Title: Cuentos ingenuos
Author: Felipe Trigo
Release date: June 16, 2014 [eBook #46000]
Most recently updated: October 24, 2024
Language: Spanish
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FELIPE TRIGO
OBRAS COMPLETAS
RENACIMIENTO
SAN MARCOS, 42
MADRID
1920
CUENTOS INGENUOS
OBRAS DE FELIPE TRIGO
LAS INGENUAS, novela, dos tomos (novena edición).
LA SED DE AMAR, novela (sexta edición).
ALMA EN LOS LABIOS, novela (cuarta edición).
LA ALTISIMA, novela (cuarta edición).
DEL FRIO AL FUEGO: Ellas a bordo, novela (tercera edición).
LA BRUTA: Héroes de ahora, novela (cuarta edición).
LA DE LOS OJOS COLOR DE UVA.—REVELADORAS.—LO IRREPARABLE, tres novelas en un tomo (cuarta edición).
SOR DEMONIO: El honor de un marido hidalgo y metafísico, novela (sexta edición).
EN LA CARRERA: Un buen chico estudiante en Madrid, novela (cuarta edición).
SOCIALISMO INDIVIDUALISTA, estudio (cuarta edición).
EL AMOR EN LA VIDA Y EN LOS LIBROS, estudio (cuarta edición).
LA CLAVE, novela (tercera edición).
LAS EVAS DEL PARAISO, novela (cuarta edición).
LAS POSADAS DEL AMOR, novela (segunda edición).
CUENTOS INGENUOS (cuarta edición).
EL MEDICO RURAL, novela (sexta edición).
LOS ABISMOS, novela.
EL PAPA DE LAS BELLEZAS, novela (segunda edición).
JARRAPELLEJOS: Vida arcádica, feliz e independiente de un español representativo, novela.
CRISIS DE LA CIVILIZACION.—LA GUERRA EUROPEA.
ASI PAGA EL DIABLO.—A PRUEBA.—EL GRAN SIMPATICO tres novelas en un tomo (segunda edición).
SI SÉ POR QUÉ, novela (tercera edición).
—¿Estás?
—Sí, corriendo.
Y corriendo, corriendo, azotando las puertas con sus vuelos de seda, desde el tocador al gabinete y desde el armario al espejo, siempre en el retoque de última hora; buscando el alfiler o el abanico que perdían su cabecilla de loca, volviéndose desde la calle para ceñir a su garganta el collar, haciéndome entrar todavía por el pañolito de encaje olvidado sobre la silla, salíamos al fin todas las noches con hora y media de retraso, aunque con luz del sol empezara ella la archidifícil obra de poner a nivel de la belleza de su cara la delicadeza de su adorno.
Gracias había que dar si cuando al primer farol, ella, parándose, me preguntaba: “¿Qué tal voy?”, no le contestaba yo: “Bien, muy guapa”, con absoluto convencimiento; porque capaz era la niña de volverse en última instancia al tribunal supremo del espejo, y entonces, ¡adiós, teatro!..., llegábamos a la salida. Como ocurría muchas veces.
Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detrás, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedía perdón. Mirábala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedábase parada floreándola, yo la decía: “Mira, ¿oyes?”, y sonreía ella triunfante como una reina.
No hablábamos. Todo el tiempo perdido en casa procuraba, desalada, ganarlo por el camino. Llegaba al teatro sin aliento. Y allí, por última vez, en el pórtico vacío, analizándose rápida en las grandes lunas del vestíbulo, mientras yo entregaba los billetes:—“¿Estoy bien, de veras?”—me interrogaba para que contestase yo indefectiblemente y un mucho orgulloso de su gentileza:—“¡Admirable!”
Porque, eso sí, ella confiaba en mi rigor. Le hubiera dicho la verdad, al menor detalle que artísticamente no juzgase digno de su figurilla aristocrática, aunque nos hubiera costado renunciar a la función.
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Los gemelos la buscaban.
¿Quién es? debían preguntarse unos a otros en las butacas, en los palcos. Algunos amigos míos se acercaban a saludarla en los entreactos esperando inútilmente la presentación. Ni ella la quería ni me agradaba a mí, no sé por qué causa. Y los que en el Círculo por la tarde me habían preguntado con reticencias o descaradamente quién era la señorita que la noche antes me acompañaba, una evasiva obtenían incapaz de disiparles la curiosidad. ¿Mi hermana?... Nada se parecía a mí. ¿Mi mujer?... Era muy joven. ¿Mi querida?... Jamás, la pureza de la virgen resplandecía en aquel semblante de colegiala tímida y curiosa.
Y ¿qué le importaba a nadie?
La verdad es que no sé por qué ella tenía afición al teatro. Miraba al público de reojo; ignoro si por cobardía de sus diez y siete años o por desdén nativo en su alma. De la escena, única cosa que le interesaba, el chiste que a todos hacía reir conseguía de su boca apenas una dilatación placentera; y como lloraba en los dramas, de propósito no íbamos más que a piececillas y tal cual noche a oir opereta al fresco de los Jardines.
Apenas cruzaba conmigo la palabra. Sentada junto a mí, sin mirarme, yo era quien únicamente por todo hablar solía decir de cuando en cuando:
—Mira, allí hay uno mirándote, ¿sabes?
