacer una visita al sol a la hora en que está más visible, aunque su luz vulgar y mal educada revela brutalmente los desperfectos de los rostros.
A las doce sonaba en la colina del Castillo el cañonazo tradicional, e instantáneamente, con una prontitud de teatro, se deshacían bajo las palmeras los grupos humanos, que los tripulantes de los buques alcanzaban a ver como hormigueros mientras navegaban por la línea del horizonte. Las gentes se perdían en las calles afluentes al paseo o penetraban en los hoteles. Únicamente permanecían retardados sobre el asfalto los habladores, incapaces de cortar una discusión entablada, y ciertas parejas amorosas, en espera de este momento de desbande general para aproximarse y convenir dónde podrían volver a verse más íntimamente al caer la tarde.
Una hora antes de esta dispersión en busca del almuerzo, llegaba todos los días el hombre a quien llamaban muchos «el viejo del Paseo de los Ingleses»,{111} como si fuese parte integrante de dicho lugar. Otros que, por vivir más tiempo en Niza, se creían obligados a un conocimiento concreto de las personas y las cosas, daban detalles precisos sobre su existencia.
—Es un ruso: uno de los muchos que la revolución ha dejado en la miseria.
Nadie podía más detalles; todos pasaban a ocuparse de otra cosa, con un mohín de cansancio. Los rusos ya no eran de moda; esto lo sabía toda persona razonable. Al principio, sus infortunios excitaron la simpatía pública; no había salón distinguido ni espectáculo elegante donde no se encontrase algún refugiado de esta nacionalidad. Pero había transcurrido mucho tiempo sin que ocurriese nada nuevo en Rusia, y al fin la suerte de los tales fugitivos resultaba monótona.
Además, eran demasiados los que habían venido a aglomerarse en este país de sol, como si los impulsase un misticismo sabeico. Las novelas de su nueva existencia ya no inspiraban interés, y la gente hablaba fríamente de grandes duquesas que tenían en Niza casa de huéspedes o tienda de sombreros; de oficiales de la antigua marina zarista convertidos en bailarines profesionales de los restoranes de Monte-Carlo; de chófers de porte marcial y rubio bigote, antiguos coroneles y generales en la corte de San Petersburgo. Esto podía merecer atención durante unas semanas o unos meses; pero ¡después de cuatro años, durante los cuales habían ocurrido tantas cosas en un mundo que parecía estar loco!...
Los invernantes más antiguos de Niza conocían su nombre, Fedor Ipatieff, y afirmaban que este «viejo del Paseo de los Ingleses» no era extraordinariamente viejo. Debía tener poco más de sesenta años, y en los meses anteriores al principio de la guerra todavía ostentaba esa juventud madura, artificial y brillante que todo hombre moderno, libre de las fatigas del trabajo, puede proporcionarse.
El tiempo, que parecía haberle olvidado, cayó sobre él repentinamente al verlo pobre, marcándole el rostro con los arañazos de su mano arrugadora. Diez años antes se mostraba relativamente fresco y con aspecto vigoroso al salir por las mañanas de su cuarto de baño. Ahora tenía los ojos hundidos en el fondo de una estrella de arrugas, y cuando el cuello de su camisa entreabría sus puntas dejaba ver una piel flácida y esa rigidez de los tendones que denuncia la ancianidad. El pelo, que en los últimos años disfrazaba su anemia bajo rubios tintes, se mostraba ahora francamente blanco. Pero este hombre, viejo por los años y avejentado aún más por su decadencia social, hacía esfuerzos de voluntad para retardar su ruina. Eran esfuerzos desesperados e inútiles, como los del náufrago flotando en medio del Océano, que sólo demoran por unos minutos el{112} final inevitable.
Llevaba, lo mismo que en sus buenos tiempos, patillas hasta la mitad del rostro, unidas por el bigote, como si éste fuese un puente, y la cabellera partida por una raya de la cúspide del cráneo a la nuca. Hacía recordar al difunto emperador de Austria Francisco José. Era un elegante con arreglo al patrón vienés que había imperado en las cortes y los salones de Europa cuarenta años antes.
Su vestimenta, aunque no databa de tan remota época, pertenecía también al pasado: corbatas de plastrón imponente, con un alfiler en su centro escandalosamente falso, ocupando el lugar de otro que había sido una joya verdadera; levitones majestuosos; guantes grises con trencillas negras; sombreros indeterminados, que nadie podía saber bajo qué moda habían nacido; todo cepillado hasta dejar visible su trama, y revelando el paso por su superficie de frotaciones y líquidos para expulsar las manchas.
La escasez de ropa interior era lo que hacía sufrir más a Ipatieff, que en su juventud había llegado a cambiarla tres veces al día. Sus cuellos, siempre altos y vistosos, ya no podían deslumbrar con el fulgor nítido de otros tiempos. Después de la guerra todo había cambiado en el mundo. Además, su pobreza sólo le permitía tener lavanderas de obreros. Sus camisas se iban deshilachando, y a pesar del brillo de la plancha, guardaban siempre un vago color de chocolate.
Este señor de aspecto pobre y «antiguo» era saludado por muchos con la afabilidad que inspiran las personas que conocimos en nuestra juventud y nos la recuerdan con su presencia. También lo sonreían afablemente algunas señoras viejas y de empaque aristocrático que exponían sus reumatismos al sol.
—¡Pobre Ipatieff! Ahí donde ustedes lo ven, ha sido el bailarín más famoso de su época. Nadie, en la Niza de nuestros tiempos, sabía el vals como él, ni dirigir un cotillón... ¡Ay! Eso era en la época que aún no existían los fox trots y demás danzas de negros, que vuelven locas a las niñas de ahora.
Señores de rostro severo, con la roseta de la Legión de Honor en una solapa, al contestar al saludo modesto del ruso, explicaban quién era éste a sus compañeros de conversación:
—Antes de la guerra fue rico. Un hermano suyo tenía allá una fábrica importante, y le enviaba todos los años varios centenares de miles de rublos. El industrial estaba orgulloso de que su hermano menor hiciese brillar el nombre de la familia, entre los rusos más distinguidos, en Niza y en París. Pero ahora la fábrica ha desaparecido, al hermano lo asesinaron los bolcheviques, y el pobre{113} Ipatieff tiene que valerse de medios extraordinarios para disimular su pobreza.
Los más enterados de la existencia actual de Fedor relataban, con una sonrisa de conmiseración, sus esfuerzos para vivir sin mendigar. Durante los primeros años de la guerra había podido sostenerse en un relativo desahogo, gracias a sus muebles. Al quedar cortadas las remesas monetarias de Rusia ocupaba un piso adornado suntuosamente, en una calle inmediata al Paseo de los Ingleses, y aprovechó su lujosa instalación como una industria, alquilando su casa a invernantes enriquecidos por la guerra que deseaban saber cómo había sido la vida en Niza de los «ricos antiguos». Él se instaló en la buhardilla, ocupando un cuarto de los destinados a su antigua servidumbre.
Pero este recurso extraordinario no duró mucho. Al encarecerse la vida el propietario de la casa aumentó considerablemente su alquiler. Luego acabó por obligarlo a que la abandonase, prefiriendo a otros inquilinos menos necesitados, y logró vivir tres años más con el producto de la venta de sus muebles. Ahora, no pudiendo esperar nuevos ingresos, procuraba mantenerse con una parsimonia extraordinaria.
Por fortuna, no tenía que preocuparse de su vivienda. La conmiseración del dueño de la casa, y más aún el cariño de sus antiguos porteros, que recordaban al señor Ipatieff de los tiempos prósperos, pródigo en propinas y poco dado a examinar las cuentas, lo procuraron el goce a perpetuidad de una pieza casi subterránea, que había servido siempre para guardar muebles viejos y la crisis de alojamientos acababa de elevar al rango de habitación humana. Por unos tragaluces abiertos al nivel de la calle entraba el sol de las horas meridianas y mucho frío en el resto del día. En esta cueva-dormitorio guardaba los restos de su vestuario y ciertos compañeros de su existencia, cuya fecundidad representaban los únicos ingresos con que podía contar.
Muchos, al ocuparse del viejo del Paseo de los Ingleses, le llamaban también «el señor del perrito», por la razón de que nunca se presentaba en el paseo sin ir acompañado de un animal de esta especie, pequeño, de orejas erguidas y puntiagudas, extraordinariamente lanudo: una bola de pelo que trotaba con menudo paso. Este perrito de la Pomerania atraía las miradas y exclamaciones admirativas de las señoras viejas, así como los manoseos de los niños, y nunca era el mismo.
Los que conocían a Ipatieff hablaban con lástima de la industria canina que le ayudaba a vivir. Allá en su tugurio tenía una pareja de bestezuelas de esta especie, regalo recibido en sus tiempos de prosperidad, animales prolíficos que todos los años le daban varias crías para la venta.{114}
Además, el problema de la alimentación lo resolvía fácilmente durante el invierno. Siempre había en los hoteles más caros, o en los barrios elegantes de Cimiez y la California, familias que lo invitaban a comer. El pobre Ipatieff hacía recordar con su presencia los tiempos anteriores a la guerra, cuando aún era dulce el vivir. A los postres, la señora del invitante, que no osaba darle dinero, le proponía la compra de uno de sus perritos, y él aceptaba la oferta gravemente, como si estuviese convencido de que nadie podía vivir sin la compañía de tales animales.
Con el mismo aire del proveedor que anuncia el envío de un encargo vehementemente esperado, decía en ciertas ocasiones, después de saludar a una señora en el Paseo de los Ingleses:
—Marquesa, la semana próxima le llevaré el pequeño. No se lo doy antes porque quiero estar seguro de su buena educación.
Y al entregar el «pequeño» recibía sin sonrojo el billete de quinientos francos, que hubiese rechazado de otra manera.
Después del cañonazo de mediodía, si Ipatieff no estaba invitado en algún hotel, dejaba para las primeras horas de la tarde el suplicio de alimentarse parcamente en un bodegón de la ciudad vieja, volviendo apresuradamente a su casa.
—Vamos a hacer que la familia tome un poco de sol.
La familia era un perrito viejo y trémulo, con numerosos pelos blancos, que tenía más de diez años, lo que en la vida de su especie equivale casi a un siglo de vida humana. Y en torno a este patriarca de incansable fecundidad ladraban y saltaban media docena de perrillos, asustados y regocijados a la vez por el sol y el aire libre.
El antiguo elegante avanzaba como un pastor por el paseo, ahora desierto, rodeado y seguido de este rebaño, que trotaba sobre el asfalto, haciendo temblar sus bolas de lanas negras. Una simple voz del hombre enmudecía y agrupaba a los animales, pacientemente educados. Pero como necesitaban después de su encierro la carrera y el ladrido para desentumecerse, su dueño les dejaba en libertad.
Iba a sentarse en un banco, y allí permanecía, meditabundo, mientras sus compañeros correteaban persiguiéndose o ladrando a los niños atraídos por su presencia. Fedor Ipatieff miraba al mar, pero con ojos incapaces de ver. Su mirada iba más lejos, con la rapidez de la imaginación.
El viejo del Paseo de los Ingleses llevaba una novela en su interior, una{115} novela sin terminar, como la llevan la mayor parte de los humanos. Y mientras el rebaño negro se frotaba contra sus piernas, ladrando dulcemente en espera de una caricia, el ruso, entornando los ojos, creía ver su lejana patria, como una casa sin muebles, ruinosa y fría, y en ella la figura familiar de una mujer, recordada diariamente.
Su rostro debía ser ahora algo distinto de como lo vio la última vez; estaba seguro de ello. Pero él sólo podía imaginársela lo mismo que en otros tiempos.
Los rusos refugiados en la Costa Azul apenas le tenían por compatriota suyo. Se había educado en Francia, viviendo después en las capitales principales de la Europa occidental. Hacía solamente viajes a su país cuando la amistad con algún personaje de nombre ilustre le permitía frecuentar durante varios meses el mundo aristocrático de San Petersburgo.
Su hermano el industrial aceptaba con orgullo esta existencia brillante y perezosa, viendo en ella un honor para el apellido de la familia. De permanecer siempre en su país, Fedor Ipatieff sólo habría sido el hijo de un fabricante rico, sin entrada en el gran mundo. Pero en las capitales célebres de Europa podía tratarse amistosamente con grandes personajes rusos: la vida en los salones y los hoteles facilita estas intimidades; y luego, al volver a su patria, penetraba en lugares privilegiados, cuyas puertas se había abierto hábilmente desde el extranjero.
Remontándose en su pasado, más allá de la revolución, más allá de la guerra, Fedor contemplaba los tiempos de su juventud como un cuento maravilloso que había existido en la realidad; pero visto ahora, a gran distancia, resultaba más extraordinario que los cuentos imaginados. Admiraba la vida rusa bajo los zares como la más completa expresión de la dulzura de vivir. Era indiscutible que esta dulzura sólo la paladeaban unos cuantos nada más, haciéndola pagar a millones y millones de habitantes de las estepas con una existencia igual a la de las bestias. «Pero ¿acaso están ahora mejor, después de la revolución?», pensaba Ipatieff, egoístamente.
¡Oh, Petersburgo! La vida había sido en esta ciudad monumental tan lujosa y alegre como los bailes rusos, puestos luego de moda en el resto de la tierra.
Fedor se acordaba de las representaciones en el teatro María y el teatro{116} Miguel, ante públicos de un lujo abrumador: las mujeres, con perfil altivo de emperatriz, luciendo constelaciones de joyas, y los grandes señores, brillantes como ídolos, cubiertos de condecoraciones y bordados; las cenas fastuosas en los restoranes de las islas, enormes y blancos como catedrales; los paseos en muelles vehículos por las orillas del Neva, bajo abrigos de pieles costosísimas. Este carnaval deslumbrador lo gozaban unos miles de privilegiados, que veían reservadas igualmente para el resto de su existencia las altas dignidades y las grandes fortunas del país, los empleos valiosos, los mandos en el ejército y la administración, el disfrute de propiedades agrarias extensas como naciones. ¡Y todo esto el bolchevismo lo había deshecho en unos cuantos meses!...
Los ricos de la «gran época» habían sido asesinados, como su zar y sus grandes duques, o eran mendigos, conociendo el suplicio del hambre. Las damas majestuosas como zarinas, que habían sido el principal sostén de los grandes modistos de París por sus fastuosos encargos, temblaban ahora de frío en las calles de Rusia, marchando como delgados fantasmas sobre el hielo, con las manos cortadas y desfiguradas por una temperatura inclemente, vendiendo periódicos u ofreciendo un ramito de flores mustias a cambio de un pedazo de pan con más paja que harina...
No; no había justicia en la tierra. Ipatieff estaba seguro de ello al pensar en el pasado. Y apartaba su recuerdo de la tierra natal para ver las capitales europeas tales como habían sido en sus años de juventud.
Entonces estaba bien representada Rusia en el rosto de la tierra, y era un honor ser súbdito del zar. Los grandes duques asombraban a París con sus prodigalidades. En Monte-Carlo los jugadores moscovitas eran los mejores clientes. Todas las industrias de lujo tenían en Rusia su mercado más importante, y él, Fedor Ipatieff, disfrutaba una parte de este prestigio nacional.
Los hoteles célebres de Suiza, rodeados de campos de hielo, le habían visto por la noche en conversación con la más brillante sociedad de Europa, mientras se preparaba a obtener en la mañana siguiente un nuevo triunfo como patinador. Había bailado en Biarritz, en Niza y en Deauville, según las diversas estaciones, con las damas más célebres y hermosas de Europa. Tenía por amigos a personajes célebres, y hasta había sido presentado a herederos de coronas, con esa camaradería de buen tono que impera en los lugares de vida aristocrática y costosa. Le invitaban a todas las fiestas, aceptando sus opiniones de hombre de moda un poco original y exótico. Lo necesitaban además como incansable danzarín.
Su hermano el industrial, que se enteraba por los periódicos extranjeros de{117} estos éxitos mundanos, siguiéndole de lejos con ojos de admiración, cuando le veía llegar a Petersburgo y vivir en la sociedad más cerrada y aristocrática, proveía sin tasa a sus gastos, extremando muchas veces la producción de su fábrica e ideando nuevas economías en la retribución a los obreros para que no sufriese merma alguna en sus rentas este hermano menor, que llevaba con él la gloria de la familia.
En el último período de su existencia brillante y vana, a los cuarenta y cinco años, fue cuando Fedor Ipatieff tuvo el encuentro que consideró como primer capítulo de lo que llamaba «la novela de mi vida».
Había sido hasta entonces un ambicioso frívolo, buscador de amistades por la honra que éstas le pudieran reportar, y anteponiendo siempre en su existencia la vanidad a los afectos. Sus múltiples preocupaciones de hombre elegante sólo dejaban un lugar secundario a la necesidad que algunos llaman vagamente «amor», por miedo a usar otra expresión más precisa.
El ruso sonreía escépticamente al hablar del amor. Esta palabra sólo tenía para él un significado material, que halagaba su vanidad de hombre. En algunas ocasiones había creído conocer el llamado amor con mujeres hermosas, pero incapaces de interesarle mucho tiempo, por ser simples burguesas, faltas de lujo y que llevaban una existencia vulgar. Otras veces se había dejado querer por respetables damas que casi podían ser madres suyas, portadoras de un nombre histórico. Su hermano el industrial casi lloró de emoción cierta vez que obligaron a Fedor a salir de Petersburgo por complacer a un tío del emperador, celoso de las preferencias que mostraba por este elegante su noble esposa, una gran duquesa de fealdad hombruna y entrada en años.
Fue Vera Alejandrowa, mujer de un propietario de minas de oro y platino en Siberia, llamado Velinski, la que cambió, sin desearlo, la vida y los sentimientos del tornadizo Ipatieff.
La había conocido en los salones de Petersburgo. Era hija del general Bodkine, que llevaba hecha su carrera militar sin salir de la corte; pero como el padre carecía de fortuna y ella sólo podía concebir una existencia lujosa, se casó con el minero, despreciando momentáneamente sus prejuicios de clase. Luego, al verse rica, estos prejuicios resucitaron, haciéndole encontrar intolerable la vida con su esposo.
