Title: Doctor Sutilis (Cuentos)
Author: Leopoldo Alas
Release date: February 18, 2021 [eBook #64589]
Most recently updated: October 18, 2024
Language: Spanish
Credits: Andrés V. Galia, Santiago, Sanly Bowitts, F1 and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)
NOTAS DEL TRANSCRIPTOR
En la versión de texto las palabras en itálicas están indicadas con _guiones bajos_.
La cubierta del libro fue agregada por el Transcriptor y ha sido puesta en el dominio público.
Ciertas reglas de acentuación ortográfica del castellano cuando la presente edición de esta obra fue publicada eran diferentes a las existentes cuando se realizó la transcripción. Palabras como vió, fué, dió, por ejemplo, en esa época llevaban acento ortográfico. Eso ha sido respetado.
El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes en ese entonces. El lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española.
En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas acentuadas a las reglas establecidas por la RAE. Según esa norma, las letras mayúsculas deben escribirse con tilde si les corresponde llevar tilde según las reglas de acentuación gráfica del castellano, tanto si se trata de palabras escritas en su totalidad con mayúsculas como si se trata únicamente de la mayúscula inicial.
Errores evidentes de impresión y de puntuación han sido corregidos.
El Índice de capítulos, incluido en la publicación original al final, ha sido trasladado al principio por el Transcriptor.
LEOPOLDO ALAS (CLARÍN)
OBRAS COMPLETAS
TOMO III
DOCTOR SUTILIS
RENACIMIENTO
MADRID
DOCTOR SUTILIS
LEOPOLDO ALAS
(CLARÍN)
OBRAS COMPLETAS
TOMO III
(CUENTOS)
RENACIMIENTO
MADRID BUENOS AIRES
SAN MARCOS, 42 LIBERTAD, 172
1916
ES PROPIEDAD
Imprenta de Juan Pueyo.—Mesonero Romanos, 34.—MADRID
ÍNDICE
Página | |
Doctor Sutilis | 7 |
La mosca sabia | 23 |
El doctor Pértinax | 45 |
De la comisión | 63 |
De burguesa á cortesana | 81 |
El diablo en Semana Santa | 89 |
Doctor Angelicus | 103 |
Los señores de Casabierta | 115 |
El poeta-buho | 121 |
Don Ermeguncio ó la vocación | 127 |
Novela realista | 137 |
La perfecta casada | 147 |
El filósofo y la «Vengadora» | 153 |
Medalla de perro chico | 167 |
Diálogo edificante | 173 |
Un candidato | 181 |
La contribución | 187 |
El rana | 201 |
Versos de un loco | 211 |
Nuevo contrato | 219 |
Feminismo | 229 |
Manín de Pepa José | 237 |
Álbum-abanico | 257 |
Un repatriado | 269 |
Doble vía | 277 |
El viejo y la niña | 287 |
Jorge | 295 |
Sinfonía de dos novelas | 305 |
Si le hubiérais conocido hace ocho años... no le conoceríais ahora.
¿Veis esa cabeza rapada á punta de tijera, aunque el diccionario entiende que sólo se puede rapar á navaja? Pues hace ocho años era enmarañada selva de ébano.
¿Veis esos insignificantes ojos á que unos lentes de cristal de roca quitan toda expresión y dan estoica serenidad, irritante audacia? Pues eran hace ocho años llamaradas de un incendio que ardía en el corazón de Pablo.
Pablo tiene veintiocho años y es agente de bolsa.
Hace ocho años tenía veinte y era soñador de oficio.
Á los veinte años Pablo era pagano, como el santo de su nombre. Mirando á las estrellas del cielo, á las olas del mar, á las hojas del bosque, á las espigas de las llanuras, lloraba de repente sin saber por qué, y era feliz en medio de penas sin nombre y sin cuento.
De cada amapola que veía en un campo de trigo[Pg 8] se enamoraba perdidamente, y se tenía por un ingrato sin corazón, si de una sola llegaba á olvidarse. Cada vez que el sol se ponía, despedíale Pablo con lágrimas en los ojos. Cuando en sus paseos solitarios por la campiña encontraba á un pastor que le pedía fuego para encender tabaco envuelto en una hoja de maíz, Pablo entablaba conversación con él, y al alejarse para siempre de aquel desconocido sentía que “se le partía el corazón.”
Comprenderá el lector que vivir así era imposible.
Tanto más cuanto que Pablo no tenía sobre qué caerse muerto... ni vivo.
Un día, su señor tío don Pantaleón de los Pantalones tosió tres veces consecutivas delante de su sobrino Pablo, que le estaba comiendo un lado, según aseguraba el tío hiperbólicamente.
El discurso estaba á la vuelta y sobrevino, que el mal nunca se anuncia en balde.
—Pablo—dijo don Pantaleón—esto no puede seguir así.
Pablo suspiró.
—Esto no puede seguir—prosiguió el tío—porque tú ya tienes más de veinte años y no piensas en hacerte hombre, es decir, en hacerte hombre en la verdadera acepción de la palabra, hombre rico, porque el llamar hombres á los demás es una corruptela del lenguaje. Yo te veo muy ocupado en pensar si habrá ó no habrá habitantes en los demás planetas, y sé que tienes escritos muy concienzudos trabajos acerca de la naturaleza de lo bello. Todo eso será muy bonito, muy interplanetario, pero no[Pg 9] tiene sentido común. Figúrate que yo aprieto los cordones de la bolsa. ¿Qué harás tú en adelante? ¿Te comerás la vía láctea, ó el concepto de lo sublime? Estás muy empingorotado y es necesario que bajes á la vida real para alternar con los semejantes. En una palabra, te voy á hacer tenedor de libros.
Ésta es ocasión de decir que Pablo amaba á Restituta con una pasión sin freno, como el huracán; sin medida, como el océano; sin pies ni cabeza, como la política española.
Restituta debió empezar por no llamarse Restituta. ¿Á qué venía ese nombre en participio pasado y casi en latín?
Sin embargo, esta contrariedad léxica no desorientó á Pablo.
No era lo peor que Restituta se llamase Restituta, sino que además se llamaba Andana.
Muy buenos versos hacía Pablo; pero la niña, que había leído el Romancero de la Guerra de África escrito en verso por Eduardo Bustillo, había perdido el gusto en materia de versos.
Pablo era predominantemente subjetivo, como dicen en el Ateneo, sección de literatura; y Restituta era aficionada á lo épico hasta el punto de llegar á casarse con un capitán de cazadores en situación de reemplazo.
El mismo día en que el capitán pidió al padre de Restituta la mano de su hija, don Pantaleón de los Pantalones le pidió para Pablo una plaza de tenedor vacante en su establecimiento de paños y tejidos.
He aquí los versos que escribió Pablo con motivo de este segundo acontecimiento:
“El amor caminaba desnudo entre rosas y suavísimo césped; las brisas y las auras juguetonas le acariciaban. Cuando era esto no había telares en el mundo, ni se desnudaba á los animales de sus pieles para vestir al lobo humano.
“El amor, anda que te andarás, llegó á las breñas, halló angosto el camino y lleno de zarzas, cardos y espinas; á los primeros pasos vertió lágrimas de dolor; pero esperaba que volvieran las flores y sufrió las heridas de los abrojos resignado. Siguió andando y las rosas no volvieron á aparecer; las espinas de las zarzas eran cada vez más y más agudas. El amor iba hecho un San Lázaro. Entonces se detuvo; sembró lino en derredor, no sin desbrozar antes la tierra; inventó la lanzadera, el telar, todo lo que le hizo falta para fabricar tela; probó á andar otra vez, vestido de flotante túnica, pero la vida sedentaria le había hecho poltrón, afeminado, y las heridas de los abrojos le lastimaban más que cuando caminaba desnudo. Fué preciso fabricar el paño, hizo trampas para cazar animales; despellejó, curtió, tundió y se vistió de señorito. La ley de las salidas le aconsejó que trabajara en grande; el espíritu industrial se apoderó del amor, trabajó para afuera y tuvo que aprender la teneduría de libros. Cuando la razón social ‘Amor y Compañía’ se hizo respetable en todos los mercados, el amor probó de nuevo á emprender el viaje, y grande y agradable fué su sorpresa al ver que las espinas y los cardos y las breñas habían desaparecido. El camino era[Pg 11] otra vez de rosas y suavísimo césped: las brisas y las auras acariciaban al viajero. Todo volvía á ser como al principio. No hubo más sino que, al pasar junto á una fuente, el amor se miró en sus aguas y vió que no era él mismo, ni cosa parecida. Desde aquel día el amor busca al amor y no parece.”
Lo primero que le extrañará al lector en esta poesía será el que esté escrita en prosa; ¿es que hay poesía en prosa, como pretende el Sr. Vidart? Nada de eso; lo que hay es que yo he traducido estos versos, escritos en alemán, en prosa castellana. Pablo, que había estudiado mucho cuando anduvo desnudo, escribía sus poesías íntimas en alemán con regular corrección.
Pero después de hacer ésta, ni en alemán ni otra lengua alguna, ni viva, ni muerta, volvió á encontrar consonantes, como no fuera por casualidad.
Esta poesía hizo crisis en el alma de Pablo, que desde aquel día empezó á ser hombre en la verdadera acepción de la palabra.
El señor de los Pantalones veía con asombro y con alegría que en las cuentas de su sobrino las sumas eran fiel representación del conjunto de los sumandos, y que ni por casualidad era un cociente mayor que el dividendo en las divisiones de Pablo. En los libros diarios no había raspaduras, ni al margen escollos rítmicos, ni suspirillos germánicos.
El capitán de cazadores, ¿cómo ocultarlo?, no era poeta; y para ser hombre en la verdadera acepción de la palabra, le faltaba medio escalafón. En la lista de los capitanes estaba como el alma de Garibay, muy lejos de ambas orillas, como un náufrago en las soledades del océano; si se miraba para atrás se veía que el bueno de don Suero de Quiñones debió ponerse las tres estrellas próximamente cuando el Gran Capitán, y si se miraba hacia adelante, se adivinaba que don Suero pondría galones en la bocamanga cuando ya fuese un hecho la paz perpetua.
Pero nada de esto inquietaba al principio á Restituta, quien confiada, como los economistas, esperaba que las causas represivas vinieran á mermar la clase de capitanes y á reducir considerablemente la población, por consecuencia.
Quiñones era un guapo mozo y Restituta le había amado por espíritu de cuerpo; porque Restituta, en el fondo del alma, era una mujer de infantería. Había nacido para casarse con un capitán del arma.
Ni por un momento se le ocurrió á Pablo hacer la competencia á un rival que tenía fuero privilegiado. Se dió por vencido desde la primera formación en que vió Restituta á don Suero.
Sea dicho en honor de Pablo, Restituta no había dejado de dar pábulo algunas veces á la pasión del mísero soñador. La niña no quería para sí aquel[Pg 13] sonámbulo, incapaz de coger cotufas en el golfo; pero se había acostumbrado á verle padecer, languidecer, callar y llorar en silencio.
Es más, y esto sea dicho en honor de Restituta, la muchacha solía ir muy callandito al cuarto de Pablo. (Aquí debo advertir que eran parientes y vivían largas temporadas bajo el mismo techo).
¿Qué hacía Restituta en el cuarto de su desdeñado amador?
Revolver los cajones de la mesa, sacar papeles, leerlos, ponerse colorada, quedarse pensativa, soltar luego una carcajada, guardar todo aquello y echar á correr.
Pocos días antes de ascender Restituta á capitana, Pablo, por casualidad, la vió en su propia habitación entregada á las curiosidades que quedan apuntadas. Pablo, que acababa de escribir la poesía alemana que va unida á los autos, estuvo á punto de sentir amor usque ad mortem. El corazón ya lo tenía en la garganta; pero se dió un golpecito en la nuez, tragó saliva y volvieron las cosas á su sitio. Restituta no supo que su primo la había visto revolverle los papeles.
El primo, que otras veces se pasaba semanas y meses rumiando indicios, atisbos, asomos de simpatía que creía ver en la prima, esta vez no quiso sacar consecuencias de lo que había presenciado, no pensó en ello, es decir, no reflexionó sobre ello, no lo saboreó. Se limitó á consignar el hecho en el libro mayor bajo aquellas letras que dicen Debe.
Un capitán de cazadores tiene poco que aprender.
Evitemos la anfibología; no quiero decir que él, el capitán, tenga poco que aprender, porque ya lo sepa casi todo; he querido decir que á don Suero de Quiñones su mujer se lo supo muy pronto de memoria.
Á los maridos, especialmente á los maridos capitanes, les sucede lo que á la Naturaleza, son bellos per troppo variar. Don Suero fué bello y vario mientras no agotó las combinaciones posibles de su indumentaria: de paisano, de uniforme, de gala con uniforme, de levita de campaña, de gorra de cuartel, de ruso, y pare usted de contar. No había más. Restituta, después que se sació de ver todo esto, y no tardó mucho, quiso penetrar en los subterráneos del alma. Quiñones no tenía subterráneos. Su alma era una casamata á prueba de bomba y de psicologías. No tenía ideales muertos ni vivos: no tenía más ideal que el empleo inmediato superior.
En el entretanto, el tenedor de libros leía á ratos perdidos la Fisiología del matrimonio, no para tomar las lucubraciones de Balzac al pie de la letra, sino como aperitivo para las propias reflexiones.
Si le hubiérais visto, como Restituta le veía, con el tomo entre las manos, la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo con mirada oblicua y llena de maligna expresión, si le hubiérais visto entonces[Pg 15] morderse las uñas y como volviendo en sí mirar alrededor asustado y luego volver á la lectura, tal vez hubiéseis sentido la extraña curiosidad que sentía la prima, aunque en vosotros no fuese tan vehemente y misteriosa.
El padre de Restituta, Quiñones, Restituta y don Pantaleón, todos cuatro convenían en este punto: que Pablo estaba sufriendo una extraña (y saludable añadía el de los Pantalones) cuanto inesperada transformación.
El padre de la prima se alegraba por las ventajas que para su comercio tenía la buena administración de los libros. Don Pantaleón no es necesario decir por qué se alegraba; y Don Suero, desinteresadamente, participaba del contento general, por esa extraña atracción del abismo de que nos hablan los poetas y que tanto debieran meditar los maridos.
Restituta no se alegraba; se limitaba á sentir mucha curiosidad. Pero ¡ah! lo que es curiosidad, mucha.
Pablo llegó á tener participación en los beneficios.
Y acabó por tomar tan por lo serio los negocios, que más de una vez se le vió disputar muy acalorado sobre asuntos mercantiles, ventilando lo que suele llamarse el cuarto y el ochavo.
Don Pantaleón sostenía que su sobrino era un Necker, porque le sonaba el nombre de Necker á pesos fuertes. Le confundía con Creso.
Una noche que se había quedado sola en casa, Restituta tuvo la tentación de volver al cuarto de Pablo. Pero ya no se puede decir el cuarto de Pablo, porque el amo de la casa le había cedido toda una crujía del caserón que habitaban. Pablo había alhajado sus habitaciones con gusto y elegancia. No tardó pocos minutos la prima en dar con la mesa, cuyos cajones registraba en otro tiempo. Al fin la vió en un rincón, muy barnizada y compuesta. Cada llave estaba en cada cerradura. Abrió trémula uno y otro y todos los cajones. ¡Qué desencanto! Aquellos desordenados papeles, unos cortos, otros largos, unos escritos en castellano, otros en caracteres desconocidos, ya no estaban allí. En su lugar había muchos y muy simétricos legajos con sendas carpetas, atados con cinta de lustre encarnada. Cuando firmó el contrato de matrimonio vió Restituta algo parecido en el despacho del Juez municipal.
Buscó por todas partes, pero no vió ni rastro de aquellos papeles que, valga la verdad, no había olvidado en tanto tiempo.
De algunas composiciones cortas quiso Restituta hasta acordarse de memoria. Por cierto que decía para sí, de vuelta á su hogar propiamente dicho:
—¡Cómo era aquel verso en que juraba mi primo que se reía y lloraba al mismo tiempo!
Viendo que no podía hacer memoria, pensó Restituta que mejor sería hacer entendimiento.
Y lo hizo. Tanto aguzó la inteligencia, tantas vueltas dió á los viejos recuerdos de los conceptos aprendidos en los papeles de Pablo, que al fin Restituta, allá en sus soledades, se convenció de que su[Pg 17] señor marido y capitán era un beduino, ella una mujer no comprendida, y su primo un hombre que la hubiera comprendido perfectamente.
Ya había sido miembro de varias comisiones de hacienda municipal y provincial, y estaba á punto de ser diputado á Cortes Pablo Soldevilla, cuando su primer amor se decidió á sondearle aludiendo á las tristezas del pasado:
—¿No te casas, Pablo?—dijo Restituta cuando se vió á solas con él en la glorieta del jardín, cerca ya de la noche.
—¿Casarme? ¿Yo? Lo dicho, dicho, prima. Aunque lo haya dicho hace ocho años, dicho está. Yo he amado á una mujer, á una sola, ¿entiendes?, y de una vez para siempre. Ya sabes que creo en la pluralidad de los mundos habitados, que creo, como si lo viera, ¡que mi alma ha de vivir en todas esas estrellas que ahora empiezan á lucir allá arriba!... Te advierto que son infinitas; pues bien, Restituta; yo que espero vivir en todas, en todas seguiré amando á la mujer que amé aquí, en esta pobrecita y tristísima tierra que se va quedando tan obscura. (Y era verdad que obscurecía, y Pablo daba pataditas sobre una planta de violetas). Bien podrán preguntarme después de un millón de vidas: ¿No te casas, Pablo? Yo contestaré siempre: lo dicho, dicho.
Restituta apreció en todo su valor este trozo de[Pg 18] literatura corrosiva, como la llaman, con razón, las almas honradas.
Hubo una pausa. Al fin Restituta, como quien varía y no varía de conversación, exclamó:
—Oye, y desde que te has hecho comerciante y sabio hacendista, ¿ya no haces versos? ¡Qué bonitos los hacías! Parece mentira; pero la verdad es que á la larga no se puede vivir sin versos, buenos, se entiende, como los tuyos.
—Hace ocho años escribí los últimos; son los únicos que conservo... en la memoria.
—¿Quieres recitarlos?
—¡Si los hice en alemán!
—Pues no importa; dime la substancia.
Pablo dijo la substancia, sin poner, pero no sin quitar, pues creyó del caso suprimir aquello de que el amor, al mirarse en la fuente, no se había conocido. Concluyó diciendo que el amor busca el amor.
¡Qué pensativa se quedó Restituta!
—Oye, Pablo—dijo cuando ya era noche del todo—qué amargos son esos versos; parece que piensas, según ellos, que nadie quiere el amor por el amor, que necesita otros atractivos, que ha de revestirse de mil requisitos y tomar mil precauciones para que no le lastimen los abrojos de la vida.
—Y es la verdad: á mí no me quisieron cuando ofrecí un amor sincero, inocente; mi tío me aseguraba que hasta que fuera hombre no me querrían... y trabajé y fuí hombre, y ahora, aunque me quieran, ¿qué me importa?, porque... lo dicho, dicho...
Dicho y hecho.
Yo no tengo la culpa. Ni ellos tampoco. Restituta comenzó á comprender el amor puro, ideal, cuando la Naturaleza—natura naturans—ya había satisfecho sus primeras necesidades, cuando Quiñones no tuvo más uniformes que vestir y cuando las tinieblas caliginosas dieron paso en el cerebro de la hermosa niña á un poco de luz.
Porque Restituta era todavía muy joven cuando sucedió la escena de la glorieta. Veinticuatro años. Es cuando una mujer puede entender algo de los desengaños y gozar esa melancólica y poética perspectiva de los recuerdos, de la cual Dios libre, lector, á tu mujer, si la tienes. Amén.
En cuanto á Pablo, preciso es confesar que se portó como un bellaco, y como un cobarde primero.
Fué cobarde porque, ya que había nacido soñador, idealista, debió afrontar las desastrosas consecuencias de su vocación y de su carácter.
Fué bellaco porque no recitó delante de Restituta su última poesía íntegra. ¿Por qué no dijo, como era la verdad, que el amor al mirarse en la fuente no se había conocido?
¿Por qué no confesó que al tener entre los brazos el sueño cuajado en realidad, ó aquella mujer adorada en la primera juventud... sólo había sentido el placer de la venganza y del orgullo satisfechos?
Y ¡oh vergüenza! debió confesar también que á la segunda cita no acudió, sino muy tarde, porque sus deberes de agente le llevaron á la Bolsa.
Sí; fué cobarde, fué bellaco... pero fué agudo, fué sutil.
Oyó en los labios de su tío don Pantaleón de los Pantalones, que era tan bruto, las palabras de la sabiduría.
Amaba el ideal y le recordaron los dolores que acarrea. Huyó á tiempo del precipicio.
Si hubiese seguido soñando le hubieran sucedido las siguientes desgracias, alguna de ellas por lo menos:
1.ª. Morirse de hambre tarde ó temprano.
2.ª. Suponiendo que el hambre no hubiese sido puñalada de pícaro, su prima le hubiera martirizado durante toda la vida, porque el señuelo del desdén fué sin duda lo que la atrajo (ahora que ella no lo oye), y
3.ª. Dado que la prima se hubiese rendido, de todos modos, ¡qué amarga felicidad no hubiera traído consigo el amor adúltero al alma enamorada del pobre soñador!
No, y mil veces no. Pablo se convirtió de veras, perdió los sueños y el amor, dejó los versos y la poesía, y sólo fingió amor, sueños, poesía, versos, cuando sus planes lo exigieron.
Gozaba poco, es verdad, Pablo el convertido, pero no padecía nada.
Aquel amante podía exclamar: nada se ha perdido más que el amor.
Poetas de imitación, que buscais dolores íntimos[Pg 21] para cantar endechas y publicar vuestras penas, si encuentran editor, no despreciéis á mi Pablo, no le tengais por menos que vosotros. Fué desertor del ideal, huyó de los ensueños dolorosos porque los sintió de veras... y según dicen los inteligentes, cuando se ama muy de veras se padece mucho.
Don Eufrasio Macrocéfalo me permitió una noche penetrar en el sancta sanctorum, en su gabinete de estudio, que era, más bien que gabinete, salón biblioteca; las paredes estaban guarnecidas de gruesos y muy respetables volúmenes, cuyo valor en venta había de subir á un precio fabuloso el día en que don Eufrasio cerrase el ojo y se vendiera aquel tesoro de ciencia en pública almoneda; pues si mucho vale Aristóteles por su propia cuenta, un Aristóteles propiedad del sabio Macrocéfalo tenía que valer mucho más para cualquier bibliómano capaz de comprender á mi ilustre amigo. Era mi objeto al visitar la biblioteca de don Eufrasio, verificar notas en no importa qué autor, cuyo libro no era fácil encontrar en otra parte; y llegó á tanto la amabilidad insólita del erudito, que me dejó solo en aquel santuario de la sabiduría, mientras él iba á no sé qué Academia á negar un premio á cierta Memoria en que se le llamaba animal, no por llamárselo, sino por demostrar que no hay solución de continuidad en la escala de los seres.
La biblioteca de don Eufrasio era una habitación abrigada, tan herméticamente cerrada á todo airecillo indiscreto por lo colado, que no había recuerdo de que jamás allí se hubiera tosido ni hecho manifestación alguna de las que anuncian constipado; don Eufrasio no quería constiparse, porque su propia tos le hubiera distraído de sus profundas meditaciones. Era, en fin, aquélla una habitación en que bien podría cocer pan un panadero, como dice Campoamor. Junto á la mesa escritorio estaba un brasero todo ascuas, y al extremo de la sala, en una chimenea de construcción anticuada, ardían troncos de encina, que se quejaban al quemarse. Mullida alfombra cubría el pavimento; cortinones de tela pesada colgaban en los huecos, y no había rendija sin tapar, ni por lado alguno pretexto para que el aire frío del exterior penetrase atropelladamente, sino por sus pasos contados y bajo la palabra de ir calentándose poco á poco.
Largo rato pasé gozando de aquel agradable calorcillo, que yo juzgaba tan ajeno á la ciencia, siempre tenida por fría y casi helada. Creíame solo, porque de ratones no había que hablar en casa de Macrocéfalo, químico excelente, especie de Borgia de los mures. Yo callaba, y los libros también; pues aunque me decían muchas cosas con lo que tenían escrito sobre el lomo, decíanlo sin hacer ruido; y sólo allá en la chimenea alborotaban todo lo que podían, que no era mucho, porque iban ya de vencida, los abrasados troncos.
En vez de evacuar las citas que llevaba apuntadas, arrellanéme en una mecedora, cerca del bra[Pg 25]sero, y en dulce somnolencia dejé á la perezosa fantasía vagar á su antojo, llevando el pensamiento por donde ella fuere. Pero la fantasía se quejaba de que le faltaba espacio entre aquellas paredes de sabiduría, que no podía romper, como si fuesen de piedra. ¿Cómo atravesar con holgura aquellos tomos que sabían todo lo que Platón dijo, y que gritaban aquí ¡Leibnitz! más allá ¡Descartes! ¡San Agustín! ¡Enciclopedia! ¡Sistema del mundo! ¡Crítica de la razón pura! ¡Novum organum! Todo el mundo de la inteligencia se interponía entre mi pobre imaginación y el libre ambiente. No podía volar. ¡Ea!—le dije—; busca materia para tus locuras dentro del estrecho recinto en que te ve encerrada. Estás en la casa de un sabio; este silencio ¿nada te dice? ¿No hay aquí algo que hable del misterioso vivir del filósofo? ¿No quedó en el aire, perceptible á tus ojos, algún rastro que sea indicio de los pensamientos de don Eufrasio, ó de sus pesares, ó de sus esperanzas, ó de sus pasiones, que tal vez, con saber tanto, Macrocéfalo las tenga? Nada respondió mi fantasía; pero en aquel instante oí á mi espalda un zumbido muy débil y de muy extraña naturaleza: parecía en algo el zumbido de una mosca, y en algo parecía el rumor de palabras que sonaban lejos, muy apagadas y confusas.
Entonces dijo la fantasía: “¿Oyes? ¡Aquí está el misterio! Ese rumor es de un espíritu acaso; acaso va á hablar el genio de don Eufrasio, algún demonio, en el buen sentido de la palabra, que Macrocéfalo tendrá metido en algún frasco.” Sobre la pantalla de transparentes que casi tapaba por completo el[Pg 26] quinqué colocado sobre la mesa, que yo tenía muy cerca, se vino á posar una mosca de muy triste aspecto, porque tenía las alas sucias, caídas y algo rotas, el cuerpo muy delgado y de color... de ala de mosca, faltábale alguna de las extremidades, y parecía, al andar sobre la pantalla, baldada y canija. Repitióse el zumbido, y esta vez ya sonaba más á palabras; la mosca decía algo, aunque no podía yo distinguir lo que decía. Acerqué más á la mesa la mecedora, y aplicando el oído al borde de la pantalla, oí que la mosca, sin esquivar mi indiscreta presencia, decía con muy bien entonada voz, que para sí quisieran muchos actores de fama:
—Sucedió en la suprema monarquía
de la Mosquea, un rey que, aunque valiente,
la suma de riquezas que tenía
su pecho afeminaron fácilmente.
—¿Quién anda ahí? ¿Hospes, quis es?—gritó la mosquita estremecida, interrumpiendo el canto de Villaviciosa, que tan entusiasmada estaba declamando; y fué que sintió como estrépito horrísono el ligero roce de mis barbas con la pantalla en que ella se paseaba con toda la majestad que le consentía la cojera.—Dispense usted, caballero, continuó reportándose, me ha dado usted un buen susto; soy nerviosa, sumamente nerviosa, y además soy miope y distraída, por todo lo cual no había notado su presencia.
Yo estaba perplejo; no sabía qué tratamiento dar á aquella mosca que hablaba con tanta corrección y propiedad, y recitaba versos clásicos.
—Usted es quien ha de dispensar—dije al fin, saludando cortésmente—: yo ignoraba que hubiese en el mundo dípteros capaces de expresarse con tanta claridad y de aprender de memoria poemas que no han leído muchos literatos primates.
Yo soy políglota, caballero; si usted quiere, le recito en griego la Batracomiomaquia, lo mismo que le recitaría toda la Mosquea. Éstos son mis poemas favoritos; para usted son poemas burlescos, para mí son epopeyas grandiosas, porque un ratón y una rana son á mis ojos verdaderos gigantes cuyas batallas asombran y no pueden tomarse á risa. Yo leo la Batracomiomaquia como Alejandro leía La Ilíada...
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¡Ay! Ahora me consagro á esta amena literatura, que refresca la imaginación, porque harto he cultivado las ciencias exactas y naturales, que secan toda fuente de poesía; harto he vivido entre el polvo de los pergaminos, descifrando caracteres rúnicos, cuneiformes, signos hieráticos, jeroglíficos, etc.; harto he pensado y sufrido con el desengaño que engendra siempre la filosofía; pasé mi juventud buscando la verdad, y ahora, que lo mejor de la vida se acaba, busco afanosa cualquier mentira agradable que me sirva de Leteo para olvidar las verdades que sé.
Permítame usted, caballero, que siga hablando sin dejarle á usted meter baza, porque ésta es la costumbre de todos los sabios del mundo, sean[Pg 28] moscas ó mosquitos. Yo nací en no sé qué rincón de esta biblioteca; mis próximos ascendientes y otros de la tribu volaron muy lejos de aquí, en cuanto llegó la amable primavera de las moscas y en cuanto vieron una ventana abierta; yo no pude seguir á los míos, porque don Eufrasio me cogió un día que, con otros mosquitos inexpertos, le estaba yo sorbiendo el seso que por la espaciosa calva sudaba el pobre señor; guardóme debajo de una copa de cristal, y allí viví días y días, los mejores de mi infancia. Servíle en numerosos experimentos científicos; pero como el resultado de ellos no fuera satisfactorio, porque demostraba todo lo contrario de lo que Macrocéfalo quería probar, que era la teoría cartesiana, que considera como máquinas á los animales, el pobre sabio quiso matarme, cegado por el orgullo, tan mal herido en aquella lucha con la realidad.
Pero en la misma filosofía que iba á ser causa de mi muerte hallé la salvación, porque en el momento de prepararme el suplicio, que era un alfiler que debía atravesarme las entrañas, don Eufrasio se rascó la cabeza, señal de que dudaba, en efecto, si tenía ó no tenía derecho para matarme. Ante todo, ¿es legítima á los ojos de la razón la pena de muerte? Y dado que no lo sea, ¿los animales tienen derecho? Esto le llevó á pensar lo que sería el derecho, y vió que era propiedad; pero, ¿propiedad de qué? Y de cuestión en cuestión, don Eufrasio llegó al punto de partida necesario para dar un solo paso en firme. Todo esto le ocupó muchos meses, que fueron dilatando el plazo de mi muerte. Por fin,[Pg 29] analíticamente, Macrocéfalo llegó á considerar que era derecho suyo el quitarme de en medio; pero como le faltaba el rabo por desollar, ó sea la sintética que hace falta para conocer el fundamento, el porqué, don Eufrasio no se decidió á matarme por ahora, y está esperando el día en que llegue al primer principio, y desde allí descienda por todo el sistema real de la ciencia, para acabar conmigo sin mengua del imperativo categórico. Entretanto fué, sin conocerlo, tomándome cariño, y al fin me dió la libertad relativa de volar por esta habitación; aquí el aire caliente me guarda de los furores del invierno, y vivo, y vivo, mientras mis compañeras habrán muerto por esos mundos, víctimas del frío que debe hacer por ahí fuera. ¡Mas, con todo, yo envidio su suerte! Medir la vida por el tiempo, ¡qué necedad! La vida no tiene otra medida que el placer, la pasión desenfrenada, los accidentes infinitos que vienen sin que se sepa ni cómo ni por qué, la incertidumbre de todas las horas, el peligro de cada momento, la variedad de las impresiones siempre intensas. ¡Ésa es la vida verdadera!
Calló la mosca para lanzar profundo suspiro, y yo aproveché la ocasión, y dije:
—Todo eso está muy bien; pero todavía no me ha dicho usted cómo se las compone para hablar mejor que algunos literatos...
—Un día, continuó la mosca, leyó don Eufrasio en la Revista de Westminster que dentro de mil años, acaso, los perros hablarían, y, preocupado con esta idea, se empeñó en demostrar lo contrario; compró un perro, un podenco, y aquí, en mi pre[Pg 30]sencia, comenzó á darle lecciones de lenguaje hablado; el perro, quizá porque era podenco, no pudo aprender; pero yo, en cambio, fuí recogiendo todas las enseñanzas que él perdía, y una noche, posándome en la calva de don Eufrasio, le dije:
—Buenas noches, maestro, no sea usted animal; los animales sí pueden hablar, siempre que tengan regular disposición; los que no hablan son los podencos y los hombres que lo parecen.
Don Eufrasio se puso furioso conmigo. Otra vez había echado por tierra sus teorías; pero yo no tenía la culpa. Procuré tranquilizarle, y al fin creí que me perdonaba el delito de contradecir todas sus doctrinas, cumpliendo las leyes de mi naturaleza. Perdido por uno, perdido por ciento uno, se dijo don Eufrasio, y accedió á mi deseo de que me enseñara lenguas sabias y á leer y escribir. En poco tiempo supe yo tanto chino y sánscrito como cualquier sabio español; leí todos los libros de la biblioteca, pues para leer me bastaba pasearme por encima de las letras, y en punto á escribir, seguí el sistema nuevo de hacerlo con los pies; ya escribo regulares patas de mosca.
Yo creía al principio, ¡incauta!, que Macrocéfalo había olvidado sus rencores; mas hoy comprendo que me hizo sabia para mi martirio. ¡Bien supo lo que hacía!
Ni él ni yo somos felices. Tarde los dos echamos de menos el placer, y daríamos todo lo que sabemos por una aventurilla, de un estudiante él; yo, de un mosquito.
¡Ay! Una tarde—prosiguió la mosca—me dijo el tirano: Ea, hoy sales á paseo.
Y me llevó consigo.
Yo iba loca de contenta. ¡El aire libre! ¡El espacio sin fin! Toda aquella inmensidad azul me parecía poco trecho para volar. “No vayas lejos”, me advirtió el sabio cuando me vió apartarme de su lado. ¡Yo tenía el propósito de huir, de huir por siempre! Llegamos al campo. Don Eufrasio se tendió sobre el césped, sacó un pastel y otras golosinas, y se puso á merendar como un ignorante. Después se quedó dormido. Yo, con un poco de miedo á aquella soledad, me planté sobre la nariz del sabio, como en una atalaya, dispuesta á meterme en la boca entreabierta á la menor señal de peligro. Había vuelto el verano, y el calor era sofocante. Los restos del festín estaban por el suelo, y al olor apetitoso acudieron bien pronto numerosos insectos de muchos géneros, que yo teóricamente conocía por la zoología que había estudiado. Después llegó el bando zumbón de los moscones y de las moscas, mis hermanas. ¡Ay! En vez de la alegría que yo esperaba tener al verlas, sentí pavor y envidia; los moscones me asustaban con sus gigantescos corpanchones y sus zumbidos rimbombantes; las moscas me encantaban con la gracia de sus movimientos, con el brillo de sus alas; pero al comprender que mi figura raquítica era objeto de sus burlas, al ver que me miraban con desprecio, yo, mosca macho, sentí la mayor amargura de la vida.
El sabio es el más capaz de amar á la mujer, pero la mujer es incapaz de estimar al sabio. Lo que[Pg 32] digo de la mujer es también aplicable á las moscas. ¡Qué envidia, qué envidia sentí al contemplar los fecundos juegos aéreos de aquellas coquetas enlutadas, todas con mantilla, que huían de sus respectivos amantes, todos más gallardos que yo, para tener el placer, y darlo, de encontrarse á lo mejor en el aire y caer juntos á la tierra en apretado abrazo!
Volvió á callar la mosca infeliz; temblaron sus alas rotas; y continuó tras larga pausa:
—Nessun maggior dolore
Che ricordasi del témpo felice
Nella miseria...
Mientras yo devoraba la envidia y la vergüenza de tenerla y sentir miedo, una mosca, un ángel diré mejor, abatió el vuelo y se posó á mi lado, sobre la nariz aguileña del sabio. Era hermosa como la Venus negra, y en sus alas tenía todos los colores de iris; verde y dorado era su cuerpo airoso; las extremidades eran robustas, bien modeladas, y de movimientos tan seductores, que equivalían á los seis pies de las Gracias aquellas patas de la mosca gentil. Sobre la nariz de don Eufrasio, la hermosa aparecida se me antojaba Safo en el salto de Léucade. Yo, inmóvil, la contemplé sin decir nada. ¿Con qué lenguaje se hablaría á aquella diosa? Yo lo ignoraba. ¡Saber tantos idiomas, de qué me servía, no sabiendo el del amor! La mosca dorada se acercó á mí, anduvo alrededor, por fin se detuvo enfrente, casi tocando en mi cabeza con su cabeza. ¡Ya no vi más que sus ojos! Allí estaba todo el universo. Kalé, dije en griego, creyendo que era aquella len[Pg 33]gua la más digna de la diosa de las alas de verde y oro. La mosca me entendió, no porque entendiera el griego, sino porque leyó el amor en mis ojos.
—Ven—me respondió hablando en el lenguaje de mi madre—: ven al festín de las migajas, serás tú mi pareja; yo soy la más hermosa y á ti te escojo, porque el amor para mí es capricho; no sé amar, sólo sé agradecer que me amen: ven y volaremos juntos; yo fingiré que huyo de ti...—Sí, como Galatea, ya sé, dije neciamente.—Yo no entiendo de Galateos, pero te advierto que no hables en latín; vuela en pos de mis alas, y en los aires encontrarás mis besos... Como las velas de púrpura se extendían sobre las aguas jónicas de color de vino tinto, que dijo Homero, así extendió sus alas aquella hechicera, y se fué por el aire zumbando: ¡Ven, ven!... Quise seguirla, mas no pude. El amor me había hecho vivir siglos en un minuto; no tuve fuerzas, y en vez de volar, caí en la sima, en las fauces de don Eufrasio, que despertó despavorido, me sacó como pudo de la boca, y no me dió muerte porque aún no había llegado á la metafísica sintética.
La mosca de mi cuento
Tras nueva pausa prosiguió llorando:
¡Cuánta afrenta y dolor el alma mía
halló dentro de sí, la luz mirando
que brilló, como siempre, al otro día!
Sí, volvimos á casa, porque yo no tenía fuerzas para volar ni deseo ya de escaparme. ¿Cómo? ¿Para qué? Mi primera visita al mundo de las moscas me había traído, “con el primer placer, el desengaño” (dispense usted si se me escapan muchos versos en medio de la prosa: es una costumbre que me ha quedado de cuando yo dedicaba suspirillos germánicos á la mosca de mis sueños). Como el joven enfermo de Chénier, yo volví herida de amor á esta cárcel lúgubre y sin más anhelo que ocultarme y saborear á solas aquella pasión que era imposible satisfacer; porque primero me moriría de vergüenza que ver otra vez á la mosca verde y dorada que me convidó al festín de las migajas y á los juegos locos del aire. Un enamorado que se ve en ridículo á los ojos de la mosca amada, es el más desgraciado mortal, y daría de fijo la salvación por ser en aquel momento, ó grande como Dios, ó pequeño como un infusorio. De vuelta á nuestra biblioteca, don Eufrasio me preguntó con sorna: “¿Qué tal, te has divertido?” Yo le contesté mordiéndole en un párpado: se puso colérico. “¡Máteme usted!” le dije.—“¡Oh! ¡Así pudiera! pero no puedo; el sistema no está completo; subjetivamente podría matarte; pero falta el fundamento, falta la síntesis”.
¡Qué ridículo me pareció desde aquel día Macrocéfalo! ¡Esperar la síntesis para matar, cuando yo hubiera matado á todas las moscas machos y á todos los moscones del mundo que me hubiesen disputado el amor, á que yo no aspiraba, de la mosca de oro! Más que el deseo de verla, pudo en mí el terror que me causaba el ridículo, y no quise volver[Pg 35] á la calle ni al campo. Quise apagar el sentimiento y dejar el amor en la fantasía. Desde entonces fueron mis lecturas favoritas las leyendas y poemas en que se cuentan hazañas de héroes hermosos y valientes: la Batracomiomaquia, la Gatomaquia, y sobre todo, la Mosquea, me hacían llorar de entusiasmo. ¡Oh, quién hubiera sido Marramaquiz, aquel gato romano que, atropellando por todo, calderas de fregar inclusive, buscaba á Zapaquilda por tejados, guardillas y desvanes! Y aquel rey de la Mosquea, Salomón en amores, ¡qué envidia me daba! ¡Qué de aventuras no fraguaría yo en la mente loca, en la exaltación del amor comprimido! Dime á pensar que era un Reinaldos ó un Sigfrido ó cualquier otro personaje de leyenda, y discurrí la traza de recorrer el mundo entero del siguiente modo: pedirle á don Eufrasio que pusiera á mi disposición los magníficos atlas que tenía, donde la tierra, pintada de brillantísimos colores en mapas de gran tamaño, se extendía á mis ojos en dilatados horizontes. Con el fingimiento de aprender geografía pude á mis anchas pasearme por todo el mundo, mosca andante en busca de aventuras. Híceme una armadura de una pluma de acero rota, un yelmo dorado con restos de una tapa de un tintero; fué mi lanza un alfiler, y así recorrí tierras y mares, atravesando ríos, cordilleras, y sin detenerme al dar con el océano, como el musulmán se detuvo.
Los nombres de la geografía moderna parecíanme prosaicos, y preferí para mis viajes las cartas de la geografía antigua, mitad fantástica, mitad verdadera: era el mundo para mí según lo concebía[Pg 36] Homero, y por el mapa que esta creencia representaba, era por donde yo de ordinario paseaba mis aventuras: iba con los dioses á celebrar las bodas de Tetis al océano, un río que daba vuelta á la tierra; subía á las regiones hiperbóreas, donde yo tenía al cuidado de honradísima dueña, en un castillo encerrada, á mi mosca de oro. Cazaba los insectos menudos que solían recorrer las hojas del atlas y se los llevaba prisioneros de guerra á mi mosca adorada, allá á las regiones fabulosas.
—Éste—le decía—fué por mí vencido, sobre el empinado Cáucaso, y aún en sus cumbres corre en torrentes la sangre del mosquito que á tus pies se postra, malferido por la poderosa lanza á que tú prestas fuerza, ¡oh mosca mía! con dársela á mi brazo por conducto del alma que te adora y vive de tu recuerdo.—Todas estas locuras, y aun infinitas más, hacía yo y decía, mientras pensaba don Eufrasio que estudiaba á Estrabón y Ptolomeo.—La novela en Grecia empezó por la geografía; fueron viajeros los primeros novelistas, y yo también me consagré en cuerpo y alma á la novela geográfica. Aunque el placer del fantasear no es intenso, tiene una singular voluptuosidad, que en ningún otro placer se encuentra, y puedo jurar á usted que aquellos meses que pasé entregado á mis viajes imaginarios, paseándome por el atlas de don Eufrasio, son los que guardo como dulces recuerdos, porque en ellos, el alivio que sentí á mis dolores lo debí á mis propias facultades.
Poetizar la vida con elementos puramente interiores, propios, éste es el único consuelo para las[Pg 37] miserias del mundo: no es gran consuelo, pero es el único.
Un día don Eufrasio puso encima de la mesa un libro de gran tamaño, de lujo excepcional. Era un regalo de Año Nuevo, era un tratado de Entomología, según decían las letras góticas doradas de la cubierta. El canto del grueso volumen parecía un espejo de oro. Volé y anduve hora tras hora alrededor de aquel magnífico monumento, historia de nuestro pueblo en todos sus géneros y especies. El corazón me decía que había allí algo maravilloso, regalo de la fantasía. Pero yo por mis propias fuerzas no podía abrir el libro. Al fin don Eufrasio vino en mi ayuda: levantó la pesada tapa y me dejó á mis anchas recorrer aquel paraíso fantástico, museo de todos los portentos, iconoteca de insectos, donde se ostentaban en tamaño natural, pintados con todos los brillantes colores con que los pintó Naturaleza, la turbamulta de flores aladas, que son para el hombre insectos, para mí ángeles, ninfas, dríadas, genios de lagos y arroyos, fuentes y bosques. Recorrí ansiosa, embriagada con tanta luz y tantos colores, aquellas soberbias láminas, donde la fantasía veía á montones argumentos para mil poemas: el corazón me decía “más allá”; esperaba ver algo que excediera á toda aquella orgía de tintas vivas, dulces ó brillantes. ¡Llegué por fin al tratado de las moscas! El autor les había consagrado toda la atención y esmero que merecen: muchas páginas hablaban de su forma, vida y costumbres; muchas láminas presentaban figuras de todas las clases y familias.
Vi y admiré la hermosura de todas las especies, pero yo buscaba ansiosa, sin confesármelo á mí misma, una imagen conocida: ¡al fin! en medio de una lámina, reluciendo más que todas sus compañeras, estaba ella, la mosca verde y dorada, tal como yo la vi un día sobre la nariz de D. Eufrasio, y desde entonces á todas las horas del día y de la noche dentro de mí. Estaba allí, saltando del papel, grave, inmóvil, como muerta, pero con todos los reflejos que el sol tenía al besar con sus rayos las alas de sutil encaje. El amante que haya robado alguna vez un retrato de su amada desdeñosa, y que á solas haya saciado en él su pasión comprimida, adivinará los excesos á que me arrojé, perdida la razón, al ver en mi poder aquella imagen, fiel exactísima, de la mosca de oro. Mas no crea usted, si no entiende de esto, que fué de pronto el atreverme á acercarme á ella; no, al principio turbéme y retrocedí como hubiera hecho á su presencia real. Un amante grosero no respeta la castidad de la materia, de la forma; para mí no sólo el alma de la mosca era sagrada: también su figura, su sombra misma, hasta su recuerdo. Para atreverme á besar el castísimo bulto tuve que recurrir á mi eterno novelar; en mis diálogos imaginarios ya estaba yo familiarizado con mi felicidad de amante correspondido; y así, como si no fuese nuevo el encanto de tener aquella esplendorosa beldad dócil y fiel al anhelante mirar de mis ojos, sin apartarse de ellos, como quien sigue un deliquio de amor, acerquéme, tras una lucha tenaz con el miedo, y dije á la mosca pintada: “Estoy, señora, tan acostumbrado á que[Pg 39] todo sea en mi amor desdichas, que al veros tan cerca de mí y que no huís al verme, no avanzo de miedo de deshacer este encanto, que es teneros tan cerca; tantas espinas me punzaron el corazón, señora, que tengo miedo á las flores; si hay engaño, sépalo yo después del primer beso, porque, al fin, ello ha de ser que todo acabe en daño mío”. No contestó la mosca, ni yo lo necesitaba; mas yo, en vez de ella, díjeme tantas ternuras, tan bien me convencí de que la mosca de oro sabía despreciar el vano atavío de la hermosura aparente y conocer y sentir la belleza del espíritu, que al cabo, con todo el valor y la fe que el amante necesita para no ser desairado ó desabrido en sus caricias, lancéme sobre la imagen de ricos colores y de líneas graciosas, y en besos y abrazos consumí la mitad de mi vida en pocos minutos.
En medio de aquel vértigo de amor, en que yo estaba amando por dos á un tiempo, vi que la mosca pintada me decía, á intervalos de besos y entre el mismo besar, casi besándome con las palabras que decía: “Tonto, tonto mío, ¿por qué dudas de mí, por qué creer que la hembra no sabe sentir lo que tú sabes pensar? Tus alas rotas, tus movimientos difíciles y sin gracia aparente, tu miedo á los moscones, tu rubor, tu debilidad, tu silencio, todo lo que te abruma, porque juzgas que te estorba para el amor, yo lo aprecio, yo lo comprendo, y lo siento y lo amo. Ya sé yo que en tus brazos me espera oir hablar de lo que jamás supieron de amor otros machos más hermosos que tú; sé que al contarme tus soledades, tus luchas interiores, tus fantasías,[Pg 40] has de ser para mí como ser divinizado por el amor; no habrá voluptuosidad más intensa que la que yo disfrute bebiendo por tus ojos todo el amor de un alma grande, arrugada y oscurecida en la cárcel estrecha de tu cuerpo flaco y empobrecido por la fiebre del pensar y del querer”. Y á este tenor, seguía diciéndome la mosca dorada tan deliciosas frases, que yo no hacía más que llorar y besarle los pies, aún más agradecido que enamorado. ¡Bendita fuerza de la fantasía que me permitió gozar este deliquio, momento sublime de la eternidad de un cielo! Al fin hablé yo (por mi cuenta) y sólo dije con voz que parecía sonar en las mismas entrañas:—¿Tu nombre? Mi nombre está en la leyenda que tengo al pie; esto dijo mi razón fría y traidora tomando la voz que yo atribuía á mi amada. Bajé los ojos y leí... Musca vomitoria.
Al llegar aquí, la voz de la mosca sabia se debilitó, y siguió hablando como se oye en la iglesia hablar á las mujeres que se confiesan. Yo, como el confesor, acerqué tanto, tanto el oído, que á haber sido la mosca hermosa penitente, hubiera sentido el perfume de su aliento (como el confesor) acariciarme el rostro. Y dijo así:
—¡Mosca vomitoria! Éste era el nombre de mi amada. En el texto encontré su historia. Era terrible. Bien dijo Shakespeare: “estos jóvenes pálidos que no beben vino acaban por casarse con una meretriz”. Yo, casta mosca, enamorada del ideal, tenía por objeto de mis sueños á la enamorada de la podredumbre. Allí donde la vida se descompone, donde la química celebra esas orgías de miasmas en[Pg 41]venenados que hay en los estercoleros, en las letrinas, en las sepulturas y en los campos de batalla después de la carnicería, allí acudía mi mosca de las alas de oro, de los metálicos cambiantes, Mesalina del cieno y de la peste. ¡Yo amaba á la mosca vampiro, á la mosca del Vomitorium! Yo había colocado en las regiones soñadas, en las regiones hiperbóreas, su palacio de cristal, y en las Hespérides su jardín de recreo; ¡por ella había corrido yo las aventuras más pasmosas que forjó la fantasía, estrangulando mosquitos y otras alimañas en miniatura, sin remordimientos de conciencia! Pero lo más horroroso no fué el desengaño, sino que el desengaño no me trajo el olvido ni el desdén. Seguí amando ciega á la mosca vomitoria, seguí besando loca sus alas de colores pintadas en el tremendo libro que me contó la vergonzosa historia.
Procuré, si no olvidar, porque esto no era posible, distraer mi pena, y como se vuelve al hogar abandonado por correr las locuras del mundo, así volví á la ciencia, tranquilo albergue que me daría el consuelo de la paz del alma, que es la mayor riqueza. ¡Ay! Volví á estudiar, pero ya los problemas de la vida, los misterios de lo alto no tenían para mí aquel interés de otros días; ya sólo veía en la ciencia la miseria de lo que ignora, el pavor que inspiran sus arcanos; en fin, en vez de la calma del justo, sólo me dió la calma del desesperado, engendradora de las eternas tristezas. ¿Qué es el cielo? ¿Qué es la tierra? ¿Qué nos importa? ¿Hay un más allá para las moscas que sufrieron en la vida resignadas el tormento del amor? Ni yo sufro resignada,[Pg 42] ni sé nada del más allá. La ciencia ya sólo me da la duda anhelante, porque en ella ya no busco la verdad, sino el consuelo; para mí no es un templo en que se adora, es un lugar de asilo; por eso la ciencia me desdeña. Perdida en el mar del pensamiento, cada vez que me engolfo en sus olas, las olas me arrojan desdeñosas á la orilla como cáscara vacía. Y éste es mi estado. Voy y vengo de los libros sabios á la poesía, y ni en la poesía encuentro la frescura lozana de otros días, ni en los libros del saber veo más verdades que las amargas y tristes. Ahora espero tan sólo, ya que no tengo el valor material que necesito para darme la muerte, que don Eufrasio llegue á la Sintética, y sepa, bajo principio, que puede en derecho aplastarme. Mi único placer consiste en provocarle, picando y chupando sin cesar en aquella calva mollera, de cuyos jugos venenosos bebí, en mal hora, el afán de saber, que no trae aparejada la virtud que para tanta abnegación se necesita.
Calló la mosca, y al oir el ruido de la puerta que se abría, voló hacia un rincón de la biblioteca.
Don Eufrasio volvía de la Academia.
Venía muy colorado, sudaba mucho, hacía eses al andar, y sus ojillos, medio cerrados, echaban chispas. Yo estaba en la sombra y no me vió. Ya no recordaba que me había dejado en su camarín, per[Pg 43]fumado con todos los aromas bien olientes de la sabiduría.
Creía estar solo y habló en voz alta (al parecer era su costumbre), diciendo así á las paredes sapientísimas que debían de conocer tantos secretos:
—¡Miserables! ¡Me han vencido! Han demostrado que no hay razón para que el animal no llegue á hablar, pero afortunadamente no se fundan en ningún dato positivo, en ninguna experiencia. ¿Dónde está el animal que comenzó á hablar? ¿Cuál fué? Esto no lo dicen, no hay prueba plena; puedo, pues, contradecirlo. Escribiré una obra en diez tomos negando la posibilidad del hecho; desacreditaré la hipótesis. Estas copitas que he bebido en casa de Friné me han reanimado. ¡Diablos! Esto da vueltas: ¿si estaré borracho? ¿Si iré á ponerme malo? No importa; lo principal es que les falte el hecho, el dato positivo. El animal no habla, no puede hablar. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué hermosa es Friné! ¡Qué hermosa bestia! ¡Pues Friné habla! Bien, pero ésa no se cuenta: habla como una cotorra, y no es ése el caso. Friné habla como ama, sin saber lo que hace; aquello no es amar ni hablar. ¡Pero vaya si es hermosa!