—En un palco. En el tercero. No te quita los gemelos.
Volvía los ojos fugazmente al sitio indicado, y sonreía, sin volver a acordarse en toda la noche del tenaz admirador.
De los tenaces admiradores. Fueron muchos. No consiguieron una mirada de gratitud, de esas con que hasta las menos coquetas dan las gracias. Unicamente yo, con la solicitud de esclavo que corta flores para su dueña, en arrojar una por una aquellas admiraciones a sus pies me complacía. Era un deleite intenso, pero inconsciente y vago como el placer de un ensueño, como la alegría de una primavera.
Ella me pagaba siempre con su sonrisa leve. Yo le compraba bombones. Y nada más.
¿Bonita?
Sí. Creo que sí. Que era excepcionalmente bonita; pero yo no hubiera podido definir su belleza ni entonces ni ahora. La miraba muchas veces cuando estaba delante de mí. Luego nos separábamos y no me acordaba más de ella. Pero volvíamos a reunirnos y volvía a mirarla. Un claror fosfóreo de sus ojos medio cerrados, semejante al de la cresta de la ola en los mares luminosos, una transparencia de su faz que me cegaba de dulzura, imposibilitaban mi análisis.
A la luz eléctrica del teatro, cayendo como una inundación sobre aquella cara de nácar, sólo podía darme cuenta de una cosa: de que en aquella cara los labios rojos parecían más rojos que todos los labios en todas las caras de mujer que yo he visto.
En eso comprendo que debía gustarme mucho toda ella. En que no sería capaz de describirla. Cuando un espectáculo arroba, aduerme y hace soñar: ese es el éxtasis.
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El telón caía por última vez. Todo el mundo en el teatro empezaba a removerse para salir. Echábala sobre los hombros el abrigo elegantísimo, que ocultaba su cuello y su barba redonda en gorguera de rizadas sederías, y así que se aclaraba un poco el paso—espera empleada por mí en averiguar si había estado contenta y entretenida, porque necesitaba cerciorarme de ello para estarlo yo—salíamos atravesando en la puerta las filas de curiosos, que entre todas las hermosas mujeres que por los pasillos, por las amplias escaleras iban afluyendo al foyer lleno de claridad y de reflejos, fijaban sus miradas, de preferencia, en la que conmigo cruzaba graciosa y ligera medio escondida la cara monísima entre el sombrero y el cuello como en ramilletes de pluma.
Seguíamos buen trecho con la procesión de gente; contemplábala yo aún, en los cuadros de luz que algún café lanzaba por sus ventanas, y bien pronto, perdidos fuera del centro, en solitarias calles donde nuestros pasos resonaban, la ofrecía mi brazo, que aceptaba por miedo, por ir más cerca de mí en la semiobscuridad y el desierto de la media noche.
Iba tranquila, confiada en mí; yo, delicadamente afanoso de llevarla a su gusto, calculando el paso para no fatigarla, sujetándolo al suyo, lo mismo que debe ir el recluta el día de su primera marcha en filas.
—¡Perdona!—volvía a replicarla siempre que una vacilación me hacía rozar siquiera el vuelo de su falda. Y embriagado de su perfume, del suavísimo violeta de su tocador, que parecía exhalarse de ella más penetrante con el fresco de la noche, como el perfume de las azucenas, el silencio a su lado me enojaba; y por hablar cualquier cosa con aquella colegiala divina que no sabía nunca qué decir, la entretenía haciéndola notar lo caprichosamente que se iban nuestras sombras alargando cada vez que dejábamos atrás una farola.
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La despedí un día en la estación, con su familia. Se iba lejos. Yo no sentí su marcha. Pero si en cualquier momento de los años que pasaron me hubiese puesto a escribirle, hubiérale escrito cortésmente, como a una respetada y queridísima amiga.
De mes en mes, acaso más de pronto en pronto, quizás más de tarde en tarde, yo solía acordarme de ella en mis tristezas y en mis soledades. ¡Nada! Acordarme.
¡¡Era tan niña!!
Todavía me pregunto algunas veces:
—Señor, ¿por qué, con ella, más chiquilla que nadie, y siendo tan amiga mía, no pude tener jamás la confianza descuidada de la amistad?
Entonces no supe que la adoraba. Ahora tampoco sé si la he adorado mucho desde entonces.
¿Te acuerdas?
Era como hoy. Un capricho, un enojo de tus celos de vanidosa.
Era cualquier mañana, quizá hermosa y sonriente, en que yo, mirando un rayo de sol y contemplando el cielo, esperaba, tras los ensueños dulces de la noche, a que las vidrieras de tu cuarto se entreabriesen mostrándome en la gloria de tu faz la alborada de mi alma. Tú perezosa, yo impaciente, a veces con miedo de turbar tu sueño, entraba de puntillas hasta el lecho. Dormías. Te besaba en los ojos y estremeciéndote como en una convulsión, me volvías la espalda sin mirarme, sin hablar, rebujándote hasta la frente en la seda azul y en los encajes.
¡El enfado!
¿Hablarte?... inútil. ¿Besarte más, en el cuello, en la oreja, en el nudo de oro de tu pelo? Cada beso era una descarga eléctrica para aumentar tu rabia.