Después de varios años de conflictos familiares, el siberiano acabó por aceptar una separación de cuerpos, no queriendo sufrir más el carácter duro y arrogante de ella. Prefería vivir en sus tierras, donde lo admiraban las pobres gentes como un ser superior. Se contentaría con seguir siendo de nombre el{118} esposo de una mujer célebre por su belleza y el yerno de un personaje de la corte. Vera Alejandrowa podía gastar a su antojo: las minas darían de sobra para todos sus caprichos.
Indignada de las murmuraciones de sus amigas y de la austeridad de ciertas matronas de la vieja aristocracia, que no querían transigir con las libertades de su existencia, acabó por marcharse de Rusia. Además, necesitaba que la admirasen por su fastuosidad en aquella Europa occidental, de la que llegaban los trajes, las alhajas, los perfumes, todo lo que es de última moda para el embellecimiento de la mujer.
Llevaba diez años de vida parisiense y era una celebridad de la moda femenina, figurando su nombre con frecuencia en las publicaciones elegantes, cuando ella y Fedor creyeron verse por primera vez.
Esta novedad tenía para ambos una explicación. La vida agitada de París les hacía encontrarse todas las semanas en los estrenos de los teatros, las carreras de caballos y las fiestas lujosas. Pero en tal existencia, inquieta y múltiple, los encuentros son como tropezones involuntarios seguidos de una sonrisa de excusa, de un saludo, y cada uno se aleja sin volver la vista. La elegancia es una profesión que impone numerosos cuidados y preocupaciones, no dejando tiempo para otras cosas.
Pero los dos pasaron juntos todo un invierno en Niza, lo que pareció unirles con repentina intimidad. Eran antiguos amigos, eran compatriotas, y debían buscarse naturalmente. Estaban en el mismo hotel, asistían a idénticas fiestas, hacían iguales excursiones, regresaban a altas horas de la noche de jugar en Monte-Carlo, y esta vida de continuo trato acabó por considerarla Fedor como el período más triunfal de su historia.
Le enorgullecía ver la mirada de admiración con que los hombres iban siguiendo a la dama que se apoyaba en su brazo, alta, esbelta, de blancas carnes, ojos verdes y dorados, y una cabellera roja y ondulante sobre su pequeño cráneo, como una antorcha. Además, esta mujer emocionaba igualmente a las otras mujeres por sus vestidos innumerables, sus pieles de emperatriz y el esplendor de sus joyas, casi bárbaras en fuerza de ser ricas y suntuosas.
Al principio la admiró. Él sentía una adoración instintiva por todo lo que fuese riqueza y lujo. Luego se consideró ligado a ella por la ternura de la gratitud, pensando en el nuevo prestigio social que le proporcionaban sus relaciones con esta mujer extraordinaria. Al fin, un día, cuando Vera Alejandrowa le había concedido todo lo que él osó pedirla y no podía ya darle más—o sea en el momento que abandonaba él a las otras mujeres—, conoció{119} por primera vez la importancia de la palabra «amor», que antes le hacía sonreír.
No se le ocultaban las malas condiciones del carácter de Vera, dominante, caprichoso, fantástico; pero aun cargada de tales defectos, se sentía más ligado a ella que a ninguna mujer de las conocidas en su pasado.
—¡El amor es así!—se decía Fedor con resignación.
Ella, por su parte, en un momento de entusiasmo, dijo algo que casi hizo llorar de gratitud a su amante.
—Si no necesitase ser rica para vivir me divorciaría, casándome contigo.
Una Vera Alejandrowa no podía decir más.
Cinco años pasaron yendo de un lado a otro de Europa, con arreglo a las rotaciones exigidas por la moda: el invierno en la Costa Azul, la primavera en París y Londres, el verano en las costas atlánticas, reservando además algunas semanas a vagas curas en los balnearios célebres de la Europa central, y otras a los deportes de nieve en Suiza. Al anunciar los periódicos la llegada de la célebre dama rusa a estos lugares, muchos sonreían indiscretamente, profetizando como algo inevitable la presencia dos o tres días después del elegante Fedor.
De pronto surgió la guerra. Durante los primeros meses la vida de los dos amantes no fue alterada por las privaciones. La continuación egoísta de su dicha, manteniéndose intacta en medio del cataclismo continental, parecía dar nuevo atractivo a sus placeres.
Luego el dinero empezó a escasear. Las comunicaciones funcionaban mal o no funcionaban. El gobierno ruso había reglamentado los giros de cantidades.
Al conocer la gran señora, por primera vez en su existencia, la necesidad de pedir prestado, las angustias de la escasez, la imperiosa necesidad de la economía, sintió un repentino amor hacia su patria y un interés vehemente por todos los individuos de su familia, que hasta entonces había tenido olvidados. Su padre era general; sus hermanos hacían la guerra como oficiales: ¿por qué vivía ella en París?... Era una rusa, y debía aportar su esfuerzo a los suyos, improvisando asociaciones de caridad, trabajando en los hospitales. Consideraba también necesario reunirse con su esposo, sin poder explicar la causa de este súbito deseo.
Y se marchó, arrostrando todos los peligros de la travesía en un vapor inglés, por el Norte de Noruega, hasta desembarcar en el helado puerto de Arkangel.
Fedor quiso seguirla; pero ella, que tanto deseaba sacrificarse por su patria, con una inconsecuencia propia de su carácter, se negó a que el hombre amado{120} arrostrase los mismos peligros. Ipatieff debía quedarse. No era hombre de guerra, y podía prestar mejores servicios a su patria en aquel mundo occidental donde siempre había vivido. Vera Alejandrowa sentía la necesidad de alejarlo de ella, sin dejar por eso de quererlo. Representaba los recuerdos de una vida brillante que parecía haber muerto, y ella necesitaba avanzar sola por su nueva existencia.
Transcurrieron los años de la guerra, repletos de sucesos, como si fuesen siglos. Cayó el zarismo para siempre; luego vivió con languidez la República rusa, dirigida por el orador Kerensky, y al fin triunfaron los Soviets, intentando los comunistas, para implantar sus doctrinas en la realidad, someter la enorme Rusia a una experiencia fría y metódica, igual a los experimentos de los sabios en los laboratorios... Y para evitar la protesta del pueblo sometido a tan arriesgada operación, empezó a funcionar el terror rojo.
Todo esto lo vio Fedor desde lejos, circunscribiendo su interés a las personas que vivían allá y podían influir en su sufrimiento o su bienestar.
Siempre que ocurría un nuevo suceso en Rusia, formulaba las mismas preguntas:
—¿Qué será de Vera?... ¿Le habrá ocurrido algo a mi hermano?
De la gran señora recibió varias cartas, muy espaciadas y todas ellas tristes. Sus hermanos habían muerto en la guerra; luego murió su padre, tal vez de asombro al presenciar el derrumbamiento de la monarquía de los zares.
Su hermano el fabricante también mostraba un pesimismo oriental viendo a su país en plena revolución. Después dejó de escribir, o mejor dicho, no llegó a manos de Fedor ninguna de sus cartas.
Algunos refugiados rusos que habían conseguido evadirse de lo que llamaban «el infierno rojo», al encontrarlo en Niza, le dieron una noticia dolorosa, bruscamente, con la dureza de los que han visto y sufrido todos los horrores imaginables y no conocen ya el valor de las precauciones ni los matices de la palabra. Su hermano había sido fusilado por los comunistas con otros representantes de la burguesía. Sus fábricas ya no existían...
¿Qué podía importar a Fedor la destrucción de las riquezas de su familia, cuando la sociedad capitalista había quedado anulada en su patria? A él sólo le interesaba la suerte de las personas vivas...
Pero... ¿Vera Alejandrowa vivía aún?
III{121}
Hablaba frecuentemente con rusos que iban llegando a la Costa Azul, fugitivos de su país. Muchos de ellos parecían guardar en sus pupilas una dilatación de espanto por lo que habían visto.
Unos habían huido, viajando sobre el mar helado para llegar a un puerto fronterizo. Otros descendían hasta el Mar Negro, y después de terroríficas aventuras, lograban escapar de la tiranía de los Soviets, cruzando a continuación como peregrinos las naciones del Sur de Europa. Todos hablaban de encierros mortales, de fusilamientos, de locuras provocadas por las persecuciones; pero lo que les hacía estremecerse con más horror era el recuerdo de dos tormentos continuos, tenaces, insufribles: el hambre y el frío.
La antigua tiranía de la Okhrana, policía política del Imperio, que enviaba los revolucionarios a Siberia o a la horca, había sido sustituida por la Inquisición roja de la Tcheka, nombre que parecía chino y era simplemente la abreviatura telegráfica de la Comisión Extraordinaria Pan-Rusa, encargada de perseguir a los enemigos del régimen comunista.
El «zar rojo», Lenine, al concentrar en manos de su gobierno todos los medios de nutrición, ejercía el despotismo más violento y doloroso conocido en la Historia: un despotismo sobre el estómago. El hambre era el látigo de este domador. Todos los alimentos se reservaban para sus soldados y partidarios. Lo sobrante era lo único que podía comer el resto del país. Las gentes de las ciudades se alimentaban tres veces por semana, en los bodegones públicos, mediante la presentación de una tarjeta del gobierno, con unas onzas de pan hecho de paja y un caldo en el que nadaban como elemento substancioso cabezas y espinas de arenque.
«¿Qué será de Vera?», pensaba Ipatieff.
Por las mañanas, al tomar el sol en el Paseo de los Ingleses, sentía remordimiento. Sus ojos dejaban de ver la luminosa bahía de los Ángeles para contemplar de pronto una calle o una plaza de Petrogrado, sobre cuya nieve avanzaba una mujer temblorosa. Dentro de los edificios la temperatura era igual a la de las calles. Las puertas y ventanas ya no existían. Toda madera había sido consumida mucho tiempo antes en las estufas ahora heladas. ¡Y él viviendo junto al Mediterráneo, rodeado de gentes en apariencia felices, sin poder cederla su puesto al sol!...
Cuando comía al azar de su existencia bohemia en un gran hotel o un{122} bodegón de la Niza vieja, su regodeo goloso de hombre que empieza a envejecer sentíase alterado por el recuerdo de aquellas miserias nutritivas que relataban los fugitivos rusos. ¡Pobre Vera! ¡Gran señora infeliz que había vivido, los más de sus años, buscando nuevos refinamientos para hacer más costosa su existencia! En su palacio de París pagaba a su cocinero un sueldo mayor que el de un presidente de Consejo de ministros. Y ahora imaginaba Fedor cómo se abalanzaría ella, con el ímpetu de un animal hambriento, sobre los residuos de su comida que ensuciaban el mantel del bodegón nicense, frecuentado en días de escasez...
La pobre habitación que le servía de vivienda se transformaba en palacio al recordar a la antigua millonaria. Él y todo su rebaño canino comían, ignoraban el frío, tenían buena luz eléctrica al cerrar la noche, ¡mientras la otra infeliz!...
—El mundo ha cambiado—decía Fedor, mirando en torno de él con extrañeza.
Sí, el mundo había cambiado; pero las gentes sólo se enteran de los trastornos históricos si éstos les tocan de cerca, y cuando los ven lejanos se cansan de hablar de ellos y los olvidan. El viejo del Paseo de los Ingleses se asombraba al ver tantas personas contentas de su suerte, venidas a la Costa Azul en busca del sol. ¡Pensar que mientras una parte de la humanidad se entregaba a los placeres, olvidando la guerra pasada o las guerras futuras y próximas, seguía desenvolviéndose en la otra mitad de Europa la revolución más enorme de la Historia, a espaldas de las gentes que no sentían interés por ella, a causa de su duración y su monotonía!...
—Acabó la época de los ricos—murmuraba—. Ya no existen ricos en mi país, y los de aquí siguen ciegamente su vida de siempre, sin pensar que a su vez les llegará el turno de morir como los otros.
Y concentrando la suerte del mundo en la persona que a él le interesaba, volvía a acordarse de Vera Alejandrowa.
Todo en Niza parecía evocar su imagen. Los perrillos que le ayudaban a vivir con su fecundidad eran descendientes de una pareja de favoritos que ella le había confiado antes de partir a Rusia. El Casino le hacía recordar los bailes de otro tiempo. Le era imposible salir de la ciudad sin que sus ojos tropezasen inmediatamente con la masa enorme y blanca del hotel donde habían vivido los dos en lo alto de Cimiez. Los comedores de los «Palace» que frecuentaba ahora como humilde y simpático parásito le habían visto sentado junto a ella durante largas cenas de platos costosos y vinos extraordinarios, pagadas con una largueza moscovita, ignorante de los valores.{123}
Madame Volinski, la esposa del famoso minero, gastaba 800 000 francos al año en vestidos (tres millones de ahora), y sus joyas eran tantas que no dejaban sitio disponible en las cajas de seguridad de los hoteles. Los periódicos de modas habían hablado con asombro de su calzado: cien pares ordinariamente. Sentía repentina aversión por trajes y zapatos que sólo había usado una vez, regalándolos a sus doncellas o a criadas de hotel conocidas horas antes; y las pobres mujeres, no sabiendo qué hacer de tan fastuosos regalos, los vendían.
De todos los caprichos de Vera Alejandrowa, el que recordaba Fedor con más frecuencia era su baño: un baño diario que hacía pasar a segundo término las extravagancias termales de las emperatrices de Roma. La esposa del millonario siberiano arrojaba todos los días en su bañera perfumes de París por valor de 500 francos. ¡Y ahora, tal vez pasase meses y meses, allá en la gran ciudad devastada por la experiencia comunista, sin cambiar de ropas, sin conocer los cuidados higiénicos, desposeídos de importancia en un país falto de alimento y de calor!... Pero como si no pudiera imaginársela sucia, haraposa y alimentándose con inmundicias, se preguntaba:
—¿Realmente vivirá aún?... ¿No habrá muerto de miseria, como tantos millones de personas?
Un día experimentó una gran emoción, casi lo mismo que si hubiera visto a la desaparecida.
Evitaba el trato con los rusos residentes en Niza. Todos ellos maldecían la tiranía roja; pero apenas se juntaban para acordar los medios de combatirla surgían tantas opiniones como individuos, y estas opiniones eran tenaces e irreconciliables. Ipatieff, educado en la Europa occidental, creía a sus compatriotas algo locos de nacimiento y con una tendencia a la crítica que les hacía impotentes para la acción. Él, a su vez, era tenido por los otros como un vividor alegre que no había hecho nada útil en sus tiempos de rico, y además le consideraban extranjero.
En una reunión de compatriotas, hablando con una señora llamada Tatiana, recién venida de Rusia, palideció de sorpresa al oírla nombrar a Vera Alejandrowa.
Vivía aún tres meses antes. Tatiana la había visto mientras preparaba su fuga de Rusia. Y Fedor tuvo que escuchar con fingido interés el relato de esta aventura novelesca, igual a las fugas peligrosas de tantos otros: la marcha sobre el mar helado en un trineo que avanzaba cubierto de sábanas, lo mismo que los caballos que tiraban de él, para inmovilizarse sobre la nieve y confundirse con{124} ella cuando los reflectores de las fortalezas de Cronstadt paseaban sus mangas de luz sobre la blanca llanura para descubrir a los fugitivos. Luego, el lento reptar sobre el hielo, deslizándose entre los centinelas rusos; la parálisis que empieza a adormecer a los que mueren helados; y al fin, la llegada a Helsingfors, puerta del mundo, entrada del paraíso para tantos millares de fugitivos de la Tcheka inquisitorial.
—¿Y Vera Alejandrowa?—interrumpió Fedor—. ¿Cómo estaba cuando la vio usted?...
El viejo del Paseo de los Ingleses tuvo desde este día una ocupación urgente que le hizo olvidar los cuidados de su rebaño canino. Empezó a hacer visitas a esta señora con la asiduidad de un enamorado. Vivía con otras rusas arruinadas por el sovietismo en una casa de huéspedes, donde muebles y personas parecían tener el mismo aspecto de indiferencia, resignación y pereza eslavas. El antiguo elegante quería ser ciego para el abandono personal de todas estas compatriotas, que después de tres años de vida soviética necesitaban reacostumbrarse a la limpieza y a la abundancia del Occidente europeo.
Lo que él deseaba era escuchar a Tatiana, olvidando la pobre taza de té que ésta le había ofrecido. Comprimía su ansiedad por saber de la otra, dejándola que describiese la vida tal como era en aquellos momentos en Petrogrado y en Moscou. Le interesaba todo esto por ser el ambiente en que existía Vera. Al final, Tatiana, arrastrada por su charla, le hablaría de la otra. Y así era siempre.
La pobre rusa, extremadamente sentimental, acababa por apiadarse del interés amoroso de este hombre tan buscado en otro tiempo por su elegancia, y hablaba de sus encuentros con la antigua millonaria, exagerándolos para dar gusto a su oyente.
Había visto a Vera Alejandrowa por primera vez cuando salía ésta de la tienda de un anticuario. El comercio de antigüedades, o más exactamente dicho, de prendas, era el único que había podido sobrevivir dentro del régimen soviético, a pesar de que Lenine declaraba un robo todo comercio, prohibiéndolo bajo pena de muerte. Ella salía de vender los últimos restos de su antiguo lujo y miraba con tristeza el grueso rollo de rublos en billetes que le había entregado el comerciante judío. ¿De qué podía servirle este dinero? La comida la daba el gobierno, y únicamente valiéndose de astucias, castigadas con prisión o muerte, podían comprarse en secreto los alimentos.
—Cuando la vi un año después, ella, que no había entrado nunca en una cocina, se dedicaba, con otra señora que fue de la corte, a la fabricación de bombones de chocolate... sin nada de chocolate. Lo más peligroso era{125} venderlos. Los que ejercen allá un comercio acaban en los calabozos de la Tcheka... Pero su antigua fama de mujer elegante le servía para vender sus bombones a las compañeras de los revolucionarios célebres.