Macrocéfalo sacó del bolsillo de la levita una petaca; en la petaca había una miniatura: era el retrato de Friné. Le contempló con deleite y volvió á decir:—No, no hablan, los animales no hablan. ¡Bueno estaría que yo hubiese sostenido un error toda la vida!
En aquel momento la mosca sabia dejó oir su zumbido, voló, haciendo un espiral en el aire, y acabó por dejarse caer sobre la miniatura de Friné.
Macrocéfalo se puso pálido, miró á la mosca con ojos que ya no arrojaban chispas, sino rayos, y dijo en voz ronca:
—¡Miserable! ¿Á qué vienes aquí? ¿Te ríes? ¿Te burlas de mí?
—¡Como usted decía que los animales no hablan!
—No hablarás mucho tiempo, bachillera—gritó el sabio, y quiso coger entre los dedos á su enemiga. Pero la mosca voló lejos, y no paró hasta meter las patas en el tintero. De allí volvió arrogante á posarse en la petaca.—Oye—dijo á Macrocéfalo—los animales hablan... y escriben...—Y diciendo y andando, sobre la piel de Rusia, al pie del retrato de Friné, escribió con las patas mojadas en tinta roja: Musca vomitoria. Don Eufrasio lanzó un bramido de fiera. La mosca había volado al cráneo del sabio; allí mordió con furia... y yo vi caer sobre su cuerpo débil y raquítico la mano descarnada de Macrocéfalo. La mosca sabia murió antes de que llegase Don Eufrasio á la filosofía sintética.
Sobre la tersa y reluciente calva quedó una gota de sangre, que caló la piel del cráneo, y filtrándose por el hueso llegó á ser una estalactita en la conciencia de mi sabio amigo. Al fin había sido capaz de matar una mosca.
El sacerdote se retiraba mohíno. Mónica, la vieja impertinente y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax.
—¡Perro judío! ¡Si no fuera por la manda, ya iría yo aguantando el olor de azufre que sale de tu cuerpo maldito!... ¡No confesarse ni á la hora de la muerte!...
Este impío monólogo fué interrumpido por un ¡ay! del moribundo.
—¡Agua!—exclamaba el mísero filósofo.
—¡Vinagre!—contestó la vieja sin moverse de su sitio.
—Mónica, buena Mónica—prosiguió el doctor hablando como pudo—; tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel... tu conciencia te lo premie... esto se acaba... llegó mi hora, pero no temas...
—No, señor; pierda usted cuidado...
—No temas: la muerte es una apariencia; sólo el egoísmo... individual puede quejarse de la muerte... Yo expiro, es verdad, nada queda de mí... pero la especie permanece... No es sólo eso: mi obra, el producto de mi trabajo, los majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi personalidad en la Naturaleza, quedan también; son tuyas, ya lo sabes, pero dame agua.
Mónica vaciló, y ablandándose al cabo, cuanto un pedernal puede ablandarse, acercó á los labios de su amo no sé qué jarabe, cuya sola virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más cada vez.
—Gracias, Mónica, gracias, y adiós; es decir, hasta luego. Queda la especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la especie y los majuelos, que heredará tu sobrino, ó mejor dicho, nuestro hijo, porque ésta es la hora de las grandes verdades.
Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vió en la obscuridad de arriba la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de gallarda apostura.
—¡No sería mala especie la que saliera de tu cuerpo enclenque y de tu meollo consumido por las herejías!
Esto pensó la vieja al tiempo mismo que Pértinax entregaba los despojos de su organismo gastado al acervo común de la especie, laboratorio magno de la Naturaleza.
Amanecía.
Era la hora de las burras de leche: San Pedro frotaba con un paño el aldabón de la puerta del cielo y lo dejaba reluciente como un sol. ¡Claro! Como que era el aldabón que limpiaba San Pedro el mismísimo sol que nosotros vemos aparecer todas las mañanas por el Oriente.
El santo portero, de mejor humor que sus colegas de Madrid, cantaba no sé qué aire, muy parecido al ça irá de los franceses.
—¡Hola! Parece que se madruga—dijo inclinando la cabeza y mirando de hito en hito á un personaje que se le había puesto delante en el umbral de la puerta.
El desconocido no contestó, pero se mordió los labios, que eran delgados, pálidos y secos.
—Sin duda, prosiguió San Pedro—, ¿usted es el sabio que se estaba muriendo esta noche?... ¡Vaya una noche que me ha hecho usted pasar, compadre!... ¡No he pegado ojo en toda ella, esperando que á usted se le antojase llamar; y como tenía órdenes terminantes de no hacerle á usted aguardar ni un momento!... ¡Poquito respeto que se les tiene á ustedes aquí en el cielo! En fin, bienvenido, y y pase usted; yo no puedo moverme de aquí, pero no tiene pérdida. Suba usted... todo derecho... No hay entresuelo.
El forastero no se movió del umbral, y clavó los ojos pequeños y azules en la venerable calva de[Pg 48] San Pedro, que había vuelto la espalda para seguir limpiando el sol.
Era el recién venido, delgado, bajo, de color cetrino, algo afeminado en los movimientos, pulcro en el trato de su persona y sin pelo de barba en todo su rostro. Llevaba la mortaja con elegancia y compostura, y medía los ademanes y gestos con académico rigor.
Después de mirar una buena pieza la obra de San Pedro, dió media vuelta y quiso desandar el camino que sin saber cómo había andado, pero vió que estaba sobre un abismo de obscuridad en que había tinieblas como palpables, ruidos de tempestad horrísona, y á intervalos ráfagas de una luz cárdena, á la manera de la que tienen los relámpagos. No había allí traza de escalera, y la máquina con que medio recordaba que le habían subido, tampoco estaba á la vista.
—Caballero—exclamó con voz vibrante y agrio tono:—¿se puede saber qué es esto? ¿dónde estoy? ¿por qué se me ha traído aquí?
—¡Ah! ¿Todavía no se ha movido usted? Me alegro, porque se me había olvidado un pequeño requisito. Y sacando un libro de memorias del bolsillo, mientras mojaba la punta de un lápiz en los labios, preguntó:
—¿Su gracia de usted?
—Yo soy el doctor Pértinax, autor del libro estereotipado en su vigésima edición, que se intitula Filosofía última...
San Pedro, que no era listo de mano, sólo había escrito á todo esto Pértinax...
—Bien: ¿Pértinax de qué?
—¿Cómo de qué? ¡Ah! sí; querrá usted decir ¿de dónde? así como se dice: Tales de Mileto, Parménides de Elea... Michelet de Berlín...
—Justo, Quijote de la Mancha...
—Escriba usted: Pértinax de Torrelodones. Y ahora, ¿podré saber qué farsa es ésta?
—¿Cómo farsa?
—Sí, señor; yo soy víctima de una burla; esto es una comedia; mis enemigos, los de mi oficio, ayudados con los recursos de la industria, con efectos de teatro, exaltando mi imaginación con algún brebaje, han preparado todo esto, sin duda; pero no les valdrá el engaño: sobre todas estas apariencias está mi razón; mi razón, que protesta con voz potente contra y sobre toda esta farándula; pero no valen carátulas ni relumbrones; que á mí no se me vence con tan grosero ardid, y digo lo que siempre dije y tengo consignado en la página 315 de la Filosofía última..., nota b de la subnota alfa, á saber: que después de la muerte no debe subsistir el engaño del aparecer, y es hora de que cese el concupiscente querer vivir, Nolite vivere, que es sólo cadena de sombras engarzada en deseos, etc., etc. Conque así, una de dos: ó yo me he muerto, ó no me he muerto; si me he muerto, no es posible que yo sea yo, como hace media hora, que vivía; y todo esto que delante tengo, como sólo puede ser ante mí, en la representación no es, porque yo no soy; pero si no me he muerto, y sigo siendo yo, éste que fuí y soy, es claro que esto que tengo delante, aunque existe en mí como representación, no es lo que mis enemigos[Pg 50] quieren que yo crea, sino una farsa indigna tramada para asustarme, pero en vano, porque ¡vive Dios!...
Y juró el filósofo como un carretero. Y no fué lo peor que jurase, sino que ponía el grito en el cielo, y los que en él estaban comenzaron á despertarse al estrépito, y ya bajaban algunos bienaventurados por las escalonadas nubes, teñidas, cuál de gualda, cuál otra de azul marino.
Entretanto San Pedro se apretaba los ijares con entrambas manos, por no descoyuntarse con la risa, que le sofocaba. Más se irritaba Pértinax con la risa del Santo, y éste hubo de suspenderla para aplacarle, si podía, con tales palabras:
—Señor mío, ni aquí hay farsa que valga, ni se trata de engañar á usted, sino de darle el cielo, que, por lo visto, ha merecido por buenas obras, que yo ignoro; como quiera que sea, tranquilícese y suba, que ya la gente de casa bulle por allá dentro y habrá quien le conduzca donde todo se lo expliquen á su gusto, para que no le quede sombra de duda, que todas se acaban en esta región, donde lo que menos brilla es este sol que estoy limpiando.
—No digo yo que usted quiera engañarme, pues me parece hombre de bien; otros serán los farsantes, y usted sólo un instrumento sin conciencia de lo que hace.
—Yo soy San Pedro...
—Á usted le habrán persuadido de que lo es; pero eso no prueba que usted lo sea.
—Caballero, llevo más de 1.800 años en la portería...
—Aprensión, prejuicio...
—¡Qué prejuicio ni qué calabaza!—grita el Santo ya incomodado un tantico—; San Pedro soy, y usted un sabio como todos los que de allá nos vienen, tonto de capirote y con muchos humos en la cabeza... La culpa la tiene quien yo me sé, que no se va más despacio en el admitir gente de pluma donde bendita la falta que hace. Y bien dice San Ignacio...
Á la sazón aparecióse en el portal la majestuosa figura de un venerable anciano, vestido de amplia y blanquísima túnica, el cual, mirando con dulces ojos al filósofo colérico, le dijo, mientras cogía sus flacas manos, con las que él tenía de luz, ó, por lo menos, de algo muy tenue y esplendoroso:
—Pértinax, yo soy el solitario de Patmos; ven conmigo á la presencia del Señor, tus pecados te han sido perdonados y tus méritos te levantaron, como alas, de la tierra triste y llegaste al cielo, y verás al Hijo á la diestra del Padre... El Verbo que se hizo carne.
—Habitó entre nosotros, ya sé la historia; pero señor San Juan, digo y repito que esto es indigno, que reconozco la habilidad de los escenógrafos; pero la farsa, buena para alucinar á un espíritu vulgar, no sirve contra el autor de la Filosofía última.—Y el pobre filósofo escupía espuma de puro rabiado.
El portal estaba lleno de ángeles y querubines, tronos y dominaciones, santos y santas, beatas y beatos y bienaventurados rasos. Hacían coro alrededor del extranjero y escuchaban con sonrisa... de bienaventurados, la sabrosa plática que tenían ya entablada el autor del Apocalipsis y el de la Filo[Pg 52]sofía última. Como San Juan se explicara en términos un tanto metafísicos, fué apaciguándose poco á poco el furioso pensador, y con el interés de la polémica llegó á olvidar la que él llamaba farsa indigna.
Entre los del coro había dos que se miraban de reojo, como animándose mutuamente á echar su cuarto á espadas. Eran Santo Tomás y Hegel, que por distintas razones veían con disgusto en el cielo al autor de la Filosofía última, obra detestable en su dictamen, esta vez de acuerdo. Por fin, Santo Tomás, terciando el manteo, interrumpió al filósofo intruso, gritando sin poder contenerse:
¡Nego suppositum!
Volvióse el doctor Pértinax con altiva dignidad para contestar como se merecía al Doctor Angélico, el cual, después de haberle negado el supuesto, se preparaba á anonadarle bajo la fuerza de la Summa teológica que al efecto hizo traer de la biblioteca celestial. Diógenes el Cínico, que andaba por allí, puesto que se había salvado por los buenos chascarrillos que supo contar en vida, no por otra cosa, Diógenes opinó que la mejor manera de sacar de sus errores al doctor Pértinax era enseñarle todo el cielo, desde la bodega hasta el desván. Á esto, Santo Tomás apóstol, dijo:—Perfectamente; eso es, ver y creer. Pero su tocayo, el de Aquino, no se dió á partido; insistió en demostrar que la mejor manera de vencer los paralogismos de aquel filósofo era recurrir á la Summa. Y dicho y hecho; ya llegaba con cuatro tomos como casas sobre las robustas espaldas una especie de mozo de cordel muy[Pg 53] guapo que llamaban por allí Alejandrito, y era efectivamente Alejandro Pidal y Mon, tomista de tomo y lomo que estaba en el cielo de temporada y en calidad de corresponsal. Abrió Santo Tomás la Summa con mucha prosopopeya, y la primer q con que topó vínole como pedrada en ojo de boticario. Ya el Santo había juntado el dedo índice con el pulgar en forma de anteojo, y comenzaba á balbucir latines cuando Pértinax gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Callen todas las Escolásticas del mundo donde esté mi Filosofía última! En ella queda demostrado...
—Oiga usted, señor filósofo, interrumpió Santa Escolástica, que era una señora muy sabida; yo no quiero callar, ni es usted quién para venir aquí con esos aires de taco, y lo que yo digo es que ya no hay clases, y que aquí entra todo el mundo.
—Señora, exclamó el Santo Job, haciendo una reverencia con una teja que llevaba en la mano y usaba á guisa de cepillo—; señora, sea todo por Dios, y dejemos que entre el que lo merezca, que todos cabemos. Yo creo que mi amigo Diógenes dice bien; este caballero se convencerá de que ha vivido en un error si se le hace ver el Universo y la corte celestial tal como son efectivamente; esto no es desairar á Santo Tomás, mi buen amigo, Dios me libre de ello; pero en fin, por mucho que valga la Summa, más vale el gran libro de la Naturaleza, como dicen en la tierra; más vale la suma de maravillas que el Señor ha creado, y así, salvo mejor parecer, propongo que se nombre una comisión de[Pg 54] nuestro seno que acompañe al doctor Pértinax y le vaya haciendo ver la fábrica de la inmensa arquitectura, como dijo Lope de Vega, á quien siento no ver entre nosotros.
Grandísimo era el respeto que á todos los santos y santas merecía el Santo Job, y así, aunque otra le quedaba, el de Aquino tuvo que dar su brazo á torcer, y Pidal volvió con la Summa á la biblioteca. Procedióse á votación nominal, en la que se empleó mucho tiempo, por haber acudido al portalón del cielo más de medio martirologio, y resultaron elegidos de la comisión los señores siguientes: el Santo Job, por aclamación; Diógenes, por mayoría, y Santo Tomás apóstol, por mayoría. Tuvieron votos: Santo Tomás de Aquino, Scoto y Espartero.
El doctor Pértinax accedió á las súplicas de la comisión y consintió en recorrer todas aquellas decoraciones de magia que le podrían meter por los ojos, decía él, pero no por el espíritu.
—Hombre, no sea usted pesado—le decía Santo Tomás, mientras le cosía unas alas en las clavículas para que pudiese acompañarles en el viaje que iban á emprender. Aquí me tiene usted á mí, que me resistía á creer en la Resurrección del Maestro; vi, toqué y creí; usted hará lo mismo...
—Caballero, replicó Pértinax—, usted vivía en tiempos muy diferentes; estaban ustedes entonces en la edad teológica, como dice Comte, y yo he pasado ya todas esas edades y he vivido del lado de acá de la Crítica de la razón pura y de la Filosofía última, de modo que no creo nada, ni en la madre que me parió; no creo más que en esto: en[Pg 55] cuanto me sé de saberme, soy conscio, pero sin caer en el prejuicio de confundir la representación con la esencia, que es inasequible, esto es, fuera de, como conscio, quedando todo lo que de mí (y conmigo todo), sé, en saber que se representa todo (y yo como todo) en puro aparecer, cuya realidad sólo se inquieta el sujeto por conocer por nueva representación volitiva y afectiva, representación dañosa por irracional y pecado original de la caída, pues deshecha esta apariencia del deseo, nada queda que explorar, ya que ni la voluntad del saber queda.
Sólo el Santo Job oyó la última palabra del discurso, y rascándose con la teja la pelada coronilla, respondió:
—La verdad es que son ustedes el diablo para discurrir disparates, y no se ofenda usted, porque con esas cosas que tiene metidas en la cabeza ó en la representación, como usted quiere, va á costar sudores hacerle ver la realidad tal como es.
—¡Andando, andando!—gritó Diógenes en esto—á mí me negaban los sofistas el movimiento, y ya saben ustedes cómo se lo demostré: ¡andando, andando!
Y emprendieron el vuelo por el espacio sin fin. ¿Sin fin? Así lo creía Pértinax, que dijo:—¿Piensan ustedes hacerme ver todo el Universo?
—Sí, señor—respondió Santo Tomás apóstol (único Santo Tomás de que hablaremos en adelante)—, eso pronto se ve.
—¡Pero hombre, si el Universo (en el aparecer, por supuesto) es infinito! ¿Cómo conciben ustedes el límite del espacio?
—Lo que es concebirlo, mal; pero verlo, todos los días lo ve Aristóteles, que se da unos paseos atroces con sus discípulos, y por cierto que se queja de que primero se acaba el espacio para pasear que las disputas de sus peripatéticos.
—Pero ¿cómo puede ser que el espacio tenga fin? Si hay límite, tiene que ser la nada; pero la nada, como no es, nada puede limitar, porque lo que limita es, y es algo distinto del ser limitado.
El santo Job, que ya se iba impacientando, le cortó la palabra con éstas:
—¡Bueno, bueno, conversación! Más le vale á usted bajar la cabeza para no tropezar con el techo, que hemos llegado á ese límite del espacio que no se concibe, y si usted da un paso más, se rompe la cabeza contra esa nada que niega.
Efectivamente; Pértinax notó que no había más allá; quiso seguir, y se hizo un chichón en la cabeza.
—¡Pero esto no puede ser!—exclamó, mientras Santo Tomás aplicaba al chichón una moneda de las que llevaban los paganos en su viaje al otro mundo.
No hubo más remedio que volver pie atrás, porque el Universo se había acabado. Pero finito y todo, ¡cuán hermoso brilla el firmamento con sus millones de millones de estrellas!
—¿Qué es aquella claridad deslumbradora que brilla en lo alto, más alta que todas las constelaciones? ¿Es alguna nebulosa desconocida de los astrónomos de la tierra?
—¡Buena nebulosa te dé Dios!—contestó Santo Tomás—; aquélla es la Jerusalén celestial, de donde[Pg 57] bajamos nosotros precisamente; allí ha disputado usted con mi tocayo, y eso que brilla son las murallas de diamantes que rodean la ciudad de Dios.
—¿De manera que aquellas maravillas que cuenta Chateaubriand y que yo juzgaba indignas de un hombre serio?...
—Son habas contadas, amigo mío. Ahora vamos á descansar en esta estrella que pasa por debajo, que á fe de Diógenes, que estoy cansado de tanto ir y venir.
—Señores, yo no estoy presentable—dijo Pértinax—; todavía no me he quitado la mortaja, y los habitantes de esa estrella se van á reir de este traje indecoroso...
Los tres ciceroni del cielo soltaron la carcajada á un tiempo. Diógenes fué el que exclamó:—Aunque yo le prestara á usted mi linterna, no encontraría usted alma viviente ni en esa estrella, ni en estrella alguna de cuantas Dios creó.
—¡Claro, hombre, claro!—añadió muy serio Job—; no hay habitantes más que en la tierra: no diga usted locuras.
—¡Eso sí que no lo puedo creer!
—Pues vamos allá—replicó Santo Tomás, á quien ya se le iba subiendo el humo á las narices. Y emprendieron el viaje de estrella en estrella, y en pocos minutos habían recorrido toda la vía láctea y los sistemas estelares más lejanos. Nada, no había asomo de vida. No encontraron ni una pulga en tantos y tantos globos como recorrieron. Pértinax estaba horrorizado.
—¡Esta es la creación!—exclamó—; ¡qué soledad!
Á ver, enséñeme usted la tierra; quiero ver esa región privilegiada: por lo que barrunto, debe de ser mentira toda la cosmografía moderna, la tierra estará quieta y será centro de toda la bóveda celeste; y á su alrededor girarán soles y planetas y será la mayor de todas las esferas...
—Nada de eso—repuso Santo Tomás—; la astronomía no se ha equivocado; la tierra anda alrededor del sol, y ya verá usted qué insignificante aparece. Vamos á ver si la encontramos entre todo este garbullo de astros. Búsquela usted, santo Job, usted que es cachazudo.
—¡Allá voy!—exclamó el santo de la teja, dando un suspiro y asegurando en las orejas unas gafas. ¡Es como buscar una aguja en un pajar!... ¡Allí la veo! ¡allí va! ¡mírela usted, mírela usted qué chiquitina! ¡parece un infusorio!
Pértinax vió la tierra, y suspiró pensando en Mónica y en el fruto de sus filosóficos amores.
—¿Y no hay habitantes más que en esa mota de tierra?
—Nada más.
—¿Y el resto del Universo está vacío?
—Vacío.
—Y entonces, ¿para qué sirven tantos y tantos millones de estrellas?
—Para faroles. Son el alumbrado público de la tierra. Y sirven además para cantar alabanzas al Señor. Y sirven de ripio á la poesía. Y no se puede negar que son muy bonitas.
—¡Pero vacío todo!
—¡Vacío!
Pértinax permaneció en los aires un buen rato triste y meditabundo. Se sentía mal. El edificio de la Filosofía última amenazaba ruina. Al ver que el Universo era tan distinto de como lo pedía la razón, empezaba á creer en el Universo. Aquella lección brusca de la realidad era el contacto áspero y frío de la materia que necesitaba su espíritu para creer.—¡Está todo tan mal arreglado, que acaso sea verdad!—así pensaba el filósofo. De repente se volvió hacia sus compañeros y les preguntó:—¿Existe el infierno?
Los tres suspiraron, hicieron gestos de compasión, y respondieron:
—Sí; existe.
—Y la condenación, ¿es eterna?
—Eterna.
—¡Solemne injusticia!
—¡Terrible realidad!—respondieron los del cielo á coro.
Pértinax se pasó la mortaja por la frente. Sudaba filosofía. Iba creyendo que estaba en el otro mundo. Aquella sinrazón de todo le convencía.—¿Luego la cosmogonía y la teogonía de mi infancia eran la verdad?
—Sí: la primera y última filosofía.
—¿Luego no sueño?
—No.
—¡Confesión! ¡confesión!—gritó llorando el filósofo; y cayó desmayado en los brazos de Diógenes.
Cuando volvió en sí, estaba de rodillas, todo vestido de blanco, en los estrados de Dios, á los pies de la Santísima Trinidad. Lo que más le chocó fué[Pg 60] ver efectivamente al Hijo sentado á la diestra de Dios Padre. Como el Espíritu Santo estaba encima, entre cabeza y cabeza, resultaba que el Padre estaba á la izquierda.—No sé si un Trono ó una Dominación, se acercó á Pértinax y le dijo:
—Oye tu sentencia definitiva: y leyó la que sigue:
“Resultando que Pértinax, filósofo, es un pobre de espíritu incapaz de matar un mosquito;
“Resultando que estuvo dando alimentos y carrera por espacio de muchos años á un hijo natural habido por el tambor mayor Roque García en Mónica González, ama de llaves del filósofo;
“Considerando que todas sus filosofías no han causado más daño que el de abreviar su existencia, que no servía para bendita de Dios la cosa;
“Fallamos que debemos absolver, y absolvemos libremente al procesado, condenando en costas al fiscal señor don Ramón Nocedal, y dando por los méritos dichos al filósofo Pértinax la gloria eterna.”
Oída la sentencia, Pértinax volvió á desmayarse.
Cuando despertó, se encontró en su lecho. Mónica y un cura estaban á su lado.
—Señor—dijo la bruja—, aquí está el confesor que usted ha pedido...
Pértinax se incorporó; pudo sentarse en la cama, y extendiendo ambas manos, gritó, mirando al confesor con ojos espantados:
—Digo, y repito, que todo es pura representación, y que se ha jugado conmigo una farsa indigna. [Pg 62] Y en último caso, podrá ser cierto lo que he visto; pero entonces juro y perjuro que si Dios hizo el mundo, debió haberlo hecho de otro modo.—Y expiró de veras.
No le enterraron en sagrado.
Él lo niega en absoluto; pero no por eso es menos cierto. Sí, allá por los años de 1840 á 50 hizo versos, imitó á Zorrilla como un condenado y puso mano á la obra temeraria (llevada á término feliz más tarde por un Sr. Albornoz), de continuar y dar finiquito al Diablo Mundo de Espronceda.
Pero nada de esto deben saber los hijos de Pastrana y Rodríguez, que es nuestro héroe. Fué poeta, es verdad; pero el mundo no lo sabe, no debe saberlo.
Á los diez y siete años comienza en realidad su gloriosa carrera este favorito de la suerte en su aspecto administrativo. En esa edad de las ilusiones le nombraron escribiente temporero en el Ayuntamiento de su valle natal, como dice La Correspondencia cuando habla de los poetas y del lugar de su nacimiento.
La vocación de Pastrana se reveló entonces como una profecía.
El primer trabajo serio que llevó á glorioso remate aquel funcionario público, fué la redacción de[Pg 64] un oficio en que el alcalde de Villaconducho pedía al gobernador de la provincia una pareja de la Guardia civil para ayudarle á hacer las elecciones. El oficio de Pastrana anduvo en manos y en lenguas de todos los notables del lugar. El maestro de la escuela nada tuvo que oponer á la gallarda letra bastardilla que ostentaba el documento; el boticario fué quien se atrevió á sostener que la filosofía gramatical exigía que ayer se escribiera con h, pues con h se escribe hoy; pero Pastrana le derrotó, advirtiendo que, según esa filosofía, también debiera escribirse mañana con h.
El boticario no volvió á levantar cabeza, y Perico Pastrana no tardó un año en ser nombrado secretario del Ayuntamiento con sueldo. Con tan plausible motivo se hizo una levita negra; pero se la hizo en la capital. El Sr. Pespunte, sastre de la localidad y alguacil de la alcaldía, no se dió por ofendido: comprendió que la levita del señor secretario era una prenda que estaba muy por encima de sus tijeras; cuando en la fiesta del Sacramento vió Pespunte á Pedro Pastrana lucir la rutilante levita cerca del señor alcalde, que llevaba el farol, es verdad, pero no llevaba levita, exclamó con tono profético:
—¡Ese muchacho subirá mucho!—Y señalaba á las nubes.
Pastrana pensaba lo mismo, pero su pensamiento iba mucho más allá de lo que podía sospechar aquel alguacil que no sabía leer ni escribir é ignoraba, por consiguiente, lo que enseñan libros y periódicos á la ambición de un secretario de Ayuntamiento.
Toda la poesía que antes le llenaba el pecho y le hacía emborronar tanto papel de barbas, se había convertido en una inextinguible sed de mando y honores y honorarios. Pastrana amaba todo, como Espronceda; pero lo amaba por su cuenta y razón, á beneficio de inventario. Como era secretario del Ayuntamiento, conocía al dedillo toda la propiedad territorial del Concejo y no se le escapaban las ocultaciones de riqueza inmueble. Así como el divino Homero en el canto II de su Ilíada enumera y describe el contingente, procedencia y cualidades de los ejércitos de griegos y troyanos, Pastrana hubiera podido cantar el debe y haber de todos y cada uno de los vecinos de Villaconducho.
Era un catastro semoviente. Su fantasía estaba llena de foros y subforos, de arrendamientos, y enfiteusis, de anotaciones preventivas, embargos y céntimos adicionales. Era amigo del registrador de la propiedad, á quien ayudaba en calidad de subalterno, y sabía de memoria los libros del registro. Salía Perico á los campos á comulgar con la madre Naturaleza. Pero verán mis lectores cómo comulgaba Pastrana con la Naturaleza: él no veía la cinta de plata que partía en dos la vega verde, fecunda, y orlada por fresca sombra de corpulentos castaños que trepaban por las faldas de los montes vecinos; el río no era á sus ojos palacio de cristal de ninfas y sílfides, sino finca que dejaba pingües (pingüe era el adjetivo predilecto de Pastrana), pingües productos al marqués de Pozos-hondos, que tenía el privilegio, que no pagaba, de pescar á bragas enjutas las truchas y salmones que á la sombra[Pg 66] de aquellas peñas y enramadas buscaban mentida paz y engañoso albergue en las cuevas y en los remansos. Al correr de las linfas cristalinas, fija la mirada sobre las ondas, meditaba Pastrana, pensando, no que nuestras vidas son los ríos que van á dar á la mar, que es el morir, sino en el valor en venta de los salmones que en un año con otro pescaba el marqués de Pozos-hondos. ¡Es un abuso!, exclamaba, dejando á las auras un suspiro eminentemente municipal; y el aprendiz de edil maduraba un maquiavélico proyecto que más tarde puso en práctica, como sabrá el que leyere.
Las sendas y trochas que por montes y prados descendían en caprichosos giros, no eran ante la fantasía de Pastrana sino servidumbres de paso: los setos de zarzamora, madreselva y espino de olor, donde vivían tribus numerosas de canoras aves, alegría de la aurora, y música triste de la melancólica tarde á la hora del ocaso, teníalos Pastrana por lindes de las respectivas fincas, y nada más; y sonreía maliciosamente contemplando aquella sede de Paco Antúnez, que antaño estaba metida en un puño lejos de los mansos del cura un buen trecho, y que hogaño, desde que mandaban los liberales, andaba, andaba como si tuviera pies, prado arriba, prado arriba, amenazando meterse en el campo de la Iglesia y hasta en el huerto de la casa rectoral. Cada monte, cada prado, cada huerta veíalos Perico, más que allí donde estaban, en el plano ideal del catastro de sus sueños; y así, una casita rodeada de jardín y huerta con pomarada, oculta allá en el fondo de la vega, mirábala el secretario abrumada[Pg 67] bajo el enorme peso de una hipoteca y próxima á ser pasto de voraz concurso de acreedores; el soto del Marqués (¡siempre el Marqués!) donde crecían en inmenso espacio millares de gigantes de madera, entre cuyos pies corrían, no los gnomos de la fábula, sino conejos muy bien criados, antojábasele á Pastrana misterioso personaje que viajaba de incógnito: porque el tal soto no tenía existencia civil, no sabían de él en las oficinas del Estado.
De esta suerte discurría nuestro hombre por aquellos cerros y vericuetos, inspirado por el dios Término que adoraron los romanos, midiéndolo todo, pesándolo todo y calculando el producto bruto y el producto líquido de cuanto Dios crió. Otro aspecto de la Naturaleza que también sabía considerar Pastrana, era el de la riqueza territorial en cuanto materia imponible; él, que manejaba todos los papeles del Ayuntamiento, sabía, en cierta topografía rentística que llevaba grabada en la cabeza, cuáles eran los altos y bajos del terreno que á sus ojos se extendía, ante la consideración del fisco: aquel altozano de la vega pagaba al Estado mucho menos que el pradico de la Solana, metido de patas en el río: por lo cual estaba, según Pastrana, el pradico mucho más alto sobre el nivel de la contribución que el erguido cerro que era del marqués de Pozos-hondos, y por eso pagaba menos. Por este tenor, la imaginación de Pastrana convertía el monte en llano, y el llano en monte; y observaba que eran los pobres los que tenían sus pegujares por las nubes, mientras los ricos influyentes tenían bajo tierra sus dominios, según lo poco[Pg 68] y mal que contribuían á las cargas del Estado.
Estas observaciones no hicieron de Pastrana un filántropo, ni un socialista, ni un demagogo, sino que le hicieron abrir el ojo para lo que se verá en el capítulo siguiente.
Pastrana no daba puntada sin hilo. Aquellos paseos por los campos y los montes dieron más tarde ópimo fruto á nuestro héroe. Era necesario, se decía, sacar partido (su frase favorita) de todas aquellas irregularidades administrativas. El salmón fué ante todo el objetivo de sus maquinaciones. Varios días se le vió trabajar asiduamente en el archivo del Ayuntamiento: Pespunte le ayudaba á revolver legajos, á atar y desatar y á limpiar de polvo, ya que de paja no era posible, los papelotes del Municipio. Ocho días duró aquel trabajo de erudición concejil. Otros ocho anduvo registrando escrituras y copiando matrices en los protocolos notariales, merced á la benévola protección que le otorgaba el señor Litispendencia, escribano del pueblo. Después... Pespunte no vió en quince días á Pedro Pastrana. Se había encerrado en su casa-habitación, como decía Pespunte, y allí se pasó dos semanas sin levantar cabeza.
En la secretaría se le echaba de menos; pero el alcalde, que profesaba también profundo respeto á los planes y trabajos del secretario, no se dió por[Pg 69] entendido, y suplió, como pudo, la presencia de Pastrana. En fin, un domingo Pedro se presentó en público de levita, oyó misa mayor y se dirigió á casa del alcalde: iba á pedirle una licencia de pocos días para ir á la capital de la provincia. ¿Á qué? Ni lo preguntó el alcalde, ni Pespunte se atrevió á procurar adivinarlo. Pastrana tomó asiento en el cupé de la diligencia que pasaba por Villaconducho á las cuatro de la tarde.
El resultado de aquel viaje fué el siguiente: un opúsculo de 160 páginas en 4.° mayor, letra del 8, intitulado Apuntes para la historia del privilegio de la pesca del salmón en el río Sele, en los Pozos-obscuros del Ayuntamiento de Villaconducho, que disfruta en la actualidad el excelentísimo señor marqués de Pozos-hondos (Primera parte), por don Pedro Pastrana Rodríguez, secretario de dicho Ayuntamiento de Villaconducho.
Sí; así se llamaba la primera obra literaria de aquel Pastrana que andando el tiempo había de escribirlas inmortales, ó poco menos, no ya tratando el asunto, al fin baladí, de la pesca del salmón, sino otros tan interesantes como el de La caza y la veda, La ocultación de la riqueza territorial, Fuentes ó raíces de este abuso, Cómo se pueden cegar ó extirpar estas fuentes ó raíces.
Pero volviendo al opúsculo piscatorio, diremos que produjo una revolución en Villaconducho, revolución que hubo de transcender á los habitantes de Pozos-obscuros, queremos decir á los salmones, que en adelante decidieron dejarse pescar con cuenta y razón, esto es, siempre y cuando que el[Pg 70] privilegio de Pozos-hondos resultare claro como el agua de Pozos-obscuros: fundado en derecho. ¿Lo estaba? ¡Ah! Ésta era la gran cuestión, que Pastrana se guardó muy bien de resolver en la primera parte de su trabajo. En ella se suscitaban pavorosas dudas histórico-jurídicas acerca de la legitimidad de aquella renta pingüe—pingüe decía el texto—de que gozaba la casa de Pozos-hondos; en la sección del libro titulada Piezas justificantes, en la cual había echado el resto de su erudición municipal el autor, había acumulado argumentos poderosos en pro y en contra del privilegio; “la imparcialidad, decía una nota, nos obliga, á fuer de verídicos historiadores y según el conocido consejo de Tácito, á ser atrevidos lo bastante para no callar nada de cuanto debe decirse, pero también á no decir nada que no sea probado. Suspendemos nuestro juicio por ahora; ésta es la exposición histórica: en la segunda parte, que será la síntesis, diremos al fin nuestra opinión, declarando paladinamente cómo entendemos nosotros que debe resolverse este problema jurídico-administrativo-histórico del privilegio del Sele en Villaconducho, como le denominan antiguos tratadistas”.
El marqués de Pozos-hondos, que se comía los salmones del Sele en Madrid, en compañía de una bailarina del Real, capaz de tragarse el río, cuanto más los salmones, convertidos en billetes de Banco; el marqués tuvo noticia del folleto y del efecto que estaba causando en su distrito (pues además de salmones tenía electores en Villaconducho). Primero se fué derecho al ministro á reclamar justicia;[Pg 71] quería que el secretario fuese destituido por atreverse á poner en tela de juicio un privilegio señorial del más adicto de los diputados ministeriales; y, por añadidura, pedía el secuestro de la edición del folleto, que él no había leído, pero que contendría ataques directos ó indirectos á las instituciones.
El Ministro escribió al Gobernador, el Gobernador al Alcalde y el Alcalde llamó á su casa al Secretario para que... redactase la carta con que quería contestar al Gobernador, para que éste se entendiera con el Ministro. Ocho días después, el Ministro le decía al diputado: “Amigo mío, ha visto usted las cosas como no son, y no es posible satisfacer sus deseos; el secretario es excelente hombre, excelente funcionario y excelentísimo ministerial; el folleto no es subversivo, ni siquiera irrespetuoso respecto de sus salmones de usted; hoy lo recibirá usted por el correo, y si lo lee, se convencerá de ello. Gobernar es transigir, y pescar viene á ser como gobernar; de modo, que lo mejor será que usted reparta los salmones con ese secretario, que está dispuesto á entenderse con usted. En cuanto á destituirlo, no hay que pensar en ello; su popularidad en Villaconducho crece como la espuma, y sería peligrosa toda medida contra ese funcionario...”
Esto de la popularidad era muy cierto. Los vecinos de Villaconducho veían con muy malos ojos que todos los salmones del río cayesen en las máquinas endiabladas del Marqués; pero, como suele decirse, nadie se atrevía á echar la liebre. Así es que cuando se leyó y comentó el folleto de don Pe[Pg 72]dro Pastrana y Rodríguez, la fama de éste no tuvo rival en todo el Concejo, y muy especialmente adquirió amigos y simpatías entre los exaltados. Los exaltados eran el médico, el albéitar, Cosme, licenciado del ejército; Ginés, el cómico retirado, y varios zagalones del pueblo, no todos tan ocupados como fuera menester.
Pespunte, que también tenía ideas (él así las llamaba) un tanto calientes, les decía á los demócratas, para inter nos, que el chico era de los suyos, y que tenía una intención atroz, y que ello diría, porque para las ocasiones son los hombres, y “obras son amores, y no buenas razones”, y que detrás de lo del privilegio vendrían otras más gordas, y, en fin, que dejasen al chico, que amanecería Dios y medraríamos. Pastrana dejaba que rodase la bola; no se desvanecía con sus triunfos, y no quería más que sacar partido de todo aquello. Si los exaltados le sonreían y halagaban, no les respondía á coces, ni mucho menos, pero tampoco soltaba prenda; y le bastaba para mantener su benévola inclinación y curiosidad oficiosa, con hacerse el misterioso y reservado, y para esto le ayudaba no poco la levita de gran señor, que ahora le estaba como nunca. Pero ¡ay! pese á los cálculos optimistas de Pespunte, no iba por allí el agua del molino; los exaltados y sus favores no eran, en los planes de Pastrana, más que el cebo, y el pez que había de tragarlo no andaba por allí; de él se había de saber por el correo.
Y, en efecto, una mañana recibió el secretario una carta, cuyo sobre ostentaba el sello del Con[Pg 73]greso de los Diputados. Era una carta del señor del privilegio, era lo que esperaba Pastrana desde el primer día que había contemplado desde Puentemayor correr las aguas en remolino hacia aquel remanso donde las sombras del monte y del castañar obscurecían la superficie del Sele. El marqués capitulaba y ofrecía al activo y erudito cronista de sus privilegios señoriales su amistad é influencia; era necesario que en este país, donde el talento sucumbe por falta de protección, los poderosos tendieran la mano á los hombres de mérito. En su consecuencia, el Marqués se ofrecía á pagar todos los gastos de publicación que ocasionara la segunda parte de la “Historia del privilegio de pesca”, y en adelante esperaba tener un amigo particular y político en quien tan respetuosamente había tratado la arriesgada materia de sus derechos señoriales. Pastrana contestó al Marqués con la finura del mundo, asegurándole que siempre había creído en los sólidos títulos de su propiedad sobre los salmones de Pozos-obscuros, los cuales salmones llevaban en su dorada librea, como los peces del Mediterráneo llevan las barras de Aragón, las armas de Pozos-hondos, que son escamas en campo de oro. De paso manifestaba respetuosamente al señor Marqués que el soto grande estaba muy mal administrado, que en él hacían leña todos los vecinos, y que si se trataba de evitarlo, era preciso hacerlo de modo que no se enterase la Administración de la falta de existencia económico-civil-rentística del soto, finca anónima en lo que toca á las relaciones con el Fisco. El Marqués, que algunas veces había oído en[Pg 74] el Congreso hablar de este galimatías, sacó en limpio que el secretario sabía que el soto grande no pagaba contribución. Nueva carta del Marqués, nuevos ofrecimientos, réplica de Pastrana diciendo que él era un pozo tan hondo como el mismísimo Pozos-hondos, y que ni del soto ni de otras heredades, que en no menos anómala situación poseía el Marqués, diría él palabra que pudiese comprometer los sagrados intereses de tan antigua y privilegiada casa. Pocos meses después los exaltados decían pestes de Pastrana, á quien el marqués de Pozos-hondos hacía administrador general de sus bienes raíces y muebles en Villaconducho, aunque á nombre de su señor padre, porque Pedro no tenía edad suficiente para desempeñar sin estorbos de formalidades legales tan elevado cargo.
Y en esto se disolvieron las Cortes y se anunciaron nuevas elecciones generales. Por cierto que cuando leyó esta noticia en la Gaceta estaba Pastrana entresacando pinos en la Grandota, otra finca que no tenía relaciones con el Fisco; entresaca útil, en primer lugar, para los pinos supervivientes, como los llamaba el administrador; en segundo lugar, para el Marqués, su dueño, y en el último lugar, para Pastrana, que de los pinos entresacados entresacaba él más de la mitad moralmente en pago de tomarse por los intereses del amo un cuidado que sólo prestaría un diligentísimo padre de familia. Y ya que voluntariamente prestaba la culpa levísima, no quería que fuese á humo de pajas. En cuanto leyó lo de las elecciones, comparó instintivamente los votos con los pinos, y se propuso, para[Pg 75] un porvenir quizá no muy lejano, entresacar electores en aquella dehesa electoral de Villaconducho. Pespunte, que se había resellado como Pastrana, pues para los admiradores como el sastre, incondicionales, las ideas son menos que los ídolos, Pespunte no podía imaginar adónde llegaban los ambiciosos proyectos de don Pedro. Lo único que supo, porque esto fué cosa de pocos días, y público y notorio, que el alcalde no haría aquellas elecciones, porque antes sería destituido. Como lo fué efectivamente. Las elecciones las hizo el señor administrador del excelentísimo señor marqués de Pozos-hondos, presidente del Ayuntamiento de Villaconducho, comendador de la Orden de Carlos III, señor don Pedro Pastrana y Rodríguez. Un día antes del escrutinio general, se publicó la segunda parte de los “Apuntes para la historia del privilegio”; en ella se demostraba finalmente que ya en tiempo del rey Don Pelayo pescaban salmones en el Sele sus próximos parientes los Marqueses de Pozos-hondos, encargados de suministrar el pescado necesario á todos los ejércitos del rey de la Reconquista durante la Cuaresma. Al siguiente día se recogieron las redes y se vació el cántaro electoral, todo bajo los auspicios de Pastrana; jamás el Marqués había tenido tamaña cosecha de votos y salmones.
Es necesario, para el regular proceso de esta verídica historia, que el lector, en alas de su ardiente fantasía, acelere el curso de los años y deje atrás no pocos. Mientras el lector atraviesa el tiempo de un brinco, Pastrana, por sus pasos contados, atraviesa multitud de funciones públicas, unas retribuídas y otras no, meramente honoríficas. Hechas las elecciones, resultó que el marqués de Pozos-hondos era cinco veces más popular en Villaconducho que su enemigo el candidato de oposición. De resultas de esta popularidad del Marqués, hubo que hacer á Pastrana administrador de Bienes Nacionales. También se le formó expediente por cohecho y se le persiguió en justicia por no sé qué minuciosas formalidades de la ley electoral; el Marqués bien hubiera querido dejar en la estacada á su administrador de votos, salmones y hacienda; pero don Pedro Pastrana hizo comprender perfectamente al magnate la solidaridad de sus intereses, y salió libre y sin costas de todas aquellas redes con que la ley quería pescarle. Pastrana no perdonó al Marqués el poco celo que había manifestado por salvarle.
Al año siguiente, en que hubo nuevas elecciones para Constituyentes nada menos, el candidato de oposición fué cinco veces más popular que el Marqués. Bueno es advertir que el candidato de oposi[Pg 77]ción ya no era de oposición, porque habían triunfado los suyos. El Marqués se quedó sin distrito; y como se había acabado el tiempo del monopolio (según decía Pespunte, que se había echado al río para deshacer á hachazos las máquinas de pescar salmones), como ya no había clases, el pueblo pudo pescar á río revuelto, y aquel año la bailarina del Marqués no comió salmón. Pasó otro año, hubo nuevas elecciones, porque las cortes las disolvió no sé quién, pero, en fin, uno de tropa, y entonces no fueron diputados ni el Marqués ni su enemigo, sino el mismísimo don Pedro Pastrana, que, una vez encauzada la revolución... y encauzado el río, cogió las riendas del gobierno de Villaconducho, y en nombre de la libertad bien entendida, y para evitar la anarquía mansa de que estaban siendo víctimas el distrito y los salmones, se atribuyó el privilegio de la pesca y el alto y merecido honor de representar ante el nuevo Parlamento á los villaconduchanos.
Y aquí era donde yo le quería ver.
Tiene la palabra La Correspondencia:
“Ha llegado á Madrid el señor don Pedro Pastrana Rodríguez, diputado adicto por el distrito de Villaconducho, vencedor del Marqués de Pozos-hondos en una empeñada batalla electoral.”
Pasan algunos días; vuelve á tener la palabra La Correspondencia:
“Es notabilísima, bajo muchos conceptos, y muy alabada de las personas competentes, la obra publicada recientemente sobre Los amillaramientos y abusos inveterados de la ocultación de riqueza territorial, por el diputado adicto señor don Pedro Pastrana Rodríguez.”
“Ha sido nombrado de la comisión de *** el reputado publicista financiero señor don Pedro Pastrana Rodríguez, diputado adicto por Villaconducho.”
“No es cierto que haya presentado voto particular en la célebre cuestión de los tabacos de la Vuelta del Medio, el ilustrado individuo de la comisión señor Pastrana Rodríguez.”
“Digan lo que quieran los maliciosos, no es cierto que el ilustre escritor señor Pastrana, haya adquirido la propiedad de la marca Aliquid chupatur, con que se distinguen los acreditados tabacos de Vuelta del Medio. No es el señor Pastrana el nuevo propietario, sino su paisano y amigo el alcalde de Villaconducho, señor Pespunte.”
“Ha sido aprobado el proyecto de ley del ferrocarril de Villaconducho á los Tuétanos, montes de la provincia de ***, riquísimos en mineral de plata; los cuales Tuétanos serán explotados en gran escala por una gran Compañía, de cuyo Consejo de administración no es cierto que sea presidente el individuo de la Comisión á cuya influencia se dice que es debida la concesión de dicho ferrocarril.”
“Parece cosa decidida el viaje del Jefe del Estado á la provincia de ***. Asistirá á la inauguración del ferrocarril de los Tuétanos, hospedándose en la[Pg 79] quinta regia que en aquella pintoresca comarca posee el señor Pastrana.”
“No pueden ustedes figurarse á qué grado llegan el acendrado patriotismo y la exquisita amabilidad que distinguen al gran hacendista, de quien fué huésped S. M., nuestro amigo y paisano el señor marqués de Pozos-oscuros, presidente, como saben nuestros lectores, de la Comisión encargada de gestionar un importante negocio en las capitales de Europa.”
“Ha sido nombrado presidente de la Comisión que ha de presentar informe en el famoso negocio de los tabacos de Vuelta del Medio, el señor marqués de Pozos-oscuros, ya de vuelta de su viaje á las cortes extranjeras.”
“Satisfactoriamente para el sistema parlamentario y su prestigio, ha terminado en la sesión de ayer tarde el ruidoso incidente que había surgido entre el señor marqués de Pozos-oscuros y el señor Pespunte, diputado por la Vuelta del Medio. El señor Pespunte, en el calor de la discusión, y un tanto enojado por el calificativo de ingrato que le había dirigido el presidente de la Comisión, pronunció palabras poco parlamentarias, tales como ‘ropa sucia’, ‘manos puercas’, ‘río revuelto’, ’bragas enjutas’, ‘fumarse la isla’, ‘merienda de negros’, ‘presidio suelto’, ‘cocinero y fraile’, ‘peces gordos’, y otras no menos malsonantes. El digno diputado de la isla hubo de retirarlas ante la actitud enérgica del señor marqués de Pozos-hondos, ministro de Hacienda, que declaró que la honra del señor marqués de Pozos-oscuros estaba muy alta[Pg 80] para que pudieran mancharla ciertas acusaciones. Nos alegraríamos, por el prestigio del sistema parlamentario, de que no se repitieran escenas de esta índole, tan frecuentes en otros Parlamentos, pero no en el nuestro, modelo de templanza”.
Hasta aquí La Correspondencia.
Ahora un oficio de la fiscalía: “Advierto á usted, para los efectos consiguientes, que ha sido denunciado por esta fiscalía el número primero del periódico El Puerto de Arrebata-capas, por su artículo editorial, que titula ‘¡Vecinos, ladrones!’ que empieza con las palabras ‘Pozos obscuros, y muy obscuros’, y termina con las ‘á la cárcel desde el Congreso’.”
EPÍLOGO
La Correspondencia: “Para el estudio del proyecto de reforma del Código Penal ha sido nombrada una Comisión compuesta por los señores siguientes: Presidente, D. Pedro Pastrana Rodríguez...”
Mi querida Doña Encarnación: Ya sé que las de Pinto dijeron por ahí á los amigos que las de Covachuelón no iríamos á las fiestas por falta de posibles ó por falta de amor á los regocijos, como dice mi Juan que se llama eso; no haga usted pizca de caso, porque ya nos hemos encargado los sombreros, de ésos que parecen de hombre, que son la última moda, según dijo la modista, que es de París de Francia, como si dijéramos; porque si bien ella no nació allá ni lo vió con sus propios ojos, su marido es de pura raza parisién: ¡conque figúrese usted! Iremos, y tres más, lo cual, para evitarle á usted molestias de andar buscando casa y demás, nos iremos derechitos á la suya, y así se ahorra usted la incomodidad de tener que entenderse con fondistas y amas de huéspedes, que en estos días sacarán la tripa de mal año y pedirán por una habitación un ojo de la cara. Adjunta les remito la lista de las monadas y cachivaches que mi hija la mayor quiere que usted le tenga comprados para el mismo día en que lleguemos; porque todo su prurito es que de cien lenguas se la tome por una madrileña; porque ser provinciana es muy cursi, ya ve usted; y aunque yo la digo que lo que se hereda no se hurta, y[Pg 82] que de la casta le viene al galgo... y que una Covachuelón, que desciende de cien Covachuelones, aunque sea con el aire de la montaña, puede tenérselas tiesas, en punto á buen tono y chicq (sic) con la más encopetada cortesana, que puede ser hija de un cualquiera; digo que, á pesar de esto, la niña quiere que usted la tenga preparados esos trastos; y no es que aquí no haya guantes de ésos que llegan hasta los hombros, porque también los vende, la modista que tiene un marido de París; pero ¿qué quiere usted?, estas muchachas del día están perdidas por no ser de su tierra. Y mire usted en confianza, doña Encarnación, y aquí inter nos, como dicen los franceses, la chica está en estado de merecer, y aquí todos son pelagatos; no hay proporciones; ¿quién sabe si alguno de esos caballeros en plaza, de que tanto hablan los periódicos, se enamorará de mi niña? En ese caso, nos quedaríamos á vivir en Madrid, que es lo que yo le digo á Juan; pero mi Juan es tan terco, que no quiere abandonar este destino humilde, indigno de un Covachuelón, porque dicen que es seguro, y manos puercas. ¡Como si no conociéramos el mundo, doña Encarnación, y no supiéramos que eso de gajes es cosa común á todos los destinos, con tal que haya buena voluntad! Yo, á decir la verdad, no sé de qué son esos caballeros en plaza; pero sin duda serán unos cumplidos caballeros que apaleen el oro, ó por lo menos las fanegas de trigo, que todo es apalear. Demás de esto, mi Juan, que tiene mucho amor á las Instituciones, no perderá el tiempo durante nuestra estancia en ésa, ni se dormirá en las pajas, porque[Pg 83] el Ministro le tiene ofrecido torres y montones; pero ojos que no ven... y así atenaceándole de cerca y no dejándole ni á sol ni sombra, verá usted cómo se logra un ascenso, que buena falta nos hace, porque con este modestísimo sueldo y todas las manos que Juan quiera, no se puede vivir: y si no, ahora se ve, lo que es una deshonra, que para emprender un viaje á la Corte, con rebaja de precio y todo, la familia de un Covachuelón se halla obligada á vender los cubiertos de plata y algunas alhajas de los Covachuelones que fueron. Dígales, dígales usted á las de Pinto (sin contarles lo de los cubiertos), cuánto hacen y pueden los de Covachuelón en alas ó en aras (nunca digo bien esta palabra) de su amor á las Instituciones. Aquí se ha corrido el rumor de que por culpa de Moyano ya no había fiestas; que es ese señor, que dicen que es muy feo, y lo prueban, había aguado la función; pero no lo hemos creído, porque es imposible. Dios no puede consentir que mi hija se quede sin su caballero en plaza, porque eso sería como quedarse en la calle; ni mi esposo ha de pudrirse y pudrirme en este rincón obscuro; los Covachuelones pican más alto, y amanecerá Dios y medraremos: porque la mala voluntad de las de Pinto poco podrá contra los altos escrutinios de la Providencia, que á todas voces llama á los de Covachuelón á la Corte. Diga usted de mi parte al señor don Juan, su marido (¡qué diferencia entre los dos Juanes! el de usted tan dócil, tan rico y tan amigo de su negocio), pues dígale usted que me busque sin pérdida de tiempo papeleta para todas par[Pg 84]tes: queremos verlo todo, lo que se llama todo, porque ¿á qué estamos? no es cosa de vender una los cubiertos para volverse luego dejando por ver alguna cosa. He leído en La Época que los provincianos llegarían tarde para sacar papeleta: ¡qué sabrá ella! La Época; como si esos perdularios gacetilleros, que son la perdición del país, hubieran de ser antes que nosotros, que servimos á la Patria y á las Instituciones desde un rincón de España, con celo, inteligencia y lealtad, como decían los mismísimos liberales cuando dejaron cesante á mi marido. ¡Sería de contar que la señora de Covachuelón é hija se quedaran sin papeleta para ver todo lo reservado y todo lo no reservado!