¿Qué tenías? Bah, cualquier motivo insignificante e injusto, que me manifestabas al fin seco apóstrofe de desprecio, con tenacidad convencida de histérica, rebelde a toda explicación. La intentaba yo, aunque sabía su ineficacia de antemano, y herido luego en la grandeza de mi cariño por las pequeñeces de tu espíritu de mujer, me alejaba de ti y de tu cuarto, altivo como tú, pero más triste...
Las once, las doce, la una... No se había dignado levantarse la señorita. Frente a mí, en la mesa, estaba tu silla vacía... Bien. Yo me iba al campo, lejos, a vagar... Al Círculo después, hasta las dos de la mañana... Volvía a almorzar solo al día siguiente; y allá a la hora de cenar, tarde, muy tarde, solía encontrarte en el comedor con cara de indiferencia. Ni me hablabas ni te hablaba. Pero, aun sin mirarte, podía notar que me mirabas tú estudiando en mi cara mis impresiones. Por lo pronto habías cuidado de adornarte más... Sólo que esperando mi primera palabra de reconciliación, solías engañarte. Tu orgullo aparecía en un «adiós» desdeñoso, y cada uno nos retirábamos a la respectiva habitación. Un mutuo juramento de no ceder llevaban nuestros labios...
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Era una fiesta, visitas, cualquier cosa. Convidados y ajenas alegrías alrededor; es decir, tu disgusto subrayándose por el buen humor de los demás, y mi pena disfrazándose de ironía en conversación a raudales, en amabilidad con tus amigas, en algún calculado elogio a unos ojos negros... Te levantabas, no podías más... hubieras arrojado a todo el mundo de la casa. Nadie, sino yo, en la animación de la tertulia, advertía tu ausencia, y nadie sino yo, sonriendo de placer infinito, escuchaba sobre el escándalo de la charla aquellas notas leves y nerviosas que hacían llorar de rabia a tu piano con pedal bajo...
Notas de cristal, que iban rompiéndose en el aire. La ingrata... Notas de Weber, después... aquellas que desesperaban a Margarita Gauthier, la escala explosiva, con todo el enojo de tu espíritu...
Yo sonreía. El pobre muchacho a quien dispensaba la honra de no escucharle, pagaba mi sonrisa inefable con otra sonrisa idiota. Pero me hablaba, me hablaba... y tú tocabas siempre, insultándome, mordiéndome con tus alegros y tus escalas; derramando amarguras sobre mi corazón con aquellas notas sublimes del andante que reservabas para el supremo esfuerzo de tu coquetería mimosa y traicionera... Iba a ti, al salón obscuro y solitario, y te abrazaba la cintura por detrás de la banqueta del piano, estampando un beso en tu boca. Tú te levantabas sorprendida, huyendo de mí con un mohín de repulsión que era de tu coquetería la venganza deseada...
Entonces, al revés: tú, con los demás, a reir, para que yo lo oyera; yo, en cualquier butaca desplomado, en el colmo de la desesperación, viéndome miserable juguete de tus caprichos.
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Cenabais, y no iba a cenar. Seguía escuchando los arpegios de tus carcajadas; seguía allí, solo, en la obscuridad, maldiciendo la bendición de conocerte... Y debía el vino de hacerte compasiva, porque al fin, tú misma, una, dos, tres veces, te tomabas la molestia de ir a invitarme a cenar. Secamente la primera, con dulzura después, perdonando, rogando, pidiendo caridad; toda la transición en poco tiempo hecha en la paradoja eterna de tu alma... Pero ¿te oía yo?... Un gran frío me hacía temblar, un frío de espanto, asomado a las profundidades de tu veleidad y de nuestro amor. Luego sí, tu mano tiraba de mi mano. Te seguía al comedor y me sentaba de la mesa lejos, en el diván; desde donde te veía enfrente, muy seria, muy triste, entre el alborozo del jerez en las caras de los otros, que no se cuidaban ni de ti ni de mí, por fortuna.
Contagios de la alegría caídos en mi pena, y más borracho yo de amargura que de vino aquéllos, reía luego también... Una risa de sus risas, una burla de sus burlas, un desprecio soberano hacia todo, y hacia ti, reina mía, y hacia mí el primero... Risa cortada, más alta, más hueca, que dominaba las demás y concluía por acallarlas, convirtiendo hacia ella la extrañeza y desconcertando a todos... Risa que me ahogaba, que me sacudía todo el cuerpo en latigazos de nervios, que brotaba loca y espantosa de mi garganta, que llegaba a mis ojos y los hacía verter lágrimas, y que en llanto cruel y alegría lamentable dejaba en tu corazón hundir sus agudas notas, con más ferocidad aún que en mi corazón los pérfidos lloros de tus andantes dulcísimos...
Salía de allí, silencioso ya, con el pañuelo en los ojos, y me seguías tú, y me abrazabas, y me arrancabas el perdón a besos, de rodillas, ¡de rodillas tú a mis pies, alma del alma!
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Era, como hoy, un capricho, un enojo de tus celos de vanidosa.
Como no te puedo oir, no sé si lloras arrancándole al piano las notas fugaces de cristal.
Como no me ves, no sabes si río.