¡Qué de transformaciones!... Un grupo de antiguos senadores se había sindicado para fabricar zuecos. Muchos príncipes eran cocheros o afiladores de cuchillos. Las hijas de generales célebres vendían ropas viejas... Pero Tatiana interrumpía su lamentable descripción de la Rusia nueva para no impacientar a su oyente, que sólo se interesaba por Vera Alejandrowa.
—Mucho tiempo después la encontré en Moscou. No sé por qué estaba allá; tal vez fue, como yo, para solicitar la protección de los nuevos amos. Se puede protestar y resistir cuando se ha comido; pero ¡ay, el hambre!..., ¡qué humillaciones trae! No hay nada que suprima tan aprisa la dignidad y todas las vanidades humanas... Nos encontramos en la Soukharewka, un mercado de dos kilómetros de largo que se forma ahora en las afueras de Moscou, a pesar de que el gobierno castiga el comercio como un crimen. Todos van a él para comprar y vender. El comprador se convierte inmediatamente en vendedor. Es el único sitio donde el dinero guarda aún su antiguo poder; pero se necesita tanto, ¡tanto! para comprar un alimento cualquiera que en otra época considerábamos despreciable... Vera Alejandrowa miraba a todas partes con las cejas fruncidas, como el que prepara una resolución de la que depende su existencia. Necesitaba comprar para comer, y no era empresa fácil. Nos saludamos y cada una se fue por su lado. El hambre deja poco sitio a la amistad.
Fedor se decidió a hacer una pregunta que llevaba mucho tiempo en su pensamiento:
—¿Y todavía está hermosa?
Tatiana le miró con una expresión de asombro y lástima.
—¿Hermosa?... ¿Quién piensa en eso? No sé; nunca me fijé en su cara. Allá teníamos otra preocupación: comer... Míreme a mí. Antes de esa maldita revolución mis amigos decían que yo era hermosa, ¡y ahora...!
La miró Fedor con el cruel egoísmo del enamorado, que sólo puede ver defectos en una mujer que no es la suya. Luego le inspiró lástima la vanidad de Tatiana. Nunca debía haber sido hermosa, según él. Además, ¡tan vieja! Seguramente tenía doce o quince años más que la otra. Vera Alejandrowa, aunque estuviese quebrantada por la miseria, ofrecería siempre mejor aspecto que esta burguesa. Sólo por los azares de la revolución había podido Tatiana hablar como una igual a la antigua dama de la corte...{126}
Influenciado por estas conversaciones, empezó a ver con más intensidad la imagen de la ausente. Le salía al encuentro en todos los lugares que habían frecuentado juntos ocho años antes. Ya no era un fantasma pálido e incierto. Los relatos de Tatiana habían acabado por sacar del limbo de sus recuerdos la imagen amada, viva y corpórea, tal como él la había visto la última vez.
Deseoso de acoplarse a la realidad, hacía concesiones al tiempo y los sucesos, imaginándose a Vera Alejandrowa vestida con modestia, pero sin perder por eso sus atractivos de mujer elegante.
La veía igual a una gran artista de ópera cuando debe salir a la escena disfrazada de mendiga y procura que sus harapos guarden cierta distinción. También aceptaba que todas aquellas penalidades físicas la hubiesen enflaquecido, blanqueando su rostro con una palidez exangüe; pero esto daría seguramente a su perfil mayor majestad y a sus ojos verdes una dilatación enfermiza y misteriosa. Una segunda Vera imaginada por él empezó a reinar en su existencia.
—¡Ay, si viniese!... ¡Si pudiera escaparse de aquel infierno!...
Esta esperanza le galvanizaba a veces, dándole la energía de una segunda juventud. Aunque ambos fuesen ahora pobres podrían continuar viviendo juntos, como en sus días de opulencia. Ella, después de las miserias de la Rusia roja, debía considerar como una dicha interminable la vida modesta de un obrero o un empleado de la Europa occidental. Él trabajaría como los verdaderos hombres, apelando a recursos desesperados para proporcionarla nuevas comodidades. ¡Qué no haría por Vera!... Contaba, al tenerla junto a él, con su aumento de energía, considerando vencidos de antemano todos los obstáculos.
Y cuando Fedor Ipatieff se deleitaba con tales suposiciones, seguro de que no podrían realizarse, y haciendo de ellas, por esta misma imposibilidad, el tema eterno de sus pensamientos, Tatiana le buscó para darle una noticia:
—Vera Alejandrowa se ha escapado y está en Finlandia. Ayer ha escrito a una amiga que tiene en Niza. Según parece, esta amiga la ha buscado un empleo y viene a vivir aquí.
El viejo del Paseo de los Ingleses, al sentarse por las mañanas en su banco frente al mar, de espaldas a la muchedumbre circulante bajo la caricia del sol, pensaba{127} siempre lo mismo:
«¡Ella va a venir! ¡Va a venir!...».
Después de haberlo deseado como una ilusión tan extraordinariamente hermosa, que juzgaba casi imposible su cristalización en la realidad, sentía ahora inquietud y hasta miedo viéndola cada vez más próxima.
Recordaba aquella Vera de hermosura dolorosa que él había creado en su interior, e inmediatamente sentía esa tendencia irresistible a la comparación y el contraste que surge en las horas de desaliento.
Intentó darse cuenta exacta de cómo se veía al mirarse en un espejo. Luego examinó con ojos severos el resto de su persona, desde las puntas de los pies hasta el pecho. Ella iba a llegar, con su belleza indisimulable de gran señora disfrazada de pobre... ¡Y él! ¿Cuál sería la impresión de Vera Alejandrowa al verle?... Fedor sentía el desaliento y la tristeza de un hombre que ya no puede recobrar su voluntad de ser joven. En vano, para consolarse, contaba los años transcurridos desde que ella se marchó: ocho nada más.
Ocho años son poca cosa en plena juventud, y aun en la madurez de su existencia. Sólo traen con ellos variaciones insignificantes o desgastes fáciles de reparar. ¡Pero ocho años entre los cincuenta y los sesenta!... ¡Un mundo!
Al marcharse Vera, tenía él la cabeza y las patillas ligeramente grises. Ella había bromeado muchas veces sobre sus canas nacientes, asegurando que le daban una distinción igual a la de los caballeros con peluca blanca. No debía teñirse, porque esto iba a dar un aspecto duro a sus facciones... Pero ahora su blancura era la de la ancianidad. Además, ¡sus ojos hundidos, sus arrugas, todos aquellos avances de la vejez que no le habían preocupado en los últimos años, interesado únicamente en mantenerse con cierto decoro, y ahora le parecían lacras vergonzosas!...
Vera no necesitaba seguramente preocuparse aún de sus años. Era más joven que él. Cuando se separaron tenía la hermosura majestuosa del verano, el esplendor de las horas solares. Además, las mujeres pueden valerse, sin miedo a la burla, de todos los rejuvenecimientos inventados por el lujo. Su tocador guarda varias primaveras sucesivas, y los artificios del afeite seducen a los hombres con una fuerza malsana, más poderosa a veces que la ingenuidad juvenil.
Cuando mayor era su inquietud al pensar en el rudo contraste de su vejez con la belleza invencible de la otra, vino a buscarle la amable Tatiana en su tugurio, antes del paseo matinal.{128}
—Ahí está; llegó anoche.
Fedor se resistía a creerlo. ¿Era posible que ella, la esperada tantos años, se presentase así, obscuramente, sin un aviso?...
Se había imaginado muchas veces el momento de esta llegada: su espera temblorosa en la estación; el tren deteniéndose y ella descendiendo con una majestad triste de reina sin trono; el minuto emocionante en que le reconocían sus pupilas de esmeralda; luego el abrazo... Y en vez de esto era la vulgar y novelera Tatiana la que venía a decirle simplemente: «Ahí está; llegó anoche».
El instinto de conservación le hizo ir hacia el único espejo de su vivienda. Se le ocurrieron a la vez varias necesidades, imperiosas e imprescindibles. Quería afeitarse, cambiar de traje... Tatiana debía dejarlo solo. Y cuando su humilde y verbosa amiga se preparaba a salir, corrió tras de ella, arrepentido de su vanidad, creyendo que sería una burla al Destino, merecedora de duras penas, retardar por unos minutos la realización de lo que tanto había deseado.
Llegaron a una casa habitada por refugiados rusos, igual a la de Tatiana. Fedor reconoció a la amiga de Vera que la había traído a Niza buscándola un empleo. La había visto muchas veces en las reuniones de compatriotas, sin sospechar nunca que conociese a la otra. ¡Y él había perdido el tiempo conversando con Tatiana!...
Después de saludarla, así como a otras mujeres de aspecto mísero y triste sentadas en la misma habitación, miró en torno con impaciencia, convencido de que al final tendría que pasar a una pieza contigua para encontrar a la que buscaba.
—Vengo a ver—dijo en ruso—a la señora Velinski, la hija del general Bodkine.
Se levantó una de las mujeres para avanzar hacia él. Indudablemente esta pobre señora iba a acompañarlo hasta la habitación ocupada por Vera.
Parecía baja de estatura, por una tendencia a encoger los hombros y encorvar su dorso, como si gravitase sobre ella un peso invisible. Sus ojos, empequeñecidos por la contracción de los párpados, no permitían apreciar exactamente el color de sus pupilas. Lo único determinado en éstas era un brillo agudo y fijo que expresaba la desconfianza y parecía armonizarse tristemente con el duro mohín de su boca. Su cabellera, teñida recientemente, era de un rubio subido; pero el tinte «no agarraba»—como dicen las mujeres—, dejando visible la blancura de sus cabellos. Tampoco la pintura fresca, distribuida sobre su rostro con la prodigalidad oriental de las eslavas, conseguía adherirse a la{129} epidermis, curtida y resquebrajada por el frío. Esta mujer tendió sus dos manos para coger las de Ipatieff.
—¡Oh, Fedor!... Le he reconocido apenas entró. Está igual a la última vez que nos vimos.
Luego dijo con una expresión envidiosa:
—Bien se ve que ha vivido en esta tierra, libre de sufrimientos.
Aquella mujer casi vieja era Vera Alejandrowa; una Vera que le admiraba, juzgándolo joven al compararle con su propia miseria.
Continuó la conversación con arreglo a estas palabras preliminares que Ipatieff consideraba absurdas.
La antigua dama de la corte era ahora de pequeña estatura, como si la miseria hubiese contraído y secado sus carnes. Sólo le quedaba de su pasado la robusta osamenta y un gesto de resolución que en determinados momentos apoyaba sus palabras. Pero este gesto no era para subrayar altiveces. Únicamente lo usaba al expresar su propósito de ganarse el pan, no queriendo ser una carga para sus amigas.
Nada la unía al resto del mundo. Al verse aquí, se imaginaba haber caído en una tierra paradisíaca. Todo le infundía admiración: el pan blanco, la modesta comida de sus compañeras, hasta los vestidos ajados que llevaban. Sus ojos parecían acariciar los muebles, las paredes, el pedazo de jardín que daba entrada a la pobre casa de las afueras de Niza.
Una palmera desmochada y triste de este mísero rincón de la Costa Azul la hacía prorrumpir en exclamaciones de entusiasmo, semejantes a las de Abderramán, el califa poeta de Córdoba, ante la palmera traída de Bagdad.
—¡Qué dicha verse aquí!... Después de haber gemido en aquel infierno, se sabe mejor lo que es la dulzura de vivir.
Y volvía a admirar a Ipatieff con ojos envidiosos. Luego musitó tristemente:
—Debe usted haberme encontrado muy cambiada. Confiese que no me conoció al entrar aquí; que no me hubiese conocido nunca, de haberme yo callado.
A pesar de su tristeza, el esplendor luminoso de este país parecía embriagarla, despertando su regocijo pueril e incoherente de eslava, haciéndola pasar de la lamentación a la risa. Sus amigas habían querido devolverle su aspecto de otros tiempos al verla llegar mal vestida y con una fealdad de obrera. Unas la habían prestado sus ropas; otras la ayudaron a teñirse el pelo y a acicalarse el rostro. ¡Hacía tanto tiempo que había olvidado estas cosas!... Y{130} entornando sus párpados, dados de azul con un lápiz de tocador, fijaba en Ipatieff una mirada que pretendía sondear el pasado, preguntándole al mismo tiempo con miedo y coquetería:
—¿Cómo me encuentra, Fedor?... ¿Soy todavía como usted me conoció?...
Fedor la encontraba simplemente grotesca bajo estos adornos apresurados, que parecían despegarse de su miseria. Pero de todos modos era Vera Alejandrowa. Su admiración a la gran dama había desaparecido para ser reemplazada por un sentimiento protector, mezcla de ternura y de piedad.
Ella abandonó a Ipatieff para pasar a una habitación inmediata. Alguien había venido a buscarla. Mientras tanto, su protectora y amiga dio explicaciones a Fedor.
—La desdichada es más pobre que todas nosotras. Cuando llegó anoche, venía sin comer desde París. No le quedaba un céntimo del dinero que le recogieron algunos amigos en Finlandia. Desea trabajar, y como sabe muchos idiomas, le he buscado un empleo en una pensión donde se alojan gentes del Norte. En los grandes hoteles no quieren personas de nuestra clase. Poca cosa es el empleo, pero tendrá la comida segura. La dueña de la pensión está hablando ahora con ella.
El viejo del Paseo de los Ingleses decidió inmediatamente cambiar de vida. Las invitaciones de sus antiguos amigos y la cría de perros le habían hecho existir hasta entonces con miseria, pero conservando una falsa independencia de «señor». Ya que una Vera Alejandrowa se veía obligada al trabajo, él debía buscar igualmente un empleo para servir de sostén a la otra.
En los días siguientes pudo conversar con ella, pero rara vez estuvieron solos.
La antigua gran señora no podía ocultar su extrañeza al verse otra vez llevando una existencia sin peligro en el seno de una sociedad ordenada. Al mismo tiempo reconocía la fragilidad de la reglamentación social.
Cuando se vive tranquilamente como vivíamos antes de la guerra, no se preocupa uno de cómo se ha hecho el pan que comemos ni quién calienta nuestra casa. Nos parece que todo es eterno, que ha existido siempre y existirá lo mismo, como el sol que sale todos los días, como el agua que corre invariablemente por sus cauces naturales.
Pero de pronto surge una guerra o una revolución, y todo detiene su curso, y al final se deshace, obligándonos a retroceder a una vida primitiva, en la que sentimos y sufrimos lo mismo que los animales inferiores. Estamos orgullosos{131} de nuestro bienestar, y basta un simple trastorno del organismo social para que vuelvan el hambre, el frío y el asesinato a convertirnos en bestias, como al principio de la vida de nuestro planeta.
—¡Lo que yo he visto!—decía Vera—. ¡Lo que he sufrido!
Y la ex millonaria miraba sus manos rugosas mientras seguía hablando con voz sorda. Por dos veces la habían llevado a la cárcel, sufriendo el tormento de la escasa alimentación y la incertidumbre del que no sabe si vivirá al día siguiente. Cada vez que alguien entraba en el calabozo creía sentir en su nuca un redondel pequeño y frío: la boca del revólver encargado de las ejecuciones rápidas y económicas. ¡Ay!... Era mejor no acordarse...
—¿Y su marido?—preguntó una tarde Ipatieff—. ¿Vive aún en Siberia?
Ella le miró con extrañeza antes de contestar, como si encontrase ociosa su pregunta.
—Lo mataron... ¿Cómo iba a tener mejor suerte que los demás?... Me han dicho que sus mismos obreros lo arrojaron al fondo de una mina.
A los pocos días Fedor ya no pudo visitar a Vera Alejandrowa ni oír sus tristes relatos, que tenían el encanto de un «flirt triste», según él. La fugitiva había ido a instalarse en la pensión eslava, contenta de ganar su pan y no ser gravosa a nadie.
El viejo del Paseo de los Ingleses no volvió más al paseo. Ahora trabajaba.
Había vendido sus perros jóvenes, poniendo los dos viejos bajo el amparo de aquella portera misericordiosa que protegía igualmente al amo. El gran señor venido a menos, con sus patillas de monarca austríaco y sus levitones majestuosos, pidió de pronto un empleo a sus amigos, «fuese en lo que fuese». En el Municipio le apreciaban hacía treinta años, como un elegante que había servido de ornato a los inviernos de Niza, y se apresuraron a ayudarle. No había empleos disponibles, pero inventaron uno para darle satisfacción: el de vigilar a los obreros que trabajaban en un cementerio, ensanchado considerablemente para dar sepultura a los miles y miles de convalecientes de la gran guerra venidos a morir en la Costa Azul.
Todas las mañanas Ipatieff andaba varios kilómetros para llegar a este cementerio, donde no hacía otra cosa que pasearse entre las cruces o a lo largo{132} de los muros que iban levantando los albañiles. Su verdadera ocupación era pensar en Vera Alejandrowa, que en aquel momento estaba también trabajando, pero más positivamente que él.
Una fraternidad piadosa empezó a unirle a muchos de aquellos jornaleros que estaba encargado de vigilar, sin saber ciertamente en qué consistía su vigilancia. Experimentaba un «refrescamiento interior»—eran sus palabras—al hablar con estos hombres, poniéndose al nivel de sus necesidades y sus ilusiones.
El enorme trastorno de Rusia le había convertido en un menesteroso, en un trabajador, aunque su trabajo no valiese gran cosa. Ella también había sufrido la misma transformación. ¿Por qué no vivir como sus compañeros de pobreza?... El próximo domingo, día de descanso, saldría a pasear con «su novia», lo mismo que los albañiles jóvenes que trabajaban en el cementerio. Y escribió a su antigua amante para que viniera o juntarse con él en las primeras horas de la tarde frente al Casino.