Hemos de verlo todo: dígaselo usted así á don Juan: no rebajo nada.
¡Oh, quién fuera condesa, amiga mía! Pero de menos nos hizo Dios, y como Juan, el mío, ande derecho y en un pie, y haga lo que yo le diga, ¡quién sabe adónde podremos llegar, y si vendrá día en que yo le vea á él mismo hecho un caballero en plaza, título que me suena de perlas, y que no puedo quitármelo de la imaginación! No canso más; consérvese usted buena y no se olvide de los encarguitos. Su amiga de toda la vida que desea abrazarla pronto,
Purificación de los Pinzones de Covachuelón.
P. D. Le advierto á usted que Juan se muere por los caracoles, y le dará usted una sorpresa agradable si se los presenta para almorzar el día que lleguemos. Supongo que irán ustedes á esperarnos[Pg 85] con los criados, porque llevaremos mucho equipaje, y esos mozos de cordel la confunden á una con una palurda y piden un sentido. Suya,
Purificación.
Otra P. D. Le advierto á usted que en las camisolas y en los pañuelos que le encargué el otro día para Juan, han de ponerse estas letras: P. Juan, que no significan Padre Juan, sino que Juan es marido de Purificación, como usted sabe. Un Covachuelón no podría poner en sus camisas unas simples iniciales como cualquiera. Expresiones á su Juan de usted.
Pura.
Pajares, 1.º Febrero.
Mi querida Visitación: Cuando ésta llegue á tus manos estará tu pobre Pura, tu buena amiga, enterrada en vida, con no sé cuántos kilómetros de nieve sobre la cabeza. Nos ha cogido la mayor nevada del siglo en medio del puerto, y no podemos volver atrás ni llegar á nuestro bendito pueblo, del que ojalá no hubiéramos salido nunca. El correo lo llevan los peatones; yo he ofrecido el oro y el moro por que me pasara un peatón, y por que me pesaran en el estanquillo, para llegar á mi destino en calidad de certificado, costara los sellos que costara: ¡imposible! me fué forzoso renunciar á mi proyecto, y aquí me tienes extraviada en el camino como carta de Posada Herrera. Mi Juan, ese hombre de bien, no hace más que dar pataditas en el suelo, soplarse las manos y exclamar de vez en cuando: ¡mal[Pg 86]dita sea mi suerte! ¡Calzonazos! ¡Como si no fuera él la causa de todos nuestros males! Figúrate, tú, Visita, que lo primero que hace Juan en cuanto llegamos á Madrid, es coger una pulmonía. Verdad es que por más de veinticuatro horas la disimuló para que yo no me incomodara y pudiese ver los festejos; pero ¡buenos festejos te dé Dios! Yo quería estar en todas partes á un tiempo, como es natural en tales casos; para esto es necesario correr mucho; pues nada, Juan no daba paso; que le dolía esto, que le dolía lo otro, y no se meneaba. Tomamos un coche para los tres, el cochero refunfuña y me dice no sé qué groserías respecto á si yo abultaba por cuatro, y Juan... ¡qué te parece! no le rompió nada.
Se pone en movimiento aquel armatoste y á los cuatro pasos el caballo... cae muerto. Juan se enfureció porque yo le eché á él la culpa; pelea tú con un hombre así; en fin, nos volvemos á casa, y doña Encarnación, con una oficiosidad que me da mala espina, declara que Juan está malo y que debe acostarse; y se acuesta, y viene el médico, y dice que mi esposo tiene pulmonía. Ya ves cómo todos se conjuraban contra mí. ¡Adiós visitas al Ministro, adiós ascenso, adiós quedarnos en Madrid! Añade á esto que doña Encarnación, que es una jamona muy presumida, no había comprado más que adefesios para mi hija, todo cursi y de moda del año ocho. Purita pataleó y echó la culpa á su papá, que efectivamente es quien nos trae en estos malos pasos de ser provincianas y tener que guiarnos por los envidiosos de Madrid. Pedíamos billetes á D. Juan: ¡que si quieres! ni uno solo había po[Pg 87]dido conseguir, y eso que amenazó con la dimisión de su destino, pero no dimitió: ¡qué había de dimitir, si estos burócratas de Madrid no saben lo que es dignidad! Pero dirás tú, y con razón: ¿por qué tu Juan había de necesitar que nadie mendigara billetes para su mujer? Es verdad, y en eso hablas como una Santa Teresa; pero Juan, nada, en su cama, queja que te quejarás, preparándose á bien morir y sin pensar en billetes, ni en caballeros en plaza, ni en ascensos, ni en todo eso que me trajo á la corte en mal hora. En fin, Visita, no hemos visto nada, á no ser las iluminaciones, que valientes iluminaciones estaban; y se dió el caso de andar la familia de Covachuelón sin cabeza (porque la cabeza tenía malo el pulmón), de andar por aquellas plazuelas y calles de Dios, como unas cualesquiera, como unos papanatas, codeándose con la plebe y teniendo que dejar la acera á los que la llevasen, aunque fueran hijos del verdugo. Aquí no se respetan las clases, ni el abolengo, y no le conocen á una en la cara los pergaminos ni la categoría. No creas que el bullicio fué tan grande como dicen, y de mí te puedo asegurar que no grité viva nada, porque esto no es modo de tratar á la gente. ¿Te acuerdas de aquel don Casimiro á quien sacamos diputado por los pelos, y gracias á estanquillos y chorizos de los decomisados? Pues ¡asómbrate! don Casimiro, que tenía un paquete de entradas para todas partes, pasó junto á nosotros sin saludarnos, en un coche muy elegante, que no sé de dónde lo habrá sacado ese pelagatos. Y dicen que la conciliación se arraiga y que esto va á durar; ¡mira tú[Pg 88] qué postura de conciliación es ésta, ni si lleva trazas de arraigarse un Ministerio tan destartalado y montado al aire! Después de ver tanta farsa y tanto descaro, no me quedaba más que ver, y quise volverme á mi tierra; el mismo día en que la enfermedad de Juan hacía crisis, según dijo el médico, cogí á Juan por los pies, le vestí, y lo tapé, y escondí entre cinco mantas: hice la crisis yo, y nos metimos en el tren correo. Juan, dócil por la primera vez de su vida, se puso bueno en el camino, ó por lo menos disimuló el mal; y aquí nos tienes con la nieve al cuello, en un lugarón que no tiene nombre en el mapa; yo furiosa, Purita desesperanzada de coger una proporción, y Juan dando pataditas en el suelo, soplándose los nudillos y murmurando á cada paso: “¡Maldita sea mi suerte!”
Si algún día llego á mi casita, y desempeño los cubiertos, y junto algunos cuartos procedentes de las manos de Juan, que él llama groseramente puercas, y pongo esos cuartos á réditos y saco una renta regular para ir tirando... te juro, Visita (tanto es lo que aborrezco la conciliación), te juro que presento la renuncia del destino de Juan y me declaro ilegala.
Purificación.
Como un león en su jaula, bostezaba el diablo en su trono; y he observado que todas las potestades, así en la tierra como en el cielo y en el infierno, tienen gran afición al aparato majestuoso y solemne de sus prerrogativas, sin duda porque la vanidad es flaqueza natural y sobrenatural que llena los mundos con sus vientos, y acaso los mueve y rige. Bostezaba el diablo del hambre que tenía de picardías que por aquellos días le faltaban, y eran los de Semana Santa.
Tal como se muere de inanición el cómico en esta época del año, así el diablo expiraba de aburrido; y no bastaban las invenciones de sus palaciegos para divertirle el ánimo, alicaído y triste con la ausencia de bellaquerías, infamias y demás proezas de su gusto.
Según bostezaba y se aburría, ocurriósele de pronto una idea, como suya, diabólica en extremo; y como no peca S. M. in inferis de irresoluta, dando un brinco como los que dan los monos, pero mucho más grande, saltó fuera de sus reales, y se quedó en el aire muy cerca de la tierra, donde es huésped agasajado y bienquisto por sus frecuentes visitas.
Fué la idea que se le ocurrió al demonio, que por entonces comenzaba la tierra madre á hincharse con la comenzón de dar frutos, yéndosele los antojos en flores, que lo llenaban todo de aromas y de alegres pinturas, ora echadas al aire, y eran las alas de las mariposas, ora sujetas al misterioso capullo, y eran los pétalos.
Bien entiende el diablo lo que es la primavera, que antes de ser diablo fué ángel y se llamó luz bella, que es la luz de la aurora, ó la luz triste de la tarde, que es la luz de la melancolía y de las aspiraciones sin nombre que buscan lo infinito. Lo que sabe el diablo de argucias, díganlo San Antonio y otros varones benditos, que lucharon con fatiga y sudor entre las tentaciones del enemigo malo y las inefables y austeras delicias de la gracia. Claro es que al atractivo celestial, nada hay comparable, ni de lejos, y que soñar con tales comparaciones es pecar mortalmente; pero también es cierto que, aparte de Dios, nada hay tan poderoso y amable, á su manera, como el diablo; siendo todo lo que queda por el medio, insulso, tibio y de menos precio, sea bueno ó malo. Para todo corazón grande, el bien, como no sea el supremo, que es Dios mismo, vale menos que el mal cuando es el supremo, que es el demonio.
Al ver que brotaba la primavera en los botones de las plantas y en la sangre bulliciosa de los animales jóvenes, se dijo “ésta es la mía”, el diablo, gran conocedor de las inclinaciones naturales. Aunque le teme y huye, no quiere el diablo mal á Dios, y mucho menos desconoce su fuerza omnipo[Pg 91]tente, su sabiduría y amor infinito, que á él no le alcanza, por misterioso motivo, cuyo secreto el mismísimo demonio respeta, más reverente que algunos apologistas cristianos. Y así, mirando al cielo, que estaba todo azul al Oriente y al Poniente se engalanaba con ligeras nubecillas de amaranto, decía el diablo con acento plañidero, pero no rencoroso, digan lo que quieran las beatas, que hasta del diablo murmuran y le calumnian; digo que decía el diablo: “Señor, de tu propia obra me valgo y aprovecho: tú fuiste, y sólo tú, quien produjo esta maravilla de las primaveras en los mundos, en una divina inspiración de amor dulcísimo y expansivo, que jamás comprenderán los hombres que son religiosos por manera ascética; ¿y qué es la primavera, Señor? Un beso caliente y muy largo que se dan el sol y la tierra, de frente, cara á cara, sin miedo. ¡Pobres mortales! Los malos, los que saben algo de la verdad del buen vivir, están en mi poder, y los buenos, los que vuelven á Ti los ojos, Dios Eterno, quiérente de soslayo, no con el alma entera; no entienden lo que es besar de frente y cara á cara, como besa el sol á la tierra, y tiemblan, vacilan y gozan de tibias delicias, más ideadas que sentidas; y acaso es mayor el placer que les causa la tentación con que yo les mojo los labios, que el alabado gozo del deliquio místico, mitad enfermedad, mitad buen deseo...”
Comprendió el diablo que se iba embrollando en su discurso, y calló de repente, prefiriendo las obras á las palabras, como suelen hacer los malvados, que son más activos y menos habla[Pg 92]dores que la gente bonachona y aficionada al verbo.
Sonrió S. M. infernal con una sonrisa que hubiera hecho temblar de pavor á cualquier hombre que le hubiese visto: y varios ángeles que de vuelta del mundo pasaban volando cerca de aquellas nubes pardas donde Satanás estaba escondido, cambiaron por instinto la dirección del vuelo, como bandada de palomas que vuelan atolondradas con distinto rumbo al oir el estrépito que hace un disparo cuando retumba por los aires. Mira el diablo á los ángeles con desprecio, y volviendo en seguida los ojos á la tierra, que á sus pies se iba deslizando como el agua de un arroyo, dejó que pasara el Mediterráneo, que era el que á la sazón corría hacia Oriente por debajo, y cuando tuvo debajo de sí á España, dejóse caer sobre la llanura, y como si fuera por resorte, redújose con el choque de la caída, la estatura del diablo, que era de leguas, á un escaso kilómetro.
El sol se escondía en los lejanos términos, y sus encendidos colores reflejábanse en el diablo de medio cuerpo arriba, dándole ese tinte mefistofélico con que solemos verle en las óperas, merced á la lámpara Drumont ó á las luces de bengala. Puso el Señor de los Abismos la mano derecha sobre los ojos y miró en torno, y no vió nada á la investigación primera, mas luego distinguió de la otra parte del sol como la punta de una lanza enrojecida al fuego. Era la veleta de una torre muy lejana. En unos doce pasos que anduvo, vióse el diablo muy cerca de aquella torre, que era la de la catedral de una ciudad muy antigua, triste y vieja, pero no[Pg 93] exenta de aires señoriales y de elegancia majestuosa. Tendióse cuan largo era por la ribera de un río que al pie de la ciudad corría (como contando con las quejas de su murmullo la historia de su tierra), y estirando un tanto el cuello, con postura violenta, pudo Satanás mirar por las ventanas de la catedral lo que pasaba dentro. Es de advertir que los habitantes de aquella ciudad no veían al diablo tal como era, sino parte en forma de niebla que se arrastraba al lado del río perezosa, y parte como nubarrón negro y bajo que amenaza tormenta y que iba en dirección de la catedral desde las afueras. Verdad es que el nubarrón tenía la figura de un avechucho raro, así como cigüeña con gorro de dormir; pero esto no lo veían todos, y los niños, que eran los que mejor determinaban el parecido de la nube, no merecían el crédito de nadie. Un acólito de muy tiernos años, que había subido en compañía del campanero á tocar las oraciones, le decía:—Señor Paco, mire usted este nubarrajo que está tan cerca, parece un aguilucho que vuelve á la torre, pero trae una alcuza en el pico; vendrá por aceite para las brujas. Pero el campanero, sin contestar palabra ni mirar al cielo, daba la primer campanada, que despertaba á muchos vencejos y lechuzas dormidos en la torre. Sonaba la segunda campanada solemne y melancólica, y los pajarracos revolaban cerca de las veletas de la catedral; el chico, el acólito, continuaba mirando al nubarrón, que era el diablo; y á la campanada tercera seguía un repique lento, acompasado y grave, mientras que los otros campanarios de la ciudad vetusta co[Pg 94]menzaban á despertarse y á su vez bostezaban con las tres campanadas primeras de las oraciones.
Cerró la noche, el nubarrón se puso negro del todo, y nadie vió las ascuas con que el diablo miraba al interior de la catedral por unos vidrios rotos de una ventana que caía sobre el altar mayor, muy alumbrado con lámparas que colgaban de la alta bóveda y con velas de cera que chisporroteaban allá abajo.
El aliento del diablo, entrando por la ventana de los vidrios rotos, bajaba hasta el altar mayor en remolinos, y movía el pesado lienzo negro que tapaba por aquellos días el retablo de nogal labrado. Á los lados del altar, dos canónigos, apoyados en sendos reclinatorios, sumidos los pliegues del manteo en ampuloso almohadón carmesí, meditaban á ratos, y á ratos leían la pasión de Cristo. En el recinto del altar mayor, hasta la altísima verja de metal dorado con que se cerraba, nadie más había que los dos canónigos; detrás de la verja, el pueblo devoto, sumido en la sombra, oía con religiosa atención las voces que cantaban las Lamentaciones, los inmortales trenos de Jeremías. Cuando el monótono cántico de los clérigos cesaba, tras breve pausa, los violines volvían á quejarse, acompañando á los niños de coro, tiples y contraltos, que parecían llegar á las nubes con los ayes del Miserere. Diríase que cantaban en el aire, que se cernían las notas aladas en la bóveda, y que de pronto, volando, volando, subían hasta desvanecerse en el espacio. Después las voces del violín y las voces del colegial tiple emprendían juntas el vuelo, jugaban, como las mari[Pg 95]posas, alrededor de las flores ó de la luz, y ora bajaban las unas en pos de las otras hasta tocarse cerca del suelo, ora, persiguiéndose también, salían en rápida fuga por los altos florones de las ventanas, á través de las cortinas cenicientas y de los vidrios de colores. Nuevo silencio; cerca del altar mayor se extinguía una luz, de varias colocadas en alto, sobre un triángulo de madera sostenido por un mástil de nogal pintado. Entonces como risas contenidas, pero risas lanzadas por bocas de madera, se oían algunos chasquidos; á veces los chasquidos formaban serie, las risas eran carcajadas; eran las carcajadas de las carracas que los niños ocultaban, como si fueran armas prohibidas preparadas para el crimen. El incipiente motín de las carracas se desvanecía al resonar otra vez por la anchurosa nave el cántico pesado, estrepitoso y lúgubre de los clérigos del coro.
El diablo seguía allá arriba alentando con mucha fuerza, y llenaba el templo de un calor pegajoso y sofocante: cuando oyó el preludio inseguro y contenido de las carracas, no pudo contener la risa, y movió las fauces y la lengua de un modo que los fieles se dijeron unos á otros:—¿Será el carracón de la torre? ¿Pero por qué le tocan ahora? Un canónigo, mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo de hierbas, decía para sí:—¡Ese Perico es el diablo, el mismo diablo! ¡Pues no se ha puesto á tocar el carracón del campanario! Y todo era que el diablo, no Perico, sino el diablo de veras, se había reído. El canónigo, que sudaba, miró hacia el retablo y vió el lienzo negro que se movía;[Pg 96] volvió los ojos á su compañero, sumido en la meditación, y le dijo en voz muy baja y sin moverse: —¿Qué será? ¿No ve usted cómo se menea eso?
El otro canónigo era muy pálido. No sudaba ni con el calor que hacía allí dentro. Era joven; tenía las facciones hermosas y de un atrevido relieve; la nariz era acaso demasiado larga, demasiado inclinada sobre los labios y demasiado carnosa; aunque aguda, tenía las ventanas muy anchas, y por ellas alentaba el canónigo fuertemente, como el diablo de allá arriba.—No es nada—contestó sin apartar los ojos del libro que tenía delante; “es el viento que penetra por los cristales rotos”. En aquel momento todos los fieles pensaban en lo mismo y miraban al mismo sitio; miraban al altar y al lienzo que se movía, y pensaban: “¿qué será esto?” Las luces del triángulo puesto en alto se movían también, inclinándose de un lado á otro alrededor del pábilo, y brillaban cada vez más rojas, pero como envueltas en una atmósfera que hiciera difícil la combustión. El canónigo viejo se fué quedando aletargado ó dormido; la misma torpeza de los sentidos pareció invadir á los fieles, que oían como en sueños á los que en el coro cantaban con perezoso compás y enronquecidas voces. El diablo seguía alentando por la ventana de los vidrios rotos. El canónigo joven estaba muy despierto y sentía una comezón que no pudo dominar al cabo; pasó una mano por los ojos, anduvo en los registros del libro, compuso los pliegues del manteo, hizo mil movimientos para entretener el ansia de no sabía qué, que le iba entrando por el corazón y los sentidos;[Pg 97] respiró con fuerza inusitada, levantando mucho la cabeza... y en aquel momento volvió á cantar el colegial que subía á las nubes con su voz de tiple. Era aquella voz para los oídos del canónigo inquieto de una extraña naturaleza, que él se figuraba así, en aquel mismo instante en que estaba luchando con sus angustias; era aquella voz de una pasta muy suave, tenue y blanquecina; vagaba en el aire, y al chocar con sus ondas, que la labraban como si fueran finísimos cinceles, iba adquiriendo graciosas curvas que parecían, más que líneas, sutiles y vagarosas ideas, que suspiraban entusiasmo y amor; al cabo, la fina labor de las ondas del aire sobre la masa de aquella voz, que era, aunque muy delicada, materia, daba por maravilloso producto los contornos de una mujer que no acababan de modelarse con precisa forma; pero que, semejando todo lo curvilíneo de Venus, no paraban en ser nada, sino que lo iban siendo todo por momentos. Y según eran las notas, agudas ó graves, así el canónigo veía aquellas líneas que son símbolo en la mujer de la idealidad más alta, ó aquellas otras que toman sus encantos del ser ellas incentivo de más corpóreos apetitos.
Toda nota grave era, en fin, algo turgente, y entonces el canónigo cerraba los ojos, hundía en el pecho la cabeza y sentía pasar fuego por las hinchadas venas del robusto cuello; cuando sonaban las notas agudas, el joven magistral (que ésta era su dignidad) erguía su cabeza apolina, abría los ojos, miraba á lo alto y respiraba aquel aire de fuego con que se estaba envenenando, gozoso, anhe[Pg 98]lante, mientras rodaban lágrimas lentas de sus azules ojos, llenos de luz y de vida.
Aunque la voz del colegial cantaba en latín los dolores del Profeta, el magistral creía oir palabras de tentación que en claro español le decían:
“Mientras lloras y gimes por los dolores de edades enterradas después de muchos siglos, las golondrinas preparan sus nidos para albergar el fruto del amor.
“Mientras cantas en el coro tristezas que no sientes, corre loca la savia por las entrañas de las plantas y se amontona en los pétalos colorados de la flor como la sangre se transparenta en las mejillas de la virgen hermosa.
“El olor del incienso te enerva el espíritu; en el campo huele á tomillo, y la espinera y el laurel real embalsaman el ambiente libre.
“Tus ayes y los míos son la voz del deseo encadenado; rompamos estos lazos, y volemos juntos; la primavera nos convida; cada hoja que nace es una lengua que dice: ‘ven: el misterio dionisíaco te espera’.
“Soy la voz del amor, soy la ilusión que acaricias en sueños; tú me arrojas de ti, pero yo vuelo en la callada noche, y muchas veces, al huir en la obscuridad, enredo entre tus manos mis cabellos; yo te besé los ojos, que estaban llenos de lágrimas que durmiendo vertías.
“Yo soy la bien amada, que te llama por última vez: ahora ó nunca. Mira hacia atrás: ¿no oyes que me acerco? ¿Quieres ver mis ojos y morir de amor? ¡Mira hacia atrás, mírame, mírame!...”
Por supuesto, que todo esto era el diablo quien lo decía, y no el niño del coro, como el magistral pensaba. La voz, al cantar lo de “¡mírame, mírame!”, se había acercado tanto, que el canónigo creyó sentir en la nuca el aliento de una mujer (según él se figuraba que eran esta clase de alientos).
No pudo menos de volver los ojos, y vió con espanto detrás de la verja, tocando casi con la frente en las rejas doradas, un rostro de mujer, del cual partía una mirada dividida en dos rayos que venían derechos á herirle en sitios del corazón deshabitados. Púsose en pie el magistral sin poder contenerse, y por instinto anduvo en dirección de la verja cerrada. Á nadie extrañó el caso, porque en aquel momento otro canónigo vino de relevo y se arrodilló ante el reclinatorio.
Aquella imagen que asomaba entre las rejas era de la jueza (que así llamaban á doña Fe, por ser esposa del magistrado de mayor categoría del pueblo).
Bien la conocía el magistral, y aun sabía no pocos de sus pecados, pues ella se los había referido; pero jamás hasta entonces había notado la acabadísima hermosura de aquel rostro moreno. Claro es que al magistral, sin las artes del diablo, jamás se le hubiera ocurrido mirar á aquella devota dama, famosa por sus virtudes y acendrada piedad.
Cuando el canónigo, sin saber lo que hacía, se iba acercando á ella, un caballero de elegante porte, vestido con esmerada riqueza y gusto, y ni más ni menos hermoso que el magistral mismo, pues se le parecía como una gota á otra gota, se acercó á la[Pg 100] jueza, se arrodilló á su lado, y acercando la cabeza al oído de un niño que la señora tenía también arrodillado en su falda, le dijo algo que oyó el niño sólo, y que le hizo sonreir con suma picardía. Miró la madre al caballero, y no pudo menos de sonreir á su vez cuando le vió posar los labios sobre la melena abundosa y crespa de su hijo, diciendo: “¡hermoso arcángel!”—El niño, con cautela y á espaldas de la madre, sacó de entre los pliegues de su vestido una carraca de tamaño descomunal, en cuanto carraca, y sin más miramientos, en cuanto vió que otra luz de las del triángulo se apagaba, trazó en el viento un círculo con la estrepitosa máquina y dió horrísono comienzo á la revolución de las carracas. No había llegado, ni con mucho, el momento señalado por el rito para el barullo infantil, pero ya era imposible contener el torrente; estalló la furia acorralada, y de todos los ángulos del templo, como gritos de las euménides, salieron de las fauces de madera los discordantes ruidos, sofocados antes, rompiendo al fin la cárcel estrecha y llenando los aires, en desesperada lucha unos con otros, y todos contra los tímpanos de los escandalizados fieles.
Y era lo que más sonaba y más horrísono estrépito movía la carcajada del diablo, que tenía en sus brazos al hijo de la jueza y le decía entre la risa: —¡Bien, bravo, ja, ja, ja, toca; eso, ra, ra, ra, ra!...
El niño, orgulloso de la revolución que había iniciado, manejaba la carraca como una honda, y gritaba frenético: “¡Mamá, mamá, he sido yo el primero! ¡Qué gusto, qué gusto! ¡Ra, ra, ra!” La jueza bien quisiera ponerse seria, á fuer de severa ma[Pg 101]dre; pero no podía, y callaba y miraba al hermoso arcángel y al caballero que le sostenía en sus brazos; y oía el estrépito de las carracas como el ruido de la lluvia de primavera, que refresca el ambiente y el alma. Porque precisamente en aquel día había esta señora sentido grandes antojos de algo extraordinario, sin saber qué; algo, en fin, que no fuera el juez del distrito; algo que estuviera fuera del orden; algo que hiciese mucho ruido, como los besos que ella daba al arcángel de la melena; más todavía, como los latidos de su corazón, que se le saltaba del pecho pidiendo alegría, locuras, libertad, aire, amores... carracas. El magistral, que había acudido con sus compañeros de capítulo á poner dique á la inundación del estrépito, pero en vano, fingía, también en balde, tomar á mal la diablura irreverente de los muchachos, porque su conciencia le decía que aquella revolución le había ensanchado el ánimo, le había abierto no sabía qué válvulas que debía de tener en el pecho, que al fin respiraba libre, gozoso. Ni el magistral volvió á pensar en la jueza, ni la jueza miró sino con agradecimiento de madre al caballero que se parecía al magistral, á quien había mirado la espalda aquella noche antes de que entrase el caballero.
Los demás devotos, que al principio se habían indignado, dejaron al cabo que los diablejos se despacharan á su gusto; en todas las caras había frescura, alegría; parecíales á todos que despertaban de un letargo; que un peso se les había quitado de encima, que la atmósfera estaba antes llena de plomo, azufre y fuego, y que ahora con el ruido, se lle[Pg 102]naba el aire de brisas, de fresco aliento que rejuvenecía y alegraba las almas.—Y ¡ra, ra, ra! ¡ra! los chicos tocaban como desesperados. Perico hacía sonar el carracón de la torre, y el diablo reía, reía como cien mil carracas.
Lo cierto es que el demonio tenía un plan como suyo; que la jueza y el magistral estuvieron á punto de perderse, allá en lo recóndito de la intención por lo menos; pero, como al diablo lo que más le agrada son las diabluras, en cuanto le infundió al chico de la jueza la tentación de tocar la carraca á deshora, todo lo demás se le olvidó por completo, y dejando en paz, por aquella noche, las almas de los justos, gozó como un niño con la tentación de los inocentes.
Cuando Satanás, á la hora del alba, envuelto por obscuras nubes, volvía á sus reales, encontró en el camino del aire á los ángeles de la víspera. Oyeron que iba hablando solo, frotándose las manos y riendo á carcajadas todavía.
—¡Es un pobre diablo!—dijo uno de los ángeles.
—¡Y ríe!—exclamó otro.—Y ríe en la condenación eterna...
Y callaron todos, y siguieron cabizbajos su camino.
¿Pánfilo había sido niño alguna vez? ¿Era posible que aquellos ojos hundidos, yo no sé si hundidos ó profundos, llenos de bondad, pero tristes y apagados, hubieran reverberado algún día los sueños alegres de la infancia?
Aquella boca de labios pálidos y delgados, que jamás sonreía para el placer, sino para la resignación y la amargura, ¿habría tenido risas francas, sonoras, estrepitosas?
En aquella frente rugosa y abatida, desierta de cabellos, ¿habrían flotado alguna vez rizos blondos ó negros sobre una frente de matices sonrosados?
Y el cuerpo mustio y encorvado, de pesados movimientos, sin gracia y achacoso, ¿fué esbelto, ligero, flexible y sano en tiempo alguno?
Eufemia, considerando estos problemas, concluía por pensar que su noble esposo, su sabio marido, su eruditísima cara mitad había nacido con cincuenta años y cincuenta achaques, y que así sabía él lo que era jugar al trompo y escribir billetes de amor, como ella entender las mil sabidurías que su media[Pg 104] naranja le decía con voz cariñosa y apasionada.
Pero de todas maneras, Eufemia quería á su marido entrañablemente. Verdad es que en ocasiones se olvidaba de su amor, y tenía que preguntarse: “¿Á quién quiero yo?—¡Ah, sí, á mi marido!”, le contestaba la conciencia después de un lapso de tiempo más ó menos largo.
Esto era porque Eufemia padecía distracciones. Pero en virtud de un silogismo, en forma de entimema, para abreviar, Eufemia se convencía cuantas veces era necesario, y era muy á menudo, de que Pánfilo era el hombre más amado de la tierra, y de que ella, Eufemia, era la mujer á quien el tal Pánfilo tenía sorbido el poco seso que Dios, en sus inescrutables designios, le había concedido.
Para sesos, Pánfilo. Era el hombre más sesudo de España, y sobre esto sí que no admitía discusión Eufemia.
No sabía ella todavía que, así como los terrenos carboníferos se anuncian en la superficie por determinados vegetales, por ejemplo, el helecho, los sesos son un subsuelo que suele señalarse en la superficie con otro vegetal, que produce madera de tinteros, como dijo el autor de la gatomaquia. No sabía nada de esto Eufemia, ni se le pasaba por las mientes que pudiera llegar á parecerle su marido demasiado sesudo.
Preciso es confesarlo. Eufemia daba por hecho que su esposo sabía todo lo que se puede saber, porque eso pronto se aprende; pero, ¿y qué? Ser el primer sabio del mundo no es más que esto: ser el primer sabio del mundo. Delante de gente, Eufemia[Pg 105] se daba tono con su marido: veía que todos tenían en mucho la sabiduría de Pánfilo, y usaba y abusaba de aquella ventaja que Dios le había concedido, dándole por eterno compañero á un hombre que ya no tenía nada que aprender.
Pero en su fuero interno, que también lo tenía Eufemia, veía que su admiración incondicional no era más que flatus vocis (no es que ella lo pensara en latín, sino que lo que ella pensaba venía á ser esto): porque desde la más tierna infancia la buena mujer había profesado cariño á infinitas cosas; pero jamás había encontrado un mérito muy grande en tener la habilidad de estar enterado de todo.
Una tarde de Mayo, el doctor don Pánfilo Saviaseca estaba más triste que un saco de tristezas arrimado á una pared.
¡Ea! Se había cansado de estudiar aquella tarde. ¡Estaba tan hermoso el sol, y la tierra, y todo!
Leía á Kant; estaba en aquello de si la percepción del yo es ó no conocimiento analítico a priori.
Esto era en el Retiro, en lo más retirado del Retiro, si vale hablar así. Pánfilo estaba sentado en un banco de musgo.
Conque... ¿en qué quedamos?... ¿es, ó no es conocimiento analítico el que tenemos del yo? Así meditaba en el instante en que una galguita, muy mona, vino á posar las extremidades torácicas sobre La Crítica de la Razón Pura.
Era la realidad, la ciencia del porvenir en figura de perro, que se le echaba encima al buen sabio y le llamaba al sentimiento positivo de las cosas.
La galga no estaba sola. Se oyó una voz argentina que gritaba: “¡Merlina, aquí! Merlina, eh, Merli... Usted dispense, caballero, estos perros... no saben lo que hacen. Pero, Merlina, ¿qué es esto?”..., etcétera, etc., etc.
Y, en fin, que Eufemia, su tía, que tenía muchas ganas de casarla, y hacía bien, y don Pánfilo, hablaron y pensaron juntos.
Resultó que eran vecinos, y como la niña no tenía novio, ni de dónde le viniera, y como don Pánfilo se había convencido de que el yo no puede vivir sin el tú para que llegue á ser aquél, y que más vale ser nosotros que yo solo, hubo boda, no sin que derramase algunas lágrimas la tía, que lo había tramado todo.
Eufemia era una rubia hermosa.
Pero no tenía nada de particular, á no ser su primo, que no tenía nada de general, porque era alférez de Ingenieros, agregado, por supuesto.
Don Pánfilo, una vez dispuesto á ser un fiel y enamoradísimo esposo, se devanaba los sesos, aquellos grandísimos sesos que tenía, para encontrarle algo de particular á su Eufemia; pero no dió en la cuenta de que el primo era lo único que tenía Eufemia digno de llamar la atención.
Jamás había pensado en su prima Héctor González, que éste era el alférez; pero desde el momento en que la vió casada, se sintió tan mal ferido de punta de amor, que aprovechó la ocasión para re[Pg 107]negar de las tiránicas leyes que no consienten á los primos enamorar á sus primas magüer estén casadas.
Pero ¿por qué se había casado Eufemia? No, no era Héctor hombre que retrocediese ante los obstáculos de esta índole; había leído demasiado libros malos para que semejante contratiempo le acobardase á él, agregado de un cuerpo facultativo.
Formó planes que envidiaría cualquier novelista adúltero de Francia, y se dispuso á comenzar la novela de su vida, que hasta entonces había corrido monótona entre guardias, formaciones y pronunciamientos.
En el ínterin, como dice un orador que yo conozco; en el ínterin, Pánfilo no pensaba más que en encontrarle el quid divinum á su mujer, sin que se le ocurriera dar con el quid de la dificultad.
Y así como Don Quijote averiguó al cabo que éste, y no otro, era el nombre significativo que convenía á la altura y calidad de sus proezas, Pánfilo entendió que Eufemia se distinguía por un delicadísimo gusto, que la inclinaba á lo más espiritual y sublime, á la quintaesencia de los afectos sin nombre, cuyos misteriosos matices jamás traducirán las Bellas Artes, ni la más profunda armonía, ni la lírica mejor inspirada. Oigamos, ó mejor, leamos á don Pánfilo:
“Pasan por el alma á veces extraños y sublimes[Pg 108] sueños, adivinaciones de verdades del cielo, amorosas ansias, que no son, sin embargo, como la pasión ciega, sino como luz que estuviera enamorada del calor: pues todo esto es lo que siente y comprende Eufemia, mi mujercita, con maravillosa intuición. Sabe prescindir de la apariencia de las cosas, remontarse á la región ideal, que con ser ideal, es lo más real de todo. ¿Por qué me quiere á mí, sino por eso? Porque lee en mis ojos, tristes y apagados, el fuego que por dentro me devora. Un día me preguntó:—Si yo no te hubiera querido, ¿qué hubieras hecho tú?—¿Qué?—respondí.—Primero, llorar mucho, querer morirme y mirar de hito en hito á las estrellas; mirándolas, pensaría muchas cosas; me acordaría de mi infancia, de mi madre, de mi Dios, á quien adoré de niño, á quien olvidé de joven y á quien busco de viejo; y pensando estas cosas, no me olvidaría de ti, no, eso es imposible; sino que, mezclándote con todas ellas, poniéndote sobre todas, viendo bien claro, como lo vería, que las distancias de este mundo así en el espacio como en el tiempo, como en las formas, como en los sentimientos, son aparentes, y que todo acaba por juntarse, entenderse y quererse, viendo esto, me consolaría, y resignado, me pondría á estudiar mucho, mucho, para amar mucho y esperar mucho, y tener la seguridad de acercarme á ti al fin y al cabo, no sé dónde, ni sé cuándo, pero algún día, en algún lugar, donde Dios quisiera.
“Cuando Eufemia me oyó hablar así, no replicó; pero cerró los ojos y se quedó sintiendo y pensando todas esas cosas inefables que pasan por su alma[Pg 109] en algunos momentos de extática contemplación. Cuando despertó de su embeleso, que bien habría durado una hora, me dirigió una dulce sonrisa y me dió un abrazo; pero nada dijo. ¿Qué había de decir? Me había comprendido, había penetrado la sublimidad de mi amor: eso bastaba.
“Aquella tarde vino á buscarla su primo González para ir á la Casa de Campo: ella no quería ir, pero al fin consintió á una insinuación mía, y se despidió de mí como si fuera al otro mundo. Y era que en aquel día inolvidable estaban tan unidas nuestras almas, que toda separación era dolorosísima.
“El alma de mi Eufemia es éter puro. ¡Cómo la quiero! Ella me inspira este buen ánimo que necesito para seguir, sin desmayar, en la formidable obra emprendida; quiero acabar para siempre con toda clase de pesimismo; quiero poner en su punto y en lo cierto la dignidad de la vida, la perfección de lo creado y la evidencia con que se presenta á mis ojos la finalidad de todo lo que existe, finalidad real á pesar del constante progreso y de la variedad infinita. Voy ahora á esperar á Eufemia, que debe de volver con su primo de los toros. Llevarla á los toros ha sido demasiada exigencia; pero como la otra vez yo la reprendí porque no era más amable con González, en esta ocasión se anticipó la pobrecita á los que consideraba mis deseos. ¡Como no vuelva desmayada!”
Lo que va entre comillas es extracto de un diario inédito.
Ello es que el primo se había declarado á la prima. Había hablado él también de amores que en el cielo empiezan y siguen en la tierra; del más allá y del algo desconocido, trinando principalmente contra el derecho civil vigente y los matrimonios desiguales.
Que Eufemia quería á Pánfilo no debía ponerse en tela de juicio, y no se puso. No lo hubiera consentido Eufemia, para la cual era axiomático: primero, que su esposo era un sabio, y segundo, que ella le quería como á las niñas de sus ojos.
En vista de que el dogma era inalterable, Héctor procuró barrenar la moral, obrando como un sabio mucho mayor que su primo.
La mujer siempre es un poco protestante: piensa que fides sine operibus vale algo, y que á fuerza de creer mucho, se puede compensar el defecto de pecar no poco.
—Tu marido es un sabio, convenido; pero ¿y eso qué?—Esto dijo el primo, que fué como leer en el ya citado fuero interno de Eufemia.—Supongamos que tú te enamoras de otro hombre que sólo sepa lo que Dios le dé á entender, ¿bastará la sabiduría de tu marido para evitar lo inevitable?
Eufemia no tenía qué contestar.
De hipótesis en hipótesis, llegaron los primos
Al puente que separa
Á Eva inocente de Eva pecadora.
Dejábamos al doctor Pánfilo entre San Marcos y la puente.
Era una tarde de Mayo. Pánfilo escribía la última cuartilla de su obra, que iba á ser inmortal y que se titulaba: Eufemia. Investigaciones acerca de la dignidad y finalidad racional de la vida humana. Endemonología aplicada, basada en una arquitectónica racional de la biología psíquica, especialmente la prasológica.
Un rayo de sol, que entraba por la ventana, caía sobre el papel que iba emborronando el doctor. Escribía esto: “... Tal ha sido el propósito del autor; demostrar con argumentos tomados de la realidad viva que el predominio de la felicidad se observa ya hoy en nuestras sociedades civilizadas, sin necesidad de recurrir á la hipótesis probable, pero no necesaria, de ulterior sanción de otros mundos mejores. Debe, sí, el filósofo recurrir á la experiencia, pero no fijando sólo su examen en la propia individual; pues nada significa el apasionado testimonio del que lamenta desgracias peculiares; hay otra experiencia, que una sabia y bien ordenada estadística moral y civil puede suministrarnos, y en ella podrá ver cada cual, y mejor el filósofo, que sea lo que quiera de la propia fortuna...”
Al llegar á “fortuna”, sintió el filósofo que le sacudían el papel.
Era Merlina, la galguita de mi cuento, que se[Pg 112] había subido á la mesa y se paseaba arrogante sobre Las investigaciones acerca de la dignidad, etcétera, etc.
Pánfilo suspendió su trabajo. Un recuerdo dulcísimo, el más querido de su vida, le trajo lágrimas á los ojos.
Á Merlina debía el doctor su felicidad propia, individual, sin necesidad de endemonologías ni de arquitectónicas biológicas, sólo por una casualidad, por una indiscreción de la perra, según frase de Eufemia.
Embelesado por este recuerdo, se estuvo el doctor largo rato pasando la mano izquierda por el lomo de Merlina.
La galguita se dejaba querer. Pero de pronto dió un brinco; saltó de la mesa á la ventana, y apoyó las patas delanteras sobre un tiesto. Las orejas se le pusieron muy tiesas, y aulló Merlina con señales de impaciencia. Parecía que deseaba arrojarse por la ventana.
Se levantó de su poltrona el doctor para ver lo que causaba tal impresión en su galguita.
En el jardín, dentro de la glorieta, Héctor González y Eufemia Rivero y González representaban en aquel momento la escena culminante de Francesca da Rimini.
Pánfilo oyó el chasquido de... El lector puede imaginarse qué clase de chasquidos se usan en tales casos.
El autor de las Investigaciones retrocedió instintivamente, se desplomó sobre el sillón y ocultó la cabeza entre las manos.
Cuando volvió al sentido y abrió los ojos, vió delante, en un papel blanco, unas palabras, que se le antojaban escritas con una tinta de color de rosa.
Leyó: “... podrá ver cada cual, y mejor el filósofo, que, sea lo que quiera de la propia fortuna...”
Pánfilo cogió con gran parsimonia la pluma, y concluyó el párrafo: “... la humanidad, en conjunto, prospera, y es feliz en esta tierra con la conciencia del progreso y del fin bueno que aguarda al cabo á todas las criaturas. Para el que sepa elevarse á esta contemplación del bien general, como el más importante aun para el propio interés, bien puede decirse que el cielo comienza en la tierra”.
Pánfilo había terminado su obra, la obra de su vida entera, la que le había gastado el cerebro y los ojos.
Por cierto que sintió en ellos algo extraño; miraba á todas partes, y aquel matiz halagüeño que veía en la tinta, dominaba en todos los objetos.
¡Pobre doctor! Se había declarado la enfermedad cuyos síntomas no había conocido: el Daltonismo.
Desde aquel día Pánfilo todo lo vió de color de rosa.
NOTA. Pánfilo, en griego, viene á ser el que todo lo ama.
Lo cual en castellano significa: Quien más pone, pierde más.
En cuanto á Eufemia, siguió viviendo convencida: primero, de que su esposo era un sabio; segundo, de que amarle era su obligación.
El dogma era el mismo siempre: sólo se había relajado la disciplina.
¡Pero estos señores de Casabierta no tienen vida privada!
Así se explica lo que le sucedió con ellos á don Eufrasio Paleólogo, presidente del Casino de Villapidiendo, gran lector de periódicos y elector nato del señor de Casabierta, candidato nato también á la Diputación de Villapidiendo.
Pues señor, vino á Madrid Paleólogo á unos asuntos del común, ó del procomún, como él cree que se dice; y claro, en seguida, es decir, en cuanto se dejó dar lustre á las botas en la Puerta del Sol, junto al Imperial, se dirigió á casa del señor de Casabierta.
¡Entró!—El señor no está... Ya, ya lo sé; pero de seguro está la señora.—Caballero, ¿usted qué sabe?—Hombre, sepa usted que trata con una persona ilustrada que lee los periódicos y tiene coleccionados en un tomo los artículos de Almaviva... La señora se levanta á las nueve; hace su toilette—usted no sabe lo que es eso—hasta las diez; toma un piscolabis, que consiste en una copa de jerez seco, y versos de Grilo, mojados en el jerez. Á las once recibe en el salón verde, que tiene una consola Pompadour, una chimenea de la Regencia... de Espartero y muchos platos allá cerca del techo. Como si lo vie[Pg 116]ra, hombre, como si lo viera. Ea, déjeme usted pasar.—Por aquí, caballero, por aquí.—No, señor, voy bien; los íntimos entran por aquí: á mí me recibirá en su boudoir chocolate claro, color serio, propio de señora leída al par que dettachée de las vanidades del mundo. ¿Usted qué se figura, hombre de Dios, que en Villapidiendo no sabemos francés españolizado y entrar en el boudoir por donde entran les intimes, y en francés como ellos?
En efecto, Paleólogo, que fué carlista y estuvo emigrado, sabe su poquito de francés, y lo que no, lo aprende en Almaviva, Ladevese, Blasco, Asmodeo y otros escritores del Instituto. Es un alcalde á la moderna, con la facha de Luján alcalde; pero tan fino como Sardoal cuando era del Ayuntamiento.
En fin, ó finalmente, como decían los italianos en la Comedia, Paleólogo ya está sentado frente á la señora de Casabierta.—Casabierta no está en casa. Ha ido...—Sí, supongo que habrá ido á afeitarse; es la hora precisamente.—Sí, señor; antes venía el barbero á casa...—Sí, ya sé; pero desde que le cortó aquel poquito de oreja de que hablaron los periódicos... ¡pícaros barberos!, ya no hay clases... ¡y qué versos tan hermosos los que hizo su oreja de usted, digo, no, su hija de usted, la rubia, la Pilarita, al cacho de oreja de su papá difunto, el cacho se entiende.—¿Usted los conoce?—Toma, y los sé de memoria... ¡si los publicaron cinco periódicos! Y diga usted ¿qué es de él?—Creo que está en Córdoba.—¿El cacho de oreja?—No, señor, Grilo; creí que hablaba usted de Grilo, que fué el que improvisó los versos de la niña.—Bien, lo mismo me da; ¿y[Pg 117] qué es de Grilo?—Pues ayer comió aquí.—Pero ¿no dice usted que está en Córdoba?—Bien, pero eso no quita.—¿No quita? (¡Y este Almaviva que no explica estas cosas!) ¿Y el ojo de gallo de usted, señora?—Tan robusto.—Hace días que no hablan de él las crónicas de salones.—¡Es un ojo de gallo muy modesto!—Es moda ser modesto, pero decirlo, porque si no como si no se fuera. ¿Y qué tal les han sentado á ustedes las anguilas del lago Tiberiades del miércoles?—¡Cómo! ¿Usted sabe que comimos anguilas el miércoles?—Sí, señora, por los periódicos. Las anguilas no tienen vida privada. Á propósito, señora, ¿es verdad que la viudita de Truchón ha tenido un tropiezo?—No, señor; ha tenido un hijo, pero nadie lo sabe.—Dispense usted, señora, yo lo sabía; pero creí que se trataba ya de otro, es decir, de otro lance. Ése que usted dice le refirieron los periódicos de la manera más discreta. En Villapidiendo nadie cayó en la cuenta más que yo, y por eso no comprendieron aquel sueltecito que decía: “La señora viuda de Truchón ha tenido que guardar cama. Celebraremos que la interesante viuda se restablezca pronto”. Dicen que demostró gran valor durante la crisis de la enfermedad, ó como dijo el clásico:
“En aquel duro trance de Lucina...”
por eso sé yo que parió sin novedad, porque conozco la Mitología y conozco á la viuda.—¿Usted la ha tratado?—Á la Mitología no, ni á la viuda tampoco. Pero leo; algo se sabe, y he visto tantas crónicas[Pg 118] con alusiones transparentes á sus transparentes gracias y costumbres... que algo se ha transparentado.
(Pausa.) ¡Oh, señora, feliz la honrada madre de familia que puede dar á luz, á la prensa, como quien dice, todos los hijos que quiere! ¡Todas las hojas literarias de los periódicos estaban consagradas el lunes al rorro de usted. ¿Cómo está, cómo está el muñeco?—¡Hermosísimo!—¿Y es cierto que tiene esa inteligencia que dice el revistero Begonia?—Pues ya lo creo, y más.—Qué saladísimo estaba Ricardo Flores, el que firma Cardoenflor (por imitar á Fernanflor, que no me gusta porque habla poco de salones), qué gracioso estaba Ricardito contando las travesuras de su bebé de usted durante la ceremonia del bautizo.—Está gracioso, pero calumnia al muchacho.—Sí, dice que antes que le hicieran cristiano tenía en la iglesia cara de aburrido como un perro ó como un librepensador.—El revistero no sabe que los niños no entran en la iglesia hasta que les echan los demonios fuera del cuerpo.—Pero lo mejor son los versos de Cigarra, el chiquitín junto á la pila bautismal. Los sé de memoria:
«En la pila bautismal
todo el Jordán se refleja,
te moja el cura la oreja
y ya estás libre del mal.
El acto sacramental
mata en tu pecho el pecado
y se abre regenerado,
como rosa alejandrina,
tu ser á la fe divina,[Pg 119]
pues de pila te ha sacado
el ministro de Marina,
en el acto acompañado
de más augusta madrina.»
—¡Hermosa décima! ¿Verdad usted?—Décima precisamente, no, señora.—Bien, ya lo sé, es la docena del fraile, un nuevo género de décimas de trece versos, que ha inventado Cigarra, para que cupiesen el ministro de Marina y la madrina más augusta. Ya ve usted, por verso más ó menos no habíamos de ser unos mal criados.—No cabe duda; y más vale que sobre que no que falte.—Á propósito de versos, señor de Paleólogo. Me va usted á sacar de un apuro. Aquí en casa vamos á representar una comedia, pero nos falta un personaje. ¿Sería usted tan amable?...—Señora, yo no soy personaje más que en Villapidiendo...—No importa, ¿quiere usted crear el papel de Cocupassepartout?—Señora; mucho crear es, pero si no hay otro Cocu... yo lo haré, como se hacen esas cosas en Villapidiendo.—¡Oh, gracias, gracias!—Por supuesto, ¿usted sabe francés?... Condición indispensable.—Pero qué, ¿vamos á representar en francés?—No, señor, en castellano, es una traducción de Fois Grass, el corresponsal del Bombo en París... y ya ve usted, hace falta dominar el francés... para pronunciar correctamente los galicismos.—¿Y cómo se llama la comedia?—Espere usted... se llama...—¡Ah! ya sé, lo he leído ayer en los periódicos, se llama: Á qué sueñan las jóvenes hijas, es un fusilamiento de Musset. Pues cuente usted conmigo. Por supuesto, ¿ha[Pg 120]blarán los periódicos de los ensayos?—Ya lo creo, hombre; hablarán por encima del mercado...
Paleólogo se despidió. Eran las once y quince. Sabía por los periódicos que era la hora de inspeccionar la lactancia de Bebé.
Si el lector quiere, volveremos á visitar á los señores de Casabierta con el presidente del Casino de Villapidiendo, y acaso veamos la comedia de Fois-Gras..., si se logra.
HISTORIA NATURAL
—Señorito, un caballero quiere hablar á usted.
—¿Qué trazas tiene?
—Parece un empleado de La Funeraria.
—¡Ah! Ya sé quién es: es don Tristán de las Catacumbas. Que pase.
Y entró don Tristán de las Catacumbas, á quien conozco de haberle pagado varios cafés sin leche. Es alto, escuálido, cejijunto, lleva la barba partida como Nuestro Señor Jesucristo, tiene el pelo negro, los ojos negros, el traje negro y las uñas negras. Lo único que no tiene negro son las botas, que tiran á rojas.
Me dió un apretón de manos, fúnebre como él solo; el apretón de manos del Convidado de Piedra. Hay hombres que aprietan la mano como una puerta que se cierra de golpe y nos coge los dedos. Es su manera de probar cariño.
Don Tristán habla poco, pero lee mucho. Es un poeta inédito, de viva voz; si se le pregunta cuántas ediciones ha hecho de sus poesías, contesta con una sonrisa de muerto desengañado: “¡Ninguna! Yo no imprimo mis versos: no hago más que leerlos á[Pg 122] las almas escogidas”. Para él son almas escogidas todas las que le quieren oir. Calculando el número de veces que ha leído sus versos, dice don Tristán, usando de un tropo especial, que consiste en tomar el oyente por el lector que compra el libro, que sus Ecos de la tumba han alcanzado una tirada de nueve mil ejemplares. Quiere decir que los ha leído nueve mil veces á nueve mil mártires de la condescendencia.
—Pues señor Clarín, sabrá usted cómo he escrito otro libro de poesías y vengo á leérselo á usted.
—¿Entero?
—Y verdadero; sí, señor. Pero tiene cuatro partes; leeremos una cada día, y en cuatro sesiones despachamos. Quiero saber su opinión de usted, porque aunque á mí la crítica epitelúrica me importa un bledo, porque yo tengo el pensamiento puesto en lo alto (y señalaba al techo), como esta vez acaso me anime á dar mi obra á la estampa, si se muere un tío mío, á quien ya he dedicado un canto fúnebre...
—¡Ah! pues cuente usted con ello.
—¿Con qué?
—Conque se morirá su tío de usted.