Leía yo, acostado, tratando de dormirme, El Imparcial. De pronto, sobre el cielo raso sonoro como el parche de un tambor—¡oh estas casas nuevas de ladrillo y de hierro!—sentí los pasos menuditos. Aquella noche me intrigaron más. Por la tarde había sostenido este diálogo con la camarera de la fonda:
¿Quién duerme arriba?
—La inglesita.
—¿Qué inglesita?
—Una joven que ocupa dos habitaciones. La contigua para su institutriz.
—No la conozco.
—Come en su cuarto. Sin embargo, ha debido usted de verla en la playa todas las mañanas.
—¿Guapa?
—La mar.
Dejé caer el periódico, y me quedé fijo en el techo.
Las maniobras de siempre. Mi habitación tenía la cama en un ángulo del fondo. Igual estaría colocada la cama en la de encima, y allá se habían dirigido los pasos: la inglesita levantaría el embozo... Después sentí el dulce y picado taconeo hacia el rincón opuesto. ¿El tocador?... Ella, frente al espejo, se quitaría las peinetas, las sortijas, el leve abrigo de sedas con que habría vuelto acaso de oir en el bulevar los conciertos de orfeones... Se despojaba. Media hora. La niña se extasiaba con su imagen. Era, pues, cuando menos, lo menos coqueta que puede ser una joven cuando no es tonta, aunque sea inglesa.
Vagó en seguida por la alcoba. Mis ojos la seguían con toda precisión en el techo... ¡Ah, si fuese el techo de cristal! No muy alta, ni muy gruesa, sin duda, a juzgar por el peso leve de sus pasos; aunque sí nerviosa y vivaracha. Cruzaba de uno a otro lado con ese mariposeo de toda mujer bien vestida al desnudarse; por consecuencia, un dato más: elegante.
Volvió al centro, y un roce indefinible me hizo adivinar su vestido y su enagua cayendo a sus pies. Habría jurado que la estaba viendo, toda recta aún en el ruedo de estas ropas por el suelo, desenlazarse el corsé: doblarse después a recogerlo todo y llevarlo a la percha taconeando más ligera... en camisa, no sin lanzar de vuelta una caricia de mimo a su escote, en el espejo... Y ¡qué estupidez!... he aquí una cosa que yo no veía bien: cómo tendría los senos una joven inglesita; ¿anchos, semiesféricos, de amplia base, como las españolas? ¿Separados y rebotantemente movibles, como las francesas? ¿De media toronja, como las indias de aquel Ceilán de mis ensueños de un día?...
Tornaba, tornaba la inglesita a mi vertical; es decir, a su lecho, que chirrió al sentarse ella en el borde. Iba a descalzarse. Un golpe seco: una bota al suelo. Una bota pequeña, dulcísima, que habría dejado al aire un pie calentito, cubierto por una media de seda tensa como un guante, y azul Luzbel, de seguro. Una pierna sobre la otra... ¡Oh, cómo miraba yo de abajo arriba y cómo la virgínea miss no supondría que era el techo de cristal!
La otra bota al suelo. Y la cama volvió a crujir inmediatamente, en gemidos amorosos del sommié al recibir el cuerpo. Mas ¿era entonces que se acostaba con medias?
Nada... al poco. Ella que fantasearía supiese Venus qué cielos de juventud, y yo en mi solitario cuarto, con El Imparcial sobre la colcha, con los ojos fijos en aquel techo blanco que no tenía un escotillón por donde yo... ¡bah, qué idiotas hosteleros y qué techos tan estúpidos!
Me quedaba la imaginación proponiéndome problemas. Recorría el desorden delicioso del cuarto aquel de mi extranjera vecina con el vestido en la butaca, con el corsé a medio colgar del niquelado clavo de la percha, dejando caer sus broches de las ligas sobre el blanquísimo pantalón orlado de encajes; con aquel aire oliente a perfumes de tocador y de chiquilla bonita, con aquella cama en que ella al fin dormiría derramando por la almohada su caballera de oro británico, y abandonando sobre la cubierta cielo sus desnudos brazos delgados y flexibles...
¡Dios! ¡Gran Dios! ¡El oro británico! ¡El oro famoso inglés que yo no conocía ni en libras esterlinas, ni en amorosos rincones!... Porque hay tremendos detalles en que la imaginación se pierde: por ejemplo, la mía, sobre las laxas y lisas y doradas cabelleras inglesas, no podía concebir los rizados breves... ¡sí, sí, lo que fuera horrible en una corta laxitud!... ¡Horrible!, ¡horrible!
*
* *
La imaginación es una solemnísima embustera y una infeliz inocente.
Aquella vez tan sólo no me había engañado en que la niña era preciosa y delgada y adorable. Pero ni el tocador estaba a la izquierda de la puerta, ni ella dormía nunca con los brazos fuera del embozo, ni se sentaba en la cama para descalzarse jamás, ni sus medias eran azul Luzbel... sino negras, caladas.
¡Ah! y además no debe uno aventurar temerarias deducciones sobre la laxa y lisa cabellera de las dulces inglesitas.
—Esto es un paraíso—me dijeron cuando llegué al campamento; y para certificar la comparación, no tuvieron mis ojos más que tenderse en derredor.