Ipatieff le preparaba una sorpresa. A otros tiempos, otro rostro. Ya no quedaban emperadores en Europa, y las patillas a la austríaca resultaban un anacronismo. Además, desde que Vera Alejandrowa le había admirado viéndolo más joven que ella, sentía un vanidoso deseo de extremar esta diferencia, y le pesaban los dos abultamientos de pelos blancos que cubrían sus mejillas. El bigote recortado a la americana era el adorno triunfador de los actuales dominadores del mundo. Y el domingo por la tarde fue él quien tuvo que avanzar y sonreír, haciendo gestos amistosos, para que la otra le reconociese.
¡Pobre Vera Alejandrowa! Iba vestida de negro, con un traje viejo que le había prestado la dueña de la pensión. Su sombrero, otro regalo de una amiga casi tan pobre como ella, estaba abollado y desfigurado por las lluvias del invierno anterior. De su antigua belleza sólo le quedaba la pequeñez de los pies; pero esta finura aristocrática servía únicamente para atraer las miradas hacia sus zapatos, lamentablemente ajados y con los tacones torcidos. Las manos, que no habían podido salvarse de los ultrajes de la miseria, estaban oprimidas por unos guantes demasiado estrechos, sobresaliendo la carne sobre sus bordes.
Fedor tuvo que buscar mucho para encontrarla.
Era la más obscura e insignificante entre todas las empleadas de hotel, domésticas endomingadas y mujeres de obreros que esperaban en medio de la plaza la llegada y el cruce de los tranvías. Ella, al reconocerle, volvió a asombrarse de su juventud.
—¿Eres tú, Fedor?... ¡Qué joven! Me da vergüenza ir a tu lado.{133}
Se hablaban de tú instintivamente al verse solos por primera vez después de tantos años. Él le tomó un brazo, señalando luego hacia el Casino.
—¿Te acuerdas, Vera?...
Los dos vieron repentinamente el edificio con toda su fachada iluminada, como en las noches del Carnaval; los tropeles de máscaras que iban llegando; la música y un bullicio de muchedumbre escapándose por puertas y ventanas; un carruaje que llamaba la atención por su lujo entre los demás vehículos; una mujer con aire de emperatriz que descendía de él, brillando como un cielo de verano a causa de sus joyas, dejando tras de su paso un aliento de jardín, precedida por murmullos admirativos...
—¡Oh, Fedor!...
Y la pobre vieja dijo esto como si exhalase un quejido mortal, parpadeando para repeler sus lágrimas.
Él no quiso que se prolongase esta evocación del pasado, y empujó a Vera hacia los grupos que asaltaban los tranvías.
Tenía formado su plan para toda la tarde: iban a recorrer los lugares donde se habían creído felices; todos los rincones del brillante escenario de su vida.
Subieron hasta las alturas de Cimiez, ocupadas por los hoteles más aristocráticos. Un edificio enorme como un cuartel y rodeado de jardines cerraba la avenida. Un monumento blanco, rematado por una señora gorda esculpida en mármol, hacía saber a las generaciones presentes y futuras que en este lugar pasaba sus inviernos la reina Victoria de Inglaterra.
Giraban las mamparas de cristales ante las gentes que iban descendiendo de sus automóviles. Era la hora del té. Se oían los primeros lamentos de los violines en el hall. Los centenares de ventanas del hotel llameaban como placas de oro en fusión sobre la fachada ebúrnea, reflejando el dulce sol del atardecer.
—¿Te acuerdas, Vera?—volvió a preguntar melancólicamente Fedor.
Y la mujer, haciendo ahora un esfuerzo para contener su emoción, se limitó a mover la cabeza. Se acordaba de todo. Allí habían vivido varios inviernos; allí empezaron a tratarse como simples amigos, separándose años después con la silenciosa y fingida resignación de los amantes que prometen volver a encontrarse pronto y no saben con certeza si se verán más.
Una ventana que Vera miraba con insistencia era la de su cuarto de baño, donde el agua recibía diariamente quinientos francos de perfumes.
No les fue posible continuar su contemplación. Tuvieron que apartarse repetidas veces para no ser atropellados por los automóviles que llegaban.{134}
El portero del hotel, galoneado como un almirante, y sus numerosos pajes cubierto el pecho de filas de botones lo mismo que los húsares, al salir a la escalinata para saludar a los clientes acabaron por fijarse en esta pareja de viejos mal trajeados, examinándolos con insistente hostilidad. Tal vez eran dos pedigüeños extranjeros de los que asedian los hoteles para sacar dinero a sus compatriotas ricos.
—Vámonos—dijo Fedor como si adivinase.
En las vecinas Arenas de Cimiez, ruinas del circo de Cimela, la antigua colonia romana, volvió a salirles al encuentro su pasado, e igualmente bajo los árboles añosos y las arcadas del monasterio próximo. Por aquí habían caminado muchas veces cuando necesitaban abandonar el lujo moderno del hotel, yendo en busca de un ambiente más «romántico» para sus paseos de enamorados.
Tenían ahora que marchar por el borde de caminos y avenidas, evitando el polvo que levantaban los automóviles. Al estar juntos sentían más intensamente la humillación de su decadencia. Ellos habían pasado por aquí, en los primeros años de su amistad, sentados en un landó del que tiraban caballos de altísimo precio, como los de las cuadras de los reyes; luego habían admirado a los invernantes de Niza usando los primeros automóviles de gran potencia.
—¡Eh, buena madre! ¡Atención!...
Un cochero de alquiler gritaba a Vera con despectiva piedad para que se apartase. Preocupada por sus recuerdos, se había salido del borde del camino, y casi la atropelló el caballo.
—Huyamos lejos de aquí—dijo con angustia—. Vámonos a un sitio donde no hayamos estado nunca.
Marcharon cuesta abajo, hacia la llanura, deteniéndose en un suburbio rústico de la ciudad.
Danzaban las gentes domingueras en los raquíticos jardines de varias tabernas. Los dos viejos entraron en uno de estos bailes populares, tomando asiento bajo las empolvadas enredaderas de un cenador. Para hablar con más libertad, volvieron sus espaldas a las parejas. Eran obreros vestidos como señores y criadas con falda corta, medias de seda y zapatos de charol, que bailaban las últimas danzas americanas.
Fedor, por contraste con esta juventud alegre, encontraba más triste y más vieja a su acompañante. ¡Pobre Vera Alejandrowa!... Esto no disminuía su deseo de resucitar el pasado, como si la tal resurrección le pudiese proporcionar una segunda juventud. No iban a bailar los dos como aquella gente sudorosa, de{135} rostros enrojecidos; pero aún podían conocer las dulces emociones de otras parejas que conversaban en voz baja, medio ocultas en los cenadores.
—¿Te acuerdas?... ¿Te acuerdas?...
Y Fedor hacía estas preguntas después de evocar fragmentos del pasado, que eran siempre recuerdos de amor.
—¡Oh, Fedor!—contestaba la envejecida señora moviendo su cabeza negativamente.
¿Para qué recordar unas cosas que no podían repetirse?... La verdadera vida había terminado para ellos. Eran palabras, nada más que palabras con que se engañaba a sí mismo, todas aquellas ilusiones de «una segunda primavera», y otras cosas aprendidas indudablemente en los libros que iba recitando el antiguo elegante con el mismo tono cálido y persuasivo de otros tiempos. Pero este tono resultaba ahora grotesco a través de su dentadura insegura.
Ella estaba quebrantada interiormente, y no volvería a sanar. Se consideraba igual a los que después de haber pasado la mayor parte de su existencia en un calabozo, cuando vuelven al sol y al aire libre se dan cuenta de que sólo podrán ser en lo sucesivo unos muertos que andan.
—Tengo frío en los huesos, Fedor, y lo tendré siempre. El sol no posee calor bastante para reanimarme. Tú no sabes cómo queda un alma después de los años pasados allá. Todas las mañanas, cuando el criado de la pensión golpea mi puerta, salto despavorida de la cama. Creo que son los de la Tcheka que llegan. En vano al abrir la ventana veo el mar, las palmeras, la calle tranquila. Tengo miedo, un miedo que me acompañará siempre. Además, las humillaciones, el hambre de tantos años...
El antiguo elegante se fijaba con tristeza en los gestos ávidos de su compañera. Él había conservado mejor las costumbres del pasado. Sobre la mesa rústica del cenador una criada había colocado varios pasteles mohosos y una botella de vino blanco. Vera comía con una acometividad de animal hambriento, mostrando sin escrúpulo alguno, durante la violenta masticación, varias brechas de su dentadura todavía no recompuestas.
Al adivinar la extrañeza de su antiguo amante, dijo con brusquedad:
—Tú has vivido aquí; conoces tal vez la pobreza, pero no el hambre... Tú ignoras el valor de las cosas.
Acarició con una mano la botella de vino barato, al mismo tiempo que la contemplaba admirativamente.
—Allá en nuestro país hubiera sido capaz de matar por obtener este tesoro.{136}
Llenó dos veces su vaso, apurando su contenido con lentos sorbos de gula.
Después lanzó una mirada de envidia y ambición hacia un cenador inmediato, donde una familia de obreros comía una ensalada de tomates y otras legumbres, acompañándola con largos tragos de vino tinto.
—Me gustaría—dijo—comer y beber lo mismo que ellos. Debe ser magnífico.
Y al ver que Fedor reprobaba con sus ojos esta admiración por un plato vulgar, volvió a decir en tono de reproche:
—Cuando se ha vivido mendigando como el mejor de los alimentos unos gramos de pan negro y un agua sucia con espinas de arenque...
Rió luego acordándose de los esfuerzos que había de hacer en la pensión para sofocar los caprichos y audacias de su hambre atrasada. Como temía que la dueña la despidiese al notar mermas en su despensa, se limitaba a apoderarse de los terrones de azúcar olvidados por los huéspedes y a apurar los fondos de las botellas.
Fedor la miró con desaliento. ¡Y esta pobre mujer, vieja, hambrienta y dada al vino, era Vera Alejandrowa, la gran señora de la corte, dueña de minas de oro!...
La decadencia de ella le hizo apreciar con nuevo dolor su propia decadencia. ¡A qué profunda sima había rodado!... Y quedaban para los dos tan pocos años de vida, que les sería imposible poder trepar otra vez hacia la luz, donde están los felices... ¡Ser pobres, absolutamente pobres en la vejez, cuando más necesarias son las comodidades que proporciona el dinero!...
Pensó unos momentos en la posibilidad de que un «nuevo rico» le tomase como cuidador de alguna villa lujosa, con grandes jardines, recientemente adquirida en la Costa Azul. Él y Vera serían a modo de unos criados viejos y respetables. El verdadero dueño viajaría con frecuencia, y los dos se forjarían la ilusión de que este paraíso les pertenecía, viviendo en él su idilio senil y tranquilo, sin pensar en el pan del día siguiente. Pero ¡ay!, rara vez se realizan en el mundo las felicidades soñadas.
Este final de existencia le parecía demasiado bello para que pudiese ser cierto.
El regreso a la ciudad, después de anochecido, fue triste y silencioso. Fedor había dicho ya todo lo que podía decir. El domingo siguiente volverían a encontrarse. Pasearían juntos como dos caballos viejos que marchan al paso, rumiando los recuerdos y proezas de su arrogante juventud, mientras tiran de un{137} vehículo destartalado, símbolo de su miseria. Llevarían la existencia de los humildes que necesitan trabajar para vivir, y al juntarse los días de descanso con el propósito de divertirse, sólo saben hablar del trabajo a que están sometidos y de su pobreza.
¡Y así sería siempre, hasta la muerte!... En la historia de los hombres los acontecimientos no retroceden a su punto de partida, como tampoco las aguas de los ríos remontan su curso. Las reacciones son una ilusión; lo que ha muerto, ha muerto.
Allá en su país, el desorden acabaría por ordenarse; los revolucionarios se transformarían en hombres de gobierno, y la necesidad de vivir acabaría, después de tantos cataclismos, por establecer su curso regular, como un río que se desborda vuelve finalmente a sus cauces naturales.
Pero cuando esto ocurriese, las gentes ya serían otras y otros también los moldes de la nueva existencia. Y ellos dos, víctimas de una enorme sacudida social, sólo comparable a un temblor de tierra, que les había dejado sin pan y sin casa, ya no vivirían cuando surgiese del suelo la ansiada Ciudad Futura tantas veces anunciada por los utopistas... si es que alguna vez podía llegar a ser una realidad este ensueño milenario de bienestar para todos, tan antiguo como el hombre.
Mientras Fedor marchaba reflexionando, la antigua millonaria, más verbosa que su acompañante, exponía sus ambiciones presentes.
Lo único que deseaba por el momento era no ir vestida a costa de los demás. También necesitaba ropa interior. Era un suplicio para ella no poder cambiarla. Sólo tenía la escasa ropa blanca que le habían facilitado sus amigas. La compra de tres mudas interiores a precio barato era su mayor ilusión. Tal vez la semana siguiente, cuando Fedor cobrase su jornal en el cementerio, podría realizar ella tan enorme deseo.
Los ofrecimientos monetarios de su acompañante la conmovían más que los millones del rico siberiano cuando la pidió por esposa. ¡Ganaba tan poco en la pensión, aparte de su comida!...
Al separarse de ella, Fedor volvió tristemente hacia su casa. Reía ahora irónicamente de los fantasmas que le habían acompañado al principio de la tarde. ¿Querer resucitar el amor, siendo pobre?...
El amor es únicamente para los ricos. Los que han de preocuparse de ganar su vida tienen otras cosas más urgentes e imperiosas en que pensar. Necesitan todo su tiempo para el trabajo, y el amor exige riqueza y vagancia. Es el más{138} inagotable y variado de los placeres; pero todos los placeres de la tierra sólo existen para los que poseen el dinero.
Esto, que le hubiese parecido muy lógico en otros tiempos, lo consideraba ahora inadmisible porque se veía pobre, y un sentimiento de envidia e indignación le hizo protestar contra los privilegios de los felices.
Era injusto que la vida estuviese organizada con tanta desigualdad. Todo debía ser para todos: dolores y placeres.
Luego modificó sus ideas pensando en sus años. Se sintió más pobre que nunca, pobre sin remedio, al considerar que la juventud no puede rehacerse como se rehace una fortuna. ¡Ay, la vejez!... ¿Qué pobreza mayor?...
Y se dijo con melancolía rencorosa:
—Sí; no me equivoco: el amor es únicamente para los ricos... ricos de dinero o ricos de juventud.{139}
NIZA es la heredera de Venecia. Durante varios siglos, los ricos ganosos de divertirse y los aventureros de vida novelesca arrostraron las molestias y peligros de los viajes de entonces para presenciar en la ciudad adriática las fiestas de un Carnaval que duraba meses. Ahora, los medios de comunicación son más fáciles; el placer se ha democratizado, lo mismo que los conocimientos humanos y las comodidades de nuestra existencia, y el ferrocarril y el trasatlántico traen miles de espectadores al Carnaval de Niza.
La Naturaleza gusta de travesear en estos días. Un sol primaveral derrama sus oros sobre la Costa Azul casi todo el invierno, y al llegar la semana carnavalesca raro es el año que no cae una lluvia inoportuna. Pero como Niza necesita defender su célebre fiesta, y la muchedumbre de viajeros llega dispuesta a divertirse, sea como sea, las máscaras arrostran la intemperie, el público abre sus paraguas, y los desfiles continúan bajo esa lluvia violenta y tibia de los países solares, donde los aguaceros son ruidosos pero de corta duración.
El Carnaval de Niza ha acabado por ser algo indispensable para su vida, y ninguna otra ciudad lo puede copiar. Los particulares colaboran con el Municipio; cada nicense aporta su iniciativa. Capitales de mayor importancia podrían organizar desfiles de carrozas más suntuosas; pero creo imposible que encontrasen una ayuda individual, una colaboración «patriótica» como la de los habitantes de esta ciudad. El pueblo nicense considera que es deber suyo engrosar el número de las máscaras, y familias enteras se cubren con el disfraz para gritar en las calles, danzar o ir saltando de una acera a otra, todo para mayor{141} gloria y provecho de su tierra.
En esta fiesta, lo más admirable no es la obra de los artistas, ocupados durante meses y meses en preparar las carrozas, ambulantes caricaturas que sintetizan los sucesos de la actualidad; son la máscara suelta y el grupo organizado espontáneamente los que le dan un carácter único en el mundo. La máscara a pie es más digna de atención que los enormes vehículos con sus monigotes que casi llegan al filo de los tejados, y sus grupos de muchachas subidas en las rodillas y los brazos del gigante de cartón, como los liliputienses escaladores del cuerpo de Gulliver.
Más de cincuenta Carnavales sucedidos en el curso de medio siglo largo, sin otra interrupción que la última guerra, han fatigado a los organizadores y al público de las cabalgatas llamadas históricas o artísticas. Ahora, el Carnaval de Niza es burlesco, dedicándose a la deformación ingeniosa de los géneros animales y vegetales. Ciertos grupos de máscaras recuerdan los Caprichos, de Goya, y otros delirios de artistas fantaseadores.
Los que carecen de dinero para proporcionarse un disfraz completo, o no pensaron previsoramente en su adquisición, se desfiguran con una nariz postiza, lanzándose en el torrente de las máscaras, para ser una más.
El Carnaval ofrece aquí el aspecto enardecedor y sinceramente jocundo de todo lo que se hace en la vida espontáneamente por entusiasmo y no por dinero. Los miles de máscaras gritan, cantan, forman corros y cadenas o hacen burlescas cortesías al público. Esto representa para ellas el descanso. Luego, apenas rompe a tocar una de las bandas de música del cortejo, avanzan por las calles bailando, y los que ocupan los carros empiezan a saltar como monigotes elásticos. Y así continúan horas y horas, causando asombro un regocijo tan infatigable y tenaz.
Nadie se enfada; rara vez surge un incidente violento. Es un Carnaval de gentes ruidosas que se buscan para divertirse, pero sin perder la buena crianza. Las máscaras, cuando se empujan por descuido, se piden perdón a través de la careta.
El amor acude todos los años, puntualmente, a la fiesta. Muchas novelas bipersonales, que permanecerán ignoradas y nadie escribirá, tuvieron su primer capítulo en el Carnaval de Niza, durante el desfile de la cabalgata o las fiestas nocturnas en el hall del Casino, enorme como una catedral.