—Eso creo; pues decía que si el tío me deja, agradecido, unos cuartos, imprimo el libro; y en tal caso espero que usted me tratará como merezco. Yo no pido más que justicia. Lo que quiero es que usted se penetre de esta poesía y no hable sin enterarse. Lo mejor para esto es que yo mismo lea mis versos y le haga fijarse en sus transcendentales pensamientos.
—¿Sabe usted?... Me espera el barbero... Tengo una barba de tres días.
—¡Ah! ¿Usted se afeita?—exclamó el de las Catacumbas con acento de compasión... Que espere el barbero... Oiga usted la primera parte siquiera. El libro se titula El Requiem eterno. Primera parte: “Idilio del subsuelo”.
—Le advierto á usted que el subsuelo es del dominio del Estado...
—El subsuelo es aquí el del cementerio. La segunda parte, que leeremos otro día, se titula “Fuegos fatuos”; la tercera, “Responsos de mi lira”, y la cuarta, “Rimas de luto”. Le advierto á usted que yo prescindo de la forma.
—Hace usted bien; yo que usted, prescindiría de todo, hasta de la madre que me parió...
—Prescindo de la forma y me voy al fondo.
—Sí, ya sé; al fondo de la tumba. Es usted el topo de la poesía...
—¡Bonita frase! Ahora oiga usted... Primera parte: “Idilio del subsuelo”.
Llegaron los gusanos
á devorar su corazón de cieno;
en su sangre cebáronse inhumanos,
y los mató el veneno.
—¿Qué tal?
—Que les está bien empleado. ¿Quién les manda ser inhumanos á esos gusanillos?
—Esto de llamar inhumanos á los seres irracionales, no es cosa mía; lo he visto en un poeta que lee en el Ateneo.
—No; si yo no me quejo. Ya ve usted: á mí, ¿qué me importa? Yo no soy gusano.
—Continuemos.
La llevaban á enterrar...
—Como á la Constitución.
—La llevaban á enterrar
en un ataúd muy ancho,
en el que llevan á todos
los difuntos de aquel barrio.
El cadáver se movía
con los tumbos que iba dando.
Yo les hallé en el camino.
—Detened, les dije, el paso.
No va completo el vehículo,
aún hay sitio para ambos;
llevadme también á mí
que yo la carrera pago;
poco hay desde aquí á la muerte,
el viaje no será caro...
—¿Y le enterraron á usted?
—No, señor; todo eso es un decir.
Exhumaron su cadáver,
lleváronlo al panteón...
—¿Ésos habrán sido los progresistas?...
—¡Silencio!
En el campo santo humilde
sólo la tumba quedó,
y en el hueco de la tumba
enterré mi corazón.
Oiga usted ahora el IV. Y me leyó todos los números romanos posibles; cuando terminó la primera parte, olía á difunto.
—¿Qué opina usted? Así, en conjunto...
—Opino que debe usted esperar, para publicar su Requiem eterno, alguna ocasión solemne... por ejemplo, sería de mucha actualidad en el día del juicio...
—Eso es muy tarde...
—Bueno, pues cuando se inaugure la Necrópolis...
—Señorito, el barbero espera en la antesala.
—Dígale usted que se vaya, que hoy ya me ha hecho la barba este caballero...
DEL NATURAL
¿Cuándo y por qué se empezó á hablar de don Ermeguncio en los periódicos? Nadie lo sabe; yo sólo puedo asegurar que yo siempre oí llamarle literato distinguido.
La vez primera que su nombre significativo sonó en mis oídos, por lo demás era ya famoso, fué con motivo de unas oposiciones á una cátedra de Psicología, Lógica y Ética. Sí; yo lo vi en la Gaceta; estaba el último en la lista de jueces. Don Ermeguncio de la Trascendencia, autor de obras; don Ermeguncio era, pues, ya por aquel entonces autor de obras.
Eran los tiempos en que mandaban los krausistas. Por aquella época todo se dividía en parte general, especial y orgánica. Don Ermeguncio había escrito una Memoria sobre el arte de extirpar los caracoles en las huertas; y una Sociedad de Antropología general le dió un accésit por su trabajo, que se dividía, no faltaba más, en parte general, especial y orgánica. Ignoro por qué una Sociedad de Antro[Pg 128]pología perseguía los caracoles; pero consigno un hecho.
Otra vez le adjudicaron á Trascendencia una rosa natural, que le tuvieron que mandar á Madrid desde Alicante. La había ganado en un certamen escribiendo una oda en verso libre. Á la influencia de las bibliotecas populares en el adelanto general de la cultura. Por supuesto, la oda iba también dividida en parte general, especial y orgánica.
Por estas dos producciones principalmente llamaba la Gaceta autor de obras á don Ermeguncio de la Trascendencia.
Primero faltaba el sol que don Ermeguncio dejase de asistir á la clase de todos los catedráticos que habían sido ó estaban á punto de ser ministros. Él ya era doctor; ¡pero amaba tanto la ciencia!
Desde que fué juez de oposiciones, Trascendencia se creyó en sazón para considerarse, sin prejuicio ni sobrestima, un hombre importante, de la clase de los sabios, subclase de los filósofos.
Pero vino Pavía y el sistema filosófico de don Ermeguncio se disolvió como el Congreso. Aquella crisis de la política coincidió con una crisis económica de Trascendencia.
Los sucesos le cogieron sin un cuarto. Comprendió que no había modo de sacarle jugo á la filosofía con la nueva situación. En la Universidad ya no se hablaba del concepto de nada, en los periódicos todo se volvía personalidades, politiquilla vil y rastrera.—Apliquemos—se dijo—la filosofía á la vida real, á la actividad de los intereses temporales, en una palabra, hagamos filosofía de la historia.—Y[Pg 129] por recomendaciones de un ex ministro entró en una redacción en calidad de redactor de fondos filosófico-políticos y revistero de libros y teatros. Sus artículos se titulaban La política esencial, El formalismo político, Más principios y menos personas, etc., etc. Pero nadie los leía, ni el corrector de pruebas, que dejaba pasar todos los perjuicios de los cajistas en vez de los prejuicios de don Ermeguncio. Una vez hablaba el redactor de la infinita bondad de Dios, y los cajistas pusieron la infinita bondad de Díaz, produciendo una especie de antropomorfismo que estaba Trascendencia muy lejos de profesar. Estas erratas le desesperaban, pero su pena era ociosa, porque nadie leía sus artículos.—Casi me remuerde la conciencia—se decía—de cobrar trabajo tan inútil; porque no está el país para esta política fundamental.—Ignoraba el mísero Trascendencia que en aquella redacción no se cobraba. Al redactor que pedía el sueldo se le echaba á la calle por insubordinado.—¡Cómo!—exclamaba el director—¿usted piensa que aquí nadamos en oro? ¿Que vivimos de subvenciones? No, señor; aquí se juega trigo limpio.—Ni limpio ni sucio, porque no había trigo. Don Ermeguncio tuvo que convencerse de que en España el periodista suele ser tan filósofo como el primero en lo de no cobrar.—¡Y para esto—gritaba comiéndose los codos,—para esto abandoné yo mis trabajos especulativos y mis visiones poéticas!—Y suspiraba pensando en sus estudios de antropología y en su oda á la influencia.
Así pasó mucho tiempo, esperando la edad de[Pg 130] la armonía, como él llamaba al primer pronunciamiento que le trajese á los suyos, y fumando pitillos prestados. Sí, prestados, porque Trascendencia, con el hambre sentía una ansia de chupar que estaba muy por encima de su presupuesto, y tuvo que arrojarse á naufragar en una inmensa deuda flotante de tabaco rizado. Era un préstamo de consumo que le hacían gustosos sus admiradores, á los que prometía pagar con creces cuando él fuera á Filipinas á arrancar la enseñanza pública de las garras de los frailes y á arreglar la cuestión del tabaco. Don Ermeguncio asistía al café de París después de comer (los demás), y asistía allí porque economizaba medio real... á sus amigos. En cambio, en papel les gastaba el oro y el moro. Pero ¡qué importaba, si sabía tanto y era amigote de don Pedro y de don Juan, unos personajes que le tuteaban!
Uno de sus estanqueros, como él los llamaba en broma, le ofreció cierta noche una canongía: una correspondencia pagada para un periódico de provincias. El periódico se llamaba El Faro de Alfaro. Á pesar de la cacofonía del título y de lo cursi de la redacción, Trascendencia aceptó los doce duros mensuales y la carta diaria sobre política, ciencias, artes, agricultura, y especialmente todo lo relativo á los intereses del país, tal como insultar á los diputados de la provincia por su morosidad, etc., etc. Además había que hablar mucho del Ateneo, de los estrenos y decir chistes, terminando siempre con le mot de la fin, como los periódicos de París.
Muy de otro modo entendía Trascendencia la[Pg 131] misión del corresponsal concienzudo; pero hubo de transigir, y olvidando que llevaba dentro de sí al autor de la oda á la influencia, y al juez de oposiciones, se puso á escribir su primera carta al director de El Faro de Alfaro.
La primera dificultad con que tropezó fué que no sabía dónde estaba Alfaro, ni si era puerto de mar, ignorancia muy común en filósofos y literatos españoles. Su amigo, que era de allí, y por eso lo sabía, le enteró de todo, y le dijo además que á quien había que dar de firme era al alcalde; porque llamarle bruto desde el pueblo no tenía gracia; pero diciéndolo desde Madrid era cosa de que él mismo lo creyese. En fin, don Ermeguncio empezó:—Señor director...
¿Pero qué le iba él á hablar á un director que pedía noticias frescas de todo: de la Bolsa, del Congreso, y así discurriendo, hasta noticias frescas del pescado fresco? Trascendencia no sabía nada de nada. Le faltaba ropa decente para entrar donde se pescan las noticias; no conocía á nadie, y si preguntaba algo, le engañaban de fijo.—Pero, ¿qué le importará á esta gente saber los chismes de Madrid? ¿No les basta con los de su pueblo? ¡Cuánto mejor les estaría que yo les hablase de los adelantos de la psicología, que ahora resulta ser puro monismo (de esto hace años) y que les diese mi opinión acerca de la religión de los animales, opinión que acabo de adquirir en la Revista positiva!—Pero no había remedio; había que someterse á las exigencias de la preocupación vulgar, y Trascendencia inventó un sistema: copiar el Diario de Avisos, para[Pg 132] la sección de intereses materiales, y La Correspondencia para la de intereses morales; pero lo que copiaba de La Correspondencia lo ponía en cuarentena, y con tan plausible motivo dejaba á la juguetona musa de los chistes hacer de las suyas. ¡Qué tal serían los chistes de Trascendencia que ni á él mismo le hacían bendita la gracia! En cuanto á le mot de la fin lo copiaba de Charivari y del Fígaro alternativamente.
Otra gravísima dificultad para don Ermeguncio era que no sabía empezar nunca á hablar de lo que debía. Que se habían descubierto unas carpetas falsas; pues empezaba así la carta al Faro de Alfaro:
“Señor director: El hombre es un compuesto de alma y cuerpo; de aquí que esté íntimamente ligado con la naturaleza y tenga necesidades económicas; la esfera propia de la actividad económica en el Estado en lo que se llama hacienda pública...” y por ahí adelante; cuando llegaba á hablar de las carpetas, ya no cabía la carta en el periódico.
Llegó la hora de cobrar. Giró, y la letra volvió protestada. El Faro de Alfaro había muerto. Los suscritores no querían un periódico que no sabía más noticias de Madrid, sino que todo lo real es racional y viceversa, según Hegel.
Trascendencia volvió los ojos al teatro. Era preciso regenerar la decadente dramática y hacerse unos pantalones, porque los puestos se le caían á pedazos. Al fin en el teatro se cobra.
Escribió un drama que se titulaba... Prejuicios contra prejuicios.
El empresario del Español preguntó á don Ermeguncio:
—¿Qué significa esto? Querrá usted decir: “Perjuicios contra perjuicios”, y aun así no se entiende muy bien.
—¡Dale! ¡Lo de siempre! No, señor; prejuicios contra prejuicios quiero decir.
—Bueno, pues dígalo usted; pero no será en mi teatro donde se estrenen esos prejuicios que usted dice, y que yo tengo por perjuicios para mí.
—Le cambiaré el título á la obra.
Y volvió con ella al teatro: ahora se llamaba Antítesis de la vida.
—Déjela usted ahí—dijo el empresario.
Y allí se pudrieron las antítesis. Don Ermeguncio de la Trascendencia, que hasta entonces había creído que el mal es accidental en la vida y debido sólo á nuestra finitud, comenzó á darse á todos los diablos del infierno, aunque no los llamaba por su nombre, porque él no creía en la demonología ni en la angelología. De lo que él estaba seguro era de que había nacido con la suerte más perra del mundo.
—Indudablemente yo no soy de mi siglo. Feliz el señor Núñez de Arce que es de su siglo, como dice en sus versos; yo no, yo no debía haber nacido hasta que llegara la edad de la armonía. Uno de esos poetas que persiguen el ideal, y de camino el turno pacífico, consiguen al cabo el turno, aunque el ideal sea inasequible. Pero yo no consigo nada.
Ermeguncio hizo el último esfuerzo.
—Voy á escribir—se dijo—una obra inmortal de[Pg 134] filosofía; se la llevo á un editor, y si me la paga, como, y si no, que él se las arregle con el fallo inapelable de la historia.
Y dicho y hecho. Comenzó á llenar pliegos y más pliegos de filosofía, y cuando tuvo escritas dos mil páginas de investigaciones ascendentes y otras dos mil de las descendentes, se presentó á un editor que á la sazón publicaba El latente pensante, traducido al chino.
El editor era muy bruto. Esto no tiene nada de particular.
Siempre había tenido un criterio muy raro para las obras del ingenio humano en siendo escritas. Él había sido maestro de escuela, y nadie le sacaba de sus trece: el mejor escritor es el que mejor escribe. Esto pensaba Sánchez el editor, aunque no se atrevía á decirlo, porque la opinión general era muy distinta.
Don Ermeguncio le presentó sus resmas de filosofía ascendente y descendente, y ya temía que Sánchez se las tirase á la cabeza, cuando notó que el concienzudo editor abría los ojos y la boca, tan asombrado como podía estarlo un partidario de Torío, que ya no esperaba ver una gallarda letra bastardilla en lo que le quedaba de vida.
Sánchez dejó sobre la mesa la filosofía de ida y vuelta con el respeto con que el sacerdote deja el copón en el sagrario, y abriendo los brazos, cerrólos después que tuvo entre ellos, y le apretó á su gusto, al autor insigne, al escritor de los escritores, al escritor de mejor letra que había conocido.
—¡Esto es escribir, esto es escribir, y lo demás[Pg 135] son cuentos!—exclamó Sánchez; esto es Torío puro, Torío sin mezcla. Usted conserva la buena tradición; usted es mi hombre. Esto no se imprimirá como cualquier libro con letra de molde; esto se conservará en litografía; esto debe pasar á la inmortalidad como monumento caligráfico. Y usted, joven ilustre, flor y nata de los pendolistas, el mejor escritor del mundo, usted tendrá casa y mesa, y dinero para el bolsillo, y el oro y el moro, porque yo le tomo á usted á mí servicio; usted será mi secretario, mejor dicho, mi escribiente.
Trascendencia dudó entre matar á aquel hombre, incapaz de comprender su sistema, ó aceptar la plaza que le ofrecía.
Y siendo filósofo de veras por la primera vez en su vida, dijo:
—Seré su escribiente de usted.
—Pero júreme usted conservar estos perfiles, estos rasgos, esta santa y pura tradición de Torío...
—Lo juro.
Y Ermeguncio vivió feliz, cobró á toca teja, y no volvió á pasar hambres ni filosofías.
Al fin había seguido la vocación.
Había nacido para escribiente.
Apuntes de la cartera de un suicida:“—He venido á Z... á bañarme y á resucitar la muerta poesía del corazón. He dado trece baños, número fatal, y hoy me decido á quedarme en el agua. He cogido la sábana como si fuera un sudario; el calzoncillo de punto me lo he puesto como quien se viste la mortaja. Al pasar bajo el balcón del célebre doctor Sarcófago le he visto apoyado sobre el antepecho. Fumaba tranquilo, de bata, calzando babuchas tan holgadas y tan poco cristianas como su conciencia. Eran babuchas berberiscas. El doctor me ha saludado sonriente.—¡Corto, corto! gritaba, ya se lo tengo á usted dicho.—Quería decir que el baño durase poco.—¿Baño de impresión, no es eso?—Sí, de impresión.—Así será en efecto. ¡Un baño de impresión!—Escribo en la casa de baños. Es decir, en la capilla. ¡Acabo de fumar un cigarro del estanco y de leer un número atrasado de La Correspondencia! El cielo está nublado, llueve, hace frío, el agua está como dormida, en la sucia playa se abaten las olas sobre montones de inmundicia. Parece esto un lavadero público. Todo es triste, insignificante, sucio. Allí está don Restituto, con el agua al cuello, aunque sólo le llega á las rodillas; pero su esposa doña[Pg 138] Paz está á su lado, mejor sobre sus costillas, y don Restituto, mísero Atlante con 8.000 reales de sueldo, sufre en los hombros la inmensa pesadumbre de su cara mitad. Una mitad leonina. ¿Y qué me importa á mí esto? Nada. Y sin embargo, la presencia de doña Paz me turba, y mi deseo de morir es más vehemente contemplando esta cópula canónica y civil que se llama ante el mundo matrimonio, y en el hogar es la explotación del hombre por el histérico. Doña Paz tiene histérico, última ratio de la machorra. ¡Machorra! Palabra grosera, sarcástica, que el Diccionario autoriza. En Madrid don Restituto es mi subalterno. Yo cobro algo más que él, soy su jefe. Y yo soy soltero, ni fumo, ni bebo. Don Restituto bebería, fumaría, si tuviese dinero y no tuviese á doña Paz. Mi subalterno y su esposa han venido á baños conmigo por una de esas casualidades terribles de que está la vida llena. Aburrido de Madrid, muerto de calor, soñando con la poesía de mi juventud, me introduje en un coche de primera, olvidado de todas las cosas prosaicas de la vida, con el anhelo del ideal. De pronto abren la portezuela.—¡Está lleno!—estuve por gritar. Y era verdad; estaba lleno el mundo, cuanto más el coche, de los fantasmas de mis ilusiones. ¿Qué falta me hacía á mí un compañero de viaje que probablemente tendría ese reloj del ferrocarril que se llama la Guía, y que en España sólo sirve para convencerse de que ningún tren llega á debido tiempo á ningún sitio? Un compañero de viaje que me daría las buenas tardes y después me miraría sonriente como anuncio de una amistad que allí mismo iba á[Pg 139] empezar (porque la gente que viaja poco cree en las amistades del viaje y las procura). Lo primero que apareció fué una maleta de las que usaban nuestros abuelos para viajar á lomos de un mal rocín. Después entró en el coche una escusa-baraja; luego un serón, después dos cestas, después un jamón con camisa, esto es, enfundado en lona blanca, á guisa de violín; después una manta de tal longitud, que aún no había entrado toda cuando ya amenazaba romper los cristales de la ventanilla de enfrente. Protesté enérgicamente, librándome como pude de aquella agresión anónima. Aún ignoraba yo qué clase de bárbaro hacía aquella invasión. Entonces oí una voz débil que decía:—Dispensen ustedes, caballeros...—¡Vaya usted al diablo! Á ver, un empleado de la estación, el jefe, un civil, cualquier cosa, ¡socorro!—El jefe acude.—Esto no puede ir con ustedes; no es de uso personal ni necesario en el viaje.—Sí, señor, que es; es decir, yo no necesito nada de eso, pero mi señora sí; ¡como padece del histérico!—¡Histérico! exclamé, ¿entonces es usted don Restituto?—¡Oh, mi querido jefe! gritó el subalterno al conocerme; y me dió un abrazo, y sobrevino doña Paz; y como yo pasé por todo, el jefe de la estación no se opuso, pues no había más viajeros, á que entrasen en el coche los voluminosos artículos de primera necesidad de la señora del histérico.—Si hubiese podido mandar á doña Paz á un furgón yo hubiera sostenido mi derecho, pero admitida ella, lo de menos era consentir los bultos, que al fin no tenían histérico.—¡Y válgame Dios qué viaje! Entre marido y mujer me pusieron[Pg 140] la bilis en revolución. ¡Cuánta pusilanimidad en el esposo y en ella! ¡cuántas abominaciones! Don Restituto tuvo que quitarle las botas, calzarle las zapatillas, y porque no procuraba ocultar á mis ojos profanos los tobillos de su cara mitad, doña Paz le riñó por lo bajo, con intención de que yo lo oyera, y le dijo que aquella falta de pudor conyugal le daba mala espina; porque indicaba poco amor ó excesiva confianza; ¡y si no fuera que una es como es! Don Restituto aseguraba que yo era corto de vista, pero doña Paz insistía en que yo había visto algo.—Juro á Dios que no había visto nada. Llegó la noche; don Restituto dormía. Doña Paz suspiraba. Con pretexto de que se mareaba yendo de espalda á la máquina, se sentó junto á mí. Y el Señor me dejó caer en la tentación. Doña Paz es fea, no es joven; pero quise probar aquella virtud. La primer tentativa fué rechazada con un melindre. La segunda, que iba á ser la última y acreditar para siempre la castidad de aquella histérica dama ¡ay, la segunda tentativa fué un crimen frustrado! Doña Paz, indignada quizás con el escaso pudor conyugal, como ella decía, de aquel esposo, tomó cruel venganza. Hizo á su manera lo que aquella reina de Frigia que compartió el trono con el sabio Gijes. Pero yo, ni maté á don Restituto ni consumé lo que aún ignoro si se podría consumar. Pero doña Paz no fué por eso menos infiel. ¡Ridícula y terrible aventura!”
“Y yo había amado á lo Werther; yo había naci[Pg 141]do para el ideal; pero ¡ay! como dicen en el Ateneo de Madrid, los ideales han muerto: ya sólo quedan las mujeres histéricas para mí. No hay tormento comparable á mi tormento; yo tengo la conciencia torturada por un crimen que me dió el hastío por todo placer. Recuerdo con asco y con vergüenza una aventura que arrojó el cieno de la deshonra sobre las canas de un buen amigo. ¡Pobre don Restituto!... Ahora me llama el infeliz, me dice que corra á bañarme á su lado. ¡Sugestiones de su mujer!—Voy á vengarme y á vengarle; voy á dar á esa Mesalina de la calle de las Postas un buen susto. Éste es mi plan. Nado junto á ella, la invito á un ensayo de natación bajo mis auspicios; ella acepta de fijo; la llevo por la barba adonde nos cubra, finjo un accidente, me voy al fondo, y ella... Yo no soy responsable. Un muerto no responde de nada. Si perece no es mía la culpa, ó si es mía, es una culpa que me honra. Por desgracia no faltará quien acuda á tiempo para salvarla; ella sin saberlo, debe flotar como el corcho. Á lo menos en todas las disputas domésticas siempre ha quedado encima como el aceite.—Allá voy, don Restituto, corro á salvarte, á librarte si puedo de tu doña Paz de tus pecados. Y además te proporciono un ascenso. ¿Para qué quiero yo el destino? ¡Yo que soñé con la gloria, me veo reducido á ser jefe de un don Restituto! Tú serás el jefe en adelante, hombre probo, tú ascenderás, tú tendrás esos cinco mil reales que faltan para que te llegue el agua al sal. Mañana dirán de mí que tuve la cobardía de matarme, que cometí un crimen. No; hice una obra de caridad, dí el[Pg 142] ascenso inmediato á un funcionario que cuenta veinticinco años de servicio y otros tantos años de hambre. La vida se ha hecho para los Restitutos que esperan veinticinco años un ascenso y se ligan con indisoluble vínculo al histérico semoviente. Sí, ¡doña Paz es la mujer probable! Ella también habrá tenido sus quince, aunque parece mentira. Quién sabe si mi Carlota, que era como una sílfide, que andaba de manera que sus pasos parecían aleteos de ángel—frase que se me ocurrió escribir en aquel soneto que no se me ocurrió enviarle—¡quién sabe si ella también... tendrá á estas horas bajo sus uñas un don Restituto, si ella también habrá padecido ó padecerá histérico!—¡Ay, la mujer que no muere con la tisis interesante de la juventud, llega á ser fatalmente doña Paz!—Allá voy, allá voy, don Restituto—Él me llama á la muerte; sí, él puede hacerlo, él es mi víctima, aunque lo ignora; allá voy, sí, laven las ondas del océano la afrenta de tu honor.”
Así terminan estos apuntes, que con notoria imprudencia dejó en el bolsillo de la levita el incauto criminal.
En el libro de cuentas “para huso de Doña Paz Cordero de Cabra” se lee al folio 20 lo que sigue: Manteca 12 uebos 20 Haceyte 6, y más abajo:
“Yo lamaba, si le hamaba, perro el no lo savia, una muger como yo no puede dar á entender su hamor sin desonrrarse y desonrrar á su manido. Yo á los quinze años le havia bisto y hamado, el no se havia[Pg 143] figado en mi, porque hestaba enamorrado de Carrlota y de sus Ilusiones sovre todo: erra Pueta, soñador, anvicionava bolar muy alto, y yo no podia yamar su Hatenzion. Uió de nuestro puevlo, perro mi hamor se quedó conmijo, cada dia herra mayor, mas triste, perro grande como nunca. No bolbi a hoir ablar del, perro aqui en el corracon su Recuerrdo bibia, bibia heterrno. Mi madre se morria desesperrada por degarme sola y pobre, restituto era goben, vueno y mamava y le dy mi mano sin hamor, como pude hir al ospizio. En este matrimonio no ice mas que Enjorrdar y Enjorrdar y hazquirir un genio muy malo, caprichoso, antogadizo, por culpa de mi tristeza hintima y de la pubreza de Elespiritu de mi hesposo; otro hesposo que no fuerra mi hesposo, uvierra echo de Mi una muger, él, restituto izo una sultana, una fierra, disimulada, cruel, mala, mala si. Muchos años pasarron y bolbi a Ver a mi Hamor, herra el Gefe de restituto en la oficina. ¡No se acordava de mi! ¡Como si nunca me uvierra bisto y yo que le Beia todos los dias ha todas orras en mi Halma! Perro no le dige nada, como si tampozo le conociera. Me beia pocas beces, restituto le querria mucho y procurraba traherle a casa cuanto podia; yo uia del, Perro en el tren, de noche, cuando yo sentia cerca del todo el Fuego de la Gubentuz, enloquezida por su presenzia y por no sé que haromas que benian del campo que atrabesaba el Trren y asta creo que por suspiros que vajaban de las estrrellas que briyaban Tanto, no pude menos de hacercarme a El y suspirar y El me cogio la mano y me ablo de Hamor y de Su Hamor y Aque[Pg 144]lla Noche de Gran Pecado, fue la única Feliz de Mi Bida. Que Lo Sepa el Mundo Entero. Despues no bolbio a ablarme; uia de mi en los vaños, se conoze que fuí parra El un pasatiempo nada más. Por eso Me Mato. Que Lo Sepa el Mundo Entero y mi marrido, adios restituto.”
El corresponsal del Hipódromo escribió á su perfumada revista lo siguiente:
“Hemos tenido también nosotros en Z... nuestro drama, tragedia mejor dicho. Gracias á esto, hay algo de qué hablar. El señor X... conocido en Madrid por su afable trato en los círculos más distinguidos, ha sido el héroe. En traje de baño, si traje se puede llamar á unos sencillísimos calzoncillos de punto, salió á la playa y entró mar adentro con rumbo á la eternidad. La señora de V..., esposa de un modesto empleado se bañaba con su marido, y al pasar cerca de ella el señor X... indicado, le dió un sonoro beso en la frente, así como suena, y lanzando una carcajada histérica cayó en las olas sin sentido. El señor V... acudió en vano á salvar á la no muy casta esposa; con la fuerza del paroxismo la robusta dama sujetaba al nada atlético esposo, y en tanto las amargas olas, con esa fría impasibilidad de la naturaleza, arrastraban á la infortunada pareja. Ambos hubieran perecido á no estar cerca el señor X... que pudo sacar á la arena al señor V... donde le dejó antes que volviera en sí. El señor X... se echó otra vez al agua; los circunstantes, gen[Pg 145]te toda de Madrid, le dejaron hacer: creyeron que esta vez iba á salvar á la dama... pero se le vió desaparecer entre las amargas olas, y ni la señora de V... ni el señor X... volvieron á la arenosa playa, hasta que la marea trajo horas después dos cadáveres.”
Cuando leyó don Restituto la confesión de su esposa en el libro de cuentas, exclamó: ¡Yo te perdono! Después meditó y dijo:
—Y á él también le perdono. ¡Al fin le debo la vida! Si no es por él me ahogo en el mar ó... en mi cara esposa.
Don Autónomo, que celebraba sus días en Septiembre, pues en ese mes “cae” San Autónomo, y que lo diga la Leyenda de Oro; don Autónomo Parcerisa acaba de comer opíparamente rodeado de su esposa é hijos, muy satisfecho, alegres todos, felices. No había familia más dichosa en el mundo. Vivían en una mediocritas si no áurea, por lo menos de plata sobredorada, la cual les permitía en los días que repicaban en gordo tirar la casa por la ventana, en forma de símbolo, por supuesto; es decir, sin pagar una onza en el gasto extraordinario, que lo demás quedaba muy guardado en la caja de caudales, en el Banco y en las arcas de la Equitativa, donde don Autónomo se había asegurado.
Serafina era un serafín; mujer más angelical no la había: era la perfecta casada de Fray Luis, pero á la moderna, con costumbres algo menos devotas, pues si no, hoy ya no hubiera sido la perfecta casada. Nada de gazmoñería, virtud expansiva, alegre; sacrificio constante de su egoísmo al interés de su marido é hijos, pero sin que se conociera esfuerzo alguno, con divina gracia. Parecía una mujer como todas y era la mejor de todas.
No hacía valer su fidelidad (y era guapísima y muy codiciada) como un mérito: esta pretensión le hubiera parecido ya una especie de adulterio. Así como á nadie se le ocurre en una sociedad de personas distinguidas, nobles, ricas, finísimas, que uno de aquellos duques, ó generales, ó ministros, se va á llevar un candelabro de plata, por ejemplo, y nadie piensa en el robo posible, pero una posibilidad infinitesimal, por decirlo así, tampoco se le pasó jamás por las mientes á Serafina ser infiel á su Autónomo por pensamiento, de palabra ú obra.
Y como no había manera de reprenderle por nada, de reñirle, jamás le había reprendido; nunca habían reñido. Estaba íntegra la vajilla é íntegra la paz conyugal.
De todo lo cual llegó, á fuerza de años, á sacar en consecuencia Autónomo que así no se podía seguir, que había que acabar de cualquier manera.
En esto pensaba precisamente aquel día de su santo, después de los postres, cuando ya los niños se iban despidiendo del padre porque los reclamaba el lecho.
Todos se acostaban sin protestar, y eso que estaban seguros de que su madre no les hubiera negado permiso para velar un ratito. Ellos lo deseaban... pero no, ¿para qué? La mamá les tenía demostrado que era cosa nociva, y además, la hubieran disgustado, aunque ella no lo dejara ver: nada, nada, á la cama.
—Buenas noches, papá.
—Santas y buenas, hijos míos, santas y buenas.
Y seguía pensando don Autónomo: “Vea usted. Ahora me iría yo de muy buena gana á jugar un tresillito al casino. Siempre pierdo, es verdad, pero ¿y qué? No es mucho y me divierto. Pero no voy, imposible. Si anuncio que salgo ésta se reirá lo mismo absolutamente que si le digo ‘Me voy á la cama’, que es lo que á ella le gusta, porque sabe que me conviene madrugar, para el estómago y para los negocios... ¿Quién le da un disgusto callado sin grandes remordimientos? Pero... la verdad es que hoy... día de mi santo...”
Sin embargo, decidió tener un rasgo de energía que no hacía falta, y poniéndose en pie exclamó:
—Ea, chica, dame... la palmatoria, que me voy á la cama.
Y se acostó, se acostó como los niños.
Y en cuanto se vió entre las sábanas se sintió como en presidio, como en el cepo, y echaba pestes contra sí mismo, pues contra su mujer no había por qué.
—¡Voy á saltar de la cama! ¡Salto! ¿Quién me lo impide?
Y no saltaba por eso mismo, porque era su derecho, porque nadie lo impedía; y su mujercita le hubiera acercado la ropa muy contenta, y le hubiera alumbrado hasta la calle, sonriente.
Se quedó dormido protestando contra la excesiva virtud de su esposa, que por ser una santa le obligaba á él, para no tener terribles remordimientos, á ser, por lo menos, el beato Autónomo.
Y pasaban días y días, y siempre así.
En fin, llegó á encontrarse con todos sus vicios[Pg 150] extirpados, incapaz de la menor calaverada, que hubiera sido terrible ingratitud para con aquella santa familia en que él mismo se veía con su aureola resplandeciente.
—Pero, señor, si yo no iba para santo; si esto es á la fuerza. ¡Esto no es la perfecta casada, esto es la pluscuamperfecta!
Y poco á poco le creció la manía hasta el punto de aborrecer, á su manera, á aquella mujer, á quien adoraría de rodillas, y por no disgustar á la cual estaba él ganando el cielo.
Y de una en otra, vino á parar en comprar una maquinilla manual de imprimir, y se encerraba en su casa, imprimiendo en tarjetas, volantes, besalamanos, etc., las mismas palabras, pocas. Y después, de noche, los llevaba al correo y estaba cinco minutos echando papel por la boca abierta del león, pasmado de tanta correspondencia.
Había comprado el libro de las cien mil señas y había dirigido á todos los periódicos del mundo, ó á muchos por lo menos, á las agencias, á los abogados, obispos, diputados, cónsules, jueces, alcaldes, banqueros, etc., etc., la misma noticia, que los importaba igualmente á todos: nada.
El juez de guardia, que la recibió también, fué el único que hizo caso de ella. Decía así el volante que recibió: “Me mato por no aguantar á mi mujer.”
Y en efecto, Autónomo se suicidó de veras.
Por más que se hizo, no se pudo ocultar la terrible catástrofe á Serafina; y lo peor fué que, por la inmensa publicidad que el suicida había dado á la[Pg 151] noticia, tardó muy poco en llegar á conocimiento de la santa esposa la causa del suicidio. ¡Su marido se mataba por no aguantarla á ella!
El buen sentido hizo que el público en masa, conocidas las cualidades de la virtuosa señora, declarase que aquel hombre se había vuelto loco de pura felicidad doméstica. Sólo así se explicaba el absurdo de matarse por no aguantar á la perfecta casada.
Sin embargo, cierto solterón empedernido amigo del difunto, decía:
—Á la muerte de Autónomo no se le ha sacado toda la filosofía que tiene. No estaba loco. Lo que ha hecho es dejarnos ejemplo con su muerte. La filosofía de ese suicidio es ésta: “Me mato por no aguantar á mi mujer.” Pero su mujer es la mejor del mundo. Luego... la mejor de las mujeres es inaguantable. ¡Lo que serán las otras! ¡Y lo que será el matrimonio!
Este Autónomo es el redentor de los célibes.
(CORRESPONDENCIA)
Amigo mío: aunque vivo lejos del mundanal ruido, no dejo de enterarme por los periódicos de los sucesos públicos más interesantes, en particular de los que atañen á la vida literaria contemporánea, que sabes cuánto me llama la atención, por el gran valor social que atribuyo á sus manifestaciones. Pues bien: he leído el monólogo de Teresa, la vengadora de Sellés, y he visto que al público no le ha parecido inverosímil que una mujer de esa clase, de esa vida, sepa hablar tan bien y pensar tan profundamente. El buen éxito de la Teresa de Sellés me anima á publicar, por tu conducto, si aceptas el encargo, esta especie de Heroídas en prosa que adjuntas te remito y que son, como verás, una correspondencia entre una verdadera vengadora y este humilde filósofo, según tú y otros amigos me llamáis, tal vez por burlaros de mis aficiones. Mi vengadora es más sabia que Teresa, hasta es pedante y muy aficionada á psicologías, según consta en esos papeles. He tenido guardadas estas cartas porque, si bien me parece que tienen cierto sabor lite[Pg 154]rario (y perdona la inmodestia, por lo que toca á las mías) no creí hasta ahora que el público pudiera encontrar verosímil esta clase de damas de las Camelias casi idealistas, retorcidas y alambicadas de espíritu, pero no arrepentidas ni tal vez enamoradas. Y que existe la mujer así es evidente: yo he conocido, he visto ésa, de carne y hueso, y para que tú la conozcas también, en espíritu, le dejo la palabra. Lee, y si te parece, publica.
Tuyo,
El filósofo.
Señor... filósofo: perdone usted, ante todo, que no le llame por su nombre. Fernando no ha querido decírmelo ni en presencia de usted ni á solas: usted tampoco ha querido ser menos misterioso; de modo que respeto... á la fuerza, el incógnito, y le llamo por el mote que le han puesto sus amigos. Pero conste que es á la fuerza, no porque yo quiera usar con usted una familiaridad á que no tengo derecho y á la cual usted no ha dado, por cierto, pretexto en el corto lapso de tiempo (como dice Mambrú) que he tenido el honor de tratarle. Además, por mi gusto, aunque pudiera legítimamente hablarle á usted, en broma, en estilo festivo (Mambrú), no lo haría hoy, y le confieso que con mucho gusto le llamaría mi estimado don... Pepe, por ejemplo, ó Pepe ó Juan ó lo que sea, á secas. No estoy para bromas. Además (y van dos), me tiembla el pulso al escribir. Para mí la situación, ó el momento, ó[Pg 155] como se diga, es solemne. Escribo, acaso por primera vez, á un hombre honrado; pues me inclino á creer que usted lo es, en efecto, no por las apariencias sólo, no porque le llamen filósofo, y Fernando diga que usted tiene mucho talento, pero no vive en la realidad; estos serían, en todo caso, indicios de su honradez de usted, pero no bastan: le creo hombre honrado por otras señas que observé en el citado lapso de Mambrú.—Y ¿qué es un hombre honrado?—dirá usted.—¿Cómo cree ésta que por primera vez escribe á un hombre honrado, cuando tantas cartas... habrá escrito á Fernando... y al barón de X y á Paquito H y... ¡etc., etc., etc., etc.!!!—Pues sepa usted, señor filósofo (por mi gusto se llamaba usted mi querido don Andrés, como mi padre) que ni Fernando ni los demás perdidos son para mí hombres honrados. ¿Qué es entonces un hombre honrado? Lo mismo que una mujer honrada. Son hombres deshonrados los que tienen tratos con las mujeres... que tienen tratos con esos hombres: ni más ni menos. Do ut des, como dice Mambrú, aunque no sé si viene á pelo. Esto no quiere decir que yo tenga por malo á Fernando, eso no; pero no es lo mismo. Tampoco yo soy una mujer honrada y me tengo por buena. Ya ve usted que soy bien franca y que no juego á la demi mondaine. ¡Ah! No. ¡Viva España! Si yo fuera literata no hablaría como esas señoras sospechosas que he visto representar á la Duse y á la Tubau: hablaría como la Celestina, que es una comedia, ó novela en conversación, que me leyó Fernando y me gustó mucho... Pero vamos al grano. Usted es un hombre honrado, ó me lo pa[Pg 156]rece, y esta novedad me infunde un respeto extraño (á ratos, cuando estoy de broma, loca, si me acuerdo de usted... se me escapa por dentro la risa) y... si he de ser franca del todo... me entraron, al fijarme en el modo que usted tenía de no mirarme, vivos deseos de hacer que me mirara y admirara... y deseara. Todo esto pasó, me pesa, y por eso se lo digo (y perdone tanto seseo). Á los ojos no me miró usted más que un momentín muy pequeño que no debe de merecer el nombre de lapso. Usted también debe de acordarse. Es usted el único hombre que entró en esta casa, desde que vivo con Fernando, á quien no le conocí ni asomos de intención de burlar al amigo y quitarle, más ó menos completamente, la fidelidad cuasi conyugal de su Nila. Pero hizo usted otra cosa: se llevó usted el retrato que había sobre la cónsola, como dice Trini. Fernando, que miente cuando es necesario, y eso que es casi tan pensador como usted, jura y perjura que él no le regaló el cuadrito, y como yo estoy segura de que usted fué quien se lo llevó, de que el cuadro desapareció cuando usted salió de casa; como es imposible que fuera el ladrón alma nacida no siendo usted (no admito discusión sobre esto) resulta... eso... que ha robado usted el retrato de la señorita Elena, la hermana que se le murió á Fernando. No es probable que usted se atreviera á llevarse el cuadro sin pedirlo; pero sí creo que de Fernando no salió el ofrecérselo. Fué usted quien, ya que no me ofendió deseando mi infidelidad, me maltrató sin decírmelo, advirtiendo á Fernando que el retrato de su hermana parecía mal en la casa en que vivimos juntos.[Pg 157] (De que se lo llevó usted estoy segura; porque Fernando no se lo tragó. Yo le registré en cuanto usted salió, y á la calle no pudo tirarlo, y en casa doy fe de que no está. Usted lo tiene). Él dice que estuvo usted algo enamorado platónicamente de su hermana Elena, y que por eso...
No es eso. Es que usted cree que yo no debo tener en mi casa el retrato de esa señorita. Yo pensaba que no había pecado ni ofensa en ello; que bastaba con no haber creído prudente, por el qué dirán, sólo por eso, que entrase en casa ni una hilacha, ningún recuerdo de la pobre difunta... de la otra difunta. Sea como quiera (Mambrú), digo, no, séase de esto lo que quiera, yo acato el superior criterio de usted; pero se me figura que si en vez de encontrarse con Cristo se encuentra con usted la Magdalena, se quedan sin santa de su devoción las Arrepentidas. En resumidas cuentas, si usted quiere... devuélvanos el retrato (á no ser que jure haber amado á esa señorita). Como usted, aunque filósofo, no lo sabe todo, ni lo entiende todo, no sabe, no comprende el papel que ese cuadrito desempeñaba en la casa. Era objeto de una especie de culto doméstico, nuestros dioses lares, nuestros penates, ó como se diga: algo así como un pebetero de buen olor de honradez, de intimidad digna, noble. Fernando y yo, que somos á ratos unos locos, nos hemos empeñado en que el amor todo lo vence (ó la pata de cabra), y llegamos á figurarnos que somos... no marido y mujer, que eso no hace falta, y dice Fernando que mujer se tiene una sola, sino algo que, sin ser matrimonio, ni querer imitarlo, y sin[Pg 158] dejar de ser amor, es otra cosa también digna á su modo, no honrada, pero otra cosa, tal vez mejor, allá, en alta metafísica. En fin, esto se lo explicará á usted Fernando, si hablan de ello, mejor que yo. Y eso que, no crea usted, puesta á ello, yo también podría analizar con el escalpelo de la crítica (Mambrú puro) estas quisicosas del alma en sus relaciones con el medio ambiente. (Repito que dispense usted las bromas: no domino el estilo: él me lleva á mí y por la costumbre de hablar siempre en guasa escribo de esta manera... cuando quisiera escribirle á usted como el devocionario).
Conque ¿nos devuelve usted el retrato? Por si se niega, ahí le mando á usted por Petra ese paquete: es un escapulario de mi madre que yo he traído casi siempre conmigo. Ahora caigo en la cuenta de que, si el retrato de la señorita Elena se mancha estando sobre una consola de la sala, este recuerdo de mi madre, bendito por añadidura, porque está tocado al Santísimo Cristo de las Cadenas, se mancha exponiéndose al roce de Fernando, que es tan... tan corrompido como esta servidora. Ó vuelve el retrato y admita usted los tiquis miquis sentimentales y suprasensibles de nuestro arreglo, ó quédense en poder del hombre honrado las dos cosas. Y, más diré (Mambrú), si usted nos devuelve el retrato... por el favor... y por un no sé qué, porque eso otro es más serio, más... religioso, más... del alma, quédese usted, si quiere, de todos modos, con el recuerdo de mi madre que le envío por Petra. Su affma. s. s. y a. q. b. m., Nila.—Va sin señas el sobre porque no sé cómo se llama usted ni dónde[Pg 159] vive... (Petra lo sabe... pero ésa no lo dice; fué ama de cría de Fernando; está juramentada... Pequeñeces de la vida semiconyugal. Fernando es así. Él dice que es una broma el no dejarme saber quién es usted... Me deja escribirle... con esta condición: que no he de volver á verle ni he de saber dónde está, ni cómo se llama). Petra también dice que es broma y se ríe á carcajadas. En el fondo me halaga estar un poco presa... y con espías. Fernando no lee mis cartas: dice que le basta con leer lo que usted me conteste... si se lo permito. Petra no sabe leer. Yo puedo decirle á usted lo que quiera, siguiendo la broma; pero usted á mí es seguro que sólo me dirá lo que deba. Es una diversión como otra cualquiera y que Fernando me otorga, á cambio del teatro. Lo malo es que usted se cansará pronto de esta comedia. Pero... no deje de contestarme, por lo menos á esta primera de retratos, como diría Sancho. (¿Eh? ¡Qué erudita!)—Vale.
Mi estimada amiga: es de mi obligación, aunque me pese, romper á las primeras de cambio el encanto de la novela misteriosa, y á su modo picaresca, que usted tenía tramada y cuyo primer capítulo viene á ser la carta habilidosa á que contesto. Si en las comedias todo lo comprenden á lo último, yo, para que no haya comedia, le declaro que lo he comprendido todo desde el principio. Casi todo. Ni Fernando le ha callado á usted mi nombre, ni le ha[Pg 160] prohibido saber dónde vivo, ni Petra ha sido nodriza, ni él desconfía de nosotros, de mí particularmente, ni, mucho menos de usted, en el sentido de creer que mi prosa puede ser pólvora en salvas para seducir á usted, y que, en cambio, mi presencia corporal pudiera vencerla. Esto es lo que usted quería dar á entender... Comprendido; pero no hay tal cosa: es una estratagema de usted: la trama de su novela. Queda deshecha. Le advierto que Fernando no sabe lo que usted me ha escrito; ignora que usted quería componer una novela en colaboración con el filósofo. Yo le he preguntado lo que necesitaba saber para cerciorarme de que usted fantaseaba, pero de suerte que él nada pudiera sospechar del secreto fin de mis preguntas.
También es obligación mía advertir á usted que de Fernando á mí hay un género de intimidad espiritual que usted no puede sospechar adónde llega. Usted es muy lista, sabe mucho (la aparente frivolidad y el desaliño contrahecho de su carta tampoco me engañan), ha leído usted mucha psicología... de novela y aun algo de literatura mística. Ya ve usted si estoy enterado. Pero, permítame que se lo diga: una mujer, como no sea una mujer extraordinaria, un monstruo verdadero, no llega en estas materias adonde llegan los hombres... cuando llegan. Sé que usted es capaz de comprender mucho más de lo que pudiera inducirse á juzgar por su carta... en la que imita usted á ciertas damas alegres de novela y comedia... Es más; adivino que si usted vuelve á escribirme, convencida de que he conocido el disfraz, se pondrá otro muy diferente,[Pg 161] y acaso le dé por presentárseme hecha una Hipatía moderna. Pues con todo eso, no es probable que usted pueda comprender de qué clase es la intimidad espiritual de Fernando y el que suscribe. Tenga usted cuidado, por consiguiente, con lo que me dice. Lo que usted y Fernando puedan confesarse, comunicarse en los momentos más sublimes de esa metafísica amorosa que todo lo perdona, todo lo santifica, etc., etc., no tiene comparación en profundidad, solemnidad y... bondad, con lo que en otra clase de expansiones nos decimos ese perdido, como usted le llama, y este hombre honrado, que lo es, en efecto, en la acepción que da usted á la palabra. Honrado... hasta cierto punto. Y para que no vuelva usted á reirse de mí, en esos momentos en que no es usted mística... á su manera, le voy á contar un cuento. Hay un escritor en París (amigo y algo así como correligionario de M. M. B. á quien usted tanto conoce), el cual es propagandista y director en cierto modo del movimiento neo-idealista, ó neo-religioso, ó neo... lo que usted quiera, de que tantas veces habrá hablado con usted M. M. B. Pues el tal escritor en un artículo reciente nos cuenta que otro amigo suyo (no M. M. B.), que quería convertirse á la nueva escuela ó tendencia, así como idealista y religiosa, le decía un tanto alarmado:—Pero, vamos á ver, esto de la nueva idealidad, de la futura religiosidad ¿significa... que no va uno á poder mirar á las mujeres bonitas?—El filósofo cuasi-místico le reanimó diciéndole que no se trataba de votos de castidad, ni de abstinencia que, por modestia se seguía dejando á los sacerdotes[Pg 162] verdaderos, á los de carrera. Pues bien, amiga mía: yo soy de la escuela del amigo de su amigo de usted. Yo miro á las mujeres bonitas y consagro no pequeña parte de mi vida á estar enamorado á mi manera. El amor no es pecado ni pequeñez cuando se le sabe conservar su mayor encanto, que es la ilusión. Así como Gœthe, en el Fausto, segunda parte, que usted leyó en Granada, en la Alhambra (¿estoy enterado?) hace decir á Manto en la Walpurgis clásica Den lieb ich, der Unmögliches begehrt[1] yo opino que el amor imposible es lícito... al que, por una razón ó por otra, no debe amar en una mujer lo posible.
Yo, por motivos que no son del caso, no puedo amar lícitamente á las mujeres que encuentro por ahí, si se ha de entender por amar pretender poseerlas. (Palabra bárbara, grosera, aunque no tanto, como aquélla que abunda en nuestros poetas clásicos: gozarla).
Por esto consagro mi idealidad amorosa, fuerza inexorable, invencible, que ha de ser respetada si no se ha de mutilar la representación poética, animadora de la vida, á las vírgenes pudorosas, inasequibles, de las que estoy seguro que no serán mías. En cuanto veo en ellas este imposible moral que dignifica mi ilusión, á ésta me arrojo sin miedo, remordimiento ni medida. No digo, amiga mía, que esto sea una perfección moral, ni mucho menos, ni me propongo como dechado; no hago más que declarar cuál es el expediente á que he podido llegar [Pg 163]yo para resolver, interinamente á lo menos, esta dificultad que engendra la oposición entre ciertas leyes sociales, consuetudinarias, hoy por hoy indispensables, y algunas tendencias naturales que constituyen elementos insustituíbles para la vida estética armónica. Hablo de esto, principalmente, por que usted vea que yo no bajo la vista en presencia de la mujer, sino que por principios me enamoro, á mi manera, exclusivamente de las mujeres puras, de las que no son capaces moralmente de amar, ó mostrarlo al menos, á un hombre que no puede contraer justas nupcias. La mujer imposible es mi único tópico amoroso. Ya lo sabe usted. De modo que entre nosotros no hay flirtation posible; y, además, no cabe mirarme como un seminarista escapado: soy tan hombre de mundo como cualquiera... que no practique. Ni una tentación para los momentos de mística diabólica, ni una figura ridícula para los momentos de epicurismo reincidente. Tengo un verdadero placer al escribir todo esto, seguro de que usted me entiende. Lo cual no quiere decir que usted lo entiende todo. No, ciertos lazos que nos unen á Fernando y á mí, y de que él tal vez está olvidado por algún tiempo, usted no puede verlos. Su vista espiritual es sutil, pero no tanto. Y ahora á otra cosa. No quiero ser traidor. Sé su historia de usted... hasta el punto que usted ha querido que la supiera Fernando.
Y un poco más allá, por ciertos cálculos de trigonometría psicológica que hicimos entre Fernando y yo, y después yo solo, Fernando no le ha jugado á usted ninguna partida serrana, al contarme sus con[Pg 164]fidencias. No puede usted figurarse adónde llega la intimidad de dos amigos verdaderos; qué secretos se cuentan cuando casi emborrachados materialmente por las mutuas confesiones de idealidades, aventuras poéticas, vaporosas, discurren horas y horas, verbigracia, paseando á media noche, en primavera, recogiendo al paso las emanaciones perfumadas de los jardines de los ricos (de los ricos que no gozan de esta riqueza suya, porque ó duermen ó velan por miserables cuidados lejos de sus propias flores), gozando de esos aromas volanderos que se burlan del derecho de propiedad y van á halagar los sentidos y el espíritu de sus verdaderos propietarios, los soñadores que pasean á media noche contándose purísimos ideales, escudriñando á dúo arcanos santos de la vida... Y el uno dice: —Voy á llevarte á tu casa.—Y cuando llegan dice el otro:—No tengo sueño, necesito andar más: voy á llevarte yo á ti.—Y llegan á la casa del que acompañó primero, el cual tampoco quiere acostarse todavía. Y así van y vienen, y les sorprende el canto de la alondra, aunque no haya alondras, pero les sorprende el alba y el recuerdo de la alondra de Shakespeare y el de Romeo que vela, y que, ausente Julieta, pero presente el amigo, con él se compara en deliquio que, si no es comparable al amoroso, tiene una austera poesía inefable... que no comprenden bien ustedes las mujeres, por exquisitas que sean en sus psicologías, y aunque hayan acompañado á un poeta decadente en un viaje, cuasi-peregrinación por el país de los místicos.
Sí, Nila, lo sé todo: sé su historia de usted... has[Pg 165]ta donde la sabe Fernando. ¿Para qué contársela á usted? Fuera impertinencia. Para hablarle de otras cosas, del retrato que me llevé y del escapulario que por Petra usted me envió, necesito, si he de ser sincero, conocerla á usted más, para estar seguro de no profanar, hablando con usted de ellas, cosas tan serias y respetables como son el retrato de la hermana de Fernando y el escapulario de su señora madre de usted. Su affmo. amigo, q. b. s. p.,
El Filósofo.