Una vivienda de nipa, junto a una huerta, en mitad de una explanada circular donde grupos de soldados troceaban ébanos a hachazos; cerca, los fusiles, por si los moros saltaban de una mata, como tigres.
Por Occidente, a algunas millas, el mar; y rodeándonos, el bosque; el bosque virgen, de fantástica frondosidad, cayendo por todos lados, desde nuestra altura enorme, como manto soberano cuya cola regia de eterno verdor se tendía por las montañas festoneando sus crestas en la lejanía sobre el azul profundo y tranquilo de los aires.
Desde las primeras horas de la llegada pude observar que mis compañeros revelaban una especie de paralización extraña, de éxtasis.
Se separaron, cada cual por un sitio, ocupándose unos en acariciar a los mastines, otros en jugar con los monos y las catalas, y los más en pasear, leyendo periódicos dos meses atrasados o cogiendo flores en la huerta. Tenía esto algo de calma paradisíaca; y tal vez un tanto fatigado mi espíritu por las luchas de la vida, se dispuso a sepultarse en aquella paz celestial, desperezándose al borde de la Naturaleza antes de entregarse a ella, como la hastiada impura junto al lecho del descanso.
Las semanas pasaron.
Seguíame fascinando aquella monotonía de grandiosidad...
Yo me volvía como los demás. La pereza no tardó en invadir mi cuerpo y mi alma. Un lugar solitario, un rincón de árboles, una hamaca; no anhelaba otra cosa aquel ansia insaciable y vaga de mi pecho.
Una siesta, en que a la sombra de los plátanos me balanceaba en la red de abacá, escuchando en el silencio absoluto del humano vivir el chiflar poderoso y uniforme de las chicharras del bosque, cuyas primeras columnatas de árboles se me ofrecían cerca, recreándome los ojos con sus cortinajes de liana y sus volanderas cuerdas de bejucos revestidas de trepadoras y ornadas con florones de parásitas, todo lo cual, en sus huecos de verdosa luz, bajo las bóvedas de follaje, a que se descolgaban gritando algunos simios o que cruzaban con pausado vuelo de una a otra rama algunas aves de pechuga azul, me parecía el pórtico de colosales palacios encantados; esa tarde, digo, en que doliente desde mi hamaca miraba a ratos el lejano mar, siguiendo en su gris superficie inmóvil la estela del sol, que como una senda de luz condujo a mi fantasía más allá del horizonte, más allá, mucho más allá, a aquella España hacia que viajaba entonces el astro de oro... yo comprendí de improviso mi nostalgia. Unas notas fugitivas, un perfume de néctar, una silueta entre brumas de no sé qué distancia ni qué espacios. ¡Ella! ¡Mi visión de la mujer!
Ella... era quien faltaba en nuestro paraíso. La mujer, el amor, el adorno supremo de la Naturaleza, para cuyo esplendor están hechas las grandezas de todos los escenarios.
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¡Con cuánta pena seguí en mis eternos días contemplando aquellos paisajes de belleza inútil!
El fastidio mortal dijérase que nos inspiraba en el desdén de unos a otros un odio inconsciente de camarada a camarada; el cansancio del vivir ante la inutilidad de la existencia sin ilusiones. ¿A qué, ni para recibir el agrado de quién, por nada esforzarse? ¿A qué hablar siquiera?
Noches de soberana hermosura, noches de los trópicos, en que tumbados en las amplias lonas de sillas como catres, formábamos silencioso y disperso corro, cara al cielo, mirando cada cual su lucero favorito, entre las estrellas que fulguraban como ascuas. Las luciérnagas volaban en las copas de los aromados ilán como llamas de plata. Alguna prendía en su mariposeo de luz nuestras miradas, perdíalas en el espacio... y ¡quién sabe tras ella en qué memoria de mujer perdíase también el recuerdo!
¡Oh, sí! ¡Un sarcasmo! ¡Un insulto de tantos regios esplendores a nuestro deseo! El alba; aquellos amaneceres serenos, en que sobre la inmensa alfombra verde de los hondos valles se levantaban, siguiendo el curso de ríos ocultos, cendales de niebla, que se extendían hasta el mar, como doseles de nubes sobre una procesión de diosas desnudas para el baño...
La siesta, con sus horas incitantes en el bosque, en la espesura de la sombra, entre los laberintos escondidos por los abanicos en hoja de las palmas, con sus grutas de enredaderas en los bambúes, al pie de las fuentes de agua helada, cuyos asientos de peña parecían el lugar de enamorada cita con mujeres que no llegaban jamás...
Las tardes, aquellas tardes de poesía embriagadora, de limpio ambiente que dejaba hasta el fin penetrar la mirada por las montañas desiertas, onduladas por el fofo ramaje de la arboleda como un océano de cuajadas olas verdes; que permitía seguir las praderas interminables sin encontrar sobre sus tonos de esmeralda la casita que nos mintiese el querido hogar...
Las tardes de puesta de sol con celajes increíbles, con nubes de todos los colores, con reflejos metálicos de púrpura en fondos mimosos de cielo verde, verde como las praderas y los mares de Oriente...
¿De qué servían si no pudieron jamás inspirar la frase trémula de pasión a la mujer alumbrada por sus luces de nácar?...