El viajero enmascarado habla al dominó femenino que marcha junto a él. Se aproximan para defenderse de los empellones de los otros; acaban por cogerse del brazo y saltar a un tiempo; luego bailan, quieren saber cómo se llaman, se{142} dan falsos nombres y se declaran un eterno amor antes de haberse visto las caras. Todo esto, empujados por el torrente carnavalesco a través de avenidas y paseos, defendiéndose con las espaldas del oleaje humano, evitando las patas de los caballos enganchados a las carrozas o los arranques inesperados de los chófers que las guían.
En otros países un Carnaval como éste provocaría riñas y crímenes. En Niza rara vez tiene que intervenir la policía. Ésta y los destacamentos de cazadores alpinos encargados de mantener el orden sólo se preocupan de que los grandes carros no causen daño en las fachadas de las casas o en los arcos de luces que adornan las calles.
La gente se divierte y no riñe, porque ignora el miedo al ridículo, que tanto amarga la vida de nuestra raza. El que aquí pretende divertirse sólo piensa en obtener el placer deseado. Lo busca a su modo e ignora la existencia de los demás, despreciando lo que puedan pensar de él.
Nosotros tenemos miedo «al qué dirán», a que alguien «nos tome el pelo», y esto nos cohíbe, aplastando toda iniciativa. Sólo podemos divertirnos haciendo todos lo mismo, como un rebaño falsamente alegre, receloso y suspicaz, mirándonos de reojo mientras reímos. Y al sospechar vagamente que alguien puede divertirse un poco a nuestra costa, ¡adiós alegría!, creemos necesario morder.{143}
SI un romano del tiempo de Augusto o de Tiberio resucitase en nuestros días, no le preguntaríamos sobre los episodios de la historia antigua, que fue para él contemporánea, y las costumbres públicas de entonces. Todo esto lo sabemos por los historiadores y las leyes romanas.
Nos interesaría más conocer los secretos y particularidades de la vida privada; cómo se divertían las gentes en Cumas, Baia, Pompeya y otras ciudades elegantes situadas al borde de lo que es hoy golfo de Nápoles. Nos gustaría escuchar los escándalos, las murmuraciones, las excentricidades del gran mundo romano que se trasladaba por unos meses a las sonrientes orillas del mar de Partenope; querríamos contemplar de cerca la misma vida suntuosa que vio deslizarse el melancólico y jubilado «Procurador de Judea», descrito por Anatolio France.
Pero si el romano vuelto al mundo nos dijese que no había estado nunca en estas ciudades, alegría y solaz de la vida antigua, nos indignaríamos contra él.
—Entonces, ¿qué es lo que hizo usted en su existencia anterior?... ¿Cómo pudo mantenerse tranquilo, sin ver de cerca uno de los aspectos más interesantes de aquel tiempo?
Lo mismo podría decirse a un hombre de nuestra época que, teniendo cierta fortuna personal y hallándose sano de cuerpo para emprender viajes, no sintiese curiosidad por la vida cosmopolita y alegre de la llamada Costa Azul, que equivale ahora a las ciudades del antiguo golfo de Nápoles, fundadas o agrandadas por los Césares.
El paisaje de la Costa Azul infunde admiración. Tiene la dulzura luminosa de las costas mediterráneas. Los Alpes, al llegar al mar, se hunden bruscamente en{144} su abismo, formando rosados promontorios o graciosas bahías orladas de jardines. Pero indudablemente existen en la cuenca del Mediterráneo otros paisajes semejantes a éstos o tal vez más originales. El verdadero encanto de la Costa Azul es obra del hombre. Lo más interesante en ella es la humanidad que la puebla durante los meses del invierno.
Asombra el cálculo de lo que se ha trabajado en medio siglo nada más para el embellecimiento de esta cornisa de montañas. Antiguos pueblecitos de pescadores o labriegos son hoy ciudades elegantes, donde mantienen sucursal abierta las tiendas más célebres de Londres y París. Campos pedregosos que tuvieron por única vegetación olivos centenarios, rajados y mediocremente fecundos, se han vendido a lotes por sumas inauditas, convirtiendo en millonarios a los nietos de sus primitivos cultivadores. No hay aldea enriscada que no posea un buen camino para automóviles. Tres carreteras cortan longitudinalmente la falda de los Alpes desde Niza a Mentón: la que sigue la orilla sinuosa del mar, la llamada Cornisa Media, y la Gran Cornisa, que serpentea sobre las cumbres, y está muchas veces incomunicada ópticamente, por una masa de nubes, con la ribera de abajo, donde rebullen las gentes como un hormiguero.
Atrevidos viaductos cruzan los precipicios para evitar grandes rodeos a la circulación. Si los caminos tropiezan con un saliente de la montaña, lo perforan en forma de túnel. Otras veces necesitan extenderse a lo largo del Mediterráneo y desarrollan su cinta sobre largos terraplenes.
Es difícil calcular el dinero invertido aquí por los que vinieron, durante medio siglo, en busca de sol y horizontes azules.
Niza, pequeña ciudad saboyana, es ahora la quinta o sexta urbe de Francia. Desde Hyéres a Mentón se extienden miles y miles de ricas «villas» y palacios. Los aficionados a calcular afirman que se ha construido en la Costa Azul por valor de 5000 ó 6000 millones. Esto es obra solamente de los particulares, y hay que añadir a tan enorme cantidad los trabajos públicos realizados por gobiernos y municipios: conducciones de agua, puentes, carreteras y ferrocarriles.
El que ha nacido en un país de sol no puede sentir la atracción de la Costa Azul como los europeos septentrionales. De aquí que ni los españoles ni los italianos, a pesar de ser vecinos, la frecuenten mucho. Siempre encontró ella en los pueblos del Norte sus más fieles admiradores.
Antes de la guerra, la Costa Azul fue rusa. Aquí venían a derrochar su fortuna los privilegiados del Imperio zarista, considerando interminable un régimen sabiamente organizado para la felicidad de los menos. También fue{145} alemana pocos años antes de 1914. Los alemanes y los austríacos acudieron a ella en grandes masas, y tal vez serían a estas horas sus dueños. Los dominadores actuales son los ingleses y los norteamericanos. Sus banderas ondean en todas partes junto a la bandera francesa.
Viajando por todo el mundo es como puede uno ser entucado del prestigio lejano y misterioso que gozan estas poblaciones de la Costa Azul. Muchas veces, en los Estados Unidos, en Canadá, en Méjico o en naciones del Norte de Europa, al decir yo que tengo mi casa en la Costa Azul, he visto entornar los ojos a los que me escuchaban con una expresión ensoñadora, lo mismo hombres que mujeres, murmurando nostálgicamente:
—¡Niza!... ¡Monte-Carlo!...
Unos hacían memoria de su vida aquí; otros deseaban venir, y temían no conseguirlo nunca. Mostraban todos en su rostro la misma expresión del que oye el nombre de Bagdad y evoca inmediatamente las maravillas de Las mil y una noches.
Este fragmento de costa mediterránea es tan universal como el bulevar de los Italianos, de París; el Piccadilly, de Londres, o el Broadway, de Nueva York. Yo vivo en la más tranquila de las ciudades de la Costa Azul, en el poético Mentón, retiro de escritores y artistas, donde la gente se acuesta temprano y madruga mucho, para gozar de sus admirables jardines. Y sin embargo, estoy en la corriente de la circulación europea, en «el camino de todos», más que si viviese en Madrid, que es ciudad populosa y capital de una nación.
Para ir a España hay que proponerse concretamente este viaje y sentir un verdadero interés por ella. Se necesita avanzar hasta un extremo de Europa y luego desandar el camino, atravesando otra vez los Pirineos. España sólo ofrece una salida para el que no quiere retroceder: embarcarse con rumbo a América, y nuestros puertos no los frecuenta ninguna de las grandes Compañías navieras famosas por el tonelaje de sus buques y por su lujo. Nuestra patria es a modo de una calle que sólo tiene una entrada y carece de continuación.
En cambio, la Costa Azul es camino para Italia, para el centro de Europa, para los países del extremo Mediterráneo y del extremo Oriente. Se encuentran aquí, todos los días, amigos que dejó uno en lugares apartados del planeta, creyendo no verlos más, y que surgen inesperadamente ante nuestro paso. Todos los que desembarcan en Europa traen en su programa, como algo imprescindible, unas semanas de vida en la Costa Azul.
Los personajes más famosos desfilan por esta tierra. No hay gobernante{146} inglés que prescinda de jugar al tennis en Cannes durante el invierno. Junto a las mesas de los casinos de la Costa Azul puede uno codearse con las mujeres más célebres.
Hace tiempo, almorzando una mañana en el Sporting-Club, de Monte-Carlo, vi sintéticamente lo que es la vida en este rincón del mundo.
Cerca de mí comía un señor alto, delgado, con barba rubia y canosa, y lentes de oro. Al fijarme en los saludos extraordinarios del maître d’hótel y de la servidumbre, sentí la necesidad de preguntar.
—Es el rey de Suecia—me dijeron—, que todos los años viene de incógnito.
Luego ocupó otra mesa un señor robusto, de aire militar, con la tez enrojecida por el sol de los trópicos.
—A éste le conozco—dije yo al doméstico—. Es el duque de Connaught, el tío del rey de Inglaterra, que posee una «villa» en Cap Ferrat, y acaba de volver de las Indias.
Varios señores ocupaban otra mesa. Uno de ellos, con gafas y barba canosa, parecía dominarlos a todos, sonriendo finamente. Junto a él, y compartiendo su importancia, había otro, de bigote blanco. El de la barba era Venizelos, y su vecino, el famoso hombre de negocios anglo-heleno sir Basilio Zaharoff, el capitalista mayor de Europa en este momento, el único al que miran como un igual los multimillonarios de los Estados Unidos.
Y todo esto, en un pequeño comedor de Club, que no contiene más allá de una docena de mesas.
Me acordé de Cándido, el protagonista de la novela de Voltaire, cuando visita la Venecia del siglo XVIII con motivo de su famoso Carnaval, y al cenar en la hostería se encuentra con que sus cuatro compañeros de mesa son cuatro reyes que vienen de incógnito a divertirse.{147}
LA revolución rusa ha esparcido por el mundo miles y miles de seres que gozaron en otro tiempo las delicias de la riqueza o del poder, y ahora viven en una miseria doblemente dolorosa, por el recuerdo del pasado y por la falta de esperanza. Son parecidos a los emigrados de la revolución francesa, que paladearon la «dulzura de vivir» bajo la antigua monarquía instalada en Versalles, y luego tuvieron que ejercer viles oficios en Inglaterra y Alemania, sufriendo muchas veces el tormento del hambre.
Esta emigración rusa se concentra especialmente en la llamada Costa Azul. El ensueño de todos los rusos refugiados en Berlín, Londres o París es poder trasladarse a Niza. Hijos de una tierra invernal, piensan en el sol gratuito que dora las costas de este mar color de violeta, célebre desde los primeros vagidos de la poesía griega. Vivir en Niza representa prescindir de la calefacción, comer naranjas a bajo precio, instalarse en un antro miserable de las afueras con otros compatriotas, sin miedo a los rigores de la temperatura.
Además, muchos de los pobres actuales vivieron en este país hace diez o doce años, cuando gastaban miles y miles de rublos. Aquí dejaron recuerdos de amor, de vanidad o de orgullo, y se sienten atraídos por estos fragmentos de vida que representan toda la gloria de su pasado.
Los rusos, antes de la guerra, eran en la Costa Azul el gran señor manirroto o la dama algo loca y siempre elegante, que asombraban a las gentes arrojando el dinero a puñados. Hoy forman un coro triste, y sobre su masa dolorosa parecen destacarse con más crudo relieve la prodigalidad de los americanos del Norte y la opulencia señorial de los ingleses, actuales dominadores de la tierra.
Muchos de estos emigrados aceptaron valerosamente su desgracia. En Mentón, cerca de mi casa, hay granjas cultivadas por generales y coroneles rusos; pero cultivadas verdaderamente, pues estos hombres que mandaron regimientos o divisiones son ahora gañanes para poder comer, y remueven la tierra con la pala, abren surcos, cargan carros, crían aves de corral. Otros, menos enérgicos o vigorosos, trabajan como porteros de hotel o simples mozos de comedor.
Con frecuencia, algunas damas inglesas o francesas creen reconocer al criado viejo, de chaleco a listas y mandil azul, que limpia su cuarto. Al fin acaban por enterarse de que en otros tiempos bailaron con él en Monte-Carlo, cuando se llamaba príncipe o conde, era capitán de la Guardia imperial y venía todos los inviernos a derrochar su patrimonio en la Costa Azul.
Otros no se deciden a trabajar y apelan a toda clase de expedientes, representando una molestia peligrosa para el que los recibe en su casa. Con lentitud eslava cuentan la novela de su pasado, y acaban pidiendo tranquilamente mil o dos mil francos, como si aún viviesen en sus tiempos de magnificencia. Es verdad que se contentan finalmente con veinte francos; ¡pero son tantos los que llegan creyendo ser cada uno el único que merece protección!...
En Niza, señoras de la antigua corte imperial inventan rifas para vivir. Otras tienen casa de huéspedes o una tiendecita de sombreros.
Antes del triunfo del bolcheviquismo, mis novelas eran muy traducidas y leídas en Rusia. (Debo advertir de paso que España jamás tuvo tratado de propiedad intelectual con Rusia, y los libros nuestros eran reproducidos libremente. Hubo novela mía que fue publicada al mismo tiempo por cinco editores diferentes, sin pedirme ninguno autorización). Como vivo rodeado de tantos náufragos de la catástrofe rusa que en sus tiempos felices fueron lectores míos, recibo frecuentemente sus visitas. Grandes damas me buscan para que las ayude a vender ricas diademas en forma de mitra, semejantes a las que ostentan las vírgenes bizantinas, y que lucieron ellas muchas veces en las fiestas de la corte imperial. Otras me enseñan capas de marta, armiño, y alhajas de una magnificencia algo bárbara.
Es lo último que les queda. Temen las ofertas, escandalosamente bajas, de los usureros que acechan su agonía, y acuden a mí, como si un novelista pudiera arreglarlo todo. Algunas me proponen la adquisición de estos recuerdos de su vida lujosa, desaparecida para siempre, indicando precios verdaderamente extraordinarios por lo modestos. Pero yo no voy a pasearme por mi habitación de trabajo vestido y adornado como una dama de Nicolás II en día de gran ceremonia, y renuncio a tales «ocasiones». Otras de menos años, cuyos maridos,{149} difuntos por fusilamiento, poseyeron minas de platino en Siberia, vienen a que las recomiende para trabajar en el cinematógrafo. ¡Como si el improvisarse artista cinematográfica fuese algo facilísimo!...
Algunas de estas grandes damas arruinadas pueden sostenerse modestamente con lo que poseían fuera de su país, y aún encuentran el medio de favorecer a sus compañeros de desgracia. Como se consideran pobres al no poder sostener su existencia lujosa de otros tiempos, desean trabajar, y han creado en Niza varios restoranes, que dirigen ellas mismas.
Son establecimientos baratos, donde se puede comer por cuatro francos y medio, lo que equivale en Francia a un cubierto español de dos pesetas. Por tal precio no pueden esperarse milagros culinarios; pero se nota en el ambiente de la sala y en el arreglo de sus mesas cierta distinción especial, lo que la gente llama chic, algo que revela el buen gusto de la dueña invisible, que está en la cocina dirigiéndolo todo. Los pobres de mala educación no se sienten a su gusto en estos restoranes, y los abandonan. Su clientela se va seleccionando de un modo automático, y acaba por estar formada únicamente de personajes venidos a menos, de héroes de novela, muy interesantes si fuesen dos o tres nada más. Pero son muchos, y sus vidas, que hace quince años hubiesen parecido extraordinarias, acaban por resultar monótonas.
La directora de uno de estos restoranes es una princesa Murat. La familia de los Murat está dividida en varias ramas, y una de ellas se estableció matrimonialmente en Rusia. De aquí que la suerte de muchos descendientes del ex rey de Nápoles vaya unida a la de los aristócratas rusos.
Esta princesa, nacida, según creo, en los Estados Unidos, posee una elegancia natural y guarda aún la belleza reposada y distinguida de su segunda juventud, después de haber perdido la frescura de la primera. Con una energía americana ha aceptado los deberes y penalidades de su nueva situación. Todas las mañanas, al salir el sol, ya está en el mercado, al mismo tiempo que los compradores de los grandes «Palaces», los cocineros de los hoteles medianos, y los dueños de fondines y casas de huéspedes.
Desea que sus clientes coman barato y bien. Discute con los proveedores o les sonríe, empleando la fuerza convincente de una mujer que sabe hacerse agradable. Atrae con su presencia la atención de todos, aun de aquellos que ignoran quién es.
El mercado de Niza hace recordar los antiguos mercados de Valencia y Barcelona. Los vendedores están al aire libre, detrás de barricadas de hortalizas, que esparcen perfumes de tierra prolífica o de punzantes y vigorosas savias. A{150} través de los portalones de la muralla inmediata se ve brillar la llanura luminosa del Mediterráneo, toda azul y toda azogue. En la atmósfera hay olores de ajo y mimosas, de cebolla y claveles, de violetas y sal marina. Toda mujer, después de llenar su cesta de comestibles, considera indispensable comprar un ramo de flores. Este mercado—tan distinto a los mercados cerrados y con techumbre de hierro—predispone las gentes al amor, y hace pensar que en la vida hay algo más que llenar bien el estómago.
La princesa se vio detenida una mañana por uno de sus «colegas». Era un francés bigotudo, con aire de antiguo gendarme, dueño de un fonducho para trabajadores cerca del puerto. Necesitaba hablar con ella. Venía observándola desde muchas semanas antes. Había admirado su habilidad para comprar y el gran dominio que ejercía sobre las gentes.