Amigo... filósofo (repito que no sé su nombre de usted; Fernando le ha engañado): observo con cierta vanidad que es usted mucho más difuso y desordenado que yo al escribir: empieza usted un asunto... se pierde en pormenores, y ¡adiós hilo del discurso! Además, también es usted menos... delicado... ¡Qué pocas galanterías me dice usted!... Hablar así á una dama es enseñar las uñas... antes de limpiarlas. No importa. Los filósofos me gustan así. Los amantes, no. Observe usted que yo no hablaba directamente nada apenas de nuestra impossible flirtation, y usted... apenas habla de otra cosa, aunque sea para negar su posibilidad. Pero vamos á otro asunto. Á lo que hoy me importa. Digo hoy porque otro día, que esté yo más desocupada, hablaremos de otra cosa. Dejo para más adelante lo de su amor de usted en alemán, lo de las ingenuas, su afición á los pimpollitos (señal de vejez). (Ahora la grosera soy yo, ¿verdad?) No haga usted caso. Le comprendo á usted... un poco (hasta donde puede comprender una mujer no extraordinaria) porque..., auch ich war in Arcadien geboren: (yo también nací en Arcadia) (Schiller), y yo también sé alemán y supe querer en alemán. Yo también fuí, si no filósofo ni amigo íntimo, mujer pura, virgen imposible (y con todo, hubo quien pudo). Pero á eso íbamos, antes del paréntesis. Íbamos á mi historia. ¿Conque la sabe usted? ¿Está usted seguro? Usted sabrá la que Fernando le contó; pero, ¿es ésa mi historia? Ésta es la cuestión. Lo primero que exijo es que me la cuente usted... Porque... puede muy bien suceder que yo no la sepa. Ó porque Fernando no le haya contado á usted la misma que yo le conté á él... ó porque yo me haya olvidado de la historia que le conté á Fernando. Veamos. Venga ésa, la que usted sabe, y después yo desembucharé la historia auténtica... si me conviene. Diga usted lo que sabe, criatura. Su amiga y colega en pedantería, Nila. Hoy no hay postdata: no la merece usted.
NOTAS:
[1] Yo amo al que desea lo imposible.—(N. de C.)
¿Que no conocen ustedes á la de Casa-Pinar? ¡Pues si no se ve por ahí otra cosa! Ella es la golondrina que sí hace verano.
En cuanto asoma Agosto, se presenta Agripina Pinillos, hija de la marquesa viuda, y pontificia, de Casa-Pinar.
Es una golondrina que no viene de África, á no ser que África empiece en Pajares. Viene de tierra de Campos ó cosa así: es high life... de tierra, y, á todo tirar, de Toro.
Todos los veranos aparece con una protesta que no se le cae de los labios, á saber: que por milagro de Dios no está en San Sebastián ó en Ostende ó en Corls... eso, en fin, donde la señora de Cánovas.
Todavía da la mano como se daba el año ochenta y tantos, es decir, como quien da una coz con los remos delanteros. Si no fuese por la moda, ese ídolo que no conocieron los griegos, la de Casa-Pinar sería una perfecta hermosura. No es la Venus Urania, es la Venus... snob.
Sí; representa el snobismo... de cabotaje.
Porque no sale de nuestras costas.
Quiere ser más figurín que estatua. Entre Fidias y el modisto mejor de París, ella no vacilaría: se pondría en manos del modisto.
Cuando se ve desnuda, se desprecia. Y vuelve á ser el pavo real, satisfecho de sus plumas, cuando se ciñe el ridículo traje de baño y se pone el sombrero que la convierte en un patache á toda vela, ó el gorro ignominioso que la hace parecerse á un frasco de esencias. ¿Queréis que os salude la de Casa-Pinar, ya que tenéis el honor de tratarla y ser acreedor de su señora madre, por ejemplo?
Pues en vano aspirais á tal privilegio... si llevais chaleco al balneario.
Es necesario, para que Agripina os honre con algo más que una imperceptible inclinación de cabeza, que os presentéis con zapatos blancos, de tela y con semicírculos de charol, con faja chillona y camisa churrigueresca terminada por cuello blanco de los que dan garrote al dar vuelta.
Agripina Pinillos viene á la playa á curar no sé qué humores, que más parecen humos; pero la vida que hace no es para llegar á vieja. Como el otro dijo: mi cura de aguas, ella puede decir... mi cura de vientos. Y no es por lo que la dé el aire, sino porque todo lo sacrifica á los huracanes de la vanidad.
Se levanta á las doce, porque trasnocha, y se va muy peripuesta á Las Carolinas en el momento preciso en que no se puede dar un paso por los corredores.
Se da algunos días, cuando hay muchos espectadores sin chaleco, un baño de arena y de malicia.[Pg 169] Usa bañero, que como no trae chaleco, no se hace acreedor á su desprecio.
Al obscurecer la veréis en las Termópilas de la calle Corrida, dando “los codazos que daba Mesalina” en las estrecheces de la acera, delante de Colón.
De noche, ya se sabe, en las Catacumbas de Dindurra, esto es, en el Teatro Cómico, que no se da un aire al de Lara porque allí no hay aire ni para eso. Total, que la de Pinillos no respira en todo el día. Vive del aire que lleva en la cabeza.
¿Ama? Sí, ama, según su género (algodón) á un joven, también triguero, que tiene un traje para cada hora del día. ¿Qué digo cada hora? La indumentaria de este sietemesino puede reemplazar á un reloj de sol, porque va cambiando según el astro rey sube y baja por el espacio. Fijaos bien y veréis que el sombrero de Juanito Pinabete y Conífera no es absolutamente el mismo á las once que á las once y cuarto.
Pero ¡ay! Pinabete está llamado á desaparecer del corazón de trapo de Agripina. Porque acaba de llegar un teniente armado de todas armas, el cual tiene tantos trajes como Juanito, más el uniforme que á última hora se viste para deslumbrar á Agripina con todos aquellos cordones, bordaduras y cimeras...
Y Pinabete no tiene uniforme; lo cual le hace suspirar exclamando:
¡Si yo fuera... siquiera bombero!
Para terminar:
Dicho sea en honor, ó en deshonor, según se mire, de Agripina la de Casa-Pinar.
Ya que en esta mujer no hay nada espiritualmente humano, confesemos que algo humano hay, según la materia.
Porque Xuaco, el buen mozo que la baña, tiene mucho apego á esta parroquiana, y eso que sabe que las de Casa-Pinar no dan propina.
Paca Blanco también es de Castilla, del mismo pueblo que la de Pinillos. Se baña allá, hacia las últimas casetas de la Sultana. Al llegar á la orilla del agua parece una figura dantesca, con su saco largo, obscuro, de graves y preciosos pliegues. Es alta, esbelta, de alabastro; no se baña con sombrero, ni gorro, ni papalina; el sol le bruñe el rodete negro, de picaporte, el radiante casco de Minerva aldeana. Sus ojos, moras maduras, se ven más de lejos; y de cerca, las pocas veces que miran despacio y con susto, son todo un hartazgo de delicias, unas bodas de Camacho de golosinas del alma. La Paca es hija de un cosechero rico que vive, no á lo pobre, pero sí á lo modesto. La Paca no es señorita, ni gana. Su hermosura soberana es anterior á la división de clases.
Se baña al salir el sol. Nada de bañero. No sube á los balnearios, no va al teatro. Mucha playa, paseos por Santa Catalina, y cuando hay mucha ola ó salen barcos grandes, un ratico de contemplación, apoyada en el muro alto del muelle. Se llena Paca los ojos, serios y soñadores, de la poesía del hori[Pg 171]zonte, como si esperase algo que de allá lejos le ha de traer una ventura.
Casi nunca ríe; pero si una ola salta por encima del muro y la refresca el rostro con agujitas saladas, que son como una caricia, se enjuga las mejillas de rosa, un poco sonriente.
De noche, con su padre, á tomar el fresco, á oir la música de Begoña, de lejos, desde lo oscuro.
No tiene novio; no tiene amores. Pero tiene algo mejor: los espera.
Cualquiera diría que se aburre en los baños. Y no hay tal: cuando está allá en su Castilla, contemplando la llanura de tierra, se acuerda con amor triste de la llanura del agua; de lo que sintió y sonó en su orilla. Verdad es que ahora, á orillas del Océano, recuerda con vaga saudade sus queridos llanos de Castilla.
PERSONAJES:
La Capilla evangélica.—La Catedral de Covadonga.
Coro de Catedrales.
LA CAPILLA
Cerrada.
¿Por qué no me abren? Por fanatismo.
LA CATEDRAL
Asomando algunas columnas á flor de tierra.
¿Por qué no me sacan de cimientos? ¿Por qué no me construyen de una vez? ¿Por qué no me cubren, á lo menos, para librarme de la intemperie? Por avaricia, por indiferentismo.
LA CAPILLA
Como el pino del Norte suspiraba por la palmera del Mediodía, podemos amarnos y entendernos, ¡oh catedral católica!, tú desde tu vericueto de Covadonga, yo desde este desierto madrileño...
LA CATEDRAL
No diré yo tanto. Nada de coaliciones imposi[Pg 174]bles. Quéjate tú por tu cuenta, y yo me lamentaré por la mía. No somos hermanas. Non possumus. Somos un contraste.
LA CAPILLA
Como quieras. Pero de nuestra antítesis sale una armonía elocuente. Á mí no me dejan abrirme y ya estoy construída. Á ti te abrirán sin inconveniente, pero no te construyen. Si no fuera absurdo se podría decir que quien sale perdiendo es Dios, que tiene dos templos menos.
LA CATEDRAL
En otros siglos, valga la verdad, no te dejarían abrirte tampoco, y hasta se atreverían á derribarte; pero, en cambio, á mí me construirían en poco tiempo, con entusiasmo, á la voz de la fe viva y ardiente.
LA CAPILLA
Hoy existe bastante fanatismo para inutilizarme á mí y poca fe para levantar tus paredes, tus torres. De la religión se han quedado con lo peor, con la intransigencia.
LA CATEDRAL
Sí; no cabe negar que falta fe y hay fanatismo. Pero todavía hay fanáticos peores que los nuestros. Los fanáticos descreídos. El fanático con dogma tiene esa disculpa, el dogma; pero ¿qué le queda al impío que ni siquiera es tolerante?
LA CAPILLA
¿Hay de ésos en tu patria?
LA CATEDRAL
Muchos. Son inquisidores herejes, familiares de la apostasía, ó lo que es peor que todo: sectarios intransigentes de la negación, celotas de la impiedad superficial, sicarios del ateísmo. ¡Hay español nieto de cien cristianos que ha dado su religión por cuatro frases hechas... con cuatrocientos galicismos!
LA CAPILLA
Tal vez constituyen la mayoría entre unos y otros. Los fanáticos á la antigua no quieren más culto que su culto; como si su dios fuera el sol, no el Espíritu Eterno, toleran en la sombra otros ritos, otras ceremonias religiosas, pero no á la luz del día. ¡Adoran á Febo y temen que se profane su culto!
LA CATEDRAL
Los fanáticos modernos no conciben que se construya una catedral en Covadonga á expensas de toda la nación, como obra patriótica, como grandioso monumento que conmemora la primera hazaña de la reconquista, el primer milagro del valor español en su lucha de tantos siglos contra los sectarios de Mahoma. “¿Por qué una catedral?—gritan—¿Y la libertad de cultos? ¿Y el racionalismo? Los que no oímos misa ¿por qué hemos de construir una catedral?”
¡Porque lo quiere la historia! ¿Por qué no habéis de construir en Covadonga una mezquita, ni una pagoda, ni un frío monumento anodino, abstracto como el del Dos de Mayo, lo cual equivaldría á olvidar la mitad, por lo menos, de lo que Covadonga representa? ¿Que no queréis hacer de Covadonga un Lourdes? Perfectamente; pero si no queréis que otros, aunque sea poco á poco, hagan eso, apresuraos á hacer otra cosa, una obra nacional, un gran recuerdo histórico; y como la Historia es como es y no como el capricho de cada cual, Covadonga, quiéralo ó no el racionalista negativo, tiene que representar dos grandes cosas: un gran patriotismo, el español, y una gran fe, la fe católica de los españoles, que por su fe y su patria lucharon en Covadonga. Una catedral es el mejor monumento en estos riscos, altares de la patria.
LA CAPILLA
Hablas como un libro. Y esos fanáticos nuevos son tan irracionales como los viejos, que me niegan el derecho á la vida porque, llamándome yo cristiana, y sin que nadie me niegue tal nombre, ostento en mi fachada una cruz y un letrero que dice: “Cristo, redentor eterno”. ¿Qué hay de malo en esto?
LA CATEDRAL
Creerán que lo dices con segunda.
LA CAPILLA
El signo de la cruz ¿no es siempre santo? ¿Ó es[Pg 177] que quieren parecerse esos fanáticos ortodoxos al impío Strauss, que en sus Confesiones llega á declarar que la cruz le repugna?
LA CATEDRAL
Con la Constitución del Estado en la mano te demuestran que no tienes derecho á la cruz de la fachada...
LA CAPILLA
Así argumentaban los saduceos cuando querían probar á Roma que Jesús barrenaba la constitución judaica...
LA CATEDRAL
En cambio, si los fanáticos nuevos triunfan, ya harán otra Constitución para declarar que en España tanto como yo representa cualquier zaquizamí en que á un extravagante soñador se le antoje exhibir un culto de su invención... y acaso de su industria. Unas constituciones niegan la historia y otras niegan la filosofía... Pero al fin á ti sólo te perjudican tus contrarios, los que ven en ti el símbolo de la abominación. Pero á mí me dejan abandonada todos, los que debieran ser mis amigos por patriotas y los que debieran serlo por patriotas y por creyentes de mi Iglesia. Hace muchos años, un santo obispo, varón elocuente y virtuoso, lleno de humildad y de fe, vino de Levante, de país muy diferente de estas mis brumosas montañas, y él, hijo del sol, de la clara y diáfana atmósfera mediterránea, se enamoró de estos lugares húmedos y oscu[Pg 178]ros por el encanto singular de estas montañas, sagradas para el cristiano y para el patriota. La idea del santo obispo fué construir aquí una catedral sobre estos vericuetos dantescos, y en los primeros trabajos necesarios empleó su patrimonio. La fe y el patriotismo de los demás debía ayudarle, convertir en realidad su noble idea... Pero España no comprendió la grandeza del propósito. Se convirtió en cuestión de interés provincial puramente lo que debiera ser empresa nacional, porque Covadonga no es sólo de Asturias, es de España.
LA CAPILLA
Y esta aristocracia ilustre, cuyas principales damas tan ruda guerra me han declarado á mí, ¿no ha dado su dinero, no ha facilitado su influencia para levantar tus muros y hacer de tus naves un santuario digno de la gran idea religiosa y española que representas?
LA CATEDRAL
Esas damas ilustres, cuyos títulos reunidos parecen un índice de la historia de España, no se han acordado de mí... ni del origen de su grandeza. Cuanto más ilustres esos grandes apellidos y esos grandes títulos, más se acercan á mí. No hay nobleza castellana más pura, más grande que la que tenga su origen cerca de estas fuentes, de estas aguas que se despeñan por ese torrente abajo...
LA CAPILLA
Conque todas esas señoras que han ido á suplicar á Sagasta que no se me abra...
LA CATEDRAL
Ignoran todas que un modesto sacerdote anda por Asturias de puerta en puerta mendigando una limosna para ir construyéndome poco á poco y con el menor gasto posible, sin la magnificencia arquitectónica que merezco... Debiera ser yo la obra espontánea, simultánea y unánime de todas las fortunas de España, y no soy más que una humilde prueba de la caridad y del provincialismo de unos pocos asturianos... ¿Qué más? Se acaba de celebrar el centenario de Cristóbal Colón y su descubrimiento, y todos han pensado en Granada, nadie se acordó de Covadonga. Yo no discuto si esas ilustres señoras y esos insignes obispos que piden al Estado que no consienta tu apertura hacen bien ó hacen mal. Lo que digo es que mucho más urgente que impedir á los demás abrir sus templos es construir los propios.
CORO DE CATEDRALES
¿Qué importa una capilla protestante en esta tierra en que somos nosotras legión? ¡Somos un bosque de torres cristianas! ¡Pero muchas amenazamos ruina! ¡Que se salve la Giralda! ¡Que resplandezca la linterna mágica de León, aquella inspiración sublime de piedra! ¡Levantad en Covadonga, no una pobre basílica amanerada y raquítica por su mise[Pg 180]ria, sino un reflejo glorioso de nuestra grandeza! ¡La fe de León, de Burgos, de Sevilla, de Granada, se salvó en Covadonga!
LA CAPILLA EVANGÉLICA
¡Oh, coro sublime! ¡Oh, sublime religión de Jesús!... ¡Tú sola pudiste inspirar estos ideales himnos de piedra!...
Bajando la voz, porque á Segura llevan preso.
¡Christus redemptor æternus!
Tiene la cara de pordiosero; mendiga con la mirada. Sus ojos, de color de avellana, inquietos, medrosos, siguen los movimientos de aquél de quien esperan algo, como los ojos del mono sabio á quien arrojan golosinas, y que devorando unas, espera y codicia otras. No repugna aquel rostro, aunque revela miseria moral, escaso aliño, ninguna pulcritud, porque expresa todo esto, y más, de un modo clásico, con rasgos y dibujo del más puro realismo artístico: es nuestro Zalamero, que así se llama, un pobre de Velázquez. Parece un modelo hecho á propósito por la Naturaleza para representar el mendigo de oficio, curtido por el sol de los holgazanes en los pórticos de las iglesias, en las lindes de los caminos. Su miseria es campesina; no habla de hambre ni de falta de luz y de aire, sino de mal alimento y de grandes intemperies; no está pálido, sino aterrado, no enseña perfiles de huesos, sino pliegues de carne blanda, fofa. Así como sus ojos se mueven implorando limosna y acechando la presa, su boca rumia sin cesar, con un movimiento de los labios que parece disimular la ausencia de los dientes. Y con todo, sí, tiene dientes, negros, pero fuertes. Los esconde como quien oculta sus[Pg 182] armas. Es un carnívoro vergonzante. Cuando se queda solo ó está entre gente de quien nada puede esperar, aquella impaciencia de sus gestos se trueca en una expresión de melancolía humilde sin dignidad picaresca, sin dejar de ser triste; no hay en aquella expresión honradez, pero sí algo que merece perdón, no por lo bajo y villano, sino por lo doloroso. Se acuerda cualquiera, al contemplarle en tales momentos, de Gil Blas, de don Pablos, de Maese Pedro, de Patricio Rigüelta; pero como este último, todos esos personajes con un tinte aldeano que hace de esta mezcla algo digno de la égloga picaresca, si hubiese tal género.
Zalamero ha sido diputado en una porción de legislaturas; conoce á Madrid al dedillo, por dentro y por fuera; entra en toda clase de círculos por altos que sean; se hace la ropa con un sastre de nota, y con todo, anda por las calles como por una calleja de su aldea remota y pobre.
Los pantalones de Zalamero tienen rodilleras la misma tarde del día que los estrena. Por un instinto del gusto, de que no se da cuenta, viste siempre de pardo, y en invierno el paño de sus trajes siempre es peludo. Los bolsillos de su americana, en los que mete las manazas muy á menudo, parecen alforjas.
No se sabe por qué, Zalamero siempre trae migajas en aquellos bolsillos hondos y sucios, y lo peor es que, distraído, las coge entre los dedos manchados de tabaco y se las lleva á la boca.
Con tales maneras y figura, se roza con los personajes más empingorotados, y todos le hacen[Pg 183] mucho caso. “Es pájaro de cuenta”, dicen todos.
“Zalamero, mozo listo,” repiten los ministros de más correa. Fascina solicitando. El menos observador ve en él algo simbólico; es una personificación del genio de la raza en lo que tiene de más miserable, en la holgazanería servil, pedigüeña y cazurra. “Yo soy un frailuco—dice el mismo Zalamero—; un fraile á la moderna. Soy de la orden de los mendicantes parlamentarios.” Siempre con el saco al hombro, va de ministerio en ministerio pidiendo pedazos de pan para cambiarlos en su aldea por influencias, por votos. Ha repartido más empleos de doce mil reales abajo, que toda una familia de ésas que tienen el padre jefe de partido ó de fracción de partido. Para él no hay pan duro; está á las resultas de todo; en cualquier combinación se contenta con la peor; lo peor, pero con sueldo. Sus empleados van á Canarias, á Filipinas; casi siempre se los pasan por agua; pero vuelven, y suelen volver con el riñón cubierto y agradecidos.
—¿Qué carrera ha seguido usted, señor Zalamero?—le preguntan las damas.
Y él contesta sonriendo:
—Señora, yo siempre he sido un simple hombre público.
—¡Ah! ¿Nació usted diputado?
—Diputado, no, señora; pero candidato creo que sí.
—¿Y ha pronunciado usted muchos discursos en el Congreso?
—No, señora: porque no me gusta hablar de política.
En efecto; Zalamero, que sigue con agrado é interés cualquier conversación, en cuanto se trata de política bosteza, se queda triste, con la cara de miseria melancólica que le caracteriza, y enmudece mientras mira receloso al preopinante.
No cree que ningún hombre de talento tenga lo que se llama ideas políticas, y hablarle á Zalamero de monarquía ó república, democracia, derechos individuales, etc., etc., es darle pruebas de ser tonto ó de tratarle con poca confianza. Las ideas políticas, los credos, como él dice, se han inventado para los imbéciles y para que los periódicos y los diputados tengan algo que decir. No es que él haga alarde de escepticismo político. No; eso no le tendría cuenta. Pertenece á un partido como cada cual; pero una cosa es seguirle el humor al pueblo soberano, representar un papel en la comedia en que todos admiten el suyo, por no desafinar, y otra cosa es que entre personas distinguidas, de buena sociedad, se hable de las ideas en que no cree nadie.
Zalamero, en el seno de la confianza, declara que él ha llegado á ser hombre público... por pereza, por pura inercia. “Dejándome, dejándome ir, dice, me he visto hecho diputado. Nunca me gustó trabajar; siempre tuve que buscar la compañía de los vagos, de los que están en la plaza pública, en el café, azotando calles á las horas en que los hombres ocupados no parecen por ninguna parte. ¿Qué había de hacer? Me aficioné á la cosa pública: me vi metido en los negocios de los holgazanes, de los desocupados, en elecciones. Fuí elector y cazador de votos, como quien es jugador. Cuando supe[Pg 185] bastante me voté á mí propio. El progreso de mi ciencia consistió en ir buscando la influencia cada vez más arriba. He llegado á esta síntesis: todo se hace con dinero, pero arriba. Cuanto más arriba y cuanto más dinero, mejor. El que no es rico, no por eso deja de manejar dinero; hay para esto la tercería de los grandes contratos vergonzantes. El dinero de los demás, en idas y venidas que ideaba yo, me ha servido como si fuera mío.”
Mientras muchos personajes andan echando los bofes para asegurar un distrito, y hoy salen por aquí, mañana por los cerros de Úbeda, Zalamero tiene su elección asegurada para siempre en el tranquilo huerto electoral que cultiva abonando sus tierras con todo el estiércol que encuentra por los caminos, en los basureros, donde hay abono de cualquier clase.
Aunque trata á duquesas, grandes hombres, ilustres próceres, millonarios insignes, cortesanos y diplomáticos, en el fondo Zalamero los desprecia á todos, y sólo está contento y sólo habla con sinceridad cuando va á recorrer el distrito, y en una taberna, ó bajo los árboles de una pumarada, ante el paisaje que vieron sus ojos desde la niñez, apura el jarro de sidra ó el vaso de vino, bosteza sin disimulo, estira los brazos, y á la luz de la luna, con la poética sugestión de los rayos de plata que incitan á las confidencias, exclama con su voz tierna y ronca de pordiosero clásico, dirigiéndose á uno de sus íntimos aldeanos, agentes, electores, sus criaturas.
—...Y después, si Dios quiere, como otros han llegado, puedo llegar á ministro... y como no soy[Pg 186] ambicioso, juro á Dios que con los treinta mil reales de la cesantía me contento; sí, los treinta mil... aquí, en esta tierra de mis padres, en la aldea, bajo estos árboles, con vosotros...
Y Zalamero se enternece de veras y suspira porque ha hablado con el corazón. En el fondo es como el aguador que junta ochavos y sueña con la terriña. Zalamero, el palaciego del sistema parlamentario, el pobre de la Corte de los Milagros... del salón de conferencias: el mendicante representativo, no sueña con grandezas, no quiere meter al país en un puño, imponer un credo.
¡Qué credos!
Ser ministro ocho días, quedarse con treinta mil... y á la aldea. Es todo lo Cincinnato que puede ser un Zalamero. No quiere ser gravoso á la patria. “Si me hubiesen dado una carrera, hoy sería algo. Pero un hombre como yo ¿á qué ha de aspirar sino á ser ministro cesante cuando la vejez ya no le consienta trabajar... el distrito?”
TRAGICOMEDIA EN CUATRO ESCENAS
ESCENA PRIMERA
Estación de Pinares. Al amanecer. El campo cubierto de escarcha. Mucho frío. El tren parado delante del andén. Algunos viajeros de tercera corren á la cantina, donde se sirve café malo, pero caliente. Muchos se soplan las manos, otros dan patadas fuertes contra el suelo, otros se pasean, mientras se les prepara el café. Los empleados, pocos y mal vestidos, de la estación, muestran actividad extraordinaria. Es que en un coche de lujo, en un break, viajan altos funcionarios de la Compañía y un ministro, el de Hacienda.
UN VIAJERO DE 3.ª
Enfermo, de color de aceituna, muy débil, vestido con un traje claro muy ligero; se acerca, andando y hablando con dificultad, al jefe de la estación, que pasa con mucha prisa.
¿Me hace el favor?
EL JEFE
¿Qué hay?
VIAJERO DE 3.ª
¿Cuántos minutos para aquí?
EL JEFE
¿No lo ha oído usted? Cinco.
VIAJERO DE 3.ª
Pero como decían... que hoy... que se habían bajado unos señores que tienen que hacer ahí fuera... y se les esperaría... Pensaba yo...
EL JEFE
Eso no es cuenta de usted ni mía.
El jefe desaparece sin oir las excusas del viajero de 3.ª, que teme haber ofendido á aquel personaje.
VIAJERO DE 3.ª
Á otro empleado de la estación.
¿Se puede saber cuánto pararemos aquí?
EL EMPLEADO
¡Uf! Lo menos un cuarto de hora. ¿No ha visto usted que se han apeado esos señores para ver las obras del puente? Lo menos un cuarto de hora.
VIAJERO DE 3.ª
Con expresión de alegría y agradecimiento.
Muchas gracias, muchas gracias... Pero ¿está usted seguro que un cuarto de hora lo menos?
EL EMPLEADO
Con el humor del jefe:
Hombre, ¿quiere usted una hipoteca?
Se va.
VIAJERO DE 3.ª
No, señor, gracias... Usted dispense... Basta la palabra... ¡Quince minutos! ¡Oh, sí, me decido! ¡Dios mío, dame fuerzas!
Con gran trabajo, respirando con dificultad, se dirige hacia... lo que no puede decirse. Lee:
Señoras... ¡Aquí no!
Da otros cuantos pasos con gran dificultad. Lee:
Caballeros.
Vacila; muestra gran desaliento.
No hay más... Sí, aquí debe de ser.
Desaparece. Pasan tres minutos. Suena una campana.
UNA VOZ
Señores viajeros, ¡al tren!
Los pasajeros del break ya han ocupado su coche. Al parecer, tienen prisa. Uno de ellos se dirige al jefe de estación, que se cuadra.
EL PERSONAJE
Sí, sí; ahora mismo. Pite usted. El ministro se siente mal y hay que llegar cuanto antes á la ciudad...
El empleado de marras habla en voz baja al jefe y señala al lugar por donde ha desaparecido el viajero de 3.ª. El jefe hace un gesto de contrariedad y se encoge de hombres. El personaje se retira de la ventanilla. El jefe espera unos segundos. El empleado y algunos viajeros, que se dirigían corriendo al tren, hacen señas, como de quien mete prisa á alguien, en la dirección por donde ha desaparecido el viajero de 3.ª.
EL EMPLEADO
¡Vamos, hombre, á escape!... Que se queda usted en tierra...
UN VIAJERO
¡Que se va el tren!
Suena el pito.
¡Que se va!... ¡Ese pobre hombre!... ¡Que no puede!... ¡Que se cae!... Allá ustedes.
Monta corriendo en su coche.
EL EMPLEADO
Pero ¿qué le pasa?
El tren empieza á moverse.
VIAJERO DE 3.ª
Aparece, arrastrándose casi, con una mano apoyada en el suelo y otra sujetando la ropa. Lívido, aterrado, habla con voz debilísima; quiere llegar al tren que marcha.
¡Socorro! ¡favor!... ¡Ayudarme, ayudarme! ¡No puedo, no puedo!...
Toca con una mano el estribo, un mozo de la estación y el empleado de antes se precipitan hacia él para contenerle.
EL EMPLEADO
¡Imprudente!... ¡Desgraciado!... ¡Que le arrastra, que le deshace el tren!...
VIAJERO DE 3.ª
¡Por Dios!... ¡Arriba!... Quiero morir allá... en Cardaña... junto á mi padre... ¡Falta tan poco!... ¡Ayuda, arriba!...
MUCHAS VOCES
¡Imposible!...
Quieren ayudarle los de dentro y los de fuera. Se abre una portezuela, se tienden varias manos. Todo inútil. El tren sigue, el viajero de 3.ª cae sin sentido en brazos del mozo de la estación. Todas las ventanillas, las del break inclusive, llenas de cabezas. Curiosidad inútil. El tren desaparece.
VOCES EN EL TREN
¿Quién es? ¿Quién será?
OTRAS VOCES
Dicen que es un soldado de Cuba que viene por enfermo...
ESCENA SEGUNDA
Cardaña. La estación. Mucho frío. Muy poca gente en el andén. Un viejecillo ochentón, apoyado en muletas, rendido de fatiga, se arrima á una columna de hierro y mira con ansiedad hacia la parte de Pinares, por donde va á llegar el tren. Llega el tren. Nadie se apea. ¡Un minuto de parada! grita una voz. Suena inmediatamente una campana, luego un silbido y el tren emprende la marcha.
EL VIEJO
¡Dios mío! ¿Qué es esto? Nadie, nada... ¿Se habrá dormido? No, imposible. Es que no viene. ¿Dónde se ha quedado? Si debía llegar ahora, sin falta... ¡Enfermo, enfermo por el camino!... ¡Mi Nicolás, Ni[Pg 192]colás!... Nada; no viene... y ya se aleja el tren... ¡No viene... no viene!... ¡Dios mío!...
EL JEFE DE LA ESTACIÓN
¿Qué es eso, señor Paco? ¿Qué le sucede? ¿Le han arrojado ya de su casa esos caballeros mandones?
EL VIEJO
No... si ahora no es eso... No es la casa... Es mi hijo... Nicolás, que vuelve de Cuba muy enfermo, deshaciéndose... y debía llegar en este tren... ¡y nada!
EL JEFE
Calma, hombre; vendrá mañana.
EL VIEJO
No, no; ¡me da el corazón una desgracia!... ¡Hoy, hoy, era hoy!... Algo le pasó en el camino.
EL JEFE
Vaya, que es usted el rigor de las desdichas. Pero ¿qué hay de eso? ¿Es verdad que le han vendido á usted la huerta y la chozuca por mal pagador, por rebelarse contra el comisionado?... ¡Ja, ja! Usted, señor Paco, siempre tan... faccioso. ¿Pero no sabe que el que no paga la contribución... la paga de todas maneras?
EL VIEJO
Yo no podía pagar. ¡Les abandoné mi pobreza! Pero de mi rincón no me han echado todavía... ¡Ni me echarán! Quiero mi cama en mi choza para mi hijo, que viene enfermo de Cuba...
EL JEFE
¡Pero si le han vendido la choza, si ya no tiene allí nada suyo más que la cama!... Usted lo dice, usted se lo abandonó todo.
EL VIEJO
Irritándose.
Sí; lo abandoné porque no podía pagar trimestres y más trimestres... Me pedían un dineral... Una injusticia... Mientras pude trabajar, pagué á regañadientes, pero pagué; ahora, solo, baldado, inútil, sin trabajo... apenas como... y he de pagar... ¿Con qué? ¡Rayos! ¡Mi casa, la huerta!... Se la llevaron, bueno; ya es de otro... ¡Rayos! Pero si Nicolás llega enfermo, ¿dónde le meto? ¡Vive Dios! ¡En mi choza, en su casa!
EL JEFE
Juicio, juicio, señor Paco. Con los mandones no se juega. No haga usted un disparate. Y salga, que esto se queda solo y yo me voy arriba.
EL VIEJO
Saliendo de la estación hacia el pueblo.
¡Dios mío! Pero ¿dónde está mi hijo? ¡Enfermo!... ¡Abandonado en el camino!... ¡Muerto, acaso muerto!
ESCENA TERCERA
La tarde del mismo día. Calle de aldea, solitaria, delante de la casucha del señor Paco. El alcalde y dos hombres mal encarados, vestidos á lo ciudadano, pero con mala ropa, se acercan al señor Paco, sentado á la puerta de su casa.
EL ALCALDE
¡Ea, señor Paco, esto se acabó! La paciencia y todo, se acaba.
EL SEÑOR PACO
¿Qué quiere usted decir, señor alcalde?
EL ALCALDE
Que estos señores vienen á tomar posesión de lo que es suyo. Que esta casa ya no es de usted. Que usted ha dejado que la Hacienda se incautase de sus bienes y sin mezclarse usted en nada, despreciando la ley, como si ésta no tuviera que cumplirse, ha visto sin moverse que, paso tras paso, como pide la justicia, se fueran llenando todos los requisitos para dejarle á usted en la calle... Y ahora que eso ya es de otro, de este caballero que acompaña al señor comisionado, á quien usted conoce...
EL SEÑOR PACO
Sí; demasiado.
EL ALCALDE
Ahora que usted no tiene ahí dentro más que unos pocos muebles, ni quiere sacarlos, ni se va con la música á otra parte... y eso no está en el orden. Haber pagado á su tiempo.
EL SEÑOR PACO
No tenía con qué.
EL ALCALDE
Eso no es cuenta mía. Ni esto tampoco... Entendámonos: estos señores recurren á mí, porque, por la presente, y á falta de mejor... postor... eso es, soy la fuerza pública, vamos al decir. Está usted ejecutado; la ley ya no tiene más que hacer... á no ser que quiera que materialmente se le eche á patadas...
EL SEÑOR PACO
¡Atrévase usted, señor alcalde!...
EL ALCALDE
No, yo no. Es usted un pobre viejo. Pero vendrá la guardia civil, ya que es usted tan testarudo. Este caballero ya ha estado aquí tres veces. Tiene razón al quejarse de que no se le haya hecho salir de aquí á usted á su debido tiempo. Por lástima han hecho todos la vista gorda hasta llegar el último momento... Pero ésta es la de vámonos. Tanto derecho tiene usted á estar en esta casa como en la mía. Yo, por motivos de orden público, digámoslo así, vengo á[Pg 196] darle el último aviso por las buenas. Este señor ya está cansado de aguantarle... Conque, ó deja usted libre la puerta... ó vienen los guardias ¡y hay violencia!
EL SEÑOR PACO
¡Que venga un ejército! Que me maten... de aquí no me muevo. Espero á mi hijo... á Nicolás... que viene muy enfermo... ¡Dios mío! ¡Si llega! ¿En dónde le acuesto? Viene de Cuba... deshaciéndose... Mi cama es suya... ahí, en ese rincón donde nació... donde moriremos los dos abrazados... en nuestra casa, donde murió su madre... en mi choza... mía, pese á todas las contribuciones del mundo. No pago, porque no puedo... ¡pero mi casa es mía!
EL COMISIONADO
Señor Paco, esta casa es de este caballero, que la ha adquirido del Estado en la forma que señala la ley y con todos los requisitos del caso; hace mucho tiempo que está usted aquí de sobra. Bastante se ha levantado el brazo. Si usted no hubiese sido terco... si hubiera pagado...
EL SEÑOR PACO
Sombrío, como transtornado.
Esta casa es para mi hijo... Ahí, en esa cama moriremos los dos... abrazados... ¡Si viene! ¡Si no ha muerto por el camino!
EL DUEÑO NUEVO
Nada, nada; yo no sirvo para ver estas cosas. Que se cumpla la ley en todos sus extremos. Yo me voy y volveré cuando la fuerza me haya dejado mi propiedad libre de estorbos... Con Dios, señores.
EL ALCALDE
Espere usted. Ea, tío Paco, ya se me sube á mí el humo á las narices. Aquí ya no hay civiles que valgan: yo soy alcalde... y me basto y me sobro... Deje usted libre el paso... ó me lo llevo á la cárcel...
EL SEÑOR PACO
Blandiendo una muleta.
Moriré aquí dando palos al que se acerque... En muriendo los dos... ahí dentro, en esa cama, cargad con todo. Llevadnos de limosna al campo santo... y todo es vuestro. Pero me da el corazón, miserables, que si os abandono la choza antes que él venga... no vendrá; se habrá muerto en el camino, en el barco, entre las ruedas del tren, ¡qué sé yo! Si le aguarda su cama en su choza... en el rincón donde nació... vendrá, sí, vendrá... ¡Se lo pido á Dios de rodillas!
Se arrodilla temblando y apoyando las manos en el suelo. Silencio solemne. Aquellos cafres callan con respeto, relativo, á la desgracia y á la oración del anciano.
ESCENA CUARTA Y ÚLTIMA
Se oye el ruido estridente de las ruedas de una carreta del país. Aparece por la calleja que desemboca frente á la choza del señor Paco una carreta de bueyes guiada por un aldeano y escoltada por dos civiles. Dentro de la carreta un bulto largo cubierto con un lienzo gris.
UN GUARDIA CIVIL
Aquí es, señores, ¿no vive aquí el señor Paco Muñiz de la Muñiza?
EL ALCALDE
Ahí le tienen... Á buen tiempo llegan, señores guardias... Yo soy el alcalde del pueblo, y este hombre...
EL GUARDIA
Espere un poco, señor alcalde. El caso es...
EL SEÑOR PACO
Como iluminado por una revelación al ver la carreta, se dirige hacia ella, sin apoyarse en las muletas, que arroja; levanta el lienzo gris, descubre un cadáver y se abraza, entre alaridos, al muerto.
¡Nicolás! ¡Mi hijo! ¡Mi Colasín!
EL ALDEANO
Al alcalde.
Se nos ha muerto en el camino. Es un soldado de Cuba que venía por enfermo. Se bajó en Pinares...[Pg 199] no pudo montar en el tren... y se moría. Suplicó que por caridad se le trajera á Cardaña... á morir en su casa, junto á su padre...
EL SEÑOR PACO
Incorporándose airado, como loco.
¡Miserables, dejadme lo mío! ¡Ya pago, ya pago! ¿No me robáis porque no pagaba?... ¿Y ese hijo? ¿Y esa vida? ¡Alcalde, ahí tienes la contribución! ¡Entiérramela!
Con las manos crispadas señala al muerto.
TELÓN MUY LENTO
Tenía cincuenta años que parecían setenta; una levita que no lo parecía, del color de la vía pública, el gris que se coge en el arroyo como una pátina; barba rala, corrida, del color de la levita; tres ó cuatro dientes; una camisa, y muy arraigadas convicciones políticas, sociológicas y aun filosóficas y teológicas. Había aprendido á leer allá en Cuba, cuando la otra guerra, siendo voluntario en un batallón provincial; y ahora leía periódicos y más periódicos arrimado á los pilares en los porches del Ayuntamiento. Siempre leía de prestado, porque él su poco dinero lo gastaba en aguardiente y en tabaco. Era peón de albañil, pero casi siempre dimisionario. No estaba conforme con la marcha del mundo. Cuando él era joven, la culpa de todos los males la tenía el oro de la reacción; ahora parecía ser que el enemigo era “el infame burgués”. “Sea”, se había dicho el Rana; y, como antes del oscurantismo y de los presupuestívoros, ahora maldecía del burgués, del zángano de levita. Y eso que él, por invencible afición, siempre vestía de levita, verdad es que debida á la munificencia de algún aborrecido burgués. Era el borracho más popular de su pueblo, y todas las clases sociales le encontraban gracia al Rana, y veían en él, acaso, el último representante de una[Pg 202] generación famosa de perdis populares, que eran, en cierto modo, orgullo de la ciudad por el ingenio de todos ellos, por los rasgos originales y muy cómicos de su excitada fantasía. El Rana, á pesar de sus ideas disolventes, de su bala rasa (alcohol puro) anarquista, no tenía un enemigo, ni siquiera entre el clero, que él despreciaba con serenidad olímpica. Sin embargo, sus lucubraciones teológicas más de una vez le hicieron dormir en la prevención, por la forma más que por el fondo. Cuando la prensa local encarecía la necesidad de perseguir la blasfemia, el Rana no se libraba de los rigores del terror blanco. Pero salía de prisiones sin abdicar uno solo de sus principios; y aquella misma noche volvía á presentarse tan borracho como el día anterior y tan encastillado en sus negaciones impías y en sus imprecaciones escandalosas.
Amigo de marchar con el siglo, había renunciado á ser republicano, ya que los jóvenes de la esquina del Ayuntamiento se reían de la política; y era anarquista, pero disidente, porque los de esta opinión le habían expulsado con toda solemnidad de su grey, con el frívolo pretexto de que empalmaba las borracheras y era el hazmerreir de los burgueses, y admitía de éstos propinas, prendas de vestir y otras humillaciones.
Pero el Rana, haciendo eses, y mirando al cielo, con quien se pasaba el día de coloquio, pues era su costumbre decírselo todo á las nubes, al tal Dios, desdeñando ponerse al habla con los míseros mortales, el Rana, digo, perdonaba á sus correligionarios porque no sabían lo que hacían, y les dedicaba[Pg 203] sonrisas de desprecio en un todo iguales á las que le merecía el alto y bajo clero. Además de no estar conforme con el credo (así decía él) de su partido, en lo tocante á la bebida, también protestaba contra los alardes de cosmopolitismo, porque él era patriota ¡por vida de la Chilindraina! y había expuesto la vida en cien combates por la... eso de la patria: en fin, “¡Viva Cuba española!”, gritaba El Rana, que en esta materia no admitía bromas ni novedades. Bueno que la república fuera un... mito, eso, un mito..., pero en la aquello... de la patria, que no le tocaran el Carlos Más (Marx), ni el Carlos Menos, ni Carlos Chapa..., porque el Rana, allí donde se le veía... había sido voluntario del heroico batallón de la Purísima (alabada sea ella), añadía el Rana, que sólo estaba mal con el elemento masculino de la Sacra Familia; y eso de boca.
“Mil éramos, predicaba entusiasmado en medio de la plaza, mil éramos cuando íbamos por la carretera de Castilla arriba: ciento cuatro volvimos de Cuba... Los demás todos muertos... unos por uno, otros por otro..., ¡todos muertos! ¡Viva la anarquía y el libertinaje! Fuego y fuego en el burgués..., pero el que me toque á... pues, á Cuba española, que se entienda con este cura, hablando mal, con el Rana, veterano distinguido del batallón provincial de la Purísima, alabada sea ella... Me... caso en el tal del Tal.”
Y si pasaba por allí un polizonte iba el Rana á la prevención por blasfemo.
Una mañana muy fría, de Diciembre, salió el Rana muy temprano del zaquizamí en que dormía, y previo el ordinario tocado de pasarse la mano por los ojos, se encaminó á la estación del ferrocarril del Norte, pisando la dura escarcha, soplándose los dedos y hablando entre dientes con las podridas nubes. La letra de lo que quería decir no era muy clara, pero la música era ésta: pestes contra el frío, contra el hambre, contra el infame burgués y contra la falta de patriotismo del obispo, del alcalde, del gobernador y demás oscurantistas, digo burgueses.
El Rana había leído en un periódico local, el día anterior, que aquella mañana, en el primer tren saldrían por el ferrocarril del Norte quince voluntarios que embarcarían en La Coruña con destino á Cuba. Una semana antes la ciudad en masa había despedido entre gritos de entusiasmo patriótico á todo un batallón de infantería que de allí había salido para la guerra. Se había obsequiado á los soldados con cigarros, fiambres, vino, reparto de pesetas y grandes dosis de cariño fraternal, inspirado en el amor á la patria. Estaba bien. El Rana era el primero en aplaudir aquella manifestación. Pero ahora...
—¡Lo que yo temía!—exclamó al pisar el andén, donde le dejaron entrar á la cuarta ó quinta blasfemia.
—¡Lo que yo temía! ¡Ni un alma! ¡Muera el burgués! ¡Abajo lo existente!... ¡Ni un alma!... ¡Sean ustedes Daoíces para esto!... ¡Claro!... Los pobretones son voluntarios; como yo, como el Rana, allá[Pg 205] en mis buenos tiempos... Son el Queso, Piniella, el Marqués, Viruela, Viruso, el Troncho... cuatro gatos, la hez, eso, la hez del pueblo soberano... Una limpia, ¿eh? ¡Dígalo usted, burgués infame!... ¡Una limpia!... ¡Dígalo usted claro!
Y el Rana, hablando y andando, se dirigió á la cantina solitaria, donde pidió una copa de aguardiente, al mismo tiempo que ponía sobre el mostrador unos cuantos perros chicos, pero sin separar de ellos la mano. Era aquel gesto una fórmula á que le obligaba su escaso crédito. Quería decir que tenía con qué pagar; no que pagaría de fijo.
Como la cantinera le mirase con cierta sorna y no se diera mucha prisa á servirle, El Rana, con ceño digno de las Euménides, se encaró con la pobre muchacha y la abrumó bajo el peso de cien blasfemias é imprecaciones.
“¿De qué se dudaba allí? ¿De su buena fe de pagador ó de su amor á la... eso de la patria?”
“¿Tenía él ó no tenía decoro? ¿Tenía ó no tenía razón? Ni el obispo, ni el alcalde, ni una rata, venía á ‘despedir á los quince Daoíces’ que iban á morir por España, como el más currutaco general ó cadete...” Bebió dos ó tres copas; dejó sobre el mostrador algunas monedas, recogió otras, y siempre hablando con las nubes, se fué hacia el grupo de voluntarios, que también soplándose las manos daban diente con diente y patadas en el suelo, formando piña cerca del tren, preparado ya para la marcha.
—¡Eh, Rana, faltan cinco céntimos!...—le gritó no muy incomodada la cantinera.
El Rana se encogió de hombros, y con un ademán de pródigo, exclamó:
—Para ti—y llegó al grupo de voluntarios, donde no fué mal recibido. El Queso le estrechó la mano con efusión, y dijo:
—¡Bien por el Rana! Vivan los patriotas de la Purísima.
—Alabada sea ella. Pero el podrido obispo, ¿por qué no viene hoy á echar bendiciones? Y el alcalde, ¿para cuándo deja los puros y los vivas?...
—¡Porque sois la hez, Queso! Esto es una limpia... Os barre el hambre, os echa á morir, á la alcantarilla, á la manigua, la nesecidad... Y, claro... los señoritos, los burgueses... no se levantan de la cama á la hora que barren los barrenderos del Ayuntamiento...
La verdad era que en la estación no había ni elemento oficial, ni muchos curiosos ó patriotas. Casi ninguno. Había, sí, mujeres harapientas, niños pobres que lloraban ó reían, los pedazos del corazón cubiertos de andrajos, que dejaban en el pueblo aquellos muchachos que iban... no sabían á qué... á morir probablemente... á padecer por la... eso, de la patria.
El Rana no se explicaba bien—porque blasfemar no es argüir;—pero él veía clara la cosa: lo que pasaba por el espíritu... de vino de aquel insigne borracho, traducido de las nieblas alcohólicas de su conciencia al lenguaje usual, era esto:
“No valen más mil que quince. Aquellos chicos no tenían la culpa de ser tan pocos. No valía decir que el pueblo acababa de entusiasmarse pocos días antes. En estos casos no vale el cansancio. Aquel desaire á la hez de la población, que iban de su propio querer á morir por España, era una ingratitud, una crueldad. El voluntario no es menos que el soldado que sirve al rey porque le toca. Allá son iguales; pero en el arrancar tiene el voluntario más mérito. Y no valía pensar que el Queso, el Marqués, Viruela, iban echados por la miseria, por no luchar con el hambre, por dar pan á su madre, ó á su mujer ó á sus hijos...
“No; algo había él visto... pero sin lo otro, sin lo de... aquello de la patria, no irían. ¿Por qué no iban á otra parte, donde había guita, pero no había peligro, mala vida? ¿Por qué á ninguno se le ocurría ir á cambiar la miseria de su tierra por el pan seguro de otras aventuras lejanas, por mar ó por tierra? En fin, que, por dentro, al Queso le pasaba lo que á él, al Rana, le había pasado en su tiempo. ¿Qué era España? ¿Qué era la patria? No lo sabía. Música... El himno de Riego, la tropa que pasa, un discurso que se entendió á medias, jirones de frases patrióticas en los periódicos... Pelayo... El Cid... La francesada... El Dos de Mayo... El Rana, como otros camaradas, confundía los tiempos; no sabía si lo de Pelayo y lo de Covadonga había sido poco antes que lo de Daoiz ó por el mismo tiempo... Pero, en fin, ello era que... ¡viva España! y lo que sale de dentro sale de dentro... y, en fin, que en un arranque de... no sabía qué, pero contento, muy[Pg 208] ancho, se había alistado... y allá había ido, mezclado con mucha gente honrada, siendo tanto como ellos, en cuanto era voluntario; y se había batido bien, y había perdonado, allá en la guerra, á los españoles de acá, á los reaccionarios (hoy burgueses) que habían ido á despedir el batallón de la Purísima por la carretera de Castilla arriba, y que iban diciendo, mientras acompañaban á los voluntarios:
—“Y además, ¡qué limpia! El batallón se lleva al Rana, se lleva á Saltamontes, se lleva á Tarucos... se llevaba... Sí, se los llevaba; ya no quedaban perdis en el pueblo apenas; y los más se habían ido y no habían vuelto... ¡Qué limpia! Entre muchos pobres muy juiciosos, sin tacha, la picardía de la ciudad, era cierto; borrachos, jugadores, blasfemos, el escándalo de las plazuelas... ¡Pero allí todos iguales, todos voluntarios! Y el Rana y Tarucos no iban sólo por el rancho y á la que saltara; no, señor... iban por una corazonada, por el himno de Riego, por lo de los moros y los mambises... y Pelayo y los franceses... y, en fin... como los otros... ¡Rayo en el burgués! ¿Qué limpia, eh? ¡Oh! ¡Pues si viérais morir en la manigua á los de las barreduras!...”
Sonó el pito del jefe. Se cerraron portezuelas, hubo abrazos, besos, lágrimas, carcajadas nerviosas, gritos locos. De repente silencio triste. En aquel silencio sonó de repente la voz del Rana que peroraba, sin que ya nadie le hiciera caso:
—Á ver, ¿dónde está el pueblo? ¿Dónde está el burgués, dónde está el obispo? ¿Y esas pesetas, señores de la Diputación? ¿Y esos cigarros, señor Alcalde?
Y entusiasmado con su propia arenga, el Rana, al arrancar el tren, tuvo una inspiración generosa.
Sacó del bolsillo interior de la levita de color de carretera una cajetilla de las más baratas, aún no mediada, y con gesto de soberana arrogancia, comenzó á arrojar pitillos á las ventanas de los coches que ya se movían...
—Toma, Queso; toma, Viruela..., toma tú, Troncho... ¡Viva Cuba española!
—¡Viva el Rana! gritaron los voluntarios que ya se alejaban... ¡Viva la integridad de la patria!
—¡Eso! ¡eso!—gritó nuestro hombre—¡viva la ingratidad de la patria! Me caso en el tal del Tal... y blasfemó horriblemente, hasta que un guardia le puso la mano en el hombro, diciendo:
—Calla, Rana, si no quieres dormir el martes donde duermes el domingo...
El Rana miró de hito en hito, con gran desprecio, al guardia, y, sin blasfemar, exclamó:
—Oye, tú, dile al obispo... que es un... trásfuga... y que ¡viva Cuba española!
Mi criado me presentó una tarjeta que decía:
TEOPOMPO FILOTEO DE BELEM
y debajo, en letras más pequeñas:
POETA ESOTÉRICO ULTRATELÚRICO
y más abajo, en letras más pequeñas todavía:
Ecce-Homo, 13, guardilla.
—Que pase, que pase—grité—ese Ecce-Homo de Belem ultratelúrico.
Y á los pocos minutos se presentó un hombre que ni pintado para representar el presidente graciosísimo de Su Excelencia, de Vital Aza.
Tenía un aire de familia con todos esos trovadores errantes que andan por ahí cantando la Marsellesa y enseñando los codos. Era la imagen del romanticismo, como le vestiría su enemigo el clasicismo, de buena gana. Usaba melena, la noble, la irreemplazable melena, con símplica audacia. Por toga pretexta llevaba el conocido gabán de verano,[Pg 212] largo, gris, raído, como tenía que ser. Por caridad y buen gusto no quise mirarle las botas.
Supongo que traería pantalones, pero no conservo conciencia de su color ni corte.
De todas maneras, á las pocas palabras, aquel hombre pálido (no faltaba más) me había hecho olvidarme de todo lo material, de todo lo sensible. Había sonreído, había hecho reverencias, se había santiguado dos veces de prisa, había pasado la mano por el lomo, con cariño, á un gato de porcelana que tengo junto á mi mesa de escribir y me había hablado, sin dejarme meter baza, de Budha, de Lao-Tseu, del etíope que Renán nos describe, creo que en San Pablo, y que va meditando el Evangelio á su manera; de Verlaine, de Caran d’Ache, de San Agustín, del gallo de Sócrates y del gallo de San Pedro...