Y era tanta la hermosura de tales sitios, que ni dejaban al alma herida que los odiase francamente.
Un día, cuando otro camarada llegó, cuando después de dejar el caballo, fatigado por la cuesta, él se puso a contemplar el grandioso espectáculo desde la altura, yo me acerqué y le dije, a pesar mío:
—¡Esto es un paraíso!
Sólo que, recordando mi desolación, añadí rápidamente:
—¡Un paraíso perdido, un paraíso estúpido. ¡Sin una Eva siquiera!...
Me había dado mi tía dos reales y compré con ellos todo lo siguiente:
Cinco céntimos de pitillos.
Dos céntimos de fósforos de cartón.
Ocho céntimos de americanas.
Diez céntimos de peladillas de Elvas.
Y un mi buen real de confetti, porque era Carnaval.
Con todas estas cosas, convenientemente repartidas por los bolsillos, excepto un cigarro, que echaba en mi boca más humo que una fábrica de luz, me dirigí a San Francisco por la calle de Santa Catalina abajo, marchando tan arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un capitán, que durante un rato fué detrás, pensaría:
—Será militar este muchacho.
El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confettis (que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que al brazo con sus compañeras nos tropezó en la revuelta de un boj, se dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles y me los regó por los hombros.
Soledad era muy mona (y aun creo que lo es). Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una vuelta hábil por los jardines, volví a encontrarme frente a frente con ella. Llevaba en cada mano dos cartuchos, me adelanté hacia la rubilla traviesa y los sacudí con saña sobre su cabeza, que quedaba poco después, y los encajes de su vestido de medio largo, como si les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis papeles eran finos; de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y dorado... Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre carcajadas los papelillos de las pestañas, la ofrecí almendras. Ella me dió un caramelo de los Alpes.
—¡Declárate, no seas tonto!—dijeron mis amigos con envidia. Y sobre todo, con interés egoísta, Juan, que rondaba a otra muchacha prima de Soledad. Así pasearíamos juntos la misma calle.
Fuí al aguaducho de enfrente, donde tenía mis ciertos conocimientos, porque allí nos convidamos unos a otros a anís en tiempos de exámenes, y escribí en el mejor papel que pude:
“Señorita: Hace mucho tiempo que mi corazón, impulsado por los resortes misteriosos del amor, se agita extraordinariamente en el océano de las incertidumbres. Sí, desde que vi la divina luz de sus ojos perdí el sosiego; y si le interesa a usted la felicidad de un pobre desesperado de la vida, désela usted con un anhelado sí de bienandanza a quien por usted se muere a la vez que se ofrece su más rendido servidor, q. s. p. b...”
Diez minutos después, sombrero en mano y con toda la finura posible, estaba delante de Soledad:
—Señorita, ¿será usted tan amable que quiera aceptar esta carta?
—¡Pronto, que nos va a ver mi criada!—dijo—arrebatándola y guardándosela arrugada en el peto de la blusa.
Uno de mis amigos, que vigilaban la escena escondidos en los rosales, gritó en este momento:
—¡Cú, cú!
Así lo hubiera partido un rayo.
—Y diga usted, señorita, ¿cuándo me entregará usted la ansiada contestación?
—Mañana.
—Sí, hombre. No sea usted pesado.
Y dió un revuelo y se unió a las otras.
Yo me quedé como tonto, sintiendo unos calambres del corazón, admirado de mi osadía y encantado de mi fortuna. No hablé más en toda la tarde y hubiese dado todas las almendras y los cacahuets que me quedaban porque llegara en seguida la siguiente.
Pero aquella noche fuí con mi familia a ver Don Juan Tenorio, que ponían en el teatro fuera de época, no sé por qué. Y a la salida pillé unas anginas como para mí solo. Ocho días de cama, con fiebre. Los autores no han podido averiguar si en los delirios de mis cuarenta grados puse el nombre de Soledad; pero lo que sí recuerdo bien es que al tercer día de convalecencia se me entregó una carta suya, con todos los signos en el sobre de haber sido abierta, y con todas las señales en la cara de mis parientes de haberse reído de la carta y de mí.
“Caballero—decía la carta—, a la rendida pasión que me pinta usted en la suya, y que yo creo sinceramente, no puedo ofrecer otro premio que el de la amistad. Si usted sabe ganarse mi corazón, sólo Dios puede decir el porvenir que nos reserva; s. s. s., Soledad.”
Y añadía por debajo:
“No pase mucho por mi calle, porque mi papá pudiera berlo y hecharle a husted un jarro de agüa el domingo al anochecer puede husted hablarme en mi bentana.”
Bueno, salvo la letra, que era de segunda, y la postdata, que era original, la epístola no estaba mal copiada.
Era precisamente el modelo que continuaba a la mía en el Epistolario del amor para uso de damas y galanes.
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Desde entonces, Juan y yo rondábamos juntos a las primitas. Fueron nuestras novias muchos meses. Siempre que anochecido las encontrábamos reunidas en la reja, nos deteníamos. Cuando en la reja estaba una y pasábamos los dos, también; y hasta se dió el caso de que uno solo se parase en la ventana con ambas.