—A mí me gustan las mujeres serias; soy viudo, y tal vez podemos convenirnos el uno al otro. No le hablaré de amor; eso es para las comedias. La vida no es una broma... Usted tiene su establecimiento, yo tengo el mío; podemos casarnos, y ayudándonos como dos personas juiciosas, llegaremos a juntar un capitalito para retirarnos al campo en nuestra vejez.
La dueña del restorán contestó con una de sus sonrisas dulces:
—¡Quién sabe!... Es para pensarlo más despacio.
Ahora el dueño del fondín del puerto va más tarde al mercado, pues no quiere encontrarse con ella. Además pone una cara fosca para que las pescaderas y las vendedoras de hortalizas no se atrevan a bromear con él.
Sabe que cuando vuelve la espalda todas sonríen y le designan con el mismo apodo: «El que quiso casarse con la princesa».{151}
BIEN sabido es que cuando se quiere encontrar a una persona de cierta posición social y se ignora su domicilio en Europa o América, no hay más que sentarse junto al «queso», en la plaza de Monte-Carlo. Podrá uno esperar diez, quince o veinte años; pero un día el amigo deseado acabará por dejarse ver.
Esto lo tienen muchos por indiscutible, aunque parezca falso. Todo el que posee algún dinero y ama los viajes, acaba por dar la vuelta al «queso», mezclándose por unas horas con la multitud que circula frente al Casino. Antes de pasar adelante creo necesario explicar que este «queso» famoso es un pequeño jardín o macizo de plantas en el centro de la plaza. Su forma redonda le ha hecho ser comparado con una caja de queso Camembert.
En la acera circular de este jardín se oyen conversaciones en todas las lenguas, y como si el Carnaval durase aquí el año entero, circulan entre las señoras vestidas a la moda de Europa damas indostánicas de largos velos azules, con la nariz perforada por botones de brillantes, personajes asiáticos de andar felino y ojos misteriosos, jefes árabes de albas túnicas, chinos y japoneses cuya cabeza ratonesca, astuta o inteligente, parece querer escaparse de las vestiduras occidentales que disfrazan el resto del cuerpo.
Yo he tenido en esta plaza muchos encuentros inesperados y he contraído las amistades más novelescas tal vez de mi existencia. Una sonrisa interrogante y una mano tendida provocan en tal lugar dudas geográficas que abarcan el planeta entero. ¿De dónde podrá venir el amigo que acaba de reconocernos?... Hay que dejarle hablar para ir adivinando poco a poco su identidad. Puede ser un olvidado condiscípulo de la juventud, o uno que conocimos en Turquía, Argentina, Egipto o Méjico. También puede ser un señor con el que almorzamos{152} en el restorán de la estación de Toledo; pero Toledo, en el Estado de Ohío, una de las ciudades ferroviarias más importantes de los Estados Unidos.
Durante el invierno fondea cada semana ante Monte-Carlo uno de esos trasatlánticos procedentes de la América del Norte que son verdaderas ciudades flotantes, y echan a tierra dos mil pasajeros. Durante veinticuatro horas los alrededores del «queso» parecen la Quinta Avenida de Nueva York. A mediodía llega invariablemente el tren «azul», procedente de Calais, un tren que sólo lleva vagones-camas, y las gentes británicas se reconocen y se estrechan las manos, sacudiéndolas vigorosamente, como si se encontrasen en el Piccadilly de Londres.
El indeciso pasado de nuestros años de adolescencia, las ilusiones que acariciamos entonces como algo de imposible realización, las cosas más admiradas por la buena fe y el entusiasmo de la primera juventud, pueden salirnos al paso en esta plaza. Yo he visto muchas veces, tomando el sol en sus bancos, a viejos señores, trémulos y de piel flácida como pájaros desplumados, y los nombres de estas ruinas humanas hicieron revivir en mí pretéritas admiraciones. Eran hombres políticos que nadie recuerda, generales que ganaron victorias olvidadas, caudillos novelescos del África británica o la América del Sur. Viejas encogidas, de aire humilde, o pintarrajeadas y cadavéricas como momias, evocan con sus apellidos de guerra el recuerdo de beldades célebres, cuyos retratos adoramos en las cajas de fósforos cuando éramos colegiales.
Entre esta muchedumbre de personajes que «fueron» y no son ya más que simples invernantes de la Costa Azul, buenos para ocupar una silla en la plaza de Monte-Carlo o en los salones del Casino, hubo hasta el año pasado una personalidad sobresaliente, inquieta, arrolladora, incansable, que parecía llenarlo todo con su presencia y estaba al mismo tiempo en diversos lugares, con infinita ubicuidad. Era la gran duquesa Anastasia, tía carnal del zar Nicolás II, ejecutado por los bolcheviques; hermana del zar anterior y madre de la esposa del kronprinz.
Una hija suya ocupa actualmente uno de los tronos de Europa. Su otra hija hubiese sido emperatriz de Alemania de no ocurrir la última guerra.
En su juventud gozó fama de hermosa y elegante, según afirmación de los que la conocieron en la corte de Rusia. Siendo extremadamente alta (cerca de dos metros), tal vez esta belleza fue efectiva en los tiempos que duraba aún la influencia de la vieja reina Victoria y otras soberanas metidas en carnes y pródigas en curvas, o sea cuando no era de moda que las mujeres buscasen a fuerza de hambres las angulosidades y asperezas huesudas del cuerpo masculino.{153} Pero Anastasia—así la designaban familiarmente las gentes de Monte-Carlo—, a pesar de sus años, había querido enflaquecer lo mismo que las muchachas de ahora, y su exagerada delgadez parecía prolongar aún más su estatura.
Esta hija de emperadores y madre de reinas vivía al margen de la tiranía de los costureros, vistiéndose a su gusto, con arreglo al mismo patrón, como si llevase uniforme. De día usaba invariablemente un traje negro, corte sastre, que parecía flotar sobre su cuerpo largo y descarnado, lo mismo que una sotana de sacristán. Para el que la veía por primera vez, lo más extraordinario en ella eran las orejas, despegadas del cráneo, muertas e insensibles, como si fuesen de cartón. Tenía los pies extremadamente largos, con una longitud que imposibilitaba todo artificio zapateril, y convencida de lo ineficaz que era querer disimular sus extremidades, las calzaba sin cuidado alguno. Muchas señoras afirmaban que la gran duquesa tenía el mismo zapatero que los gendarmes de la provincia.
Se la veía casi a un tiempo jugando en los salones reservados del Casino y circulando por la plaza, con una rapidez que arremolinaba la negra faldamenta en torno a sus piernas. Éstas eran tan flacas, que parecían próximas a romperse a cada paso. Luego bailaba en el Café de París, en los dancings de los hoteles, en los tés elegantes, en todas partes donde suenan los instrumentos desafinados del jazz-band. Había algo de la furia del borracho romántico, que bebe para olvidar, en la movilidad incansable de esta «vitalista», ansiosa de conocer todos los placeres violentos. A su familia la habían pasado a cuchillo. Hermanos y sobrinos, todos habían muerto por orden de los Soviets. Sólo quedaban ella y ciertos parientes, a los que pilló la revolución comunista «fuera de casa». Además, esta rusa, que había vivido la mayor parte de su existencia en Alemania por haberse casado con un príncipe alemán, desdeñaba a la familia imperial germánica, en la que figura su hija.
¡Inolvidable Anastasia! Había que oír a la vieja gran duquesa, vestida con la obscura modestia de una directora de colegio, hablar de sus parientes alemanes. Al kronprinz lo censuraba... Esto nada tiene de singular. Lo extraordinario sería que una suegra hablase bien de su yerno. Pero cuando resultaba más interesante era al ocuparse de su consuegro, Guillermo II.
Ella había nacido Romanoff, y era descendiente de innumerables emperadores. La dinastía de los zares se pierde en la noche de la Historia. En cambio, los Hohenzollern son unos reyes de siglo y medio, como quien dice de ayer, y su título de emperador data de 1870. Aspiraba el aire desdeñosamente por sus anchas narices al decir esto, y añadía, como una señora linajuda que habla de{154} un «nuevo rico»:
—Cuando se casó mi hija tuve que asistir a la ceremonia y aceptar el brazo de Guillermo. No podía negarme. Nunca ese advenedizo, ese manco «cursi», se vio tan honrado. ¡Dar su brazo a una nieta de Pedro el Grande!...
El gobierno francés la dejó vivir en Francia durante la guerra. ¡Cómo hacer otra cosa con una princesa alemana, suegra del kronprinz, pero rusa de nacimiento y que llamaba «cursi» a su consuegro!... Aunque pasaba el día y muchas veces la noche dentro del principado de Mónaco, su domicilio era en Eze, o sea en territorio francés.
Últimamente se quejaba de escaseces de dinero. En Rusia y Alemania se habían perdido todos sus bienes. Pero los personajes emparentados con numerosas casas reales son como los barcos grandes, que después de encallar en la costa y perderse para siempre, todavía mantienen con sus despojos a los que se aproximan a ellos.
La gran duquesa guardó hasta el último momento su casita de Eze, situada entre la línea del ferrocarril y la línea espumosa de las olas. Poseía un pequeño automóvil, guiado muchas veces por ella misma. Siempre tuvo dinero para el juego, y sobre todo para cenar en los sitios donde se baila. En los postreros días de su vida fue muy española.
—¡País de hidalgós y caballerrros!—me dijo repetidas veces en un español chapurreado y con miradas de admiración.
Existe en Monte-Carlo un restorán donde se prolongan las fiestas nocturnas hasta la salida del sol, y en este lugar público trabajan todos los años dos bailarines españoles, dos «niños» de Sevilla, pequeños de estatura, graciosos y bien educados, que tienen por nombre «los Titos». Este par de andaluces de smoking, que, según dicen las señoras, no tienen precio para hacer bailar bien a sus acompañantes, inspiraron a la gran duquesa un entusiasmo casi maternal. Pasaba las noches dedicada a ellos, no perdonando una sola de las danzas que tocan simultáneamente y sin descanso las dos orquestas del establecimiento. Dejaba a un Tito para tomar al otro, y el más alto de los hermanos no llegaba a tocar con su cabeza el huesudo pecho de la princesa de dos metros.
Tal fervor por las cosas de España acabó con la vida de la consuegra de Guillermo II. Un día del pasado invierno, «los Titos» arreglaron en su honor un arroz a la valenciana. Era un arroz «traducido» de Valencia a Sevilla, y hecho además con lo que se puede encontrar en Monte-Carlo; pero la gran duquesa no conocía otro, y dedicaba siempre a este plato interminables alabanzas. A los{155} postres de la comida española sufrió un desmayo; la llevaron apresuradamente al Hotel París, y a las pocas horas dejó de existir.
Esta mujer, que en unos cuantos años presenció tantas tragedias familiares y sufrió emociones tan enormes, sólo podía morir repentinamente. Además, sus placeres eran tan violentos, que un corazón no podía soportarlos sin lesiones.
Después de la guerra, el famoso «queso» ha dejado de ver a muchos personajes que lo visitaban en otros tiempos. Mi amigo Luciano Guitry, el más grande de los actores contemporáneos, me contó un día algo ocurrido aquí mismo.
Fue esto años antes de la guerra. Se acercó al gran comediante francés una de esas muchachas parisienses que se titulan «artistas» y, en realidad, mantienen su lujo y atienden al costoso entretenimiento de su belleza con otros recursos que los del arte. Llegan a Monte-Carlo para distraer a los hombres que juegan, recordándoles que en el mundo hay algo más que los placeres del azar; pero muchas veces sienten la tentación de la ruleta, lo mismo que los otros mortales, y lo que ganaron con sus propios recursos lo dejan sobre la mesa verde.
—Monsieur Guitry—preguntó—, ¿quién es ese hombre bajito, calvo y de mal color que conversaba con usted hace un momento? El otro día estuve una hora con él y no hizo más que hablar de su persona, como si fuese el centro del mundo. Al despedirse, me dijo: «No te revelo mi nombre, porque si lo supieras serían tan grandes tu sorpresa y el orgullo de haberme conocido, que caerías desmayada de emoción sobre tus... almohadillas naturales». ¿Quién es, monsieur Guitry? ¿Es un hijo de rey?... ¿un millonario de Nueva York?... ¿un presidente de República de la América del Sur?...
Una leve sonrisa alteró la serenidad episcopal del rostro del insigne actor. Sus ojos parpadearon maliciosamente, y dejó caer estas palabras:
—Es un poeta italiano, llamado Gabriel d’Annunzio.
La muchacha quedó indecisa, repasando mentalmente sus recuerdos, mientras se rascaba con las pintadas uñas el lindo entrecejo. Luego dijo simplemente:
—¿D’Annunzio?... Connais pas.
Repito que esto fue antes de la guerra; antes de que el poeta obtuviese la verdadera fama acompañando en sus vuelos a los aviadores italianos, o acometiendo la ruidosa y estéril aventura de Fiume.
¡Fragilidad de las vanidades literarias! Creerse igual al Dante; llevar la{156} cabeza sobre los hombros con la misma solemnidad que si fuese una urna santa; inventar todos los días algo extraordinario y raro que atraiga la atención del público, para que después una muchacha de las que mariposean en torno a la ruleta de Monte-Carlo diga con indiferencia:
—¿D’Annunzio?... No lo conozco.{157}
DE los bancos que forman círculo en el centro de la plaza de Monte-Carlo, dos o tres situados frente a la escalinata del Casino llevan el nombre de «el purgatorio». Y por deducción, a las personas que los ocupan, como si fuesen de su propiedad, guardándose recíprocamente un lugar en ellos, las llaman las «almas» de dicho «purgatorio».
Fácil resulta adivinar su pasado. Son jugadores que desean entrar en el Casino y no pueden, a pesar de vivir convencidos de que al otro lado de sus puertas les aguarda la Fortuna. Los directores del establecimiento, aleccionados por la experiencia, procuran que no quede en Monte-Carlo ningún resto de la diaria batalla entre el hombre y la Suerte. Pocas ciudades de Europa tan limpias como ésta. A ninguna hora del día o de la noche se encuentra un papel, una hoja seca o una colilla de cigarro en sus aceras, pulidas como el piso de un salón. Del mismo modo procuran que no quede ningún herido ni contuso de los combates de la ruleta y el «treinta y cuarenta». Todo el que pierde su dinero puede acudir a la Administración del Casino, madre cariñosa, que le facilitará la cantidad necesaria para el viaje hasta el país de origen. De este modo la víctima va a contar muy lejos sus desengaños, y si se le ocurre suicidarse, otros se encargan de su entierro.
Este socorro que da el Casino para que se retire el descalabrado recibe el nombre de «viático». A veces el tal «viático» es de miles de francos, según la categoría del jugador o la importancia del trayecto. Yo he visto pagar a un holandés el precio de su pasaje hasta Java; pero había dejado antes en las mesas verdes centenares de miles de francos. También la Administración da algunas pensiones vitalicias a jugadores famosos que frecuentaron la casa treinta o{158} cuarenta años, perdiendo en ella numerosos millones.
Conozco a un gran señor ruso que entra todos los días al Casino y sigue el juego de las mesas importantes con mirada ansiosa; pero no se atreve a apuntar ni con una ficha de las blancas, que son las más modestas.
El Casino le regala una pensión de 1000 francos mensuales, después de haber dejado en Monte-Carlo el producto de sus minas en Siberia y las cosechas de territorios extensos como provincias, poblados por miles de mujiks. Pero esta generosidad va unida para el agraciado con la condición de que no jugará nunca. Si avanza una apuesta sobre un número, los empleados tienen orden de no admitirla.
Muchos jugadores que recibieron el «viático» para volver a su tierra sienten el latigazo de la inspiración antes de partir, y arriesgan el importe del viaje en una jugada última, convencidos de que este dinero, por ser del Casino, atraerá a la Suerte. Si lo pierden quedan como prisioneros en Monte-Carlo, y un desesperado más viene a sentarse en los bancos del «purgatorio».
Todo el que tomó el «viático» encuentra cerradas las puertas de la catedral del Rojo y el Negro mientras no devuelve el préstamo recibido. Y estas pobres almas en pena se buscan y sostienen con la fraternidad de la desgracia.
Antes de las diez de la mañana, hora de principiar el juego, ya ocupan los bancos que consideran de su propiedad. Los que se alejan a mediodía para almorzar, son reemplazados por otros que no saben dónde un hambriento puede conseguir un almuerzo. Se ceden cortésmente los asientos verdes, desde los cuales parecen espiar la escalinata del templo prodigioso, y así permanecen formando grupos, unos encogidos, otros de pie, hasta que llega la noche y se desbandan con la ilusión de que el día siguiente será más propicio.
Mientras evocan su pasado o cuentan historias de ganancias maravillosas en la ruleta, miran con envidia a los felices que suben y bajan los peldaños alfombrados de la escalinata. Sus ojos son admirativos y tristes, como los del ebrio ante la puerta cerrada de una bodega, como los del morfinómano falto de dinero junto al escaparate de una farmacia. De vez en cuando estos maltratados por la Suerte intentan volver hacia ella con la esperanza de que los acaricie, con repentino capricho. Rascan todo el fondo de sus bolsillos. Los hombres sacan monedas o billetes ínfimos entre migas de pan y briznas de tabaco. Las mujeres extraen de sus bolsos un dinero manchado de polvos de arroz o colorete para los labios. Las «almas del purgatorio» sienten una fe repentina en determinado número, o aceptan como indiscutible la nueva jugada que les propone el más viejo del grupo.{159}
Encuentran siempre un amigo que no ha tomado el «viático» y puede entrar en las salas públicas. Se le entrega sin miedo el capital de la sociedad, repitiendo, con abundantes detalles, cómo debe arriesgarlo. A nadie se le ocurre sentir desconfianza. Este embajador no puede faltar a la lealtad que se deben los desgraciados. Quedan todos en angustioso silencio. Miran fijamente las puertas del Casino, creyendo ver a cada instante la reaparición del enviado en lo alto de la escalinata. Cuando tarda, la confianza aumenta en el «purgatorio». Indudablemente, el capital común está agrandándose con una ganancia progresiva. Si vuelve a mostrarse a los pocos minutos, todos adivinan su desgracia mucho antes de ver el gesto doloroso con que anuncia desde lejos la quiebra fulminante de la sociedad.