Cuando yo iba á decirle que me mareaba, ya no estaba allí el buen hombre; pero quedaba su espíritu en forma de cuaderno verde, de unas cien hojas, doradas por el canto. Abrí y leí en la primera página: Estambres y Pistilos. La letra era clara, las tes muy grandes. Dí vuelta á la hoja y leí:
DEDICATORIA
Aunque usté no lo crea,
señor obispo,
aunque parezco hereje
me quiere Cristo.
Otra hoja, y leo:
PISTILOS
Soy la ameba redonda, la femenina,
la de fe y esperanzas y gelatina.
En una nota dice: Advierto al lector idiota é indocto que no debe reirse de lo que no entienda.
Otra hoja:
ESTAMBRES
Aunque sé que estoy loco rematado,
porque tal como fué todo lo cuento,
hasta el mismo doctor me halla curado
las veces que no digo lo que siento.
PISTILOS
Cuando tengo en un sueño una esperanza,
se la agradezco á Dios sin hipoteca;
que es el poeta la gallina clueca
que no quiere empollar á Sancho Panza.
Otra hoja:
ESTAMBRES
Hay siempre una impostura en hablar claro;
no se puede ser claro sin mentira...
ve oscuro y algo raro;
divaga, ama y delira...
PISTILOS
Por santa castidad, el pensamiento
no debe bautizar sus invenciones:
son bastardas, después del nacimiento,
llevando un apellido, las nociones.
Otra hoja:
ESTAMBRES
Era en lo oscuro: sobre mi pecho
sentí una mano;
en las tristezas del pobre lecho
me visitaba Dios Soberano.
Era la mano de luz; caricia
de lo Infinito, callado premio,
misterio—madre.—
Lloro en espíritu por la delicia
que al miserable dulce bohemio
le otorga el Padre.
Y desde entonces, siempre en lo oscuro,
siento la mano sobre mi pecho;
mas su contacto va siendo duro,
peso terrible me hunde en el lecho.
Pero la mano, que ya es de plomo,
entre dolores, sin saber cómo,
siempre acaricia. La pasión fuerte
que tanto oprime, siempre es delicia.
¡Ya en torno mío nombran la muerte
los cuchicheos de la estulticia...
mientras me arranca del cuerpo inerte
mano con alas de la Justicia!
Otra hoja:
PISTILOS
Me paso toda la noche
contando miles de estrellas,
y si está el cielo nublado
me pongo á cantar la cuenta.
Así hace el hombre en la vida,
si ama á Dios y en Dios espera;
goza la dicha que pasa...
y pasada... cantando la recuerda.
ESTAMBRES
Ha de ser en el cielo una sorpresa
de los santos sin fin inocentones,
ver llegar á montones
una y otra remesa
de ateos, sin saberlo, santurrones.
PISTILOS
Cuando en el fondo del abismo frío
deja de ver á Dios el pensamiento,
al ir á maldecirme por impío,
la caridad, en un escalofrío,
con el perdón, me vuelve el sentimiento
de que un ángel sonríe al lado mío.
CAMPOAMOR
PISTILOS
Escribe versos en la ceniza;
saca del polvo, de los gusanos,
y de la nada, que se desliza,
viento sin aire, por bosques vanos
de tallos huecos, veta cañiza,
saca la idea de sus cantares;
médula amarga de tristes huesos;
sin corazones, suspiros; besos
sin labios; saca los cañizares
del esqueleto; la catadura
de desnudeces de sepultura;
saca del fondo de noble rima
sarcasmos místicos que causan grima...
Pasión perenne firma en la arena
cuando á las dunas va la mar llena,
y con los rayos tenues de luna
rubrica pactos de la fortuna;
ve del cerebro las telarañas
y le enternecen las musarañas
que ve la lógica de lo Infinito
en palimpsestos de lo no escrito...
NÚÑEZ DE ARCE
ESTAMBRES
Como Dios sacó el mundo de la nada,
de allí saca también la poesía...
Escribe con perfecta simetría;
y así, tiene por plectro... la plomada.
Todo á la ley de gravedad lo fía.
Cansado de leer disparates, incoherencias, tal vez congruentes en el fondo de un cerebro enfermo, arrojé el cuaderno con tedio... y no volví á pensar en el poeta loco... hasta que en persona se me presentó al día siguiente:
—Vengo á recoger mis Pistilos...—me dijo, sonriendo con lástima.
—Ahí los tiene; verá usted que no se los he separado de los estambres.
Don Teopompo recogió el cuaderno, le dió un beso, hizo sobre él la señal de la cruz, y se lo metió debajo del brazo.
Y sin más, sin hablar palabra, sin preguntarme nada, hizo una reverencia y dió media vuelta.
No pude contenerme. El orgullo de aquel imbécil me sublevó; irritó mi amor propio.
—Pero hombre—exclamé—¿no venía usted á conocer mi opinión? ¿Á que le dijera?...
—¡Oh! Nada de eso. Enseño mis versos á todos los literatos vulgares que quieren recibirme. Es una oferta. Me he impuesto esa penitencia y la voy cumpliendo por el mundo adelante. Unos se burlan de mí, otros hasta me insultan; otros, los más tolerantes callan... y yo sigo. Hay que matar el hombre viejo, el de la vanidad, el del buen éxito, el del aplauso, el que quiere ser admirado sin ser comprendido.
—Pero aunque no sea por vanidad, sino por amor á sus ideas, usted querrá hacer propaganda, fundar escuela...
—¡Ah, señor! La escuela está fundada. Es la escuela del flato. Esta poesía, con la debilidad cerebral que revela, es hija del hambre...
—De modo que usted... por dinero... ¡por mucho dinero! ¿Tal vez renunciara á la escuela, á esa poesía?...
—¡Oh, tanto dinero podía ser!
—¿Á qué llama usted mucho?
—Eso depende del momento... histórico.
—En el actual momento...
—Bastante dinero son cinco duros.
La herida fué leve; libré al arte de una escuela contagiosa, y aún hoy, por mi conciencia de crítico, ostento con orgullo la cicatriz de las 25 pesetas.
FAUST (erwachend).—¿Bin ich dem abermals betrogen?...
(GOETHE.—Fausto.)
FAUSTO
Despertando.
¿Qué es esto? ¿Engañado otra vez? ¿Ha sido todo un sueño? ¿No he visto yo al diablo? Y todo lo demás... ¡Válgame Dios qué cosas he soñado!... ¿Y Margarita, mi Gretchen?... ¿Sueño también? ¿Fué verdad lo que soñaba,
«porque todo se acabó
y esto sólo no se acaba?»
¿Amé? ¿Amo á Gretchen? ¡Ay... no!... Amo el amor. Amo la sombra de la noche. Todo sueño... Luego no he vendido el alma al diablo... Luego soy libre... ¡Oh!... qué... ¿felicidad? ¡No! Estoy como estaba. ¿Por qué no me alegro? Soy libre. Sí; mas ¿para qué? Vuelta á empezar... Ah, Filosofía, Jurisprudencia y Medicina, y, ¡por mi desgracia!, Teología. Todo lo he profundizado... etc., etc., etc. En fin,[Pg 220] lo que ustedes saben por Goethe, ó, á lo menos, por la ópera de Gounod... Estamos frescos. ¡Otra vez en el mundo! ¡Y cómo está el mundo! ¡Qué de filosofías nuevas ó renovadas; es decir, las nubes de antaño, que vuelven con nueva electricidad!... ¡Oh, angustia del pensar!... ¡Náuseas de silogismo, introspección, neurastenia!... Felices los necios pseudofilósofos, que aseguran que no se puede saber nada del fondo de las cosas... y se llaman sabios; ellos, á lo menos, descansan sobre sus fórmulas y nomenclaturas; sobre sus hipótesis y relativismos como sobre almohada de lana de los carneros de Panurgo... Ya saben lo que sabía el diablo, aquel Mefistófeles con quien yo soñé, que decía...
MEFISTÓFELES
Hablando desde un fonógrafo que hay sobre la mesa.
No poseo la omnisciencia, pero sé muchas cosas.
FAUSTO
Incorporándose asustado.
¡Oh! ¿Qué es esto? ¡Otra vez!... Alucinación... Sueño repetido... Idea fija...
MEFISTÓFELES
En el fonógrafo.
No sabes si sueñas ó no; no puedes distinguir la realidad del ensueño... Á eso ha llegado la ciencia humana, á no saber si duerme ó está en vela... ¡Ja, ja, ja!
FAUSTO
Esa carcajada... Yo la he oído otras veces... Sí... ¿Dónde?...
MEFISTÓFELES
En la ópera, en la serenata de Mefistófeles... Á ver, acaba. ¿Es verdad que estoy yo aquí, ó no?
FAUSTO
No sé... No sé...
MEFISTÓFELES
Pregunta á Kant...
FAUSTO
No sabe...
MEFISTÓFELES
Pregunta á Spencer...
FAUSTO
¡Psche!... Ése sabe demasiado. Dice que está seguro de que una realidad está ante él...
MEFISTÓFELES
¿Y no es ésa la última moda?
FAUSTO
Mira, estos metafísicos novísimos
Señalando una revista.
le prueban á Spencer que de lo que está seguro es de que ve la realidad como cosa segura... pero de que lo sea, no.
MEFISTÓFELES
De modo, que no podemos entendernos; ¿no puedes responder de que yo te hablo en efecto?
FAUSTO
No sé si puedo ó no puedo responder.
MEFISTÓFELES
Ni eso. ¡Oh, ciencia humana!
FAUSTO
No hay otra, y á lo menos es leal.
MEFISTÓFELES
Oye, deja los metafísicos; toma esa otra revista, lee ese artículo científico, no filosófico; su autor sabe las cosas como el diablo, relativamente. Mira lo que dice: que “la vigilia se distingue del sueño en que durante el sueño no tenemos conciencia, soslayada del resto del universo, y en la vigilia acompaña á la conciencia del objeto particular de la atención la de sus relaciones con los demás”... Reflexiona... ¿Qué ves?
FAUSTO
¡Oh, sí! Me acompaña la conciencia de los demás[Pg 223] en relación discreta, no continua; veo en mí fenómenos de conciencia concomitantes... Pero la prueba no me parece segura.
MEFISTÓFELES
Otra cosa. ¿Quién soy yo?
FAUSTO
El diablo.
MEFISTÓFELES
¿Crees en el diablo?
FAUSTO
No.
MEFISTÓFELES
Pues cree... quia absurdum.
FAUSTO
Supongamos que está ahí...
MEFISTÓFELES
Ésa es la fija. Todo para ahí. Querer es reconocer; ya lo dicen nuestros filósofos de ahora...
FAUSTO
Pero como pueden equivocarse...
MEFISTÓFELES
¿Vuelta á empezar? No le des vueltas; cree, mientras nos entendemos. Primero es vivir, después, filosofar. Vengo á un negocio; cuestión de derecho; un contrato; y estas cosas serias necesitan una metafísica positiva; sin fas no hay jus. Aunque me esté mal el decirlo, sin Dios no hay justicia. Ten fe hasta que firmes.
FAUSTO
¿De qué se trata, de venderte el alma? ¡Pero entonces esto es una idea fija! Deliro...
MEFISTÓFELES
No, no te asustes. Ahora no es eso. ¡Infeliz, qué más quisieras tú que poder vender el alma! Señal de que creías en ella. Pero como eres honrado... por herencia, por evolución ¿á que no te atreves á vender lo que no sabes si tienes ó no tienes?
FAUSTO
¿Qué quieres entonces?
MEFISTÓFELES
Otra cosa, Fausto ¿qué preferirías, saber ó gozar?
FAUSTO
Saber. Ahora saber. Verdad ó sueño, lo que nos pasó la otra vez me tiene escarmentado. Estoy convencido de ello; en el fondo de lo que soy, que no[Pg 225] sé lo que es, sé que hay orgullo. Mi orgullo rechaza el gozar empírico, la vida de fenómeno en fenómeno, carrera eterna; sensación sin fin, á través de lo inagotable... ¡Infierno de cansancio y de hastío y de humillación! ¡Lo infinito paso á paso! Oh, no; tanto vale lo mucho como lo poco: sólo vale el todo. Quiero lo absoluto. Lo absoluto ó nada. No quiero sentir, sin saber por qué, ni para qué. Quiero ver si el gozar es una puerilidad indigna de mí. La verdad me dirá lo que me conviene. Antes de tener la absoluta verdad no puedo racionalmente saber lo que es preferible. Luego es preferible, para escoger la verdad. ¿Por qué te ríes, Mefistófeles?
MEFISTÓFELES
Lo sabrás cuando sepas la verdad absoluta. He aquí el contrato: aunque la psicología moderna no admite esos símbolos clásicos é inocentes que ponen el sentimiento en el corazón y la inteligencia en el cerebro, tú y yo, como hacen los juristas, usaremos un lenguaje metafórico y atrasado.
FAUSTO
Explícate.
MEFISTÓFELES
Por arte del diablo, mía, tendrás en la cabeza la ciencia y en el corazón el sentir, si prefieres gozar, amar, tu cerebro irá perdiendo vigor, y pasará toda la vida al corazón... Si prefieres, como dices, ante todo, saber la verdad, la absoluta verdad, en tu ce[Pg 226]rebro irá entrando la clarividencia, la conciencia te dirá el último íntimo secreto de la realidad..., pero el corazón, que irá dando jugo al cerebro para que vea claro, se te irá secando; se pondrá como una piedra. Al fin, no sentirás, no amarás. Escoge.
FAUSTO
Ya lo he dicho.
MEFISTÓFELES
Pues dicho... y hecho. Comienza el encanto. Perdona si el aparato de la brujería es el de siempre: decoraciones gastadas de comedia de magia muy repetida. El infierno es viejo, antiguo régimen; seguimos empleando el aceite hirviendo, sapos y culebras, murciélagos, ratas, vestiglos... Por eso las pesadillas siguen siendo como en la Edad Media. Ya no me oye... medita... sueña... ¡Demontre, qué olvido! No le he obligado á firmar antes... ¿Firmará después?... ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya una equivocación! ¿Pues no he creído que era yo el Mefistófeles de la Ópera?
Firmar ¿para qué? El contrato lo perfeccionará la fuerza de las cosas... Con hacer lo que quiso, ya ha hecho lo que en vano querrá después deshacer...
FAUSTO
Volviendo en sí.
¡Oh luz! ¡Oh luz! Todo claro... Todo evidente... ¡Qué de mundos da la idea! ¡Qué procesión, qué sacra teoría de sistemas... los sistemas filosóficos[Pg 227] de miles de millones de sistemas solares... Y todo sin fatiga, sin hastío; todo preparado por todo... ni un pensamiento inútil. ¡Santa Armonía! Y por fin... la verdad, el principio, la regla absoluta... ¡Ya lo sé todo! Y en el todo ¡qué sencillez! ¡Sacrosanta cenidad sencilla, humilde! ¿Cuál será el secreto del universo? ¿Una novedad? ¡No! Hasta los cursis lo habían dicho. Mefistófeles, ¿no lo sabes? No; tú, por alambicado y retorcido y relativista no lo sabrás. El secreto de la realidad, el fondo del ser, el primer móvil es el amor. Amar, sentir, eso es todo. La ciencia absoluta nos dice eso nada más: sentid, amad... Á ver, el corazón, Mefistófeles, ¡venga el corazón! ¡Me lo has robado, venga; no ha habido pacto; yo no he firmado nada! ¡Mi corazón!...
MEFISTÓFELES
Ahí lo tienes, entre pecho y espalda.
FAUSTO
¡Ah, sí, aquí está! ¡Una piedra!
MEFISTÓFELES
¿Qué importa? Ya lo sabes todo; hasta sabes por qué antes yo me reía.
Jesús Murias de Paredes era natural del pueblo de su apellido; pero aquel horizonte era estrecho para él, según dijo en una elegía, sin tener en cuenta que el horizonte de Murias, á pesar de lo de Paredes, es bastante ancho. Quería él decir que en Murias no se podía ser vate sin ponerse en ridículo y despertar sospechas de las autoridades civiles, eclesiásticas y militares. El cura le tenía por hereje, el alcalde por vago, y el cabo de la Guardia civil por avanzado. No le querían bien. Además, en su pueblo natal se moría de hambre. No tenía oficio ni beneficio; no tenía más que lira, y ésa rota; por lo menos, así lo rezaban mil y mil pasajes de las poesías inéditas de Murias.
Azares de la suerte, que no es del caso recordar, le llevaron á Valladolid. Allí el horizonte era más ancho, pero el hambre la misma. En un periódico, cuya principal misión era llevar la cuenta del mercado de cereales, le admitieron los versos, que se publicaban entre cebada y centeno, como quien dice. Vamos, que la sección que había de quedar en barbecho, porque el periódico se escribía á tres hojas, se la dejaban á él. Lo que no hacían era pagarle. No faltaba más.
Lo que sí consiguió, que un impresor de la calle de Cantarranas (parecía alusión) le publicara algunas de aquellas poesías en una colección que parecía el Fleury, por fuera. Mal papel, y cubierta de cartulina áspera, amarilla, como la del Astete. El libro se llamaba Ecos del Pisuerga.
Pues como si hubiera tirado al Pisuerga los ecos.
Nadie se enteró. Él no se dió por vencido, y cogió otra porción de inspiraciones y las imprimió en otro libro de doctrina con este título: Ecos de la Esgueva. Dirán ustedes: ¡eso es inverosímil! Si él no pagaba la impresión, porque no tenía con qué, ¿cómo iba á encontrar impresor que le pagara la segunda salida? En Valladolid hay gente así. Como Zorrilla era de la provincia, en cuanto ven por allí un poeta, sea ó no de la tierra, se dicen algunos: ¡otra te pego! ¡Otro don José! Y le protegen. El de Cantarranas veía en la figura de Murias y hasta en su dulce nombre—el dulce nombre de Jesús—una garantía de éxito, según la frase favorita del impresor. Jesús tenía aspecto de tísico, el valor de su melena, desaliñada y de un castaño sucio (sucios tenía todos los colores de su cuerpo y traje); usaba barba corrida... de la vergüenza de sus pocos pelos; pocos y mal avenidos. En fin, así eran los poetas, ó no debían ser, según el librero impresor, y estaba seguro de que el chico le había de hacer ganar dinero, en cuanto le diera la mano algún crítico de Madrid, uno de aquellos sacerdotes á quienes don Nicomedes Niceno—el impresor editor—tenía por más Merlines cuantos más palos pegaban.
Decirle á Niceno que tal crítico “no se casaba con[Pg 231] nadie”, era nombrarle un fetiche á quien él adoraría en adelante. Decidió mandar á Madrid—que tiene la exclusiva de los sacerdotes críticos—á su protegido; no para que los críticos se casaran con él, sino para que no le repudiaran antes de conocerle. Empezaba entonces á llamar algo la atención un abogadillo sin pleitos, chiquitín, bilioso, miope, que escribía de crítica y de cuanto Dios crió en prosa y en verso, en un papel satírico. ¡La sátira! la sátira le atraía como el abismo al impresor de Cantarranas; él, que era un hombre optimista, no se sentía capaz de tener hígados satíricos en su vida; pero, aun con cierto horror nativo al género, se sentía seducido, como en un vértigo de humorismo, por los escritores que empleaban la ironía, aunque fuera la de menos grados; y si llegaban al sarcasmo, como Aquiles ante el cadáver de Héctor, don Nicomedes gozaba de una voluptuosidad que él confesaba ser diabólica. Á pesar de que era incapaz de querer mal á nadie, y de que á él todos los versos y toda prosa que tuviese la ortografía académica le parecían bien, en cuanto veía maltratado á un literato por un crítico satírico, declaraba fuera de la ley al imbécil intruso, y sin compasión alguna le veía en las garras del ogro sardónico, sarcástico y cáustico, ó estanquero, como diría El vecino de enfrente, de Blasco.
No vaciló don Nicomedes. Pagó el viaje á Jesús Murias, que tenía un catarro crónico que no le dejaba respirar, cuanto más inspirarse; le regaló unos cuartos para la posada; le cargó las alforjas de ejemplares de los Ecos de ambos ríos, y le dió una[Pg 232] carta de recomendación para el Sr. Sencillo, que así se llamaba el crítico corrosivo. ¿Que de quién era la carta? De Niceno en persona. Decía así: Ilustre Aristarco: no le conozco á usted. No lo necesito. No pido favor. Pido justicia... Y por ahí adelante, todo en estilo cortado, manía que había cogido Niceno, como una peste, corrigiendo pruebas de una obra de Henao y Muñoz.
Jesús se presentó á Herodes, es decir, Murias se presentó á Sencillo en la redacción de El Erizo. Saludó al Minos que tenía delante con uno de aquellos saludos que Fígaro llamaba, en casos semejantes, sordos; y precisamente saludó pensando en Fígaro y en aquel adjetivo, y procurando evitar toda gauchería (como él se dijo para sus adentros, porque usaba los galicismos voluntarios hasta en sueños). Ya se verá después que la especialidad de Murias era el francés... y sus consecuencias.
Sencillo contestó al saludo de Murias sin mirarle, y siguió escribiendo en la mesa que tenía para él sólo. Por de pronto, no abrió la carta.
Murias no se ofendió. Él pensaba hacer lo mismo cuando fuese célebre: pensaba darse tono no viendo siquiera los principiantes que se le pusiesen delante.
Pasaron cinco minutos y tosió Murias, sin querer.
Levantó los ojos Sencillo y dijo:—Soy con usted. No puedo interrumpir ahora esto...
Vamos, pensó Jesús, tiene á algún poeta en el asador y temerá que se le queme.
El director del periódico, que observaba la escena desde su despacho, pues estaba la puerta abierta, se levantó, no sin vencer la prosa y se acercó á la mesa de Sencillo. Conocía al crítico, sabía cómo las gastaba y le quitaba todas las púas que podía. Allí El Erizo era Sencillo; el director, D. Autónomo Eufemio de Pérezbueno, era lo menos áspero que cabía. Era una mantequilla de Soria de mucho bulto y muy ilustrado. Usaba bata de las talares y babuchas de Tánger. Flemático, hombre de mucho mundo... corrido con buena correa, no creía en los malos escritores, á fuerza de creerlos inofensivos... No digo que no los haya, decía, sino que es lo mismo que si no los hubiera.
Abreviando: Murias salió de allí con muchas ilusiones, gracias á las buenas palabras de Pérezbueno. Á Sencillo apenas le oyó el metal de su voz, pero don Autónomo le había dado palabra de que Sencillo—Bisturí en el claustro... crítico—hablaría de los Ecos de todos los ríos y canales de Castilla y Aragón que se pusieran por delante.
Pasaron años; por lo menos así le parecieron á Murias, aunque no eran más que días, y Sencillo nada dijo ni de Ecos ni de resonancias. Murias se atrevió á ponérsele otra vez delante de la mesa. No estaba el director. Tosió Jesús, sin querer, de puro tísico; le miró Bisturí, le reparó bien y le mandó sentarse. Asado el poeta del día, Bisturí se volvió á Jesús y le preguntó, sin echar veneno, qué se le ofrecía... Murias, balbuciente, aludió á los Ecos que estaban en el cajón de la derecha... si no recordaba mal. Buscó Bisturí y echó de menos... un[Pg 234] cartucho de dulces que había metido allí. Bronca entre la crítica y la portería. El portero culpaba á un redactor.
Quel giorno più non...
No se habló más de los Ecos aquel día. Al siguiente, sí. Estaba el director. Pareció el libro... debajo de un pie de la mesa. Estaba haciendo de forro. Ni por el forro lo había mirado Bisturí.
Murias empezó á observar al crítico mas en silencio. Pero cada vez más humilde. Bisturí acabó por fijarse en aquel tipo que venía semanas y semanas á pedir que lo pusieran en parrillas si lo merecía, pero que se hablara de él, y que lo pedía poniendo el rostro á todos los desaires.
Todavía no había dicho nada del libro Sencillo, cuando ya era casi como de la casa, á fuerza de trato y familiaridad, Jesús Murias.
Casi convencido de que no tendrían eco los Ecos, empezó á alimentar otra esperanza... pensando en que necesitaba alimentarse él. Se habían acabado los cuartos de Niceno. Jesús aspiraba á ser meritorio en El Erizo. Pérezbueno á los colaboradores regalados no les miraba el diente. Pero no había plaza. No había dónde poner un alfiler ni un galicismo en el periódico.
Cierto redactor maleante—que era el que se comía los caramelos del sacerdote con púas—propuso, con la mayor seriedad, que Murias entrase á formar parte de la colaboración de El Erizo en la sección... de fajas.
“Podía escribirlas; no pegarlas, por supuesto.”
Murias no le tiró un tintero ni nada al redactor maleante.
No aceptó el empleo. Pero sí otro que le ofreció el director. Fué de cronista á la tribuna del Senado.—¿Quiere usted que sea cáustico?—Sea usted el pimiento del baturro zaragozano...
Al día siguiente aquel poeta llamaba animal al respetable presidente de la Cámara alta; dudaba, con ironía, de la honradez de tres generales victoriosos y dirigía alusiones pornográficas á lo más augusto. Presidio seguro para toda la redacción si se publicaba aquello.
El Erizo siguió sin clavarse en la ley de imprenta como hasta entonces. Y las crónicas del Senado firmadas por Arquiloco salían todos los días.
“Mis yambos en prosa”, llamaba él á las crónicas, hablando con sus amigos en Fornos.
—Pero, hombre, le preguntó uno á Pérezbueno, ¿cómo se las echa de Arquiloco el pobre Jesús, si sus crónicas del Senado son anodinas, inocentes?...
—¡Oh!—exclamó D. Autónomo—¡Qué han de ser anónimas! ¡Si ustedes las vieran! Cantáridas, injurias, calumnias, yambos á toca teja... Lo que hay es que al corregirle las pruebas yo le quito las ocurrencias (Histórico). No queda más que lo que él copia del extracto de una agencia. Pero él ser, es una ventosa.
Y el pobre Murias aguantaba esto y aguantaba el hambre, porque sueldo ¡Dios lo diera!
Cuando ya Jesús era lo que se llama redactor de El Erizo, aunque á prueba... de pruebas, y sin pro[Pg 236]bar bocado, por fin Bisturí se dignó hablar de los Ecos de Entrambasaguas.
Y decía Bisturí en El Erizo: “Ahora se verá si soy ó no imparcial de veras. El autor es un amigo, un compañero... pues bien, por lo mismo se le debe la verdad entera...” Y la verdad era digna de los yangüeses que apalearon á D. Quijote.—Murias se quedó en la cama unos días, porque se sentía molido materialmente. No se reconocía hueso sano.
No volvió por El Erizo, y, en la cama, recibió una carta del Mecenas de Cantarranas, don Nicomedes, que le decía entre otras cosas: “Nos hemos equivocado. No es usted lírico. Bisturí ha puesto el filo en la llaga. Acaso sea usted épico. Pero por si acaso, probemos otra cosa. Cuente usted conmigo. ¿Quiere usted traducir un diccionario de teología, en veinticinco tomos? Se trata de la lengua de Fenelón. Cinco duros por tomo.”
—Bueno, seré épico—se dijo Jesús resignado.—Traduciré los veinticinco tomos. Y ésta es la primera estación. Las que faltan se recorrerán en el segundo y último capítulo de esta historia, arrancada á la realidad.
Manín de Pepa José, si hubiera nacido señorito y hubiera estudiado y escrito en los periódicos, hubiera sido un esteta. Pero en Llantones, parroquia rural cerca de Gijón, Manín no era más que un folganzán, que no valía la borona que comía... cuando la comía.
Su madre, Pepa José, es decir, una Josefa, mujer de un José, quedó viuda ya en edad madura, y aunque la casería que llevaba en arrendamiento, en la escritura del contrato parecía cosa de Manín, heredero de José, quien mandaba en todo era la madre; sólo con ella se contaba. Enjuta, alta, de mucho hueso, mirada fiera, actividad febril, gestos hombrunos, era un águila para el trabajo, para el cuidado de la hacienda, y sus criados y jornaleros andaban en un pie. Sólo Manín, el hijo único, gozaba el privilegio de la benevolencia de aquella mujer que no daba un bocado de pan sin que se lo pagara algún servicio. Pero Manín era otra cosa; por él y para él trabajaba ella tanto. No era fuerte, no mostraba aptitud para las faenas del campo, y la madre había soñado con hacerle sacerdote. Pero él, muy contento con trabajar poco y cuando quería, no entraba por lo de cantar misa. El trabajo le repugna[Pg 238]ba... pero el ascetismo también. Le gustaba la alegría, el ruido, el baile. Era gaitero de afición, y de habilidad notoria. Con la gaita suavizaba el carácter de su madre, aquella fiera; la embelesaba con aquellos gorgoritos estridentes del puntero y con las notas asmáticas que salían de las profundas entrañas del fuelle.
Cuando Pepa aturdía á gritos á los vecinos en media legua á la redonda, riñendo á un criado ó atosigando á un deudor, y las imprecaciones de aquella Euménide de pan llevar retumbaban en el castañar que rodeaba la casería, Manín, tocando el Altísimo Señor ó la Praviana en la gaita desafinada y melancólica, aplacaba poco á poco á la furia, la atraía y acababa por enternecerla.
Manín era de oficio, de verdadero oficio, soñador. Un soñador alegre, que buscaba la soledad para saborear los recuerdos de las fiestas, de las romerías, de los bailes alegres, llenos de ijujús tempestuosos, horrísonos, expresión de histerismo de centauros. Manín no sabía que el ijujú era celta; él lo consideraba como una manera de relinchar de los mozos de la aldea. Y él relinchaba también, sobre todo allá para sus adentros.
¡Si el mundo fuera siempre cortejar, bailar la danza prima, disparar el cachorrillo para solemnizar la procesión, tocar la gaita al alzar en la misa cantada el día de la fiesta! ¡Y después, á la luz de la luna, por el castañeo arriba, acompañar á una[Pg 239] rapaza, y echar la presona á la puerta de su casa hasta cerca del alba! ¡Y luego, á solas, en la llinda, ó á la hora de la siesta, sentir la brisa llena de olores queridos, familiares, reclinado el cuerpo sobre la rapada yerba, y soñar despierto, rumiando recuerdos dulces; como las vacas, sentadas á la sombra, rumiaban su alimento!
Pero la vida no era eso. En faltándole su madre ¿qué iba á ser de Manín? Y Pepa envejecía, y tenía achaques, que le procuró el trabajo excesivo. Se sentía herida de muerte y temblaba por el porvenir de aquel hijo, incapaz de dirigir la hacienda. Ya se había susurrado por la aldea que el amo, si moría Pepa, y Manín quedaba solo, no le dejaría seguir con el arrendamiento, porque en poder de tal casero los bienes perderían mucho.
Pepa vió la única salvación de su hijo en casarlo con una mujer que fuera como ella, que se pusiera los pantalones, y trabajara y dirigiera la casería. Rosa Francisca de Xunco fué la moza que ella deseaba. Era como ella, hormiga con alas para la codicia. Era hija de un vecino que siempre había envidiado la casería de Pepa José.
Rosa se casó con Manín sin mirarle siquiera, pensando nada más que en mandar allí, donde tanto mandaba Pepa. Eran iguales ambas hembras; pero por lo mismo eran incompatibles. Eran dos abejas reinas; una tenía que sucumbir. Como una especie de pacto tácito, venía á ser condición de la[Pg 240] boda que Rosa no tuviera mucho tiempo que obedecer á nadie; sobraba Pepa, si lo tratado era tratado. Pepa bien lo conocía. Admiraba á Rosa, veía en ella el futuro amparo, y tirano también, de su Manín; y aborrecía á Rosa necesitándola, y le envidiaba aquella sucesión que tenía que dejarle ella. Pero Pepa murió pronto. Rosa Francisca ocupó su puesto y todo siguió como antes: los criados andaban en un pie, la casería prosperaba, y Manín tocaba la gaita, soñaba despierto en la llinda, y echaba de menos, un poco, el cariño áspero, pero cierto, de su madre. Rosa no le mimaba, ciertamente; le despreciaba; le tenía en constante olvido; pero le dejaba comer sin trabajar apenas.
Manín sintió también, además de la ausencia de su madre, la ausencia de las aventuras amorosas: ya se había acabado lo de echar la presona, el cortejar los sábados de noche, hasta la aurora del domingo. ¿Con qué reemplazar aquella dulzura? ¿Con el juego de bolos? Probó... pero aquello no le hizo gracia. Montaigne no encontraba ni en la gula ni en placer alguno un sustituto digno del amor: comprendía á los viejos que se consolaban con los buenos tragos, pero él no podía reemplazar con la embriaguez el amor. Manín, si no cosa tan delicada como el rebrincar y ergotizar con una buena moza, acabó por encontrar cierto encanto en las copas de anís escarchado, de malvasía y de rosa. Los licores dulzones fueron el sucedáneo de los galanteos para aquel epicurista de montera. Iba á los mercados de Gijón y allí se despachaba á su gusto bebiendo en un café, entre el señorío, aniseta, rosa, málaga y co[Pg 241]sas así. Mucha dulzura, y ver candelillas, y figurarse el mundo menos malo de lo que positivamente era... Y á casa á dormir, oyendo frases de desprecio de aquella Rosa, que era su tirano, pero también el amparo que le había dejado su madre.
Tuvieron una hija. Buenos insultos le costó á Manín. Rosa hubiera querido un hijo.
No lo hubo. El trabajo mata, por lo visto. Mientras Manín se conservaba fresco, lozano, pese á los años, Rosa empezó á decaer; una vejez prematura, precipitada, acabó con ella... y tuvo que pensar en lo mismo en que había pensado Pepa José algún día. Si moría ella, ¿á quién iría á parar la casería? El nuevo amo, hijo del otro, tampoco la dejaría en poder de aquel trasto inútil de Manín... Y Rosa, con el mismo fin con que Pepa había buscado una mujer para Manín, buscó un marido para Ramona, la hija de Manín y de Rosa.
Ramona se parecía á su padre: era alegre, soñadora como él, poco activa, débil de carácter; no servía ella, como su madre y su abuela, para cuidar la hacienda. Pero Roque de Xuaca, el marido que escogió Rosa, sin consultar á Ramona, la mujer de Roque, era el aldeano más codicioso y tenaz para el trabajo de todo el concejo. En su juventud, mientras fué soltero, nunca fué á las romerías por las mozas, sino por los bolos. Ganar algunos céntimos en la bolera, á fuerza de sudores, era todo su recreo. El resto de la semana, en vez de los bo[Pg 242]los del domingo, tenía la fesoría, la pala, la guadaña... los céntimos se los sacaba á la tierra. Se casó sin amor, sin nada más que codicia; dispuesto á ser el amo cuanto antes. Rosa murió pronto, y Roque empezó á tratar á su suegro peor que al perro, que le servía más guardándole la casa.
Manín temblaba ante el marido de su hija; no pensó en disputarle el dominio: desde luego aceptó su papel de carga inútil. Trabajar de veras no podía, no sabía; cada vez menos. Á pesar de las buenas apariencias, Manín por dentro se sentía viejo, muy débil, cada día con más necesidad de amparo, de que le cuidaran, de que le dejasen sus aficiones de pobre diablo amigo de los tragos dulces, de la excitación alegre del licor... Pero Roque no consentía ni siquiera lo que Rosa había tolerado por desprecio. Roque de Xuaca era brutal, soez, cruel. Á Ramona la tenía en un puño, y la pobre hija de Manín, siempre enferma, no se atrevía á defender á su padre. Ni Manín se quejaba delante de Ramona, por miedo de que el marido la maltratase si ella abogaba por su padre.
Roque ensayó lo imposible: obligar á Manín á trabajar de veras, con provecho y constancia. Manín sólo tuvo fuerzas de voluntad... para oponerse á tales ensayos, nuevos en su vida y de fracaso seguro. Lo que es trabajar como los demás no trabajaría por mucho que mandara Roque. Podía matarle de hambre, de un palo; pero hacerle pasar el día encorvado rompiendo terrones, era imposible. Pero el de Xuaca no se dió por vencido. Renunció á tener en Manín un esclavo que le ahorrase un criado,[Pg 243] pero no renunció á sacar del pobre viejo todo el partido posible. Como á un chicuelo, se le obligaba á llevar el ganado al pasto, era el rapacín de la llinda y se le empleaba en otras labores fáciles, sencillas, pero molestas para un anciano. Y, por supuesto, se le acortó la ración. Se acabaron los buenos tragos, los viajes en pollino á la villa, los bocados de pan tierno, la ropa limpia y fresca; hasta se le echó del cuarto desahogado y caliente que ocupaba en la casa nueva y se le obligó á vivir en la choza antigua de la casería, á un tiro de fusil de la vivienda de su hija. Para Roque, su suegro era menos que el último jornalero.
Manín se sintió aislado, sitiado por hambre; quería matarle á fuerza de hastío, de soledad, de privaciones... ¡Málaga, rosa, marrasquino! ¡Recuerdos del bien perdido! Ni una copiquiña en un año. Borona, fabes, agua... un poco de leche, poco... y lo demás tristeza, frío, soledad, aburrimiento... Lo que no podía Roque era vencer la afición de Manín á las delicias de que le privaba. Soñaba con ellas, no pensaba en otra cosa. La privación de aquellos placeres materiales, de los buenos tragos, de los buenos bocados, le hacía dar un interés exclusivo á tales cosas; toda su voluptuosidad, que antes se esparcía en tantas delicias, el amor, la música, la vaga poesía del ensueño, la danza, la conversación alegre... ahora se reducía á complacencias del paladar, que no podía conseguir, y que cada día deseaba con más fuerza.
Cuando le echaban en cara su apego á tales apetitos groseros, Manín se enternecía, con lástima[Pg 244] infinita de sí mismo, y, como un anacreonte elegíaco, procuraba demostrar que á un pobre viejo que ya no podía gozar de otros placeres, los buenos tragos, los buenos bocados se le debían como se le debe el respeto.
Pero Roque le trataba peor cada día: llegó á reducirle á la condición, casi casi, de un mendigo.
Murió Ramona en un mal parto. Roque, seguro de tiempo atrás de que con la casería se quedaba él, se vistió de negro, con ropa de invierno en Agosto, antes de que el cadáver saliera de casa. Puso el rostro duro, compungido, con mueca avinagrada, y recibió á los señores curas y á los parientes y vecinos que vinieron al entierro y á los funerales, con seria amabilidad, sin extremar las manifestaciones del dolor, sin olvidar sus deberes de amo de casa para con los huéspedes, pero sin descuidarse un momento en su papel de viudo que debía estar por dentro muy afligido. Con suspiros contestaba á los consuelos de rúbrica, y en silencio pagaba con obsequios las máximas filosóficas y religiosas con que los huéspedes procuraban mitigar la pena que él estaba en el caso de sentir.
De Manín nadie se acordaba; pero él vino desde su destierro de la cabaña vieja sin que le llamaran, y á nadie se le ocurrió echarlo de allí, como tampoco se echaba al perro, que entraba y salía en la alcoba mortuoria.
Manín estaba, más que afligido, aturdido, des[Pg 245]orientado. ¿Qué iba á ser de él? Algunos, los pocos que no sabían el desprecio con que se miraba al pobre viejo en la casa, le daban el pésame y procuraban consolarle también. Estos consuelos le hicieron pensar á Manín algo en lo que le pasaba: perdía á una hija, á Ramona, su hija única... Su carácter de padre exigía sentir una pena moral, honda... más honda... Manín sentía una pereza invencible de padecer. Comprendió que si se empeñaba en enternecerse, en afligirse, imaginándose cosas finas como antaño cuando comía y bebía bien y tenía la sangre caliente, conseguiría algo, conseguiría atormentarse, recordar la niñez de Ramona, remotas caricias... pero todo eso podía excusarse. Manín suspiraba, murmuraba frases de resignación mezcladas con otras de dolor... pero se resistía, en sus adentros, á dejar que la imaginación se le fuese por los campos negros de la pena. Además, si pensaba en Ramona, tenía que pensar en sí mismo, en cómo quedaba él... y aquello sí que era serio, terrible, cosa positiva, perentoria, mal de un vivo, no de muertos, que ya no son... No, no; nada de pensar en el dolor que le aguardaba...
Por el olfato empezó Manín á separarse de todas aquellas tristezas imaginarias á que le invitaban los curas y los vecinos que le hablaban de la muerta.
De la cocina, muy próxima, venían olores que eran delicias positivas en forma de esperanza que casi se podía paladear. Entró en la cocina. Se preparaba la gran comilona del funeral, el banquete en la aldea inexcusable. El xenru, el yerno, Roque, estaba en todo; la dignidad de la casería exigía[Pg 246] aquel sacrificio: buena comida y muchos curas á cobrar la pitanza. Mostrándose rumboso y no dejando un momento el gesto avinagrado, que él creía de tristeza, probaba Roque lo que debía á su papel de viudo mejor que con frases que no se le ocurrían. En día tan lleno de cuidados no pensó en la difunta directamente ni cuatro veces. Además, allí no había pasado nada en rigor: él ya era el amo; continuaría siéndolo.
Manín, mientras el clero y los demás del duelo cumplieron con todas las diligencias debidas al cuerpo (así llamaban todos al cadáver de Ramona), se quedó en casa alrededor de los pucheros, y cuando volvió de la lejana iglesia el fúnebre cortejo, ya sabía el pobre hambriento á qué atenerse; en la mesa principal, la de los clérigos, había puesto para él, y había dos sopas, dos pucheros, tres principios, arroz con leche, café, queso y vino y licores. Cuatro botellas de cuello largo había visto él sobre la masera. Aquellos eran los licores. No sabía leer y no pudo enterarse por los rótulos del contenido, pero no dudaba de que algo de aquello sería dulce.
Manín se impacientaba. Tardaban en volver los clérigos y legos que habían ido á enterrar á su hija, á su Ramona, y á cantarle un gorigori de los repicoteados. ¿Si se quemaba el arroz con leche? ¿Y la sopa? ¿No se perdería la sopa? Si se hubiera atrevido él á meter baza en la cocina, habría aconsejado á la respetable María Xuanón, la gran cocinera de la comarca, que no echase el arroz y los fideos tan pronto, porque las misas de difuntos cantadas con todo lujo son muy largas.
Manín se plantó, como gallo vigilante, en lo más alto de la saltadera, entre la quintana y la llosa, para adelantar los sucesos, para dominar más camino y ver cuándo aparecían los primeros señores que habían de volver de la iglesia y del cementerio. Por la frente, para que no le deslumbrase el sol, Manín divisó el primer grupo, negro, compacto; después otro de más gente, y otro y otro... Volvían como bandada de cuervos que se disuelve. ¡Qué poca prisa se daban! ¡Cuánta hipocresía!—pensaba Manín á su manera.—¡Vienen con pies de plomo para disimular la gana que tienen de coger las tajadas! Todos parecen abrumados por la pena, y están sintiendo exclusivamente el hambre.
Cuando llegaron á la saltadera los del primer grupo, Manín dejó el paso libre. Los más eran aldeanos que le conocían bien; dos ó tres que eran de la villa le dieron el pésame otra vez, le estrecharon la mano. Manín gruñó agradecido, pero algo turbado, como temiendo que aquel honor no le correspondiera, en concepto de su yerno, el viudo, y esto pudiera costarle el asiento que tenía á la mesa.
Roque llegó con el último grupo, con el cura de la parroquia, el arcipreste y otros clérigos. No se dignó mirar al padre de su difunta. Entre la gente del duelo ya se notaba que empezaba á ser tema viejo y gastado el del triste suceso que allí los reunía y los daba de comer aquel día. El elemento laico mostraba más hipocresía ó más cuidado de las formas; aún se repetían los lugares comunes que debieran servir de consuelo y no sirven; se conservaban los rostros con expresión compungida. El[Pg 248] clero disimulaba menos su indiferencia, y esta franqueza del egoísmo inconsciente tiene algo de relativamente simpática. Enterrar al prójimo era el oficio de aquellos buenos párrocos y capellanes sueltos; de eso vivían; de modo que no era cosa de llorarlo. Además, sin darse cuenta de ello, los curas mostraban, entre los aldeanos, cierto aire de superioridad, así como de casta, ó por lo menos de clase. Hablaban y bromeaban en presencia de los destripaterrones casi con la misma libertad que empleaban en sus gaudeamus de las fiestas, cuando todos eran de Iglesia. Las bromas y libertades de los clérigos rurales podían no ser del mejor gusto, ni graciosas, ni correctas; pero eran inocentes, casi infantiles. Faltaban á ciertas reglas de urbanidad clerical, si cabe hablar así, que hubiera exigido la presencia de un obispo, v. gr. Pero que ofendiesen á Dios aquellas maneras algo descompuestas, no es cosa segura.
Roque, de vuelta del entierro, ya era otro. Pensaba exclusivamente en sus huéspedes, no en la difunta. El gesto de vinagre se atenuó; quedaba el traje negro de invierno encargado de recordar el papel social que representaba el viudo. Servir bien á los señores sacerdotes, y á los de la villa, y como se pudiera á los demás, éste era ya el único afán del que iba á quedarse con la casería de que ya era dueño, de hecho, hacía tantos años.
—¡Señores, á la mesa!—dijo Roque con tono solemne y algo fúnebre, en pie, en medio de la puerta del corral, donde estaban muchos curas examinando las vacas y los recentales.
—¡Santa palabra!—se atrevió á decir un capellán, picado de viruelas, pequeño, vivaracho, que hacía alarde de ser travieso, franco y todo lo mundano que las sinodales permitían.
Subieron todos al comedor, improvisado en la sala del piso alto, estrecha, oscura y mal pintada de amarillo y verde; lujo introducido por Roque, que era ambicioso y aspiraba al sibaritismo, allá, para cuando ahorrara bastante.
Una cabecera la ocupó el arcipreste y otra el párroco de Llantones, que fué diciendo:
—Aquí Jove, aquí Puao, aquí Contreces, aquí Granda...
Y así fué señalando silla á cada uno de los curas designándoles con el nombre de la respectiva parroquia, si la tenían.
Á la derecha del arcipreste sentaron á Manín; á la del párroco de Llantones se sentó Roque.
Manín hubiera sentido orgullo delicuescente si hubiera sido capaz de apreciar que aquello del sitio era un honor. Pero él no picaba tan alto en materia de pompas y vanidades, como la inspección de los pucheros y ollas le habían dado la seguridad de que sobraba comida, hasta para los pobres, no daba importancia al sitio, sino al hecho de estar sentado á la mesa. El dónde, importaba poco.
—¡Don Manuel, ánimo! ¡Hay que comer, qué diantre!—dijo don Primitivo, el curita de las viruelas, que estaba cerca del aturdido Manín.
—Sí, señor; ya lo creo. Comeremos... ¡qué remedio!...
Iba á suspirar, pero lo dejó, porque lo reputó[Pg 250] una excusada y repugnante hipocresía. Su Ramona, que le vería desde el cielo, ó desde el purgatorio, de fijo aprobaría su conducta; además, con ella, con su hija, no tenía para qué andarse con cumplidos: harto sabía ella que su padre no había comido cosa fina, comida de curas nada menos, muchos años hacía. ¿Cómo no habían de alegrársele los sentidos? ¡Olía tan bien la sopa humeante! Estaba la mesa tan blanca, el pan parecía tan tierno, tan caliente y generoso el vino... ¡Quién dijo pena!... es decir, pena sí, claro; pero luego, luego... á otra hora, otro día... muchos días... ¡sí, carape, muchos días!... más cada día, acaso... ¡Recontra! ¡pues no iba á ponerse á pensar en aquello tan negro, tan triste!...
—¿Arroz ó fideos... Manín?—preguntó el arcipreste.
—Mezámelo, mezámelo—contestó el padre de Ramona con humildad y candor de paloma.
Quería decir que le dieran fideos y arroz.
Comía, devoraba Manín; á dos carrillos; engullía de prisa, como perro ó gato que asalta una despensa, mirando receloso á su yerno entre bocado y bocado. Roque estaba muy ocupado con sus atenciones de amo de casa que quiere agasajar á los huéspedes. Por eso—pensaba Manín—le dejaba á él comer todo lo que quería.
Sonreía el padre de la difunta á derecha é izquierda, mirando á todos con expresión de agradecimiento y ternura, como diciendo: ¡Gracias, señores; gracias por admitir al mísero padre de Ramona, que en paz descanse, á esta mesa tan bien ser[Pg 251]vida, donde va á sacar la tripa de mal año, de muchos malos años!
La primera copa de buen vino de Toro la recibió el cuerpo de Manín como si con ella le hubiesen ungido rey y emperador de la felicidad terrenal. ¡Qué cosas de cariño, de intimidad caliente, familiar, llena de recuerdos dulcísimos, le decía el jugo de la uva al caerle por la garganta abajo!
Vino el primer cocido, el puchero fresco, lleno de golosinas, tales como buen chorizo, jamón, menudos de gallina, tocino rancio, y Manín dejó que le llenara Don Primitivo el plato, hasta convertírselo en pirámide, de todas aquellas delicias del estómago.
La conversación empezaba á animarse. No había ya reserva alguna, hipocresía de ningún género, ni aun por parte del elemento laico, que antes fingía cierta pena. Así como cuando hay fiesta nadie se acuerda del santo, ahora nadie se acordaba de la difunta, á cuya salud... eterna estaba comiendo toda aquella concurrencia de cristianos tibios.
Se habló de la cosecha, del último concurso convocado por el señor obispo, de los masones; pero la alegría franca, aunque no descarada ni de manifestaciones bulliciosas, no se mostró hasta que comenzaron los chascarrillos. Á Manín le parecía inagotable el vino, y como el vino los cuentos; creía que aquellos señores curas sacaban del fondo de los vasos todas aquellas historias que acababan siempre por un chiste, que reían todos, y que él no entendía las más veces, pero celebraba también con una carcajada y un trago. Los cuentos eran, los[Pg 252] más, relativos al clero; solía ser el héroe un famoso cura de La Parada, á quien Manín estaba admirando y envidiando, como César á Alejandro. ¡Si él hubiera sido párroco! ¡Qué tragos, qué pitanzas, qué comilonas!
Vino la morcilla, con las fabes y el llacón y la sidra. ¡Madre de Dios, qué recuerdos de dicha olímpica despertaban en las entrañas de Manín aquellos olores! Sí, en las entrañas; porque eran recuerdos, sensaciones, deleite de paladar alucinado por evocaciones de remota harturas; asociación de ideas, y aún más, de voluptuosidades; sentimentalismo de la gula... ¡qué sabía el pobre Manín! Pero ello era un encanto, estómago y corazón participaban de la delicia...
¡La juventud, la abundancia... el pasado... su madre, su mujer... su hija... sus ensueños!... Manín aflojó el cinto ruin con que sujetaba los pantalones, se limpió el sudor de la frente con la servilleta... y se bebió de un trago un vaso de vino tinto.
Carne asada, un pato, calabacines rellenos... todo eso fué pasando por la mesa y de todo comió el de Pepa José como por cuatro; y de camino bebía como seis...
Indudablemente, el mundo ya le parecía otro: quería pensar y echaba de menos lo que él no sabía que se llamaba lógica; quería sentir y sentía cosas extrañas, ilógicas también; por ejemplo: perdo[Pg 253]naba á su yerno y le abrazaba, in mente y al recordar á Ramona no le dolía mucho por dentro, sino que la veía como en el centro de la tierra muerta de risa y contenta de ver á su padre tan bien comido y en camino de coger una borrachera de las que se duermen dos días...
Manín, sin miedo á su yerno ni al arcipreste, rompió á hablar alto, y contó cuentos verdes, y filosofó á su modo acerca de la comunión de los santos y el perdón de los pecados. Dijo lo que quiso, nadie le fué á la mano. El infeliz creía que todos estaban tan exaltados como él; no podía notar que desentonaba, que la alegría de los demás era contenida, expresiva sin estrépito, sobre todo, sin imprudencias, sin paradojas sentimentales... Nada de eso podía ver, se puso en pie, peroró, lloró, abrazó á diestro y siniestro... y cuando llegó la hora de los licores, abrazado á la botella de aniseta, pegajoso y dulzón, cantó á su modo, en prosa bable, una égloga elegíaca, invocando el derecho de gozar del presente, de aquella orgía, que lo era para él la comilona; y se esforzaba en compaginar, con palabras incoherentes, el dolor y la alegría, su desgracia cierta y su pasajera delicia, con no menos poesía, en el fondo, y no menos incomprensible para el vulgo, que Shelley cuando quiere en el Epipsychidion armonizar el amor á dos mujeres á un tiempo.
Roque dejaba á su suegro disparatar, desentonar, descomponerse, escandalizar... Le convenía... Ya lo veían aquellos señores; testigos eran: quedaba explicado por qué él trataba al padre de su difunta[Pg 254] como á un perro... Si se le dejaba comer y beber bien, se ponía así, loco...
El escándalo fué mayúsculo. “Tenía razón Roque: su suegro era imposible.” La opinión, en las aldeas del contorno, fué unánime. En la comida del entierro nadie, ni los más indiferentes al duelo de la casa, se habían extralimitado. Se había querido, como siempre, distraer á la familia, contando chascarrillos, animando la conversación, pero todo con cierto tino, sin salir del tono conveniente... y él, Manín, el padre de la difunta, se había emborrachado, y había cantado coplas sucias y había llorado... vino y sidra... ¡Horror!
Algunos meses después, ni Roque, ni el párroco de Llantones, ni el arcipreste, ni ninguno de aquellos comensales tan morigerados se acordaban ya, ni en sus cortas oraciones, de la pobre Ramona, que comía tierra. De lo que sí se hablaba algunas veces todavía era del escándalo que había dado Manín de Pepa José en la comida de los funerales de su hija...