Lo que no llegó a ocurrir jamás fué que uno solo se atreviera a acercarse cuando su novia estaba sola.
Una vez me sucedió a mí, por excepción y por pura sorpresa, y pasé las de San Quintín.
¿Qué demonios iba yo a decirla?
“Voy con María. Espéranos.—Octavio.”
María era mi amante.
Octavio, el escritor neurótico de palabra helada, estaba medio loco. Por su modo extraño de sentir y por su modo extraño de adorar la belleza pagana de su esposa.
Un escéptico que creía en todo.
Cuando llegó el exprés y vi a María en un reservado, corrí a saludarlos; pero ella, abriendo la portezuela y separándose para mostrarme el fondo, dijo desoladamente:
—Allí venía él.
—¡Octavio!
—Muerto—respondió tan bajo y tan secamente, que apenas la oí.
Luego, sin derramar una lágrima, saltó al andén, me suplicó silencio, indicó por señas a un mozo que nos siguiera con el equipaje, entre cuyos objetos reconocí el sombrero de mi amigo, y nos dirigimos al hotel a la carrera del ómnibus.
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En cuanto estuvimos solos en un gabinete, cuyo balcón daba a la playa, sepultó María la cara entre los brazos y lloró mucho. Yo, abrumado en la butaca, cerca de la suya, lanzaba la vista idiotamente a la inmensa curva donde se unían el mar y el cielo; éste encapotado de gruesas y blancas nubes, aquél tranquilo y de un fuerte azul plomizo, sin un vapor, sin una vela en su vasta y comba superficie.
No osaba mirarla. ¿Qué cuentas iba a darme aquella histérica de la muerte de su marido?
Al fin pudo hablar, y dijo, estrechando mi mano entre las suyas, blandas y calientes como las de un niño:
—Cogió tu carta. Tu última carta, que yo guardaba en el pecho. Me la cogió dormida... y se mató. Nunca me había amado tanto como en este viaje. Mi amor y la tormenta horrible de esta noche produjeron en su alma efectos espantosos. ¡Oh, era preciso haberle visto!
—¿Y dónde está?—me atreví a preguntar.
—¡Alli!—dijo la joven, señalando al Océano.
Durante algunos segundos vi los dedos de la pobre mujer temblando sobre el pañolito, que llevó a los ojos. Las comisuras de su boca saltaban en nerviosas convulsiones.
Cuando logró serenarse, habló así, con voz cansada, de apacible y triste monotonía:
—Ignoro si influí decisivamente en el destino de Octavio o si fuí nada más la fútil ocasión del rapto que le arrancó la vida: carga para él, de todo cansado y hasta de sí propio. Tú sabes cómo me quería. Con desesperaciones que me daban miedo, con exaltaciones insensatas. Cuando ayer tomamos el tren, estaba alegre, expansivo, contento de vivir, como pocas veces. Nadie debía acompañarnos, él y yo solos, en un reservado. Habló mucho todo el día, y a poder haberse escrito cuanto me dijo, sería sin duda lo más hermoso de todo lo que jamás pasara por su imaginación. El era feliz, y yo, ¿a qué negártelo?, contagiada de aquella eterna sonrisa de ventura que jugaba en sus labios, también lo era. ¡También feliz, muy feliz...!
Al anochecer, después que comimos en el restaurant de la estación más alta de la cordillera, paseamos un rato. El paisaje solitario e inmenso nos parecía hecho para el éxtasis de nuestra dicha.
Todo nos movía a la ternura. Y como si la máquina que nos había arrastrado a tantos deleites pudiera entender nuestra gratitud, la miramos juntos, con su negra mole finamente fileteada de reflejos de luna, encendidas ya en sus topes las farolas blanca y roja. Estábamos delante de ella, escondidos del andén por los chorros de vapor de sus grifos, cuyas nubes nos rodearon como un apoteosis de amor, cuando la campana anunció la marcha. No sé por qué me pareció que Octavio, abrazado a mí, hubiera querido permanecer en los rieles...
Recuerda que una de sus máximas era ésta: No se debe morir acosado por la vida, sino despreciándola, en plena felicidad.
Subimos al reservado. De nuevo el tren empezó a correr en la soledad de las montañas, huyendo por la cinta que cortaba sus laderas. Yo iba junto a la ventanilla, abierta para respirar el fresco, y Octavio a mi lado, rodeándome el cuello con el brazo, murmurando a mi oído, que rozaban sus labios, dulcísimas palabras. La pantalla de la lámpara obscurecía el interior del coche. Estaba la noche espléndida. La luna, que parecía más alta sobre la enorme profundidad del valle, vertía su luz tranquila sobre los pinares de la sierra, y arrojaba sobre los desmontes la sombra del tren, que corría despeñado cuesta abajo.
Sentía la cara de Octavio rozando con la mía en los bamboleos de la marcha. Sus manos acariciaban mi cabello y mi garganta. Perdí la conciencia y no sé cuánto nos duró aquel mareo de ventura; pero creo que más de una vez nos alumbraron las linternas de pequeñas estaciones, cruzando a escape, y sólo recuerdo que ya no veía la luna en las sombras del cielo, cuando al fin, reclinada en el hombro de Octavio, que besaba todavía el cabello de mi frente, me fuí quedando dormida entre la presión suave de sus brazos, llena el alma de celeste paz, sin temores, sin memoria, sin más vida que la de aquel momento y la de aquel estrecho espacio del carruaje, blando, solo, nuestro como un nido de amor, trepidando siempre y envuelto en el estruendo de la carrera del tren por la solitaria noche...