Yo hablo algunas veces con las «almas» que vagan dolorosas por la plaza de Monte-Carlo, sin que la Suerte quiera redimirlas. Muchas de ellas son más antiguas que yo en el país. También gozo el honor de que estas «almas» me admiren, como un personaje casi tan interesante como ellas.
Aunque algunos me tachen de inmodesto, declaro que he conseguido cierta celebridad en Monte-Carlo. Hasta tengo un apodo con el que me designan los que no saben pronunciar mi apellido español. Soy «el señor que no ha jugado nunca». Una popularidad que no todos pueden conquistar.
Hace cinco años que frecuento Monte-Carlo y entro diariamente en su Casino, fuera de los meses que paso viajando. Hubo año que llegué a visitar las salas de juego mañana, tarde y noche, para hacer un estudio directo de la vida de los jugadores, destinado a mi novela Los enemigos de la mujer... Y en esos cinco años no jugué nunca, no he sentido la curiosidad de llamar a la Fortuna ni una sola vez, y el público y los empleados han acabado por fijarse en tal abstención, que resulta aquí extraordinaria.
Siempre que entro ahora en el Casino, me veo buscado y amenazado por los halagos o las emboscadas que persiguen a toda virginidad. La superstición de los jugadores cree ciegamente en la buena fortuna de las novelas. Muchas señoras, amigas mías, me ofrecen dinero para que lo ponga a mi capricho sobre la mesa verde.
—Aunque sea un luis nada más—dicen con una sonrisa que incita al pecado.
No jugaré nunca. Confieso mi debilidad ante muchos vicios y seducciones de la existencia; pero la tentación del juego no me inspira inquietud. Sé bien que no puedo ser jugador; que no lo seré, aunque me lo proponga con toda la fuerza de mi voluntad. He hecho mis pruebas, y puedo afirmarlo sin miedo a equivocarme.{160}
En 1896, cuando andaba metido en las aventuras y riesgos de una política de acción, tuve el honor de ser presidiario. Un Consejo de guerra me condenó a varios años de encierro, y aunque los periódicos se interesaron por mi suerte hasta conseguir que me indultasen, no por ello me libré de pasar recluido más de un año. Esto se dice pronto; pero hay que conocer por experiencia lo que son doce meses, uno tras otro, siempre en el mismo edificio y entre gente poco grata.
La penitenciaría era un antiguo convento de Valencia, que ya no existe. Esta construcción vetusta sólo tenía cabida higiénica para trescientos hombres, y éramos a veces mil. Como gran favor, me dejaron en la enfermería, donde todos los meses morían dos o tres tísicos y se preparaban para seguirles media docena más. Si la defunción ocurría al atardecer, quedaba el cadáver en una cama próxima hasta la mañana siguiente. ¡Una existencia de lo más entretenida!... De vez en cuando, para mayor amenidad de mi encierro, llegaban órdenes exteriores recomendando a los empleados que no me dejasen recibir libros ni me permitieran escribir otra cosa que cartas a mi familia. Los apasionamientos políticos aconsejan casi siempre medidas absurdas.
En uno de estos períodos, los empleados, apiadándose de mi aburrimiento, me buscaron una diversión.
—Podía usted entretenerse con el juego. Eso le distraerá tanto como la lectura.
Y ocultamente me fueron proporcionando barajas, un dominó, un tablero de damas y otros instrumentos recreativos que no recuerdo. Hicieron más: me buscaron sin salir de «la casa» un insigne profesor, famoso ladronazo de larga historia, que sólo se había dedicado a robar Bancos y llevaba corrido medio mundo, conociendo todas las timbas de España y naciones adyacentes.
¡Imposible aprender en mejor escuela! Fue—y pido perdón por la irreverencia—como si me pusieran a estudiar bacteriología con Pasteur o versificación con Víctor Hugo. Pero apenas iniciadas sus lecciones, el eminente catedrático debió convencerse de que trataba con un torpe, falto completamente de aptitudes. Todo lo aprendía y lo olvidaba con igual facilidad. Me faltaba tener fe en las enseñanzas recibidas... Y media hora después, el maestro, abusando de la bondadosa tolerancia de mis protectores, jugaba a peseta el golpe con los enfermos, mientras yo, de pie y junto a una verja, seguía arrobado el deslizamiento de las nubes y el revoloteo de dos palomas, a través de los hierros que cortaban el azul de un rectángulo de cielo.
Debo confesar que representa para mí una voluptuosidad algo cruel y egoísta—y los placeres resultan a veces más intensos cuando van sazonados con un{161} poquito de esta salsa maligna—el hecho de pasearme por Monte-Carlo siendo el único hombre, ¡el único!, que vive en esta ciudad sin haber jugado nunca. Muchos ilusos de diversas naciones se encargan de costear las comodidades que me rodean. Los jardines de vegetación tropical, los salones lujosos del Casino, el puerto blanco lleno de yates, las orquestas, la ópera subvencionada con varios millones, todo lo pagan los jugadores para que yo lo disfrute. Las mesas verdes no han recibido de mí un solo céntimo.
Pero un día que hice esta declaración de independencia ante un empleado antiguo del Casino, el viejo rió socarronamente:
—Hay quien ha hecho más que usted—dijo—. Usted se limita a no dar nada, mientras que el maestro ruso...
Y me contó la breve historia del maestro de escuela ruso, conocida solamente por los altos funcionarios de Monte-Carlo, pues resultaría peligroso el divulgarla.
Esto fue antes de la guerra. Un ruso greñudo, barbón y grasiento, con sonrisa inocente y ojos de angelote bizantino, consiguió entrar una sola vez en las salas de juego, y puso una moneda de cinco francos a un número de la ruleta. El duro era escandalosamente falso, pero acertó el «pleno», y le dieron treinta y cinco duros más, indiscutiblemente legítimos.
Luego que se hubo comido la ganancia, el maestro pidió audiencia a la Administración del Casino. Él se consideraba un jugador importante, «todos le habían visto jugar», y exigía lo mismo que los otros, un «viático» para volver a su tierra... Y la Administración, que no quiere «ruidos», le pagó el viaje.
Como el empleado continúa sonriendo después de terminar su historia, yo inclino la cabeza humildemente:
—Reconozco mi inferioridad ante el maestro ruso.{162}
HACE pocos días hablé con el director de uno de los «Palaces» más célebres y caros de la Costa Azul, y este personaje representativo de nuestra época, que tiene automóvil propio, cobra más sueldo que un primer ministro, es amigo de varios reyes y estrecha confianzudamente las manos de los millonarios de Europa y América, me dijo así:
—Una nueva preocupación aflige ahora a los hoteleros. Muchos clientes llevan con ellos un animal, y estas bestias nos dan más trabajo que las personas.
Pensé inmediatamente en los perros, no pudiendo comprender cómo este famoso personaje los consideraba una novedad en la vida de los hoteles.
La Costa Azul es el lugar de la tierra donde abundan más los perros. Los hay a docenas en los «Palaces», en las casas, en los paseos, en los lugares más apartados de la ribera o la montaña. Hacen imposible un largo y silencioso recogimiento ante la Naturaleza. Cuando se cree uno solo y empieza a saborear la calma rumorosa del paisaje, sumido en profunda paz, suena al lado el grotesco ladrido de algún gozque, último amor de su dueña envejecida, y con la rapidez de un reguero de pólvora inflamada este ladrido se dilata, se multiplica al correr hacia el infinito, pues de todas partes empiezan a contestarle otros aullidos, atiplados o graves, de perros de salón, perros de pescador, perros de granja o perros que tiran de su cadena junto a las verjas de los jardines elegantes.
En este pedazo de Francia, tierra de retiro invernal, donde de cada diez personas que buscan el sol siete hablan inglés y tres solamente francés, la dama vieja con su perrito es el eterno personaje que da valor humano al panorama.
Bien sabido es lo que representan, generalmente, las respetables señoras que viven durante el invierno en la Costa Azul y pasan la primavera en Florencia.{163} Aunque sean de distintos idiomas y naciones, todas resultan iguales. Todas poseen una peluca rubia, una dentadura postiza, una novela inglesa «muy moral», que nunca acaban de leer, pues aunque la cambien, siempre dice lo mismo... y un perro.
A causa de ellas, los hoteleros, que tienen de vez en cuando sus asambleas internacionales en alguna ciudad de Suiza—lo mismo que los diplomáticos de la Sociedad de las Naciones se reúnen en Ginebra—, se han visto obligados a ocuparse del perro y sus molestias, combatiendo su existencia por medio del impuesto.
Hace algunos años, los perros, que siempre habían vivido gratuitamente en los hoteles, fueron tasados en dos francos diarios. Ahora pagan cinco, y en ciertos «Palaces» diez y hasta quince francos, sin que haya influido esto en su disminución. Al contrario: tener perro en un hotel de lujo significa un gasto considerable; cuesta más que costaba antes de la guerra el mantenimiento de un cristiano, y denuncia gran riqueza en su dueño.
Pero el personaje célebre sonríe despectivamente al oírme hablar de perros. ¿Quién se acuerda de estos animales?... Han pasado de moda, y únicamente pueden interesar a las gentes desorientadas que siguen con un retraso de varios años los adelantos de nuestra época.
Los altos lebreles de Rusia, estrechos, sedosos, distinguidos o imbéciles; el perro policía, feroz y de una agresividad inteligente; el «lulú de la Pomerania», peludo y pequeño como un manguito con patas y ojos; los gozques liliputienses, capaces de tener por casa un saquito de mano; todas estas bestias privilegiadas, que cuestan miles de francos y eran acogidas antes con palmoteos y gritos femeninos de entusiasmo, resultan actualmente un regalo vulgar, bueno para los burgueses que no se enteran de lo que es chic.
—Otros animales—añade—son ahora los acompañantes de moda, especialmente de la mujer.
Tales palabras vienen de un hombre en íntimo contacto con la humanidad privilegiada que llega de todas partes a la Costa Azul, vive unos meses en ella y vuelve a esparcirse por el mundo. Nadie puede conocerla mejor... Y me hacen ver, repentinamente, con una concreción luminosa, imágenes que se habían deslizado antes por mis ojos, sin que yo las retuviese.
Me acuerdo de la hora cálida y elegante del mediodía, cuando circulan los extranjeros por los muelles de Mentón, las terrazas de Monte-Carlo, el Paseo de los Ingleses, en Niza, y las explanadas del puerto de Cannes. Pasan señoras con{164} la sombrilla japonesa en la diestra, llevando sobre un hombro o un codo el papagayo amaestrado que las acompaña en sus viajes. Otras tiran de una cadenilla, al término de la cual marcha un mono en posición cuadrúpeda o se apoya en las patas traseras, irguiendo su cabecita orejona y piramidal sobre el capuchón de un hábito hecho con tela de casulla. Otras damas, más jóvenes y de arrogancia deportiva, acarician con la punta de su bastón el gato montes, la zorra, el lobito, la pantera o el pequeño tigre que las sigue a todas partes, como en otros tiempos el perrillo faldero.
Éstos son los camaradas de viaje que pueden dejarse ver. El célebre hotelero me habla de otros que se quedan en casa, o sea los que permanecen ocultos en el cuarto del «Palace» y obligan a los criados a realizar a toda prisa la limpieza de la habitación, si es que no se quedan a la puerta vacilantes y medrosos: lagartos soñolientos, hundidos en algodones que les sirven de cama; tortugas que surgen lentamente del abrigo del sofá; reptiles de piel en cuadrícula—molestos de nombrar—que, al sentir la caricia del rectángulo de sol de la ventana prolongado hasta su cesto, se desenroscan, levantan la tapa de junco, y dilatando sus anillos, empiezan a subirse por las patas de los muebles.
Como ahora la gente viaja más que en otras épocas y dar la vuelta al mundo es diversión que nada tiene de extraordinaria, las personas andariegas y caprichosas, movidas por un deseo malsano de originalidad, escogen los más extraños camaradas para su existencia cómoda, aburrida y errante.
Un recuerdo me conmueve de pronto interiormente, con esa emoción explosiva que acompaña los descubrimientos inesperados.
Me veo, noches antes, en la fiesta de un gran hotel de Niza. Bailan las parejas bajo una lluvia de serpentinas y papelillos dorados. Los domésticos van de mesa en mesa ofreciendo objetos de cotillón. Las gentes se adornan con ellos grotescamente.
Graves señores, de solapa condecorada, han tocado sus cabezas con sombreros de payaso, crestas de gallo o plumajes índicos, todo de papel de seda.
Señoras que llevan sobre el pecho un millón de perlas o brillantes ostentan orgullosas en su peinado las diademas de lata o las sombrillitas de cartón que acaba de darles el maître d’hôtel. Entre baile y baile, la gente devora. La acidez vegetal del champaña derramado en los manteles se mezcla con la acidez humana de las axilas sudorosas.
En una mesa frente a la mía cena un joven solitario, de aspecto «exótico». Va vestido, indudablemente, por un sastre de Londres; pero, a pesar de su correcto{165} smoking, evoca el recuerdo de islas paradisíacas de Asia, bosques de canela, pagodas de rumorosas campanillas, a causa de la indolencia de sus movimientos y el color de su rostro. Puede ser hijo de europeo y de oriental; puede haber nacido en Inglaterra y tener la cara ensombrecida por la causticidad de la atmósfera del trópico. Si se desnuda este joven perezoso y atlético, tal vez muestre una blancura femenina, alterada únicamente por la máscara de cobre que baja hasta la mitad de su cuello. Con la mano derecha atrapa en el aire las bolas de colores que le envían de las mesas inmediatas, y las devuelve sin esfuerzo.
Su mano izquierda permanece inmóvil y caída sobre un plato con residuos del postre. Algo vive y se agita debajo de esta mano... Lo recuerdo ahora claramente; lo veo como si aún lo tuviese ante mis ojos.
Una cabecita de tortuga se mueve entre los dedos y el borde de porcelana. Avanza, husmeando los restos del postre dulce; luego se oculta... Conozco esta cabeza triangular; conozco su lengua de hilo bifurcado; conozco sus ojos salientes, que parecen empañarse de blanco al descender sobre ellos el velo membranoso de sus párpados. Yo he vivido en las selvas de América, roturando por primera vez un suelo virgen durante millones de años. Mi casa era un «rancho» de estacas y barro. Un doméstico indio untaba con ajo las patas de mi catre para que no subiesen por ellas los reptiles que cazan de noche y se introducen en las viviendas buscando la sociedad del hombre. Al romper el día, antes de calzarme unas botas altas de cuero de cerdo, había que ponerlas boca abajo, por si alguno de estos visitantes se había adormecido en su interior. Más de una vez, al encender luz en plena noche, sorprendí por un momento esta misma cabeza en un agujero del techo o del suelo.
El gentleman, de repente, parece olvidar la fiesta y se lleva, sonriendo, su mano izquierda a la cara. Un soplo frío, algo como una caricia «del otro mundo», debe pasar por su bigote recortado.
No ha querido dejar a su amiga arriba, en la habitación que ocupa en el hotel. Teme por ella, y la ha traído a la fiesta, enroscada en un brazo. Se asoma suavemente por el puño de la camisa; se apoya en el borde del plato; busca, golosa, las dulzuras fabricadas por los hombres que su dueño le ofrece disimuladamente.
Así, tal vez, corre el mundo este gentleman de rostro color de canela, yendo de gran hotel en gran hotel...
Un mal vecino de cuarto.{166}
LAS once de la noche. El otoño es una segunda primavera en la Costa Azul.
Estamos en Noviembre, pero yo paseo por mi jardín, respirando la leve frescura nocturna, cargada de aromas de flores y frutos. Sólo falta el resplandor azulado de las luciérnagas, moscas de la noche que tejen y destejen sus danzas voladoras en la obscuridad primaveral.
De pronto un estrépito inusitado corta el silencio del adormecido jardín.
Mi casa está en las afueras de Mentón, en una avenida que, arrancando del borde del Mediterráneo, serpentea por la falda de los Alpes Marítimos, orlada de verjas y vallas campestres. Apenas cierra la noche, esta calle, abierta entre dos masas de árboles que ocultan los edificios, queda silenciosa como un sendero de bosque. Parece oírse el latido y la respiración de la Naturaleza en reposo. El más ordinario de los ruidos toma la importancia de un acontecimiento.
Por eso no pude evitar un gesto de extrañeza e inquietud al ver cómo se enrojecía la vegetación bajo una luz de aurora violenta, cortándose al mismo tiempo la calma de la noche con incesantes mugidos. Varios automóviles acababan de detenerse, ensangrentándolo todo con sus faros y haciendo sonar sus sirenas. Poco después la campana de la puerta de mi jardín empezó a repiquetear locamente. ¿Quién podía anunciarse a estas horas y con tal estrépito?...
Pensé en la posibilidad de una invasión de fascistas que hubiese atravesado la inmediata frontera de Italia persiguiendo a enemigos fugitivos. Al acercarme cautelosamente a la verja, una voz juvenil me habló en español, con ligero acento inglés.{167}
—Mister Ibáñez: venimos de Nueva York, enviados por la «Cosmopolitan Production» para filmar su novela Los enemigos de la mujer.
Un poco americana esta presentación, a tal hora y sin más preámbulos... La servidumbre de la casa y los jardineros, despertados por el campaneo, abandonaron sus camas. Yo fui dando luz a los faros del jardín, mientras los criados hacían lo mismo en las habitaciones. Entraron los automóviles, y empezaron a descender de ellos caballeros vestidos de smoking, damas elegantes y hermosas, escotadas, en traje de soirée.
El que había hablado en español siguió dándome explicaciones para justificar esta visita extraordinaria. Era un buen mozo de arrogante presencia, un artista, hijo de españoles, pero nacido en los Estados Unidos: Pedro de Córdoba, cuyo nombre conocen todos los que gustan de ver obras cinematográficas hechas en América. Me creían de viaje en España, y una hora antes se habían enterado de que continúo viviendo en Mentón. Llegaron de París al atardecer, poniéndose inmediatamente sus trajes de ceremonia para cenar y bailar en el Café de París, de Monte-Carlo.