Manín volvió á su choza miserable, á su vida de perro pastor; decrépito, comiendo como un anacoreta... borracho de lágrimas, de recuerdos, de necesidad... lleno de lástima de sí mismo... y viendo[Pg 255] el mundo vacío, enemigo, con él porque por él ya no cuidaba aquella hija que parecía ruda y era como el aire, como la luz, como el calor... La necesitaba, con ansias de enfermo caduco... y ella no venía, no volvía, no podía volver...
Manín deseaba un remedio que no sabía buscar, en sus cortos alcances; el remedio que él quería era el suicidio, pero no daba con él. Los animales no suelen suicidarse, aunque padecen mucho á veces. Manín era como un rocín viejo, podrido, desamparado... que no sabía suicidarse. Acaso estaba chocho, con la idea-dolor fija de su Ramona... que no estaba allí, en Llantones... en la casería... para compadecerse del pobre viejo, y darle aire, luz, calor... vida... la vida aquélla que ni se marchaba ni se quedaba; que él tenía y no tenía... Para su delirio de penas, Ramona ausente era el sol muerto, y él, Manín, desnudo, en la calle, tiritando de frío... ¡con miedo, con sed, con hambre!...
Ó al revés, abanico-álbum como gustéis. La señora de Frondoso tenía uno, célebre en todo Madrid. Por el tiempo en que comienza esta fiel historia de sucesos reales, ya el álbum de versos y dibujos era cosa bastante desacreditada, y el abanico convertido en álbum, el colmo de lo cursi. Pero la señora de Frondoso había leído en Pepita Jiménez que la esencia de lo cursi estaba en el excesivo temor de parecerlo; y se hubiera creído más cursi que todas las cursis juntas si hubiera renunciado á que la pusieran versos en los abanicos, considerando que se había abusado de este género de galantería, que ya apestaba al mundo, pero que á ella no le apestaba. Y en el círculo de sus relaciones, ó mejor, en la corte de Cupido que la rodeaba, lo ridículo é impertinente era quejarse de la anticuada manía.
—Fulanito, tiene usted que hacerme algo para el abanico—decía la de Frondoso á cualquier nuevo amigo presentado en su círculo escogido—; y Fulanito se guardaba de repetir los lugares comunes que corrían contra los abanicos literarios, y prometía escribir, y escribía y procuraba esmerarse. ¡Vaya,[Pg 258] y que era fácil distinguirse entre aquellas patas de mosca que llenaban el país del álbum de viento! Ayala á la derecha; Campoamor por arriba; Núñez de Arce, con su Excelsior, por debajo; Manuel del Palacio á babor...; Echegaray allá á lo lejos... No había formas desconocidas, ni aficionados completamente memos; todos los firmantes eran poetas de verdad, ó, por lo menos, mozos de chispa, ó buenos mozos, ó ilustres políticos, ó periodistas célebres, ó cómicos insignes. Dígase pronto, porque ello se ha de saber. La señora de Frondoso amaba mucho; y su marido, secretario del Círculo, consejero de ferrocarriles y afortunado bolsista, no había sido más que uno de los primeros eslabones de una cadena de oro con que ella voluntariamente sujetaba el corazón. Era rica, hermosa todavía, muy franca, muy bien educada, digámoslo así; muy afable, muy natural, nada gazmoña. Su esposo era un hombre muy simpático y muy influyente, amigo y deudo de grandes personajes, algunos de escogida aristocracia... Todo Madrid sabía que Julita Medero, ó á la francesa, como la llamaban, Julita Frondoso, era... la Pródiga; y sin embargo, no sólo las catorce señoras malas que hay en la corte, según la estadística del P. Coloma, sino las muchas docenas de damas intachables de la más culta y distinguida sociedad, transigían con Julita, y la llevaban en palmas, siempre que ella quería, que no era todo el año. Porque había temporadas en que se la veía muy poco entre la gente de su mundo, y entonces ó desaparecía ó iba á sitios poco distinguidos con otras damas, también ricas y de mucho tono...[Pg 259] pero un poco separadas del trato de las familias más escrupulosas.
La de Frondoso volvía á los suyos siempre que quería, y nadie temía que trajera consigo la peste que hubieran podido pegarle aquellas otras.
Este privilegio lo debía Julita á muchas cosas. En parte, á su humor equilibrado, alegre, sin aturdimiento; á su trato simpático, cordial; á su atractivo singular, que era tal, que muchas veces se vió enamoradas de ella, en pura amistad, á las mismas que debían estar celosas, por causa del respectivo marido. Tenía la de Frondoso una particular complacencia en conquistar á un tiempo á un amigo... y á su mujer; y lo conseguía no pocas veces. Nadie hablaba mal de ella... en detalle. Se reconocía, en general, que no había por dónde cogerla, porque eso era notorio; pero... nada más. Nadie comentaba sus aventuras una á una, ni se hablaba de su querido actual; no se la seguían los pasos. Tenía la gran virtud... mundana de no dar escándalo. Cierto beneficiado de una catedral, amigo suyo, había dicho en una ocasión delante de ella: “Si no puedes ser casto, sé cauto”; y ella había convertido en dogma de moral la frase, digna de Cicerón. Secreto, siempre secreto. Nadie tenía pruebas, que pudieran valer en juicio, de lo que era una convicción común. “Concretamente no se sabe nada”, se repetía por todas partes. En fin, aquello sí que era cursi y de clavo pasado: hablar de los adulterios de Julita. ¡Adulterios! ¡Jesús, qué palabrota tan poco oportuna y tan escandalosa... tratándose de Julita Frondoso! Amigos, protegidos, así se debían llamar los[Pg 260] amantes de aquella señora. No eran sus admiradores, sino mejor sus admirados; era ella la que admiraba. Su especialidad era... el plato del día; el hombre de quien hablaban los periódicos de aquella semana..., ése era el seductor... á quien Julita procuraba seducir. Parecía á veces la de Frondoso la flor natural de un certamen. Se adjudicaba al más excelente versificador, ó al diputado de más labia, ó al espadachín de más agallas y más arte. Nunca llegó á los toreros. Pero sí á los ministros. Un ministro joven le parecía un encanto, si no era tonto. Por lo general, prefería las bellas artes, incluyendo las letras. El poeta era lo mejor, y lo que más se le pareciese, en seguida. En pintura entró por el naturalismo primero que en literatura. En la época de los últimos resplandores de la hermosura de esta señora, empezaba el realismo á estar de moda en España; y ella lo acogió, en las artes plásticas, concediendo sus favores á Pablito Fonseca, que era un paisajista de la escuela natural. Su especialidad eran las vacas sentadas sobre la yerba. Pablito no tenía dos dedos de frente; pero sus vacas eran pedazos de la realidad puestos en el lienzo. Daban ganas de ordeñarlas. Por unas cuantas semanas, algunos chuscos llamaron á la de Frondoso la de Finojosa. Ya comprenden ustedes por qué.
Pero, amigo, en materia de novelas, “¡mi Feuillet de mi alma!” decía Julita; y, dicho sea en puridad, lo que le gustaba á ella de verdad era el folletín criminal, con un misterio en cada número del respectivo periódico. Una hija que estaba una por[Pg 261]ción de semanas sin padre, y que á lo mejor encontraba tres ó cuatro...; eso, eso era lo que encantaba á Julita.
Si al cabo entró por la novela más ó menos naturalista, fué gracias al carácter firme y genio áspero de Ángel Trabanco, poeta lírico predominantemente descriptivo, que despreciaba de modo olímpico el argumento, la fábula, y en poesía y en novela quería ver el mundo real pintado por él mismo, por el mundo, no por las aventuras de los muñecos humanos que lo pisaban y profanaban. Con todo su mal genio, Trabanco, si quiso conquistar el corazón de Julita, ó por lo menos alquilarlo por una temporada, no tuvo más remedio que pasar por las horcas caudinas del álbum-abanico. Quedaba un rincón en blanco, y allí, con letra muy menuda, el poeta descriptivo de mal genio tuvo que pintar en unos veinte versos, modelo de concisión y fuerza plástica, El molino viejo. Era un molino cansado de moler, en ruinas por fuera y por dentro; la molinera vieja, la cítola gastada... ¡Magnífico de verdad y de tristeza! “Ese molino soy yo”, dijo la de Frondoso. No valieron protestas; se empeñó en que era ella, y le hizo gracia tener un parroquiano nuevo para el molino viejo de su corazón... Ángel se hizo querer más que otros, porque era dominante, desconfiado, montaraz, decía Julita. La convenció de que tenía la pobre muy mal gusto literario, y le hizo leer las novelas de los Goncourt, que la aburrían, y las de Balzac y demás maestros consabidos, que no las podía concluir sin dormirse.
Pero al álbum-abanico no pudo hacerla renun[Pg 262]ciar. Aquel registro de notabilidades más ó menos pasajeras siguió siendo la manía de Julita; los amantes variaban; la manía siempre era la misma. Como se decía que aquellos abanicos poéticos y artísticos eran las actas de los mártires, es decir, listas de los amantes de Julita, ésta creyó oportuno advertir á Trabanco que en tal supuesto había notoria exageración.
—Oye, tú—le dijo un día:—la tirria que le tienes al abanico ilustrado, como tú dices, no será porque creas que han sido amigos míos, así como tú, todos estos señores... Te juro que nunca tuve nada con Zorrilla, ni con Campoamor, ni con Pepe Luis...
—No; si á quien yo temo es al nuevo Parnaso.
—Yo soy franca, ya lo sabes; un cómico francés, que fué íntimo de casa, allá en París, me decía que ya Molière, en una comedia que se llama L’Etourdi, justificaba la brevedad de los amores: cuanto más breves sean los extravíos, menos malos serán.
Y la de Frondoso, con mediana pronunciación, repetía siempre que hablaba de esto:
Si notre esprit n’est pas sage á toutes les heures,
Les plus courts erreurs sont toujours les meilleurs.
—Y tú no puedes quejarte, Nerón—añadía la simpática matrona—; hace un siglo que te quiero.
Y era verdad; la de Frondoso se había acostumbrado á su poeta del molino viejo, y no llevaba trazas el trueno de venir por causa de ella.
Pero al vate le llamaron á su pueblo, donde le esperaba una buena moza, que le quería muchos[Pg 263] años hacía, y que acababa de heredar algo más sólido que los poemas descriptivos. Trabanco habló claro. Julita trató de disuadirle; le aconsejó que se quedara en Madrid para hacerse célebre de veras; esto en el lenguaje de Julita, quería decir: hacerse hombre político con el riñón cubierto. Le prometió ayudarle con la influencia de su marido y otras que ella tenía... Quedaron en discutirlo en el tren, saliendo juntos de Madrid, ella para Francia y él para su pueblo... Si ella le convencía en unas cuantas horas... seguirían juntos á Francia...
La de Frondoso no vió á Trabanco ni en la estación ni en el tren. No le volvió á ver en muchos años. Le perdonó, le escribió; él contestó dos, tres veces; después, ni cartas.
Julita perdonó esto también... y á los pocos meses para ella Trabanco era un joven de porvenir, que había cortado la carrera casándose con una ingenua de pueblo. Y tan amigos.
Pasaron más de doce años, trece ó catorce; la de Frondoso siguió viviendo en Madrid, y Trabanco en Barcelona, en Sevilla, en el extranjero algunas temporadas; á Madrid no fué nunca más que de paso. Muy de tarde en tarde, leía Ángel en los periódicos algo referente á las tertulias de la señora de Frondoso; según los revisteros de salones, el encanto de aquella morada era Luz, aquella Bebé de que tanto le hablaba illo tempore Julita; la niña es[Pg 264]belta y precoz que había visto él muy pocas veces, siempre de lejos.
Una tarde, en uno de sus raros viajes á la corte, Trabanco hablaba con varios amigos, políticos y literatos, en un corrillo en la Carrera de San Jerónimo.
Á tales fechas, Trabanco era muchas cosas antes que lírico. Con el dinero de su mujer había hecho negocios muy sanos en la industria taponera; el corcho y su mercado eran una de las preocupaciones más importantes del poeta de cabeza gris y grandes patas de gallo alrededor de los ojos, siempre enérgicos y soñadores. El corcho le había llevado al estudio de ciertas cuestiones económicas muy prácticas; de estas cuestiones había ido por asociación de hechos á la política, y en la actualidad era un candidato á la diputación á Cortes, tan encasillado como otro cualquiera. Pero seguía siendo poeta y viendo el mundo por su aspecto de hermosura plástica; de tarde en tarde publicaba un tomo de versos, muy elegante, con grabados muy bonitos. No le atormentaba la mucha ó poca venta, como antaño; el corcho le permitía estar tranquilo respecto de este particular. Regalaba muchos ejemplares, recorría muchas redacciones y se hablaba bastante de los versos de Trabanco, sin que nadie pusiera interés en negarle el talento poético, que ni subía ni bajaba. Cuando había alguna vacante de académico de la Española, no faltaban críticos que indicaban á Trabanco, sin escándalo de nadie. Y nada más. Ésta era toda su gloria. Como se ve, Trabanco no había llegado á ser célebre de ve[Pg 265]ras, como la de Frondoso hubiera querido, y acaso hubiera conseguido si él no se hubiese separado de ella y de la corte.
En fin, aquella tarde, cuando más animada estaba la conversación del corrillo, dos damas muy bien vestidas, altas las dos, una vieja y otra muy joven, deslumbradora de lozanía y belleza, pasaron junto á aquel grupo, que se abrió para dejar libre la acera.
—¡Ibáñez!—exclamó la dama entrada en años deteniéndose y alargando una mano á un buen mozo, pero muy gastado, que formaba parte del corro.
—Señora... Luz...
—Me tiene usted olvidada.. Y tú, Luz, ríñele...
—No lo crea usted. Mañana mismo...
—Sí, siempre mañana...
—Mañana sin falta tiene usted eso en el palco; ¿no le toca á usted mañana en el Español?
—Sí, sí; ¿pero están ya hechos?
—Sí, señora, sí. No valen nada... pero...
—¡Oh! eso es modestia... ¡Oh, Trabanco! Usted por aquí... cuánto tiempo...
—Sí, señora; catorce años lo menos...
—Sí, catorce...
—¿Y ésta es?
—Luz...
—¿Bebé?
—Sí, Bebé... ¿Ha crecido, eh?
Y Luz, sonriente, sencilla, natural, mucho más natural que los versos de Trabanco, miró y saludó con un apretón de manos, al antiguo amante de aquella madre de quien ella nada malo sabía ni sospechaba.
Siguió la conversación entre las señoras, Ibáñez y Trabanco. Ibáñez era poeta también, pero de otra generación... literaria, aunque poco menos viejo que Trabanco. Pero Ibáñez estaba de moda, era entre místico y diabólico y con las señoras tenía mucho más partido que Trabanco había tenido en sus mejores tiempos. Además, vivía casi siempre en París ó en Londres, y esto le refrescaba la fama como si fuera sal.
Lo que Julita Frondoso, anciana respetable, muy bien conservada, le pedía á Ibáñez era, efectivamente, unos versos para un abanico de Luz. Luz tenía también álbum-abanico, ó mejor, lo tenía su madre á nombre de Luz. La arrogante moza, figura de Diana, era pura, noble, enérgica; si coqueteaba, era por procedimientos que nada tenían que ver con las letras ni con los abanicos.
Pero Trabanco, al oir lo del álbum, miró á la virgen arrogante y tranquila, y un momento temió que el álbum de la hija, sugestión de la madre, fuera un registro simbólico, como aquel otro abanico en que él había escrito: “El molino viejo”...
Por lo demás, Trabanco y la de Frondoso se miraban y se sonreían, como dos antiguos conocidos que nada recordaban de intimidades y ternezas... Aún Trabanco, como poeta, daba cierto tinte de filosófica añoranza á las reminiscencias comunes... pero la de Frondoso, nada absolutamente, nada parecía recordar; es decir, se acordaba de todo, pero como si no. En una casa que veían enfrente habían tenido su nido de amores, pues allí vivía Ángel, y allí le visitaba Julita. Trabanco lo recordó, miró á[Pg 267] la casa, al balcón de su gabinete... También, por casualidad, la de Frondoso miró hacia allí... pero sin pensar en nada remoto, pensando en Ibáñez, en Luz... en el álbum, en los versos que Ibáñez prometía llevar al teatro al día siguiente...
¡La de Frondoso! ¡Oh! una señora muy respetable. Aquella gente nueva nada malo sabía de tal dama; se había olvidado su vida alegre; no era ya nadie más que la madre amabilísima de una de las muchachas más hermosas y elegantes de Madrid... En cuanto al álbum-abanico... era una manía inocente, inofensiva, que todos seguían respetando.
Trabanco, viendo seguir calle arriba á la dama vistosa, siempre alegre... siempre frívola; sin los vicios que la edad le había hecho abandonar, pero con la manía que era como la cáscara, ya vacía, del vicio, pensó para sus adentros una porción de cosas, filosóficas como ellas solas, de una filosofía ni pesimista ni optimista... casi cómica.
Y se dijo lleno de benevolencia irónica...
—¡Qué diferencia entre Julita Frondoso... y la Magdalena.
Antonio Casero, de cuarenta años, célibe, doctor en Ciencias, filósofo de afición, del riñón de Castilla, después de haber creído en muchas cosas y amado y admirado mucho, había llegado á tener por principal pasión la sinceridad.
Y por amor de la sinceridad salía de España, por la primera vez de su vida, á los cuarenta años; acaso, pensaba él, para no volver.
Véanse algunos fragmentos de una carta muy larga en que Casero me explicaba el motivo de su emigración voluntaria:
“...Ya conoces mi repugnancia al movimiento, á los viajes, al cambio de medio, de costumbres, á toda variación material, que distrae, pide esfuerzos. Este defecto, porque reconozco que lo es, no deja de ser bastante general entre los que, como yo, viven poco por fuera, y mucho por dentro, y prefieren el pensamiento á la acción.
“Verdad es que la misma historia de la filosofía nos ofrece ejemplos de grandes pensadores muy activos, muy metidos en el mundanal trasiego, como, v. gr.: Platón, con sus idas y venidas á Sicilia, sin contar otras idas y venidas y su discípulo y rival Aristóteles, que no fué peripatético sólo en[Pg 270] su escuela de Atenas, sino recorriendo mucha tierra y viendo y haciendo muchas cosas. De los modernos, se puede citar, entre los muy activos, á Descartes y á Leibnitz, por más ilustres. Pero, con todo, entre los de nuestras aficiones, son más los que siguen el ejemplo de Kant, que apenas salió en su vida de su Königsberg. Carlyle, en su Viaje á Francia, póstumo, nos hace ver la gran importancia que da al acto de valor personal... de decidirse á hacer la maleta y pasar el Estrecho; y Paul Bourget, en su novela El discípulo, nos ofrece la psicología del pensador sedentario que pasa las de Caín porque tiene que ir de París á una ciudad cercana. Yo, aunque indigno, también aborrezco los baúles, las facturas, los andenes, las fondas, los trenes, las caras nuevas, la vida nueva, la congoja infinita de variar, en todo lo que se refiere á las necesidades del mísero cuerpo y á las nimiedades de la vida social.
“Muchas veces me han censurado, y hasta se han reído de mí, creo, porque nunca he salido de España. ¡No he estado en París! ¡París! Magnífico, si yo pudiera llevar mi casa conmigo, como el caracol... y, por supuesto, ir por el aire. El mundo civilizado, sobre poco más ó menos, en lo que merece atención, es lo mismo ya en todas partes, y lo que varía de región á región es lo que mortifica al sedentario maniático, cual yo, que en ropa, alimento, lecho, vivienda, costumbres de la vida ordinaria, no puede sufrir las variaciones. Yo me siento hermano del chino, del hotentote; pero ¡cómo pondrán el caldo por ahí fuera! Francia es como patria de mi espíritu; pero ¡creo que por allí dan un chocolate!...
...“Y, á pesar de todo eso, emigro; sí, me voy; dejo á España. Dimito.
“Sí, dimito, por creerme indigno de ella, mi magistratura de español en activo. Yo, sobre que, después de pensar y sentir muchas cosas en esta vida, en que tanto he reflexionado y sentido, ahora tengo por deidad la sencillez sincera, la humilde ingenuidad para conmigo mismo; no quiero, como diría Bacon, ídolos de la caverna, ni del teatro, ni del foro, ni de la tribu; mi ídolo es la sinceridad ¡Culto austero, amargo; pero noble, sereno!
“Pues, bien, amigo mío, ahondando en mi espíritu, mirando cara á cara mi sentir más íntimo, he llegado á convencerme de que... yo no siento la patria. No, no la siento como se debe sentir; lo mismo me sucede con la pintura: digo que no la siento, porque comparo el efecto que me produce con el que causa á otros, y con el que yo experimento en presencia de la música buena, de la poesía, de la arquitectura, y veo su inferioridad palmaria. La patria es una madre ó no es nada; es un seno, un hogar, se la debe amar, no por a más b, no por efecto de teorías sociológicas, sino como se quiere á los padres, á los hijos, lo de casa. Yo no amo así á España; me he convencido de ello ahora al ver nuestras desgracias nacionales y lo poco que, en resumidas cuentas, las he sentido. No, no me quieras consolar de esta decepción íntima diciéndome que casi todos los españoles están en el mismo caso. Es verdad, pero allá ellos; que emigren también. Sí, ya sé que los más, sin descontar aquéllos que han impreso su dolor patriótico en multitud de ediciones,[Pg 272] en rigor, han visto pasar las cosas como si la lucha de España y los Estados Unidos fuera res inter alios acta.
“La misma observación, honda, amarga, despiadada, pero sincera, que he aplicado á mis íntimos sentimientos, la he podido hacer en torno mío. No hablemos de los egoístas francos, militares ó paisanos, que porque la ley, deficiente sin duda, no les exigía un sacrificio directo, ni de su persona, ni de sus bienes, veían con la indiferencia menos disimulada las catástrofes que nos hundían; no hablemos tampoco de los patrioteros hipócritas que por oficio tienen que emplear á diario toneladas de lugares comunes elegíacos en lamentar dolores de la patria que ellos no experimentan; pero ¡si fueran ésos solos! Yo he observado de cerca á quien ha luchado por España, ha expuesto su vida defendiéndola, y ha merecido gloriosos laureles... Ese mismo, que hubiera muerto en su puesto de honor..., lo hacía todo más por el honor que por cariño real, de hijo, á España. No había más que oirle relatar nuestras desventuras que había visto de cerca. No, no hubiera hablado así de las desgracias de una madre, de un hijo. Sin darse él cuenta, ajeno de hipocresía, bien se dejaba ver que más influía en su alma la alegría del noble orgullo, por su valor, su pericia, su brillante campaña, que el dolor por lo que España había perdido. Aquel héroe vencido, no había alcanzado menos gloria que la que el triunfo le hubiera podido dar; por eso estaba contento... y la patria, por la que hubiere muerto, quedaba en su espíritu, allí, en segundo término, como una abs[Pg 273]tracción de la geometría moral, exacta, pero fría...”
“Además, yo me siento poco español. Creo en el genio nacional; no sé en qué consiste precisamente; pero en ciertos momentos de la historia pragmática, y más en los rasgos populares y en ciertas cosas de nuestros grandes santos, poetas y artistas, adivino un fondo, mal estudiado todavía, de grandeza espiritual, de originalidad fuerte. En Santa Teresa y en Cervantes es donde yo adivino más caracteres esenciales de ese genio. Pero... ¡es tan recóndito y obscuro todo eso! En cambio, saltan á la vista, me hieren con tonos chillones y antipáticos las cualidades nacionales, mejor, los vicios adquiridos, que me repugnan y ofenden. Este predominio, casi exclusivo, de la vida exterior, del color sobre la figura, que es la idea; de la fórmula cristalizada sobre el jugo espiritual de las cosas; este servilismo del pensamiento, esta ceguedad de la rutina, y tantas y tantas miserias atávicas contrarias á la natural índole del progreso social en los países de veras modernos, me desorientan, me desaniman, me irritan... y me marcho, me marcho. Excuso decirte que no creo en regeneraciones ni en Geraudeles patrioteros... Ni yo merezco vivir en España, ni España es de mi gusto. Yo no me siento capaz de sacrificar por ella lo que toda patria merece; no tengo, pues, derecho á que su suelo me sustente, su ley me ampare. Ella á mí no me ha dado lo que yo más hubiera querido: una sólida educación intelectual y moral, que me hubiera ahorrado esta farsa de semisabiduría en que vivimos[Pg 274] los intelectuales en España. No puedes figurarte lo que padece mi amor de sinceridad, hoy mi fe, con este fingimiento de ciencia prendida con alfileres á que nos obliga la mala preparación de nuestros estudios juveniles. Yo veo mi poder reflexivo, mis facultades intuitivas, mi juicio y mi experiencia, muy superiores á los medios de instrucción sólida de que dispongo, para aprovechar en la sociedad esas facultades. Si no fuera español, sino francés, inglés, alemán, no tendría que lamentar tan bochornosa deficiencia. Ser tuerto en tierra de ciegos, no puede ser consuelo más que para egoístas y vanidosos. Yo quisiera tener dos buenos ojos en tierra en que no hubiera ni tuertos ni ciegos. Ser de la multitud, en Atenas...
“...No se puede creer en regeneradores, porque faltan las primeras materias para toda regeneración. Emigro; ni yo creo en España, ni ella debe esperar nada de mí. Cuando perdimos las escuadras, cuando se rindió Santiago, me puse un poco malo del disgusto... Sí, poco; pronto sané, más contento con este orgullo de querer algo de veras á la patria, que apenado con las irremediables desgracias... Por la pérdida de padres y de hijos, se siente otra cosa más fuerte, más honda: el dolor por la ausencia de la madre no lo endulza la conciencia de la ternura filial; en cambio, al sentir que yo quería á España algo más que los patriotas vocingleros, me sorprendí gozando de cierta alegría íntima... Y después, ¡qué pronto fuí olvidando las pérdidas, las vergüenzas nacionales!... No, España; no te merezco. Ni mi espíritu, hecho extranjero por[Pg 275] lectura de franceses, ingleses y alemanes, te comprende bien, ni soy, en definitiva, un buen hijo. Seré el hijo pródigo... que no vuelve.”
Pero volvió. Yo me encontré al pobre Antonio Casero en la Puerta del Sol, disponiéndose á subir á un ómnibus que le llevara á... los toros, á una novillada cualquiera. Volvía de Inglaterra, Alemania y Francia, triste, desmejorado, flacucho.
—Estoy—me dijo—como aturdido. He llegado á ese escepticismo de la conducta, mil veces más angustioso que el de la inteligencia. ¡No sé qué hacer! ¡No sé dónde estar! Huí de España, como sabes, con gran esfuerzo, no por apartarme de ella, sino por cambiar, por moverme. Sabes las razones que tuve para emigrar. Pero ¡fuera de España tampoco sabía vivir! ¡Tenía la patria más arraigada en las entrañas de lo que yo creía! El clima, el color del cielo, el del paisaje, su figura, el modo de comer, el modo de hablar, lo extraño de los intereses públicos, el no importarme nada de cuanto me rodeaba; las costumbres, que me parecían irracionales por no ser las mías; todo me repugnaba, me ofendía; todo era hielo y aspereza, una especie de magnetismo enemigo que me acosaba en todas partes. Hasta respiraba peor. Tal vez lo más espiritual de mi ser continúa siendo extranjero, pero cuanto en mí es tierra, barro humano, que es lo más, ¡ay! es español y no puede vivir fuera de la patria. No, no puedo vivir en España... pero tampoco fuera. Y en[Pg 276] tal conflicto... vuelvo, aborrezco el españolismo, pero me llamo de hoy más Vicente, y me voy donde los demás españoles... á los toros. Natura naturans. Después de todo, ¡qué sería de España si emigrasen todos sus hijos ingratos, que no la aman bastante! Quedaría desierta.
Al año de ser diputado y madrileño adoptivo, Arqueta ya era bastante célebre para que todo el mundo conociera un epigrama que se había dignado dedicarle nada menos que el jefe de la minoría más importante del Congreso.
—“Ese Arqueta, había dicho, no sólo no tiene palabra fácil, sino que no tiene palabra.”
Eso ya lo sabía Arqueta; nunca había pretendido ir para Demóstenes, ni ése era el camino; pero el tener palabra difícil no le estorbaba, y el no ser hombre de palabra le servía muchísimo. Claro que este último defecto le acarreaba enemistades, pues las víctimas de aquella carencia le aborrecían é injuriaban; pero ya tenía él buen cuidado de que siempre fueran los caídos los que pudieran comprobar toda la exactitud del epigrama... de la minoría. ¿Á que nunca había faltado á la palabra dada al presidente del Consejo de Ministros ó á cualquier otro presidente de alguna cosa importante? ¡Ah! pues ahí estaba el toque. Lo que era, que muchas veces había que navegar de bolina; algunas bordadas había que darlas en dirección que parecía alejarle de su objeto, del puerto que buscaba, pero aquel zis-zás le iba acercando, acercando, y á cada[Pg 278] cambiazo, ¡claro!, algún tonto se tenía que quedar con la boca abierta.
Orador, ¡no! La mayor parte de los paisanos suyos que habían sido expertos pilotos del cabotaje parlamentario habían sido premiosos de palabra... y listos de manos. ¡La corrección! ¡Fíate de la corrección y no corras! En el salón de conferencias, en los pasillos, en el seno de la comisión, en los despachos ministeriales, Arqueta era un águila. ¡Cómo le respetaban los porteros! Olían en él á un futuro personaje.
Además, aunque el diputado Arqueta no esperaba su medro del poder legislativo, se iba al bulto, ó sea al poder ejecutivo. Se agarró á las faldas... de la señora del ministro de Hacienda y la declaró buena presa; los Arqueta y Conchita Manzano, la ministra, se habían conocido en un balneario del Norte.
Conchita era una jamona que procuraba prolongar el otoño de su vida hasta bien entrado el invierno. Mejor. Ya sabía Arqueta que no se le iba á dar miel sobre hojuelas; se contentaba con la miel, con el turrón. En el balneario, aunque el trato fué de mucha confianza, Arqueta no pudo conocer, de seguro, si la ministra era una de las catorce señoras malas del P. Coloma.
En Madrid creció la confianza, por la cuenta que les tenía á los diputados por Polanueva, y el ministro participó de la intimidad de los amigos de su mujer. Juana llegó á ser confidente de Concha, que algo tendría que contarla; y el ministro, Medianez, hizo su favorito de Arqueta, que era el encargado[Pg 279] por su excelencia de no tener palabra, siempre que convenía dársela á alguno y recogerla sin que él la devolviese.
La clase de servicios que Arqueta prestaba á Medianez eran todos del género que á Mariano le gustaba, entre bastidores; se referían á lo que no puede decirse (¡la delicia de Arqueta!), y aquellos lazos eran de los que sólo abate la muerte; y puede que tampoco, porque lo probable será encontrarse en el infierno.
Arqueta, cuando convino, fué director general, subsecretario y otra porción de cosas, algunas sin nombre oficial, ni sueldo explícito.
Á pesar de la pureza que el de Polanueva atribuía á la clase de relaciones que le unían al hombre público, ponía su principal confianza en las delicias del hogar doméstico... del hombre público. Cuando Arqueta pudo afirmar, para su coleto, que Conchita Manzano era de las catorce, fué cuando respiró tranquilo.
Subieron y bajaron varias veces los suyos, y Arqueta llegó á verse con méritos suficientes para entrar en una combinación, para ser ministro, siquiera fuese temporero... que ya sabría él aprovechar la temporada y aunque fuese el temporal. Un inconveniente de jerarquía encontraba: que siendo ministro era tanto como su padrino y no estaba bien. Pero fué el caso que las circunstancias hicieron que Medianez estuviera indicadísimo para presidir un[Pg 280] ministerio de transición, de perro chico, sin ministros de altura; pero que podían ser todo lo largos que quisieran. Y allí estaba él. Presidente Medianez y él, Arqueta, en Fomento ó donde Dios fuera servido... ¿por qué no? Así las categorías seguían respetándose, pues el presidente seguía siendo el jefe, el amo...
¿Por qué no entraba él en las candidaturas que preparaba Medianez por si le llamaban?
Siempre había atribuido á las faldas de Conchita la fuerza decisiva, cuando había que influir en el ánimo de Medianez y hacerle servir en caso grave los intereses de Arqueta. Ahora había que apretar por este lado.
“¡Lo que puede el amor!, pensaba Arqueta. Todo el mundo dice, y es verdad, que Medianez sabe llevar con dignidad los pantalones; que no es de los políticos que dejan que gobierne su mujer. En efecto, yo noto que Conchita no suele imponerse á su marido; más bien le teme que le manda... y, sin embargo, en todo lo referente á mis cosas ¡como una seda! Pido una gollería, Medianez se enfada, Concha vacila... aprieto yo, se sacrifica ella, pido, ruego, insisto, mando, y... ¡conseguido!
“Ahora el empeño es grave. Pero hay que echar el resto. Medianez ve en mí poco ministro; tiene mil compromisos... ¡No importa, venceré!... Apretemos.”
—¿No te parece á ti que debo apretar?, le decía á su mujer. Y Juana, sin vacilar, contestaba:
—¡Pues es claro! ¡Aprieta!
Ella también seguía cultivando la amistad de la[Pg 281] de Medianez y la del ministro mismo; pero, es claro, que pasando lo que pasaba, y que su esposa, naturalmente, no sabía, Arqueta no creía decoroso que Juana apretase también; aparte de que lo que él no lograra menos lo conseguiría su pobre mujercita.
La ministra juraba y perjuraba que ella tenía en perpetuo asedio á su marido para que diera un ministerio, si formaba gabinete, al pobre Mariano, que era el hombre de mayor confianza que tenían.
—Pero, desengáñate, digas tú lo que quieras yo no mando en Medianez tanto como tú crees. Me hace caso cuando cree que tengo razón. Así hablaba, en sus intimidades, la ministra á su amante; pero éste no se daba á partido; insistía, insistía; aprieta que apretarás.
Era el caso que, por una de esas combinaciones tan comunes en la política de bastidores (la que gustaba á Mariano), Medianez estaba haciendo el juego de aquel jefe del partido contrario que decía epigramas contra Arqueta. El jefe de Medianez no quería ministerios de transición; el enemigo sí, porque no estaba propuesto para entrar en el Gobierno; necesitaba dividir al adversario, desacreditar á un Gabinete intermedio y llegar él á tiempo y como hombre prevenido. Medianez y Arqueta bien veían el juego, pero como la coyuntura era única para que Medianez fuera presidente del Consejo, estaban decididos á comprar aquellos rábanos, que pasaban, y caiga el que caiga.
Lo que no sabía Arqueta era que el jefe del partido contrario, que ayudaba á subir á la presiden[Pg 282]cia á Medianez, ponía sus condiciones al personal del Gabinete futuro, y había declarado que Arqueta no era persona grata.
Medianez ocultaba á su amigo las batallas que reñía con aquel señorón para obligarle á transigir con el diputado por Polanueva, á quien él quería á todo trance llevar consigo al Gabinete que iba á presidir.
En fin, para abreviar, vino la crisis, que fué laboriosa; hubo soluciones á porrillo; ministerios de altura y ministerios de perro chico... y por fin ¡oh alegría! vino un ministerio que “nacía muerto” según las oposiciones, pero nacía, que era lo principal: el ministerio Medianez.
¡Y Arqueta entraba en Fomento!
¡Qué escena, la de Arqueta con la ministra, cuando supo que estaba él en la lista de ministros!
Concha estaba muy contenta, claro; pero mucho más preocupada. No salía de su asombro. Estaba segura de no haberle arrancado á su marido palabra redonda de hacer ministro al buen Arqueta. Pero, en fin, ya era un hecho.
Con su mujer estuvo Mariano menos expansivo, porque tenía ciertos resquemores de conciencia, aunque muy leves... Al fin, era por una infidelidad conyugal por lo que llegaba á la anhelada poltrona... ¡Pobre Juana! Pero, qué diantre, como ella no estaba en el secreto y se veía ministra, también debía alegrarse muchísimo.
Ya lo creo que se alegraba. Estaba radiante de alegría. Ella fué la que encargó á escape el unifor[Pg 283]me, ó lo sacó de la nada, de repente, según lo pronto que estuvo listo.
Á las once de la mañana iban á jurar y á las diez Juana ya había vestido, con sus propias manos, á su marido el vistoso uniforme, reluciente de oro, con que iba á entrar en la brega ministerial. La casa se había llenado de amigos y amigas. Y, ¡oh colmo del honor y de la amabilidad!, á las diez y media recibió el matrimonio un volante de Medianez en que decía: “Espéreme usted: voy yo á buscarle en mi coche y á dar la enhorabuena personalmente á Juana.”
Á la cual se le cayeron las lágrimas al leer esto.
¡Qué triunfo!
Llegó el presidente nuevo, Medianez, de uniforme también, aunque no tan flamante como el de Arqueta.
Aquella casa era una Babel.
Arqueta... tuvo un momento de debilidad.
Todos le decían que estaba muy guapo con el uniforme; pero el caso era que él, por no parecer fatuo, no había podido mirarse á su gusto en un espejo, vestido de uniforme. ¡Y era el sueño de su vida!
Tuvo que confesarse que su dicha no hubiera sido completa aquel día, si no hubiese podido aprovechar dos minutos para contemplarse á solas, á su gusto, en el espejo, adorando su propia imagen ministerial. En su gabinete ¡dónde mejor! Allí donde tanto había soñado con el triunfo, quería verla reflejada en aquel armario de espejo que tan[Pg 284]tas veces le había invitado á confiar en la explotación del físico.
Nada más fácil, entre el barullo de la multitud que llenaba la casa, que eclipsarse un momento...
Sin que nadie le echara de menos, con las precauciones de un ratero, Arqueta se dirigió á su gabinete. Atravesó el despacho; la puerta estaba entreabierta... enfrente estaba el armario en cuya clara luna se quería contemplar.
¡Demonio! Antes de que las leyes físicas permitieran que Arqueta pudiera verse reflejado en el espejo... vió en él, con toda claridad... un uniforme de ministro. ¡Era el presidente!
Pero no estaba solo; en el espejo también vió Arqueta la imagen de Juana la regordeta... con cuyas mejillas de rosa hacía Medianez, el presidente sin cartera, lo mismo que él, Arqueta, había hecho la noche anterior en las mejillas, menos frescas, de la esposa del presidente.
Arqueta dió un paso atrás. No entró en su gabinete... Entró en el otro, en el que presidía Medianez, es decir, presidir también presidía el de Arqueta, por lo visto... pero, en fin, se quiere decir que, rechazando el primer impulso de echarlo todo á rodar, se decidió á sacrificarse en aras de la patria. Pensó primero en desgarrar el uniforme que le quemaba, ó debía quemarle el cuerpo, como la túnica de... no recordaba quién; pero, no desgarró nada... y cinco minutos después llegaba en el coche de Medianez á casa de éste, donde aguardaban otros ministros y muchos políticos importantes. Allí estaba el protector de la nueva situación, el del[Pg 285] epigrama, que iba á gozar de su triunfo subrepticio.
Arqueta reparó que le miraba y le saludaba aquel prócer con sonrisa burlona, tal vez despreciativa. Hubo más. Notó que en un grupo que rodeaba al ilustre jefe de la minoría, se celebraba con grandes carcajadas chistes que el señor del epigrama decía en voz baja... Y á él, á Mariano Arqueta, le miraban los del grupo con el rabillo del ojo.
Sólo pudo oir esto que dijo el protector del ministerio en voz alta y solemne:
—¡Sic itur ad astra!
Carcajada general.
—“Sí, pensó Arqueta, eso va conmigo; el que sube así á las estrellas... soy yo!”
Y se puso como un tomate.
—Arqueta—gritó en aquel instante el cáustico jefe de la minoría, dirigiéndose al nuevo ministro de Fomento:—Arqueta, la calumnia ya se ceba en usted.
—¡Cómo! ¿Qué dicen?
—Que no va usted á jurar... sino á prometer por su honor. Absurdo, ¿verdad? ¡Calumnia!...
Viejo precisamente... no. Pero comparado con ella, sí; podía ser su padre. Eso bastaba para que los dos se vieran separados por un abismo de tiempo; y lo mismo que ellos, la madre de ella y el mundo, que los dejaba andar juntos y solos por teatros y paseos, sin desconfianza ni sospechas de ningún género. Era él primo de la madre, y ésta pensando en que, de chicos, habían sido algo novios, sacaba en consecuencia que dejar á su hija confiada á aquel contemporáneo suyo no ofrecía ningún peligro, ni podía dar que decir á la malicia.
Años y años vivieron así.
Si queréis figuraros cómo era él, recordad á Sagasta, no como está ahora, naturalmente, sino como estaba allá, por los días en que dijo que iba “á caer del lado de la libertad”... sin romperse ningún peroné, por entonces. Tenía don Diego facciones más correctas que don Práxedes, pero el mismo no sé qué de melancolía elegante, simpática. Tenía el pelo negro todavía, con algo gris nada más en un bucle, sobre la sien derecha. En aquel rizo disimulado había una singular tristeza graciosa, que armonizaba misteriosamente con la mirada entre burlona y amorosa, algo cansada, y triste, con resigna[Pg 288]ción que dan la piedad y la experiencia. Vestía con gusto según la elegancia propia de su edad.
Ella... era todo lo bonita que ustedes quieran figurarse. Morena ó rubia, no importa. Dulce, serena, de humores equilibrados, eso sí.
Volvían del Retiro en una tarde de Septiembre, al morir el día. Habían estado en una tertulia al aire libre, rodeados, mientras ocupaban sillas del paseo, de una media docena de adoradores que á Paquita no le faltaban nunca. Eran todos jóvenes de pocos años; muy escogidos gomosos, como entonces se decía, de la más fina sociedad. No eran Sénecas, ni habían asado la manteca. Uno á uno, aislados, no empalagaban. Todos juntos, parecían ecos repetidos de la misma insustancialidad. Costaba trabajo distinguirlos, á pesar de las diferencias físicas.
Paquita, al llegar á la Puerta de Alcalá, se cogió del brazo de su inofensivo amigo, que venía un poco preocupado, algo conmovido, pero no con pensamientos tristes.
—¿Pero, ves, que he de estar condenada á bebé perpetuo?
—¿Cómo bebés? Eduardo ya tiene lo menos veinte años y Alfredo sus diez y nueve.
—¡Ya ves qué gallos!
—¿Y para qué quieres tu gallos?
Callaron los dos. Demasiado sabía don Diego que á Paquita no le gustaban los pocos años. De esto habían hablado mil veces, con gran complacencia del muy socarrón amigo, y, como tutor callejero de la niña.
Varios novios le había conocido don Diego á Paquita; como que él era su confidente en casos tales. Pero duraban siempre los amores inocentes de aquella niña, poco, y ahondaban casi nada en su espíritu. Por vanidad, por curiosidad, por agradar á la madre, que quería relaciones que fueran formales y procurasen una posición segura á la hija, admitía aquellos escarceos amorosos Paquita; pero, en rigor nunca había estado todavía “lo que se llama enamorada”. También esto lo sabía don Diego; y ella se lo repetía á menudo, casi orgullosa de aquel modo de sentir suyo, y se lo decía una vez y otra vez á su amigo y Mentor, como quien insiste en una obra de caridad.
En tantos años de vida íntima, de familiaridad constante, jamás de los labios de don Diego había salido una palabra que pudiese tomar Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones. En cambio, su vida común estaba llena de elocuentísimos silencios; y en los contactos indispensables en paseos, teatros, iglesias, bailes, etc., etc., ni nunca había habido deshonestos ademanes, ni siquiera insinuaciones que la joven hubiese podido llevar á mala parte, había tenido por uno y otro lado no confesada delicia.
Paquita se fijaba en que los novios cambiaban y el amigo viejo siempre era el mismo. Sin decírselo, los dos sabían que el otro pensaba esto; que era mucho más serio aquel contrato innominado de su amistad extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la niña.
Otra cosa sabían los dos: que Paquita estimaba[Pg 290] en todo lo que valía la pulquérrima conducta de don Diego, que jamás, ni con disculpa del grandísimo deseo ni con disculpa de la insidiosa ocasión, había sucumbido á las tentaciones que el íntimo y continuo trato le hacía padecer. Jamás el más pequeño desmán... y eso que la frialdad y apatía ni el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime. Él y ella se acordaban de los besos que cuando Paquita era niña, niña del todo, regalaba al buen señor, y aquello había concluido para no volver; y don Diego había sido el primero á renunciar, sin que mediaran explicaciones, es claro, á tamaña regalía.
—¿Por qué has reñido con Periquillo?—le preguntaba en una ocasión el viejo á la niña.
—Porque se empeñaba en que me estuviera al balcón las horas muertas, viéndole pasear la calle, y yo no quise... porque me aburría.
Y los dos reían á carcajadas, pensando en aquel modo tan singular de querer á sus novios que tenía Paquita.
Aquella tarde volvía muy contento, para sus adentros, don Diego, porque en la tertulia, al aire libre, en el Retiro, él había lucido su ingenio, con gran naturalidad y modestia, á costa de aquellos pobres sietemesinos. Paquita le había admirado, echando chispas de entusiasmo contenido por los ojos; bien lo había reparado él. Por eso volvía tan satisfecho... y con una tentación diabólica, que[Pg 291] mil veces había tenido, pero á que siempre había resistido... y que ahora no creía poder resistir.
Llegaron al Prado y á Paquita se le ocurrió sentarse allí otra vez. La tarde, ya cerca del obscurecer, estaba deliciosa; y declaró la niña que le daba pena meterse en casa tan pronto, perder aquel crepúsculo, aquella brisa tan dulce...
Se sentaron, muy solos, sin alma viviente que reparase en ellos.
Hablaron con gran calor, muy alegres los dos, sin saber por qué, los ojos en los ojos.
—¿En qué piensas?—preguntó Paquita al ver de pronto ensimismado á don Diego.
—Oye, Paca... ¿Quién es en el mundo la persona, sin contar á tu madre, de tu mayor confianza?
—¿Quién ha de ser? Tú.
—Bueno, pues...—y don Diego empezó á decir unas cosas que dejaba atónita á la niña. Él habló mucho, con mucha pasión y muchos circunloquios. Nosotros tenemos más prisa y menos reparos, y tenemos que decirlo todo en pocas palabras.
Ello fué algo así: don Diego propuso que jugaran á un juego que era una delicia, pero al cual sólo podían jugar dos personas de sexo diferente, si el juego había de tener gracia, y que se fiaran en absoluto la una de la otra. Era menester que se diera mutua palabra, seguro cada cual de que el otro la cumpliría, de no sacar ninguna consecuencia práctica del juego aquél; que por eso era juego. Consistía la cosa en confesarse mutuamente, sin reserva de ningún género, lo que cada cual pensaba y sentía y había pensado y sentido acerca del otro; lo[Pg 292] malo, por malo que fuere, lo bueno por bueno que fuera también. Y después, como si nada se hubiera dicho. No debía ofenderse por lo desagradable, ni sacar partido de lo agradable.
Paquita estaba como la grana; sentía calentura; había comprendido y sentido la profunda y maliciosa voluptuosidad moral, es decir, inmoral, del juego que el viejo la proponía. Había que decir todo, todo lo que se había pensado, á cualquier hora, en cualquier parte, con motivo de aquel amigo; cuantas escenas la imaginación había trazado haciéndole figurar á él como personaje...
Paquita, después de parecer de púrpura, se quedó pálida, se puso en pie, quiso hablar y no pudo. Dos lágrimas se le asomaron á los ojos. Y sin mirar á don Diego, le volvió la espalda, y con paso lento echó á andar camino de su casa.
El viejo asustado, horrorizado por lo que había hecho, siguió á la pobre amiga; pero sin osar emparejarse con ella, detrás, como un criado.
No se atrevía á hablarle. Sólo, al llegar al portal de la casa de ella, osó él decir:
—Paquita, Paquita, ¿qué tienes? Oye: ¿Qué tienes? ¿Yo, qué te he hecho? ¿Qué dirá mamá?...
Ella, sin contestarle, ni mover la cabeza, la movió lentamente con signo negativo.
No, no hablaría: su madre no sabría nada... Pero al llegar á la escalera echó á correr, subió como huyendo, llamó á la puerta de su casa apresurada, y cuando abrieron desapareció, y cerró con prisa, dejando fuera al mísero don Diego.
El cual salió á la calle aturdido y avergonzado,[Pg 293] y cuando vió á dos del orden en una esquina, sintió tentaciones de decirles:
—Llévenme ustedes á la cárcel, soy un criminal; mi delito es de los más feos, de ésos cuya vista tiene que celebrarse á puertas cerradas, por respeto al pudor, á la honestidad...
DIÁLOGO, PERO NO PLATÓNICO
—¿Qué hay de libros nuevos?—me preguntó Jorge, suspirando como distraído, dejando de pensar en mí y en lo que me había preguntado.
Estaba pálido, ojeroso, con cara de sueño y de mal humor. Yo le miré con atención y fijeza, y dando cierta intención maliciosa á mis palabras, contesté:
—Acabo de ver que Carlos Groos, ya sabes, el docto alemán que publicó en 1896 Die Spiele der Tiere (Los juegos de los animales), publica ahora Die Spiele der Menschen (Los juegos del hombre).
—Sí; ya me acuerdo. Los juegos de los animales... No hay más juego que ése. Porque... ¡valientes animales son todos los que juegan!
—Hombre, no juegues tú con el vocablo...
—Ya sé que es feo jugar de boca... Y, en rigor, está prohibido... Véase el artículo...
—No digo eso. Juegas con el vocablo; porque animales...
—Sí; ya te entiendo. Se trata de los animales... no humanos. Bueno, pues el señor Groos los calumnia. Los animales no juegan. Sólo juega el[Pg 296] hombre, que es el único ser metafísico y jugador. Es un efecto de la dichosa evolución. ¡Qué remedio! Yo quería corregirme, dejar el vicio... pero... imposible... Es cosa de la herencia... de la raza. Lo he leído en Ihering, en la Historia de los indo-europeos antes de su separación. Aquello desconsuela. Nuestros patriarcales y bucólicos ascendientes remotísimos... eran unos empedernidos jugadores. Mataban el tiempo, el tiempo monótono de aquella vida lacia, sin variedad, sin emociones nuevas, jugando y jugando... Y esto, generaciones y generaciones... ¡Ya ves! ¿Quién puede más que el hábito incrustado en la herencia?... Pastores... y jugadores...
—Basta de disculpas prehistóricas y darwinistas... No me has entendido, ó no has querido entenderme... ó todo te sabe á lo que te pica. El juego de que habla Groos no es ése; es el juego como diversión ó recreación, según dice el Diccionario, en que no se persigue otro propósito que la distracción misma...
—Á propósito del Diccionario. Los que hablan mal de ese libro académico no conocen su gran mérito. Es un libro de moral... Á lo menos á mí, casi me convirtió. Verás lo que pasó. Un día, viéndome encenagado en el pícaro juego, sin poder remediarlo, convencido de que eran inútiles los propósitos de enmienda, quise saber á lo menos cómo se definía académicamente el vicio que me dominaba, y me fuí al Diccionario oficial, y leí: “Juego, pasatiempo, recreación, aquello que se hace por espíritu de alegría y sólo para divertirse y entretener[Pg 297]se.” No era esto; mi juego no era pasatiempo, ni alegría; ¡era infierno!... Seguí leyendo: “Ejercicio recreativo sometido á reglas, y en el cual se gana ó se pierde.” Lo de ejercicio no me llenaba, porque ¡se hace tan poco ejercicio pasando doce horas arrimado al tapete verde! Y lo de “se gana ó se pierde” no es exacto, porque muchas veces se queda... á juego, ni se pierde ni se gana. Si el banquero abate con nueve y yo también... ni pierdo ni gano. Y si salgo del Casino con el mismo dinero con que entré... ni pierdo ni gano. “Para darle mayor aliciente—continúa el Diccionario—aventúrase en él con frecuencia algún dinero.” Los académicos deben de ser peseteros por esa manera de hablar. “Merece reprobación—sigue la Academia—cuando la ganancia ó la pérdida puede ser importante; cuando se juega por vicio ó cuando el jugador no tiene por objeto divertirse ó entretenerse, sino hacer suyo el dinero ajeno.” Al leer esto, sentí toda la sangre en el rostro; estaba muerto de vergüenza. ¡Qué lección inesperada me daba el léxico oficial! ¡Cuánto había yo leído contra el juego! Pero nunca aquella bofetada de moralidad me había azotado el rostro. Tolstoi con su moral de maníaco, combatiendo lo mismo que el juego el vino, el tabaco... el servicio militar y el trabajo, no me había hecho sonrojarme. Siempre que se atacaba el juego como vicio, yo me disculpaba con la decencia que pueden tener los viciosos. El juego me parecía diabólico, pero noble, jugando como caballero, es claro. ¡Cuántos sofismas había inventado yo para disculpar mi vicio! Le había encontrado analogías con[Pg 298] mil cosas, malas, pero no bochornosas. Así como el amor ilegal es pecado, pero no sórdido, no bajo, el juego me parecía incompatible con la vida económica ordenada de la sociedad... pero no infame, no vil, no mezquino; sin relación con la codicia, con el robo. ¡Jesús, el robo! Y de repente el Diccionario ¡zás!, me daba aquella bofetada... ¡No me había fijado! Al juego se iba para hacer suyo el dinero ajeno... Era verdad; á eso se iba. Lo mismo que los usureros y que los ladrones... para hacer de uno el dinero ajeno... contra la voluntad de su dueño también; porque nadie tiene voluntad de perder. ¿Que se expone el dinero propio en cambio? También el avaro expone la salud, la vida; el usurero se expone á quedarse sin lo prestado, y el ladrón... á ir á presidio. Sí, no cabe duda; el juego es eso: desear quedarse con el dinero ajeno. ¿Querrás creer que me dió asco el juego? Vi en mí un pecado de la índole ruin de que siempre me había creído libre; un pecado sórdido, de injusticia con el prójimo, de repugnante psiquis... (Pausa.)
—¿Y qué?
—Pues nada. Que estuve sin jugar... mucho tiempo.
—¿Mucho, eh?
—Sí; ¡varias semanas!
—Pero, ¿cómo volviste á lo sórdido, á lo ruin, á lo que... (perdona, tú lo has dicho) se parecía al robo?...
—Verás. Eché mis cuentas. Según mis cálculos, yo, en conjunto, llevaba perdido mucho más dinero que ganado. Todavía me tenían por allá algunos[Pg 299] miles de duros. Iba por el desquite. Iba por lo mío. Aquello no era jugar, y no hacía mío el dinero ajeno... sino el mío.
—Vamos, sí; les habías hecho una señal á las monedas y á los billetes, y cuando no eran los tuyos los que ganabas... los devolvías.
—Ya sabes que el dinero se considera como cosa fungible...
—¿Pues entonces?... Además, tus deudores(!), es decir, los que te habían ganado á ti, ¿eran los mismos á quienes tú ganabas?
—Ese argumento tiene menos fuerza que el que empleó para anonadarme la pícara realidad...
—¿Y fué?...
—Que aquellos señores, que no eran los que me habían ganado... me ganaron también. (Nueva pausa.)
Me daba lástima del pobre Jorge. No quise molestarle con nuevas observaciones virtuosas tan fáciles de encontrar. ¡Es tan fácil lidiar los vicios desde la barrera cuando no se tienen!
—¡El juego!—continuó el jugador.—Los filósofos no saben lo que es. Montaigne, que ha hablado de tantas cosas, de tantos vicios, no tiene ningún capítulo dedicado al juego. Montaigne hablaba de lo que sabía, de lo que había experimentado. Renán se queja de que los filósofos no han tomado el amor en serio del todo, y su verdadera filosofía está sin hacer. Y es verdad. Y la causa será que los filósofos no suelen enamorarse de veras. Lo mismo les pasa con el juego. ¡La estética del juego! existe; pero no es ésa de que hablan esos li[Pg 300]bros nuevos... Como que el juego... no es juego..., no tiene nada de juego, en ese otro sentido de finalidad sin fin de que ya Kant hablaba. No debiera usarse la misma palabra para cosas tan diferentes. Una opinión muy generalizada entre los estéticos, es que el arte... es juego. Schiller, en sus célebres cartas sobre la ciencia de lo bello, siguiendo á Kant, desenvuelve admirablemente la teoría...
—Sí; y ahora la estética de tendencia positivista, ó mejor acaso la que estudia lo bello y el arte en su aspecto psico-fisiológico, sigue el mismo criterio. Spencer, como es sabido, también admite la teoría del arte juego...
—Y se ha dicho que el juego es un exceso, una sombra de la vida... lo mismo que se ha dicho del amor. Renán le preguntaba un día á Claudio Bernard por el misterio del amor, y el gran fisiólogo le decía: “No, no hay cosa más sencilla que el amor; es la vida que sobra...” De modo que amor y juego son plétora, lo que rebosa...
—El juego, según este Groos de que hablábamos, es un ejercicio natural de los aparatos sensoriales y de los motores, de las facultades del espíritu (inteligencia se entiende) y de los sentimientos, en atención al placer... La actividad por el placer mismo de la actividad, eso es el juego...
—¡Qué cosa tan diferente del otro juego, de mi juego! El jugador no busca el placer... y en eso se engañan muchos que ven las cosas desde fuera... Busca la ganancia; sólo que la busca en la forma picante, misteriosa, inexplicable... de la suerte.[Pg 301] ¡La suerte! Estoy por decir que el jugador es un metafísico apasionado que interroga de cerca y con interés el misterio metafísico en cada jugada... ¿Hay ley? ¿No hay ley? ¿Es casualidad? ¿Qué es casualidad? ¿La Providencia se mezcla en estas cosas? ¿El calculo de las probabilidades hasta dónde sirve?... Y después... ¡una cosa terrible! Lo que á mí, al fin, me ata al juego hasta por la filosofía... quiero decir, por el sofisma, es... que la vida es juego. Sólo el que aspira al nirvana, á la abulia, á la apatía, puede decir que no es jugador. Los demás, todos juegan. La vida y la muerte son un modo de copar la banca. Cada latido del corazón es un golpe de fortuna, una carta que se juega; cada vez que respiro puedo perder ó ganar la vida... La riqueza ó la miseria... juego...; el mérito... juego. ¿De dónde me viene el talento ó la estupidez? ¿De dónde vienen las judías y las cristianas, los nueves ó las figuras?... Del misterio, del horrible cincuenta por ciento..., del abismo que se llama pares ó nones, cara ó cruz...
“Esto... ó lo otro”. En esa ó, en esa disyuntiva está el símbolo del juego... y de la existencia... Voy ahora á casa...; mis hijos, mis entrañas, ¿estarán durmiendo... ó muertos?... ¡Quién sabe!... Están durmiendo; ¡bien! ¡qué hermosos! ¡qué inocentes! Pero ¿mañana? El porvenir, la carta que les tocará... la vida que les espera... ¿Qué puedo yo para conseguir su dicha futura? Todos mis cálculos, mis previsiones, mis cuidados, mis ahorros, ¡inútil martingala! Mis esperanzas... ilusión como las supersticiones del jugador... En el fon[Pg 302]do de la magna cuestión del libre albedrío, de la libertad y la gracia, de la libertad y el determinismo, de la filosofía de la contingencia, que hoy da nombre á una escuela, lo que se ve es el quid del juego... No; el juego, el mío, no es diversión, no es broma, no es desinterés, no es finalidad sin fin... Es todo lo contrario; el interés, la ganancia, el egoísmo en la lucha con la suerte...: lo mismo que la vida non sancta, que es la vida de casi todos. Los grandes hombres, los héroes, decía Carlyle, toman la realidad, el mundo, en serio. No son dilettanti. Lo mismo el jugador. El azar para mí ó contra mí... Ésta es su idea, siempre seria, siempre con fin, siempre interesada...
—Sin embargo, en el juego, no el tuyo, el otro, el juego por el placer de la actividad, se llega, según nuestro autor, á lo que él llama el placer del mal, á jugar con el propio dolor. Además, hay la catarsis de Aristóteles, el placer de la calma tras la borrasca.
—No, no importa. Ni por ahí existe afinidad entre los juegos y el juego. El jugador no busca el dolor del juego, que es grande, por el dolor, por el placer de saber que es un dolor buscado, querido: no, porque él sabe bien que la pasión le domina y que aquel dolor no es voluntario; y además, tolera el dolor por la esperanza de ganar, no por el gusto de poder triunfar de él. En cuanto á la catarsis, no tiene aplicación... Porque la calma para el jugador nunca llega. Todo es borrasca. Después de ganar... quiere, necesita ganar más. Es un judío errante, no para nunca su ambición.
—Groos habla también de juegos guerreros, los del placer de luchar, de vencer á un contrario...
—Tampoco en eso hay afinidad entre los juegos y el juego. En La Traviata, el tenor juega por ganar á un rival... Eso es música. El jugador de veras no quiere el dinero de Fulano, quiere el dinero; en el juego hay disputas, pero no hay rivalidades, ni personalismos, ni rencores: no hay más enemigo que la contraria. Suerte, ganancia, pérdida. Ésas son las categorías.
—Pues Groos dice textualmente que las apuestas son juegos guerreros, y los juegos de azar apuestas intelectuales. El juego de azar tiene para él tres elementos: el placer de ganar, que crece con la importancia de lo que se arriesga, sin que la ganancia por sí sea el objeto del juego; el placer de una excitación fuerte, y el placer de la lucha...
—Sí, pistolas de salón, de viento. Ese juego lo hay..., la lotería de las viejas... ¡y aún! No; en el juego verdad no se sienten esas emociones pueriles; se quiere dinero, ganancia, y se quiere por el único camino del jugador, la suerte. Que salga cara, si jugamos cara; que sean pares, si jugamos pares... y no por acertar, sino por ganar. Suerte, interés, eso es todo. ¡La excitación fuerte! Ésa no es incentivo aunque el jugador crea que sí. Es un castigo, es una maldición del juego, como el remordimiento, la vergüenza de perder, después. Desengáñate; el juego... no es broma. Es como la vida, es como la metafísica... La vida racional quiere penetrar en el misterio para saber de su destino, porque teme y quiere esperar, ser feliz... El jugador, igual. Ser[Pg 304] ó no ser, ésa es la cuestión... Venir ó no venir... ésa es la cuestión. Estar á la que salta; eso hace el jugador. Y eso hace el que no renuncia á las contingencias de la realidad. Ó ser santo... ó jugar...
(SU ÚNICO HIJO.—UNA MEDIANÍA).
Don Elías Cofiño, natural de Vigo, había hecho una regular fortuna en América con el comercio de libros. Había empezado fundando periódicos políticos y literarios, que escribía con otros aficionados á lo que llamaban ellos el cultivo de las musas. Cofiño se creyó poeta y escritor político hasta los veinticinco años; pero varios desencantos y un poco de hambre, con otros muchos apuros, le hicieron aguzar el sentido íntimo y llegar á conocerse mejor. Se convenció de que en literatura nunca sería más que un lector discreto, un entusiasta de lo bueno, ó [Pg 306]que tal le parecía, y un imitador de cuanto le entusiasmaba. Y además, comprendió que á Buenos Aires no se iba á ejercer de Espronceda ni de Pablo Luis Courier (que eran sus ídolos), y que sus chistes é ironías recónditas, casi copiados de Courier y de Fígaro, no los entendían bien aquellos pueblos nuevos. En fin, se dejó de escribir periódicos, y descubrió con gran satisfacción su aptitud latente para el comercio. Importó libros franceses, ingleses y españoles; estudió el gusto del público americano, lo halagó al principio, “procuró rectificarlo y encauzarlo” después; se puso en correspondencia con las mejores casas editoriales de Londres, París y Madrid, y en pocos años ganó lo que jamás literato alguno español pudo ganar; y decidido á ser rico, continuó con ahínco en su empeño, y no paró hasta millonario.
La muerte de su esposa, una linda americana, hija de inglesa y español, poetisa en español y en inglés, le quitó al buen Cofiño el ánimo de seguir trabajando; traspasó el comercio, y con sus millones y su hija única, de siete años, se volvió á Europa, donde repartió el tiempo y el dinero entre París y Madrid. La educación de Rita (así se llamaba la niña, por recordar el nombre de la difunta madre de don Elías) era la preocupación principal de Cofiño, que quería para su hija todas las gracias de la Naturaleza y todos los encantos que á ella puede añadir el arte de criar ángeles que han de ser señoritas. Ensayó varios sistemas de educación el padre amoroso; nunca estaba satisfecho, ni en parte alguna encontraba, aunque las pagaba á peso de oro, sufi[Pg 307]cientes garantías para la salud material y moral del idolillo que había engendrado. Si pasaba un año entero en Madrid, al cabo renegaba de la educación madrileña, y decía que no había en la capital de España maestros dignos de su hija. Levantaba la casa, trasladábase á París, y allí parecía más contento de la enseñanza; pero después de algunos meses comenzaba á protestar el patriotismo, y temía que Rita se hiciera más francesa que española, lo cual sería como ser menos hija de Cofiño.
En estas idas y venidas pasaron los años, y se gastó mucho dinero; y cuando ya creyó completa la educación de su ángel vestido de largo, se fijó en la corte de España, donde pasaban los inviernos. El verano y algo del otoño los repartía entre Vigo y una quinta deliciosa que había comprado el rico librero cerca de Pontevedra á orillas del poético Lerez.
Don Elías, si no todos, conservaba algunos de sus millones, y si algo de su capital perdió en una empresa periodística en que se metió, por una especie de palingenesia de la vanidad, aún sacó, amén de las manos en la cabeza, incólumes unos doscientos mil duros y el propósito de no meterse en malos negocios, por halagüeños que fuesen para su amor propio.
Más poderosa que él su afición á las letras, que se irritaba de nuevo con la proximidad de la vejez, le obligaba á procurar el trato de los escritores, y no siempre de balde. Su primera vanidad era Rita; esbelta, blanca, discreta hasta en el modo de andar, elegante, que se movía con una aprensión de alas[Pg 308] en los hombros, que miraba á todo como al cielo azul, seria y dulce, sin más que un poco de acíbar de ironía en la punta de la lengua para el mal cuando era ridículo, y para la ignorancia cuando recaía en varón constante obligado á saber lo que pregonaba tener al dedillo. Pero la segunda vanidad de Cofiño, poco menos fuerte, era la amistad de los grandes literatos. Cuando era pobre todavía y redactaba periódicos, tenía don Elías gusto más difícil; le asustaba la idea de tragarlas como puños, de admirar lo malo por bueno: pero ahora, el bienestar y los años le habían hecho más benévolo y estragado en parte el paladar. Ya tenía por grandes escritores á los que no pasaban de medianos, y aun á algunos que, apurada la cuenta, serían malos probablemente. Él, que no necesitaba de nadie, por tal de ser amigo de notabilidades, adulaba á los mismos á quienes solía dar de comer; y á más de un parásito suyo le hizo la corte con una humildad indigna de su carácter, altivo en los demás negocios. Á los académicos les alababa el diccionario y el purismo, y la parsimonia de su vida literaria, y con ellos hablaba de líneas griegas, de castidad clásica, y de los modelos. Con los autores revolucionarios se explicaba de otro modo, y decía pestes de los ratones de biblioteca y de las “frías convenciones del pseudo clasicismo”. Á los jóvenes les concedía que había que reemplazar á los ídolos caducos; á los viejos, que con ellos se moriría el arte. Y esto lo hacía el pobre don Elías por estar bien con todos, por ser amigo de todos, y porque la experiencia le había enseñado que el manjar de esta clase de dioses es[Pg 309] la murmuración, y que en sus altares, más que el incienso, se estima la sangre de literato degollado vivo sobre el ara.
Todo ello se le podía perdonar al antiguo librero, porque el fin que se proponía no era bajo, ni siquiera interesado. Pero lo que no tenía perdón era su empeño de casar á Rita con un literato ilustre, ó por lo menos que estuviese en camino de serlo. Merecía Rita por su hermosura de rubia esbelta, de rubia con un matiz de andaluza, suave, mezclado con otros de ángel y de mujer seria; por su educación completa, discreta y oportuna, por su candor, por su talento un poco avergonzado de sí mismo, y por los tesoros de virtud casera que todo lo suyo anunciaba, desde el modo de besar á un niño hasta la manera de doblar la mantilla, merecía por todo eso, y por su fortuna sana, aunque no fabulosa, un novio á pedir de boca, una gran proporción, algo así como un ministro, ó un banquero, ó un hombre honrado y guapo por lo menos. Pero don Elías exigía á todo pretendiente posible la condición de literato, y bastante conocido.
Augusto Rejoncillo, hijo legítimo de legítimo matrimonio de don Roque, magistrado del Supremo, y de doña Olegaria Martín y Martín, difunta, se hizo doctor en ambos derechos á los veinte años,[Pg 310] doctor en ciencias físicas y matemáticas á los veintidós, y doctor en filosofía y letras á los veintitrés. Pero desde que tomó la primera borla empezó á figurar y á ser secretario de todo, y á pedir la palabra en la Academia de Jurisprudencia, y á decir: “Entiendo yo, señores”, y “tengo para mí”.
Y no era que tuviese para sí, sino que quería tener y retener y guardar para la vejez, por lo cual él y su papá bebían los vientos; y apenas se formaba un nuevo partido político, allí estaba Rejoncillo de los primeros, muy limpio, muy guapo (porque era buen mozo, vistoso), de levita ceñida, sombrero reluciente y guantes de pespuntes colorados y gordos. No lo había como él para alborotar ni para manipulaciones electorales. Había él hecho más mesas que el más acreditado ebanista, y el que quisiera ser presidente de alguna cosa, no tenía más que encargárselo.
Era colaborador de varios periódicos, pero confesaba que le cargaba la prensa; él prefería la tribuna. Á las redacciones iba de parte del jefe de semana (es decir, el jefe del partido ó de la partida en que militaba aquella semana Augusto); llevaba bombos escritos por el mismo jefe ó por Rejoncillo, pero inspirados en todo caso por el jefe. Para esto y para pedir las butacas del Real ó los billetes de un baile, solía presentarse en las oficinas de los periódicos, de las que salía pronto, porque le cargaban los periodistas humildes, y sobre todo los que presumían de literatos.
“Él también escribía”, pero no letras de molde, en papel de muchas pesetas; escribía pedimentos y[Pg 311] demás lucubraciones de litigio. Era pasante en casa de un abogado famoso, que era también jefe de grupo en el Congreso, y presidente de dos consejos administrativos de empresas ferrocarrileras.
Tanto como despreciaba la literatura, respetaba y admiraba el foro Rejoncillo; pero no como fin “último”, según decía él, sino como preparación para la política y ayuda de gastos.
Él pensaba hacerse famoso como político, y de este modo ganar clientes en cuanto abogado; y una vez abogado con pleitos, sacar partido de esto para ganar en categoría política. Era lo corriente, y Rejoncillo nunca hacía más que lo corriente, que era lo mejor. Sólo que lo hacía con mucho empuje.
Eso sí: los empujones de Rejoncillo eran formidables; si para ocupar un puesto que le convenía tenía que acometer á un pobre prójimo colocado al borde del abismo, por ejemplo, al borde del viaducto de la calle de Segovia, Rejoncillo no vacilaba un momento, y daba un codazo, ó aunque fuera una patada, en el vientre del estorbo, y se quedaba tan fresco como Segismundo en La vida es sueño, diciendo para su capote: “¡Vive Dios, que pudo ser!” Para que la conciencia no le remordiera, se había hecho á su tiempo debido escéptico de los disimulados, que son los que tienen más gracia; escéptico que guardaba su opinión y profesaba la corriente y defendía todo lo estable, todo lo viejo, todo lo que “podía llegar á ser gobierno, en suma”.
En un té político-literario conoció Augusto á Cofiño y á su hija. Rita había ido á semejante fiesta porque el ama de la casa era tan política como su[Pg 312] esposo, ó más, y había convidado á las amigas. Cofiño había aceptado la invitación, porque el político era además literato. Hubo brindis, y Rejoncillo, pulcro, estirado, serio, con unos puños de camisa que daban gloria y despedían rayos de blancura, habló como un sacamuelas ilustrado, imitando el estilo y criterio del amo de la casa. Hizo furor. Fué el suyo el discurso de la noche. ¡Qué bien había sabido tratar las áridas materias políticas y administrativas con imágenes pintorescas y otros recursos retóricos, á fin de que no se aburrieran las señoras! Habló del calor del hogar con motivo de insultar al ministro de Hacienda; demostró que el impuesto equivalente al de la sal conspiraba contra esa piedra angular del edificio social que se llama la familia; y una vez dentro de la familia, hizo prodigios de elocuencia. ¿Por qué se perdió Francia? Por la disolución de la familia. ¿Por qué España se conservaba? Por la vida de familia. Hizo el panegírico de la madre, el elogio de la abuela, la apoteosis del padre y del hijo, y hasta tuvo arranques patéticos en pro de los criados fieles y antiguos. Pues bien: todo aquello quería destruirlo en un hora (un hora dijo) el ministro de Hacienda. Síntesis: que el único ministerio viable sería el que formase el amo de la casa. De cuya esposa era amante Rejoncillo, según malas lenguas.
El triunfo de Augusto fué solemne. Al día siguiente hablaron de él los periódicos. El amo de la casa del té le hizo secretario suyo. Y él, enterado de que una joven, Rita, que le había aplaudido mucho aquella noche, era rica, se propuso tomar[Pg 313] aquella plaza y se hizo presentar en casa de Cofiño.
Antonio Reyes era un joven rubio, de lentes, delgado y alto; tosía mucho, pero con gracia; con una especie de modestia de enfermo crónico cansado de molestar al mundo entero. Este modo de toser y la barba de oro fina, aguda y recortada, había llamado la atención de Rita Cofiño en la tertulia de cierto marqués literato, adonde la llevaba de tarde en tarde don Elías.
“El de la tos” le llamaba ella para sus adentros. Mientras multitud de poetas recitaban versos y el concurso aplaudía, y se hablaba alto, y se reía y gritaba, entre el bullicio Rita percibía la tos de Reyes, y cada vez sentía más simpatía por aquel muchacho, y más deseo de cuidarle aquel catarro en que él parecía no pensar. No sabía por qué, la hija de Cofiño encontraba en aquel ruido seco de la tos algo familiar, algo digno de atención, una cosa mucho más interesante que todas aquellas quejas rimadas con que los poetas se lamentaban entre dos candelabros, como si la tertulia pudiera mejorar su suerte y arreglar el pícaro mundo.
Agapito Milfuegos leía poemas caóticos, de los que resultaba que el universo era una broma de mala ley inventada por Dios para mortificarle á él, al mísero Agapito. Restituto Mata se quejaba en so[Pg 314]netos esculturales de una novia de Tierra de Campos, que le había dejado por un cosechero; Roque Sarga lamentaba en romances heroicos (no tan heroicos como los oyentes) la pérdida de la fe, y Pepe Tudela cantaba la electricidad, el descubrimiento del microscopio y la materia radiante. Antonio Reyes tosía.
Rita no habló nunca con Antonio en aquella tertulia. Pocos meses después de haberse fijado ella en él, dejó de sonar allí la tos interesante.
—¿Y Reyes?—dijo cualquiera una noche.
—Se ha ido á París—respondieron.
—¿Quién es ese Reyes?—preguntó Rita á su padre al volver á casa.
—¿Antonio Reyes?—Un excéntrico, un holgazán, un muchacho que vale mucho, pero que no quiere trabajar. Es decir..., lee..., sabe..., entiende...; pero nadie le conoce. Ahora se ha ido á París de corresponsal de un periódico, de corresponsal político..., cualquier cosa..., á ganar los garbanzos...; es decir, los garbanzos no, porque allí no los comerá... Es lástima; vale, vale...; entiende, lee mucho, conoce todo lo moderno...; pero no trabaja, no escribe. Es muy orgulloso. Además, está malo; ¿no le oías toser? Un catarro crónico..., y la solitaria; además de eso, una tenia... Creo que es gastrónomo... y que come mucho... Es un escéptico, un estómago que piensa.
Rita no volvió á ver á Reyes, ni á oir hablar de él, en mucho tiempo.
—De cuatro á cinco, no lo olvide usted; el viernes...—dijo una voz de mujer, vibrante, dulcemente imperiosa; y una mano corta y fina, cubierta de guante blanco, que subía brazo arriba, sacudió con fuerza otra mano delgada y larga.
Regina Theil de Fajardo se despedía de Antonio Reyes, recordándole la promesa de asistir á su tertulia vespertina del viernes. Montó ella en su coche, que desapareció en la sombra; y Reyes, que había ratificado su promesa inclinando la cabeza y sonriendo, quedóse á pie entre los rails del tranvía sobre el lodo. La sonrisa continuaba en su rostro, pero tenía otro color; ahora expresaba una complacencia entre melancólica y maliciosa.
El silbido de un tranvía que se acercaba de frente con un ojo de fuego rojo en medio de su mancha negra, obligó á Reyes á salir de su abstracción. En dos saltos se puso en la acera, y subió por la calle de Alcalá hacia el Suizo.
Era una noche de Mayo. Había llovido toda la tarde entre relámpagos y truenos, y la tempestad se despedía murmurando á lo lejos, como perro gruñón que de mal grado obedece á la voz que le impone silencio. El Madrid que goza se echaba á la calle á pie ó en coche, con el afán de saborear sus ordinarios placeres nocturnos. Después de una tarde larga, aburrida, pasada entre paredes, se aspi[Pg 316]raba con redoblada delicia el aire libre, y se buscaba con prisa y afán pueril el espectáculo esperado y querido, el rincón del café, que es casi una propiedad, la tertulia, en fin, la costumbre deliciosa y cara.
Antonio Reyes entró en el Suizo Nuevo, y se acercó á una mesa de las más próximas á la calle.
—Se han ido todos—dijo al verle don Elías Cofiño, que le esperaba leyendo La Correspondencia.—¿Cómo ha tardado usted tanto? ¿Sabe usted lo de Augusto?
—¿Qué Augusto?—preguntó Reyes, mientras se quitaba un guante, distraído, y sonriendo todavía á sus ideas.
—¿Qué Augusto ha de ser? Rejoncillo.
—¿Qué le pasa?—dijo Antonio con gesto de mal humor, como quien elude una conversación inoportuna.
—¡Que al fin le han hecho subsecretario!
—¡Bah!
—¡Es un escándalo!
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Porque no tiene méritos suficientes... Yo no le niego talento... Es orador... Es valiente, audaz... Sabe vivir... Dígalo si no su Historia del Parlamentarismo, en que resulta que el mejor orador del mundo es el marqués de los Cenojiles, el marido de su querida...
Antonio, que tenía cara de vinagre desde que oyera la noticia que escandalizaba á Cofiño, se mordió los labios y sintió que la sangre se le caía del rostro hacia el pecho.
—No diga usted... absurdos—(murmuró entre airado y displicente).—No son dignas de que usted las repita esas calumnias de idiotas y envidiosos. Regina es incapaz de...
—¿De faltar al marqués?
—No..., no digo eso. De querer á Rejoncillo. Es una mujer de talento.
Don Elías encogió los hombros. No quería disputar. No creía á Regina incapaz de querer á cualquiera. ¡Le había conocido él cada amante! Pero no se trataba de eso. Lo que don Elías quería demostrar era que Rejoncillo no merecía ser subsecretario de Ultramar, al menos por ahora.
—Pero, ¿usted cree que tiene suficiente talla política para subsecretario?
Reyes contestó con un gesto de indiferencia. Quería dar á entender que no le gustaba la conversación, por insignificante.
—¿Ha estado aquí Celestino?—preguntó, por hablar de otra cosa.
—¡Pobre! Sí.
—¿Se ha quejado del palo?
—Es un bendito. Él no dice nada; pero ese diablo de Enjuto sacó la conversación; le preguntó si anoche le habían hecho salir al escenario todavía..., y él se puso colorado y dijo que sí, entre dientes, como si se avergonzara de los aplausos del público. La verdad es que el artículo de Juanito no tiene vuelta de hoja; es implacable, pero no hay quien las mueva, tiene razón; el drama es malo, perro, y no merece más que el desprecio y la broma...
—Pues bien aplaudió usted la noche del estreno...
—Diré á usted: la impresión... así, la primera impresión... no es mala; y como es amigo Celestino, y el público se entusiasmaba...; pero Reseco ha puesto los puntos sobre las i i. ¡Ése sí que tiene talento!
Otra vez se le avinagró el gesto á Reyes. Sacudió un guante sobre la mesa y se puso de pie. Aquella noche estaba inaguantable don Elías; no decía más que necedades. “No había peor bicho que el aficionado de la literatura”. Sin poder remediarlo, y después de un bostezo, dijo Antonio:
—Reseco..., ¡ps!..., en tierra de ciegos... En París Reseco sería uno de tantos muchachos de sprit; aquí es el terror de los tontos y de los Celestinos.
Don Elías admiraba al tal Reseco, aunque no le era simpático; pero la opinión de Reyes, que venía de París, de vivir entre los literatos de moda, le parecía muy respetable. Sí; Antoñico, como él le llamaba delante de gente para indicar la confianza con que le trataba; Antoñico frecuentaba en París las brasseries, donde tomaban café, cerveza ó chocolate ó ajenjo notables parnasianos, ilustres pseudónimos de la petite-presse y de algunos periódicos de los grandes; Antoñico había sido corresponsal parisiense de un periódico de mucha circulación, y el tono desdeñoso con que hablaba en sus cartas de ciertas celebridades francesas y españolas, había sobrecogido á don Elías, y le había hecho traspasar poco á poco su consideración de aquellas celebridades maltratadas al que las zahería. Cofiño siempre había sido un poco blando en materia de opiniones; pero los años le habían convertido en cera[Pg 319] puesta al fuego. Cualquier libro, comedia, discurso, artículo, ó lo que fuese, le entusiasmaba fácilmente; pero una opinión contraria expuesta con valentía, con desprecio franco y con dejos de superioridad burlona y desdeñosa, le aterraba, le hacía ver un talento colosal en el que de tal manera censuraba; dejaba de admirar el libro, comedia, discurso ó lo que fuese para someterse al tirano, al crítico que había subvertido sus ideas y consagrarle culto idolátrico, mientras no hubiera mejor postor: otro crítico más fuerte, más burlón, más desengañado y más desdeñoso.
Comprendió vagamente don Elías que á Reyes le disgustaba, por lo menos aquella noche, hablar de Reseco y hablar de Rejoncillo; y como la actualidad del día eran la subsecretaría del uno y el palo que el otro le había dado al pobre Celestino, y don Elías difícilmente hablaba de cosa que no fuese la actualidad literaria, ó á lo menos política de los cafés, teatros, ateneos y plazuelas, pensó que lo mejor era callarse y levantar la sesión. Y se puso en pie también, preguntando:
—¿Viene usted á Rivas?
—¿Al estreno de Fernando? Antes la muerte. No, señor, tengo que hacer.
—Lo siento. Yo... tengo que ir... Me cargan las zarzuelas de Fernandito...; pero tengo que ir...; es un compromiso... Además, tengo que recoger á Rita, que está en el palco de... (don Elías se turbó un poco, recordando lo que antes había dicho), en el palco de Cenojiles.
—¿Con Regina?
—Sí, con la marquesa... Conque, ¿no viene usted?
Antonio vaciló.
—No (dijo, después de pensarlo mucho); no...; tengo que hacer...; acaso... allá... al final, á la hora del triunfo.
—Ó de la silba...
—¡Bah! Será triunfo... ¡Ya no hay más que triunfos! Hasta mañana ó hasta luego...
Reyes anhelaba quedarse solo con sus pensamientos; reanudar las visiones agradables que le habían acompañado desde la Cibeles al Suizo; pero, ¡cosa rara!, en cuanto desapareció don Elías, se encontró peor, menos libre, más disgustado. Recordó que cuando era niño y se divertía cantando á solas ó declamando, si un importuno le interrumpía un momento, al volver á sus gritos y canciones ya lo hacía sin gusto, con desabrimiento y algo avergonzado, hasta dejar sus juegos y romper á llorar. Una impresión análoga sentía ahora: aquel tonto de don Elías le había hecho caer del quinto cielo; le había hecho derrumbarse desde gratas ilusiones que halagaban la vanidad, los sentidos y tal vez algo del corazón, á los cantos rodados de la crónica del día; había caído de cabeza sobre la subsecretaría de Rejoncillo y sus presuntos amores con la de Cenojiles; y después, de necedad en necedad,[Pg 321] había rebotado sobre el artículo de Reseco...; y... “¡que un majadero pudiera tener tanta influencia en sus pensamientos!” Antonio emprendió la marcha por la calle de Sevilla hacia la del Príncipe, decidido á olvidar todo aquello y á volver á la idea dulcísima (sí, dulcísima, por más que coqueteando consigo mismo quisiera negárselo), de sus relaciones casi seguras, seguras, con Regina Theil. Pero, nada; los halagüeños pensamientos no volvían; no se ataban aquellos hilos rotos de la novela que ya él había comenzado á hilvanar, sin quererlo, mientras subía por la calle de Alcalá. En vez de aventuras graciosas y picantes, representábasele entre los ojos y las losas mojadas y relucientes á trechos, la imagen abstracta de la subsecretaría de Rejoncillo; era vaga, confusa, unas veces en figuras de letras de molde medio borradas, tal como podrían leerse en La Correspondencia; otras veces en la forma de un sillón lujoso, algo sobado, no se sabía si de raso, si de piel, ni de qué estructura..., y á lo mejor, ¡zás! Rejoncillo vestido de frac, con gran pechera reluciente, saltando de suelto en suelto por los de La Correspondencia, hasta plantarse en el de su subsecretaría; ó bien saludando á muchos señores en una sala, que era igual que el vestíbulo del Principal, á pesar de ser una sala. “¡Quería decirse que estaba soñando despierto, y que el sueño, á pesar de la voluntad vigilante, se empeñaba en ser estúpido, disparatado!”
Y Reyes se detuvo ante los resplandores de las cucharas junto al escaparate de Meneses. Como si obedeciera á una sugestión, clavaba los ojos sin po[Pg 322]der remediarlo en aquellos reflejos de blancura. No había motivo para dar un paso adelante ni para darlo hacia atrás, y se estuvo quieto ante la luz. No sabía adónde ir: ahora se le ocurría recordar que no tenía plan para aquella noche: un cuarto de hora antes hubiera jurado que le faltaría tiempo para todo lo que debía hacer antes de acostarse, para lo mucho que iba á divertirse..., y resultaba que no había tal cosa; que no tenía plan, que no había pensado nada, que no tenía dónde pasar el rato, para olvidar aquellas necedades que se le clavaban en la cabeza. ¿Por qué no estaba ya contento? ¿Por qué aquel optimismo, que casi como un zumbido agradable de oídos, ó mejor como una sinfonía, le había acompañado por la calle de Alcalá arriba, ahora se había convertido en spleen mortal? “Hablemos claro: ¿le tengo yo envidia á Rejoncillo?” Y Antonio sonrió de tal modo, que cualquier transeúnte hubiera podido creer que se estaba burlando de la plata Meneses. “¡Envidia á Rejoncillo!” El pensamiento le pareció tan ridículo, la reacción del orgullo fué tan fuerte que, como si todas aquellas pasiones que le tenían parado en la acera se hubiesen convertido en descarga eléctrica, dió Antonio media vuelta automática, echó á andar hacia la Carrera de San Jerónimo, descendió por ésta, atravesó la Puerta del Sol, tomó por la calle de la Montera arriba y entró en el Ateneo.
Se vió, sin saber cómo, en aquellos pasillos tristes y obscuros, llenos de humo: allí el calor parecía una pasta pesada que flotaba en el aire, y que se tragaba y se pegaba al estómago. Sin saber cómo[Pg 323] tampoco, sin darse cuenta de que la voluntad interviniese en sus movimientos, llegó al salón de periódicos, se fué hacia el extremo de la mesa, y se sentó decidido á no mirar más que papeles extranjeros, por lo menos coloniales, que de fijo no hablarían de la subsecretaría de Rejoncillo. Á él mismo le parecía mentira verse repasando las columnas de una colección de Diarios de la Marina.
Después tomó Le Journal de Petersbourg..., que estaba cerca. Allí se hablaba, en una correspondencia de París, de las últimas poesías de un escritor francés á quien trataba él. Esta consideración fué un ligero tónico. Reyes fué acercándose á los periódicos españoles; desde la mitad de la mesa comenzaban á verse acá y allá ejemplares borrosos de La Correspondencia; tenían algo de pastel de aceite apestoso acabado de salir del horno. No pudo menos; hizo lo que todos los presentes: cogió La Correspondencia. En la segunda plana, en medio de la tercera columna, estaba la noticia, poco más ó menos como él la había visto sobre las losas húmedas y brillantes de la calle de Sevilla. Allí estaban Augusto Rejoncillo y su subsecretaría; era, efectivamente, la de Ultramar. Era un hecho el nombramiento; nada de reclamo, no; un hecho: se había firmado el decreto.
“¡Qué país!”—se puso á pensar Reyes, sin darse cuenta de ello; él, que hacía alarde desde muy antiguo de despreciar el país absolutamente y no acordarse de él para nada.—“¡Qué país!” “Todo está perdido; pero ¡esto es demasiado! Esto da náuseas. ¿Quién quiere ya ser nada? Diputación, cartera...,[Pg 324] ¿qué sería todo eso para el amor propio? Nada..., peor, un insulto... ¿Cómo me había de halagar á mí ser ministro... habiendo sido antes Rejoncillo subsecretario? Por este lado no hay que buscar ya nunca nada; la política ya no es carrera para un hombre como yo; es una humillación, es una calleja inmunda; hay que tomar en serio esta resolución estoica de no querer ser diputado ni ministro, ni nada de eso, por dignidad, por decoro”. Y en el cerebro de Reyes estalló la idea fugaz y brillante de ser jefe de un nuevo partido, que llamó en francés, para sus adentros, el partido zutista, el de “no ha lugar á deliberar, el de la anulación de la política, el partido anarquista de la aristocracia del talento y de la distinción”. Sí, había que matar la política, convertirla en oficio de menestrales, dársela á los zapateros, á los que no saben leer ni escribir: un político era un hombre grosero, de alma de madera, limitado en ambiciones y gustos, un ser antipático: había que proclamar el zutismo ó chusismo, la abstención; las personas de gusto, de talento, de espíritu noble y delicado no necesitaban gobernar ni ser gobernadas. “Iremos al Congreso para cerrarlo y tirar la llave á un pozo”—pensaba decir en el programa del partido. Por supuesto, que en Reyes estos conatos de grandes resoluciones eran relámpagos de calor, menos, fuegos de artificio á que él no daba ninguna importancia. Dejaba que la fantasía construyera á su antojo aquellos palacios de humo, y después se quedaba tan impasible, decidido á no meterse en nada. Sin embargo, la idea del partido zutista era hermosa, aunque irrealizable. Sobre[Pg 325] todo, había servido para elevarle á sus propios ojos, “sobre aquellas miserias de subsecretarías y Rejoncillos”. “No, él no tenía envidia á aquel mamarracho; de esto estaba... seguro”; pero el pensar en ello, el irritarse ante la majadería del ministerio que hacía tal nombramiento, ya era indigno de Antonio Reyes; el hombre que llevaba dentro de la cabeza el plan de aquella novela, que no acababa de escribir por lo mucho que despreciaba al público que la había de leer.
En el salón de periódicos comenzó cierto movimiento de sillas y murmullo de conversaciones en voz baja. Los socios pasaban á la cátedra pública. Los gritos de un conserje sonaban á lo lejos, diciendo: “¡Sección de ciencias morales y políticas! ¡Sección de ciencias morales y políticas!...”
La cabeza de Cervantes de yeso, cubierta de polvo, bostezaba sobre una columna de madera, sumida en la sombra; y los ojos de Reyes, fijos en ella, querían arrancarle el secreto de su hastío infinito en aquella vida de perpetua discusión académica, donde los hijos enclenques de un siglo echado á perder á lo mejor de sus años, gastaban la poca y mala sangre que tenían en calentarse los cascos discurriendo y vociferando por culpa de mil palabras y distingos inútiles, de que el buen Cervantes[Pg 326] no había oído jamás hablar en vida. Sobre todo, la sección de ciencias morales y políticas (pensaba Reyes que debía de pensar el busto pálido y sucio) era cosa para volver el estómago á una estatua que ni siquiera lo tenía. Malo era oir á aquellos caballeros reñir, con motivo de negarle á Cristo la divinidad ó concedérsela; malo también aguantarlos cuando hablaban de los ideales del arte, de que él, Cervantes, nada había sabido nunca; pero todo era menos detestable que las discusiones políticas y sociológicas, donde cuanto había en Madrid de necedad y majadería ilustrada se atrevía á pedir la palabra y á vociferar sus sandeces, ya retrógradas, ya avanzadas como un adelantado mayor. Aquellos socios, pensaba Reyes, se dividían en derecha é izquierda, como si á todos ellos no los uniera su nativo cretinismo en un gran partido, el partido del bocio invisible, del nihilismo intelectual. Sí, todos eran unos, y ellos creían que no; todos eran topos, empeñados en ver claro en las más arduas cuestiones del mundo, las cuestiones prácticas de la vida común y solidaria, que no podrán ser planteadas con alguna probabilidad de acierto hasta que cientos y cientos de ciencias auxiliares y preparatorias se hayan formado, desarrollado y perfeccionado. Entretanto, y hasta que los hombres verdaderamente sabios, de un porvenir muy lejano, muy lejano, tal vez de nunca, tomaran por su cuenta esta materia, la ventilaban con fórmulas de vaciedades históricas ó filosóficas todos aquellos anémicos de alma, más despreciables todavía que los políticos prácticos, empíricos; porque éstos, al fin, iban detrás de un interés[Pg 327] real, por una pasión propia, cierta, la ambición, por baja que fuese. El miserable que en nuestros tiempos de caos intelectual se dedica á la política abstracta, á las ciencias sociales, le parecía á Reyes el representante genuino de la estupidez humana, irremediable, en que él creía como en un dogma. Y si Antonio despreciaba aún á los que pasaban por sabios en estas materias, ¡qué sentiría ante aquellos buenos señores y jóvenes imberbes, que repetían allí por milésima vez las teorías más traídas y llevadas de unas y otras escuelas!
Años atrás, antes de irse él á París se hablaba en la sección de ciencias morales y políticas de la cuestión social en conjunto, y se discutía si la habría ó no la habría. Los señores de enfrente, los de la derecha (Reyes se sentaba á la izquierda, cerca de un balcón escondido en las tinieblas), acababan por asegurar que siempre habría pobres entre vosotros, y con otros cinco ó seis textos del Evangelio daban por resuelta la cuestión. Los de la izquierda, con motivo de estas citas, negaban la divinidad de Jesucristo; y con gran escándalo de algunos socios muy amigos del orden y de asistir á todas las sesiones, «se pasaba de una sección á otra indebidamente»; pero no importaba, ya se sabía que siempre se iba á dar allí, y el presidente, experto y tolerante, no ponía veto á las citas de un krausista de tendencias demagógicas, que “con todo el respeto debido al Nazareno”, ponía al cristianismo como chupa de dómine, negando que él, Fernando Chispas, le debiera cosa alguna (á quien él debía era á la patrona), pues lo que el cristianismo tenía de bueno, lo[Pg 328] debía á la filosofía platónica, á los sabios de Egipto, de Persia, y en fin, de cualquier parte, pero no á su propio esfuerzo. De una en otra se llegaba á discutir todo el dogma, toda la moral y toda la disciplina. Un caballero que hablaba todos los años tres ó cuatro veces en todas las secciones, se levantaba á echarle en cara á la religión de Jesús, según venía haciendo desde ocho años á aquella parte, á echarle en cara que colocase á los ladrones en los altares, y perdonase á los grandes criminales por un solo rasgo de contrición, estando á los últimos. Y citaba La Devoción de la Cruz, escandalizándose de la moral relajada de Calderón y de la Iglesia.
Entonces surgía en la derecha un hegeliano católico, casi siempre consejero de Estado, gran maestro en el manejo del difumino filosófico. “Se levantaba, decía, á encauzar el debate, á elevarlo á la región pura de las ideas”; y la emprendía con Emmanuel Kant (así le llamaba), Fichte, Schelling y Hegel, que eran los cuatro filósofos que citaba en esta época todo el mundo, exponiendo sus respectivas doctrinas en cuatro palabras. Los krausistas de escalera abajo replicaban, llenos de una unción filosófico-teológica, como pudiera tenerla un bulldog amaestrado; y con estudiada preterición citaban al mundo entero, menos á Krause, el maestro, encontrando la causa de tantos y tantos errores como, en efecto, deslucen la historia del pensamiento humano, en la falta de método, y sobre todo en no comenzar ó discurrir cada cual desde el primer día que se le ocurrió discurrir, por el yo,[Pg 329] no como mero pensamiento, sino en todo lo que en la realidad es...
Todo esto era hacía años, antes de irse él, Reyes, á París. Ahora, recordando semejantes escaramuzas, y contemplando lo presente, sentía cierta tristeza, que era producida por la romántica perspectiva de los recuerdos.
En aquellas famosas discusiones, en que Cristo lo pagaba todo, había á lo menos cierta libertad de la fantasía; á veces eran aquellas locuras ideales morales en el fondo, no extrañas por completo á las sugestiones naturales de la moral práctica; en fin, él les reconocía cierta bondad y cierta poesía, que tal vez se debía á no ser posible que aquello volviese; tal vez no tenían más poesía que la que ve la memoria en todo lo muerto. Ahora el positivismo era el rey de las discusiones. Los oradores de derecha é izquierda se atenían á los hechos, agarrados á ellos como las lapas á las peñas. Aquello no era una filosofía; era un artículo de París, la cuestión de los quince, ó el acertijo gráfico que se llama “¿dónde está la pastora?” Caballeros que nunca habían visto un cadáver hablaban de anatomía y de fisiología, y cualquiera podría pensar que pasaban la vida en el anfiteatro rompiendo huesos, metidos en entrañas humanas, calientes y sangrando, hasta las rodillas. Había allí una carnicería teórica. Las mismas palabras del tecnicismo fisiológico iban y venían mil veces, sin que las comprendiera casi nadie; el individuo era el protoplasma, la familia la célula, y la sociedad un tejido..., un tejido de disparates.
Antonio, muy satisfecho en el fondo de su alma, porque penetraba todo lo que había de ridículo en aquella bacanal de la necedad libre-pensadora, se levantó de su butaca azul y salió á los pasillos, dejando con la palabra en la boca á un medicucho, que había aprendido en los manuales de Letourneau toda aquella masa incoherente de datos problemáticos y casi siempre insignificantes.
—¡Tontos, todos tontos!—pensaba: y una ola de agua rosada le bañaba el espíritu. Ya no se acordaba de Rejoncillo, ni de Reseco; la sensación de una superioridad casi tangible le llenaba el ánimo; sí, sí, era evidente; aquellos hombres que quedaban allí dentro dando voces ó escuchando con atención seria, algunos de los cuales tenían fama de talentudos, eran inferiores á él con mucho, incapaces de ver el aspecto cómico de semejantes disputas, la necedad hereditaria que asomaba en tamaño apasionamiento por ideas insustanciales, falsas, sin aplicación posible, sin relación con el mundo serio, digno y noble de la realidad misteriosa.
En los pasillos también se disputaba. Eran algunos jóvenes que, sin sospecharlo siquiera Reyes, despreciaban las disputas de la sección. Hablaban también de filosofía, pero no tenía nada que ver su discusión con la de allá dentro: éstos habían venido á parar á la cuestión de si había ó no metafísica, á partir de la última novela publicada en Francia. Antonio se acercó al grupo, y no estuvo contento mientras notó alguna originalidad y fuerza en la argumentación. Un joven moreno, pálido, de ojos azules claros y muy redondos, soñadores, ó por lo[Pg 331] menos distraídos, hablaba con descuido, sin atar las frases, pero con buen sentido y con entusiasmo contenido.
—¿Quién duda, señores, que, en efecto, el positivismo ha de ir... no digo que sea en este siglo, ¿eh? pero ha de ir poco á poco..., vamos, modificándose, cambiando, para acabar por ser una nueva metafísica?...
—Esa tendencia ya aparece en algunos escritores—, dijo otro, pequeño, rubio, vivaracho, de lentes, que gesticulaba mucho, y al cual el moreno, el distraído, oía con atención cariñosa. Siguió hablando el chiquitín de escritores alemanes modernísimos que repasaban la filosofía de Kant, y la de Fichte, y la de Hegel para ver de encontrar en ella bases nuevas de una metafísica que había que construir á todo trance.
Entonces Reyes sonrió con disimulado desprecio, satisfecho, y se apartó también de aquel grupo. Al fin había encontrado lo que quería. “También aquéllos disparataban; creían en resurrecciones metafísicas; ¡bah!, tontos como los otros, como los positivistas de café, como los pobres diablos de allá dentro, aunque no lo fueran tanto.”
Salió del Ateneo. El cielo se había despejado; los últimos nubarrones se amontonaban huyendo hacia el Norte; las estrellas brillaban como si las acabaran de lavar; una poesía sensual bajaba del infinito oscuro.
Reyes comparó al Ateneo con el cielo estrellado y salió perdiendo el Ateneo. Debía estar prohibido discutir los grandes problemas de la vida univer[Pg 332]sal, sobre todo cuando se era un cretino. Las estrellas, que de fijo sabían más de esas cosas sublimes que los hombres, callaban eternamente; callaban y brillaban. Reyes, en el fondo de su alma, se sintió digno de ser estrella.
Bajó la calle de la Montera. El reloj del Principal dió las diez. Una mujer triste se acercó á Antonio rebozada en un mantón gris, con una mano envuelta en el mantón y aplicada á la boca. Él la miró sin verla, y no oyó lo que ella dijo; pero una asociación de ideas, de que él mismo no se dió cuenta, le hizo acordarse de repente de su aventura iniciada. Regina Theil estaba en Rivas. ¡Oh! ¡el amor, el galanteo! Un temblor dulce le sacudió el cuerpo. Á dos pasos tenía un coche de punto. El cochero dormía; le despertó dándole con el bastón en un hombro, montó y dijo al cerrar la portezuela:
—¡Á Rivas, corre!
La berlina, destartalada, vieja y sucia, subió al galope del triste caballo blanco, flaco y de pelo fino, por la cuesta de la calle de Alcalá. Antonio, en cuanto el traqueo de las ruedas desvencijadas le sacudió el cuerpo, sintió una reacción del espíritu, que le hizo saltar desde el deleite casi místico de la vanidad halagada en su contemplación solitaria, á una ternura sin nombre, que buscaba alimento en[Pg 333] recuerdos muy lejanos y vagos. Era una voluptuosidad entre dulce y amarga esforzarse en estar triste, melancólico por lo menos, en aquellos momentos en que el orgullo satisfecho le gritaba en los oídos que el mundo era hermoso, dramática la vida, grande él, el hijo de su padre. El run, run de los vidrios saltando sobre la madera, el ruido continuo y sordo de las ruedas, le iban sonando á canción de nodriza; gotas de la reciente tormenta, que aún resbalan en zig-zag por los cristales, tomaban de las luces de la calle fantásticos reflejos, y con refracciones caprichosas mostraban los objetos en formas disparatadas. Un olor punzante, indefinible, pero muy conocido (olor de coche de alquiler lo llamaba él para sus adentros), le traía multitud de recuerdos viejos; y se vió de repente sentado en la ceja de otro coche como aquél, á los cinco años, entre las rodillas de un señor delgado, que era su padre, su padre que le oprimía dulcemente el cuerpecito menudo con los huesos de sus piernas flacas y nerviosas. ¡Qué lejos estaba todo aquello! ¡Qué diferente era el mundo que veía entre sueños de una conciencia que nace, aquel niño precoz, del mundo verdadero, el de ahora!
Las rodillas del padre eran almohada dura, pero que al niño se le antojaba muy blanda, suave, almohada de aquella cabeza rubia, un poco grande, poblada de fantasmas antes de tiempo, siempre con tendencias á inclinarse, apoyándose, para soñar.
Reyes atribuía á los recuerdos de su infancia un interés supremo; conservábalos con vigorosa memoria y con una precisión plástica que le encantaba;[Pg 334] los repasaba muy á menudo como los cantos de un poema querido. Como aquella poesía de sus primeras visiones no había otra; desde los seis años su vida interior comenzaba á admirarle; su precocidad extraordinaria había sido un secreto para el mundo; era un niño taciturno, que miraba sin verlas apenas las cosas exteriores.
La realidad, tal como era desde que él tenía recuerdos, le había parecido despreciable; sólo podía valer transformándola, viendo en ella otras cosas; la actividad era lo peor de la realidad; era enojosa, insustancial; los resultados que complacían á todos, le repugnaban; el querer hacer bien algo, era una ambición de los demás, pequeña, sin sentido. De todo esto había salido muy temprano una injusticia constante del mundo para con él. Nadie le apreciaba en lo que valía; nadie le conocía; sólo su padre le adivinaba, por amor. En la escuela, donde había puesto los pies muy pocas veces, otros ganaban premios con estrepitosos alardes de sabiduría infantil; él entraba, los pocos días que entraba, llorando; érale imposible recordar las lecciones aprendidas al pie de la letra; sabíalas mejor que los otros, estaba seguro de comprenderlas y el maestro siempre torcía el gesto, porque Antonio tartamudeaba y decía una cosa por otra. En las reuniones de familia, donde se celebraban improvisados certámenes de gracias infantiles, el chico de Reyes siempre quedaba oscurecido por sus primitos, que saltaban mejor, declamaban escenas de Zorrilla y García Gutiérrez, recitaban fábulas y tenían salidas graciosas. Se acordaba como si fueran de aquel ins[Pg 335]tante, de los elogios fríos, de los besos helados con que amigos y parientes le acariciaban por complacer á su padre, que sonreía con tristeza y siempre acudía después de los otros á calentarle el alma con un beso fuerte, apretado y con un estrujón entre las rodillas temblonas y huesudas. Su padre comprendía que los demás no encontraban ninguna gracia en su hijo. Á los dos se les olvidaba pronto y la familia entera se consagraba á cantar las alabanzas del diablejo de Alberto, del chistosísimo Justo, de Sebastián el sabio, que á los siete años anunciaban seguras glorias de la familia de los Valcárcel.
Emma Valcárcel se llamaba su madre.
La imagen de aquella mujer flaca, enferma, de una hermosura arruinada, que jamás había visto él en su esplendor de juventud sana y alegre, llenó el cerebro de Antonio. Este recuerdo fué un dolor positivo; no tenía la triste voluptuosidad alambicada de los otros.
“¡Mi madre!...” dijo en voz alta Reyes; y apoyó la cabeza en la fría y resquebrajada gutapercha que guarnecía el coche miserable. Encogió los hombros, cerró los ojos y sintió en ellos lágrimas. El ruido de los cristales y de las ruedas, más fuerte ahora, le resonaba dentro del cráneo; ya no era como canto de nodriza; tomó un ritmo extraño de coro infernal, parecido al de los demonios en El Roberto.
[2] La novela Su único hijo ha sido ya publicada y forma el tomo segundo de estas obras completas; de Una medianía, que iba á ser continuación de la anterior, tan sólo ha escrito Clarín el presente fragmento. No obstante hallarse incompleto (lo mismo que el cuento Feminismo, del que no se publicó más que lo reproducido anteriormente), creemos que debe figurar en este tomo, en la seguridad de que el público lo encontrará interesante.