—Al saber que estaba usted en su casa—continúa Córdoba—nos hemos dicho: «Vamos a hacer una visita a mister Ibáñez...». Y aquí nos tiene.
En el comedor se improvisa con toda rapidez un refresco para los invasores. Mientras tanto, las damas escotadas corren por el jardín lo mismo que niñas, persiguiéndose, buscando flores y riendo de sus descubrimientos con una ingenuidad sana y ruidosa.
Los gentlemen siguen hablando conmigo. Tienen un jefe, el reputado director de escena Alan Crosland, joven sonriente, parco en palabras y con un gesto tenaz de hombre acostumbrado al mando.
Deseo saber cuándo empezarán a trabajar estas gentes que llegaron hace unas horas de París, y para reponer sus fuerzas, después de una noche de tren, se han vestido de etiqueta, bailando entre plato y plato de su cena. Me ofrezco a servirles de intermediario para allanar todas las dificultades que retrasen su labor.
—¿Creen ustedes que podrán empezar dentro de tres o cuatro días?
Alan Crosland me mira con sus ojos claros, y responde sencillamente:
—Empezamos mañana, a las seis, en la plaza del Casino de Monte-Carlo.
¡A las seis de la mañana, y van a dar las doce de la noche!... Además hay que tener en cuenta que muchos de los artistas llegados de los Estados Unidos se han quedado en Niza y sólo unos cuantos viven en Monte-Carlo.{168}
Los ayudantes del director, venidos con él de América, y los agregados franceses que le siguen desde París se hallan en este momento reclutando centenares de hombres y mujeres en Niza para que actúen como figurantes. Tienen que buscar igualmente una orquesta, pues las que existen en Monte-Carlo, como funcionan hasta media noche, se niegan a este trabajo matinal. Crosland, que adivina la duda en mi rostro, repite tranquilamente:
—A las seis en punto empezaremos.
Y Pedro de Córdoba, más expansivo, más «latino», añade, sonriendo finamente:
—Cuando hay dinero para gastar, ¿sabe usted?, cuando hay plata abundante, nada es imposible.
Me levantó al día siguiente a las seis de la mañana. No tenía prisa en llegar a Monte-Carlo. La Costa Azul está lejos de los Estados Unidos, y no pueden repetirse en ella los milagros de la prodigiosa actividad americana. Llegaría de seguro antes que hubiese empezado el trabajo.
Al entrar en Monte-Carlo notó una animación especial en sus calles, poco frecuentadas a dicha hora. Los vecinos de la gran metrópoli de la ruleta se levantan tarde. Todos han trasnochado junto a las mesas verdes, y el Casino sólo abre sus puertas a las diez. Pero esta mañana los pocos que iban por las calles se hablaban, señalando a lo lejos, como si ocurriese algo extraordinario. Los había que desandaban su camino para volver a casa y dar a los de su familia una noticia capaz de echarles fuera de la cama.
Cuando llegó mi automóvil a la plaza del Casino no pude contener una admiración ingenua, semejante a la de los barrenderos montecarlinos, que apoyados en sus escobas y palas formaban grupos, mirando ávidamente a un lado y a otro.
El orden de las horas del día estaba totalmente trastornado. El reloj del Casino marcaba las seis y media; un sol adolescente empezaba a remontarse sobre las palmeras de las terrazas que cortan el azul del mar con sus columnatas obscuras... Pero al mismo tiempo eran las cinco de la tarde, la hora del té.
Vi la plaza ocupada por centenares y centenares de personas; tal vez pasaban de mil; y todos, hombres y mujeres, iban vestidos con cierta elegancia, como desocupados que pueden costearse la vida en Monte-Carlo. Estas gentes entraban y salían en el Casino, paseaban en torno al jardincito central de la plaza, llamado «el queso»; se sentaban en las mesas del Café de París. Una orquesta funcionaba en la terraza de dicho establecimiento. ¡Todo lo que se ve en este{169} lugar, pero a media tarde o al caer el sol!...
El orden de los años también parecía invertido, lo mismo que el de las horas. Era la plaza del Casino tal como yo la había visto durante la guerra. Oficiales convalecientes paseaban, formando grupos. Varios inválidos con gorra de cuartel tomaban el sol en los bancos. Toda esta muchedumbre era fingida, o dicho con grosera exactitud, era una muchedumbre «pagada». A espaldas del Gran Hotel de París había docenas de camiones-automóviles de los que pasean a los excursionistas por la Costa Azul. Este convoy de vehículos había traído de Niza la avalancha humana que llenaba la plaza para evolucionar bajo las órdenes de Crosland.
Al aproximarse al Casino me fueron saliendo al encuentro los principales personajes de Los enemigos de la mujer. Besé la diestra de una gran señora que bajaba las gradas vestida lujosamente. Era la duquesa Alicia, representada por la hermosa artista californiana Alma Rubens. Un gentleman puesto de frac se echó atrás las alas de su capa negra y blanca para saludarme. Sólo podía ser el príncipe Lubimoff. Y reconocí los ojos felinos y misteriosos, el gesto de Hamlet del gran actor americano Lionel Barrymore, héroe de los teatros de Nueva York. Igualmente fui reconociendo a muchos artistas célebres que había visto en los films americanos y representaban ahora personajes de mi novela.
Una fila de aparatos cinematográficos funcionaba, lo mismo que una batería de ametralladoras, bajo las órdenes del operador Morgan, compañero de Crosland.
La figuración también resultaba extraordinaria. Era compuesta toda ella de artistas que trabajan ordinariamente para la cinematografía francesa. Entre estas damas y caballeros, descendidos ahora a una simple actuación de figurantes, los había que están acostumbrados a ser primeros personajes en los films hechos en Niza.
—¡Estos americanos pagan tan bien!—dijo una de las varias señoras que fingían tomar el té en las mesas exteriores del Café de París.
Un joven protagonista de comedias francesas, que en esta obra era simplemente «uno de tantos», me dio consejos:
—Usted debe escribir muchas novelas que pasen en la Costa Azul, para que los cinematografistas americanos vengan a trabajar aquí. Lo que más me gusta en ellos es que pagan puntualmente. Yo he sido el héroe de dos films hechos en comandita con otros camaradas, y aún no he cobrado un céntimo.
Los inválidos que paseaban o tomaban el sol eran inválidos de verdad:{170} artistas que estuvieron en la guerra, y ahora, con un brazo o una pierna de menos, sólo pueden trabajar en una obra que evoque el recuerdo de la pasada tragedia. Entre los oficiales, los había que llevaban con una soltura marcial el uniforme; pero todos ellos, a pesar de la minucia en los detalles, revelaban al actor que sabe cambiar de traje.
Sólo un comandante parecía despegarse de los demás. Era verdaderamente un jefe francés, enjuto de carnes, de perfil aquilino y bigotes blancos, igual a Foch. Iba elegantemente enguantado y una barra de condecoraciones cruzaba su pecho. Parecía un militar de verdad... Y efectivamente lo era.
Sus camaradas le llamaban siempre «comandante». Antes de la guerra era oficial de la reserva. Se batió en numerosos sectores del frente y obtuvo la Legión de Honor con los galones de comandante. En los films franceses representa diversos personajes, pues es un actor de talento. En Los enemigos de la mujer nadie podía disputarle su papel de compañero de armas de Martínez, el oficial español de la Legión extranjera. Y no tuvo más que ponerse el uniforme propio para destacarse de los otros militares, puramente cinematográficos.
Durante varios días una parte del vecindario montecarlino cambió de existencia. Muchas señoras se acostaron más temprano o acortaron su sueño para levantarse a horas que una semana antes hubiesen juzgado inauditas.
Crosland, con su ejército de artistas y figurantes, fue trasladando a la realidad todas las escenas de Los enemigos de la mujer que se desarrollan al aire libre. Trabajó en la plaza del Casino—en el interior del edificio fue imposible—y en los jardines que descienden hasta el Mediterráneo, formando terrazas. La Dirección del Casino sólo podía tolerar este trabajo, en los lugares dependientes de ella, de las seis a las nueve de la mañana. Luego había que dejar sitio a los encargados de la limpieza, pues a las diez empiezan los juegos.
Tuve que hablar con el gobierno del príncipe soberano para que permitiese el trabajo de los artistas en la antigua ciudad de Mónaco. La vida agitada de Monte-Carlo no llega hasta la tranquila capital monegasca, que está enfrente, al otro lado del puerto. Para que la policía del principado no estorbase nuestra labor en los hermosos jardines de San Martino, en las inmediaciones del Museo Oceanográfico, en la plaza situada frente al castillo-palacio de los príncipes, que parece una decoración del Renacimiento, y donde nunca se toleró a los cinematografistas, fue preciso que el ministro del Interior diese nada menos que un decreto.
No hay que sonreír. En los Estados pequeños resulta necesario hacer las cosas con más ceremonia y gravedad que en los grandes. Lo mismo ocurre en{171} nuestra existencia. Un pobre debe observar en sus actos más dignidad y mesura que un rico, si quiere verse respetado. Únicamente los poderosos pueden vivir sin escrúpulos ni miramientos. Si un gobierno pequeño, como el de Mónaco, no procediese con minucias y solemnidades, la gente que llega de fuera, dispuesta a bromas y falta de respeto, acabaría por atropellarlo todo.
En estos días no escribí ni hice otra cosa que seguir a Crosland, sirviéndole de intermediario, poniendo a su disposición todos los conocimientos y experiencias que han podido proporcionarme varios años de vida en la Costa Azul. El director y sus artistas me asombraron al marcharse tanto como al llegar.
—Terminaremos el próximo domingo—dijo Crosland.
Volví a sentir dudas, lo mismo que la noche de su inesperada presentación. Necesitaban, efectivamente, marcharse el domingo inmediato. Debían meterse en el tren al anochecer e ir en línea recta de Monte-Carlo al Havre para tomar al día siguiente el trasatlántico que les llevaría a Nueva York. Pero ¡quedaba tanto por hacer!...
Estos americanos, hombres y mujeres, después de trabajar desde la salida a la puesta del sol, jugaban por la noche en el Casino o cenaban en todos los restoranes de moda donde se baila, entregándose a la danza hasta pasada media noche. Las cosas no podrían marchar como las había planeado el director sobre el papel. Alguien caería enfermo. Iban a surgir obstáculos inesperados.
Empezó a llover, y siguieron trabajando. Algunos actores, efectivamente, se sintieron enfermos, pero esto no les impidió continuar su vida nocturna. Querían verlo todo, aprovechar bien su viaje a la Costa Azul... Y ninguno dejaba de presentarse puntualmente a la hora del trabajo: las seis de la mañana. ¡Qué disciplina y qué salud! ¿Cuándo dormían estas gentes?...
El domingo, al ocultarse el sol, aún trabajaban. Pero a la hora marcada por Crosland todo quedó terminado. Algunos de los actores no tuvieron tiempo para desnudarse, y subieron al tren vestidos como en Los enemigos de la mujer. ¡Y en marcha para Nueva York de un solo tirón!...
Luego he recibido centenares de fotografías representando los «interiores» de la obra, las escenas interpretadas en los Estados Unidos, con decoraciones portentosas, que hacen de este film algo extraordinario. Hasta han reconstruido allá, con arreglo a los apuntes que se llevaron, varios de los salones de juego más elegantes del Casino.
En la Costa Azul hay muchas damas que aún se acuerdan, con asombro y delicia, del tiempo en que se levantaban a las seis de la mañana, pudiendo{172} contemplar la salida del sol.
Algunas veces, al encontrarme en el Casino me hablan de este período extraordinario de su existencia.
—¿Para qué levantarnos ahora temprano? ¿Qué puede una persona decente hacer a tales horas? ¡Solamente si viniesen otra vez los americanos para hacer un film!... En tal caso, avísenos.{173}
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ nació en Valencia en enero de 1867. Fue abogado y periodista, y dedicó buena parte de su vida a la política, en el seno del{174} partido republicano al que se afilió desde muy joven. Su vida política fue turbulenta. La misma violencia con que, en sus obras, denuncia las injusticias, el mismo lenguaje brillante y colorista con que describe los paisajes de su tierra, surgen en sus panfletos políticos, lo que hizo que fuera arrestado varias veces, y otras tantas tuviera que exiliarse.
En 1884 fue secretario del escritor Fernández y González en Madrid, pero pronto se desligó de esta dependencia para dedicarse a la política, que en la idea de Blasco significaba hacer triunfar la revolución. Sus ideas y los violentos escritos que le inspiraron contra la corrupción de los políticos locales y nacionales le obligaron a exiliarse en París en 1889, y no regresó a España hasta 1891.
Ya en Valencia, se entregó por completo a la política, fundó el diario El Pueblo, órgano del partido republicano, y fue procesado en diversas ocasiones por campañas periodísticas. Fue diputado por su provincia en siete legislaturas, y en 1909 renunció a su acta de diputado para entregarse de lleno a una empresa que algunos han calificado de descabellada y aun de criminal, pero que él emprendió convencido de que saldría con éxito de ella: marchó a Sudamérica con seiscientos campesinos para fundar en la Patagonia una colonia, a la que llamó Cervantes, en la que se pondría en práctica algún proyecto de sociedad socialista de los muchos que en aquella época se formularon. El caso es que el ensayo salió bien, aunque cosechó poca comprensión por parte de sus correligionarios.
De vuelta en Europa, fijó su residencia en París en 1914, y puso su pluma al servicio de los aliados en los que vio los defensores de la democracia en aquella primera gran guerra. En recompensa el gobierno francés le concedió la Legión de Honor, y al término de la guerra marchó a Estados Unidos donde fue recibido triunfalmente, y fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Jorge Washington.
Regresó a España, pero pronto se vio forzado a salir de ella, esta vez para no volver, al advenir la dictadura de Primo de Rivera, en 1923. El resto de sus días, hasta el 28 de enero de 1928 en que murió, los pasó en la costa mediterránea francesa, rodeado del respeto y la admiración de cuantos en el mundo conocieron su obra.
No cesó, durante el exilio, de atacar duramente a los sucesivos poderes que hubo en España y que no hicieron más que perseguir con métodos siempre renovados todo aquello en lo que Blasco creía.
Pasó así a engrosar la lista trágica de los españoles grandes y humildes{175} muertos en el destierro.
Ésta es la biografía escueta de un hombre al que se ha presentado como escritor de novelas violentas y sensuales, sin que para nada se hiciera mención, por lo general, de su actividad como político. Como si su obra, especialmente su obra primera, la que se suele apellidar «de ambiente regional», hubiera nacido de la simple contemplación de la luz de su tierra, o del capricho de su fantasía mediterránea.
Sus ideas políticas, además de los encarcelamientos, procesos y destierros, le abocaron a varios desafíos de los que en ocasiones resultó gravemente herido. Y en medio de esta vida entregada a la acción, Blasco aún encontró tiempo y energías para escribir una de las obras más ambiciosas de la literatura española y para convertirse en el único escritor español que ha podido vivir en el extranjero, holgadamente, del producto de sus libros, y entre el respeto y la admiración del mundo.
Este aspecto de su vida se destaca aquí no por frivolidad, sino porque después de haber tenido que pasar aquí, como tantos otros, por la cárcel o el desprecio oficial, a causa de sus ideas; después de haber tenido que vivir en el exilio—como tantos otros también—por expresarlas y defenderlas; y después de que durante muchos años se ha pretendido hacer de él un novelista de segunda, a causa también de sus ideas, ocultándolo tras la etiqueta de «escritor costumbrista», para no reconocerle el alcance real de sus ideas sociales, es hora ya de que el lector medio abandone la idea que de Blasco se le ha querido imponer: la de un escritor de tintas fuertes, de colores violentos y descripciones subidas de tono, todo ello bajo el nombre académico de «naturalismo», y aprenda a ver al verdadero Blasco Ibáñez.
No es posible dar una lista de todas las obras de Blasco Ibáñez, pero citaremos aquellas que, además de hacerlo famoso, lo han definido como uno de los grandes novelistas contemporáneos. En primer lugar, y por orden de aparición, sus obras de carácter social, como Arroz y Tartana (1894), Flor de mayo (1895), La Barraca (1898), Entre naranjos (1901), Cañas y barro (1902), La catedral (1903), La horda (1905), La bodega (1905), Sangre y Arena (1908), que son precisamente sus obras mayores, junto a las novelas de la guerra Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) y Mare Nostrum (1918), y las históricas Sónnica la Cortesana (1901), El Papa del mar (1925) y A los pies de Venus (1926), así como La vuelta al mundo de un novelista (1925).
En cualquier enciclopedia puede hallar el lector la lista completa de sus otras obras. Lo que aquí se trata de destacar es precisamente la seriedad y profundidad{176} trágica, además de su compromiso social y político, en un autor al que se le ha achacado sensualidad, costumbrismo, luz y color, alegría mediterránea, y otros tópicos. Es verdad que nuestro autor amó la vida y que gozó de ella cuanto pudo; es verdad que en sus novelas la luz y el encanto de su tierra son protagonistas silenciosos y constantes; es verdad también que Blasco utiliza el color violento y los contrastes para atenazar al lector con una acción tensa y un lenguaje vivo y brillante. Pero pretender que eso y sólo eso es todo lo que Blasco ha aportado a la literatura y al conocimiento de las gentes de su tierra, no es sólo ceguera, sino injusticia, y hasta injusticia premeditada.
Es, desde luego, menos arriesgado colgar en el haber o en el debe de la «psicología» de un personaje o de una clase social lo que no son sino consecuencias del ambiente en que se le obliga a permanecer, porque de ese modo no hay que citar por sus nombres a los verdaderos responsables. Como es más cómodo culpar a la tierra, al sol, o a la sangre caliente por las reacciones violentas del campesino harto de padecer injusticias. En cada una de las novelas citadas hay una denuncia que Blasco se atreve a gritar.
C. Ayala