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Una luz blanca, intensísima, rápida, que me hirió dormida, me hizo despertar en la obscuridad para escuchar un estrépito formidable.
Es decir, la obscuridad no era a mi alrededor completa; el farolillo del coche, aunque tapado por la pantalla azul, permitía ver las cosas esfumadas. Octavio no estaba junto a mí.
La luz eléctrica de un relámpago volvió a iluminarlo todo. Entonces vi a Octavio al otro extremo, tirado sobre su asiento, con el hermoso cabello negro levantado en rizos por el vendaval y mirando por las abiertas ventanillas el horror de los cielos... Un nuevo relámpago, tan grande que me hizo exclamar un ¡Dios me valga!, dibujó y me mostró en los labios de mi marido una sonrisa diabólica. Sus ojos habían mirado fijamente la nube negra que se rayó de fuego, y cuando un trueno pavoroso estalló seco sobre nuestras mismas cabezas, él, Octavio, con una serenidad inconcebible, con una satisfacción parecida a la del escenógrafo que oye los bravos para sus decoraciones, me obligó a ocupar otra ventana, sacó un brazo fuera y dijo:
—¡Esto sí que es grande! ¡Esto es inmenso!
Podría jurar que un rayo cayó sobre los hilos del telégrafo. Temblé. Él sonrió otra vez.
—¡Qué hermosa esta luz!—me dijo, y el trueno ahogó sus palabras.
Caia la lluvia en gotas gruesas como una granizada de balas. El huracán rugía con incesante rabia. El tren, en dirección opuesta al viento, volaba a toda máquina por una curva, silbando y lanzando espumarajos de vapor; de modo tan intenso resplandecían los relámpagos, que pude ver netamente, sobre el negro rodaje de la locomotora, la biela y la manivela, limpias y brillantes, moviéndose con el vaivén furioso de los brazos de un loco.
—¡El mar! ¡El Océano!—gritó Octavio de improviso, queriendo sobreponer la satánica alegría de su voz al trueno que inundó los espacios.
Y en efecto, otro relámpago habíanos descubierto el mar por entre un desfiladero de rocas. Diríase que la máquina marchaba despeñada hacia él, con su temblorosa cadena de carruajes y sus ruidos de metal.
No sé qué temor me invadió y me estreché a Octavio. Pero al cogerle la mano tropecé con un papel que me hizo retroceder.
Era tu carta. Súbitamente comprendí que su mano, guiada a mi corazón por el cariño, la encontró mientras yo dormía. Y comprendí también con espanto la tempestad que en competencia con la del cielo hubiera provocado en su alma. El terror me helaba.
Al fatídico serpear de una centella que incendió los aires, vi que el tren comenzaba a salvar sobre el mar un ángulo de la costa por un puente colgante. Las olas se estrellaban allá abajo contra las peñas, deshaciéndose en espuma; el huracán, meciéndose en las concavidades de granito, arrancaba un bramido continuo, monótono en sus cambios; las nubes se abrían incesantemente despidiendo fuego sobre el mar, y el trueno retumbaba cada vez más potente, como creciendo en su grandeza. Y el tren, entre la obscuridad y la luz, entre el viento y la lluvia, seguía y seguía, haciendo retemblar la férrea trabazón del puente con su carrera sin freno y sus resoplidos de monstruo, envuelto en lumbre y vapor.
¡Un relámpago...! ¡Otro...! ¡Ah!, de pronto ábrese la portezuela. Octavio arrójase por lo alto de la barandilla del puente, y... ¡sí, Dios mío, otro relámpago, aún me lo mostró allá abajo al ser arrebatado por las olas...! ¡Al mar!
Yo caí rodando por la alfombra del reservado...
Pasaba una corta temporada en un pueblo donde me aburría espantosamente. No conocía a nadie, y solía dedicarme a pasear solo y de noche. Una, vagando por las calles al azar, y sintiendo ya nostalgias de mi Madrid de mi alma, llegué a una plazoleta que ofrecía un bonito efecto de luz. Frente a mí, una casa más alta que las demás, de construcción vetusta, de anchas rejas y balcón panzudo, sobre el cual una hornacina contenía una Virgen alumbrada por un farol. Se destacaba en el resplandor de la luna que empezaba a salir, y a todo lo lárgo del caballete y de los aleros del tejado, que volaba amplia y graciosamente las esquinas, veíase negro, enérgico, el enmarañado dibujo de los jaramagos a la traslumbre del cielo.
Aquello era una decoración teatral; y os juro que tan profundamente me ensimismé en su contemplación con ojos de artista, que me costó algún trabajo no creer que, en efecto, estaba en un teatro, cuando llegó a mis oídos una voz de contralto, extensa y pura, que cantaba:
El pasaje de Lucrecia, letra más o menos.
Me acerqué a la casa de donde salía la voz, y pegado a la ventana escuché hasta la última nota del brindis, tras de las que enmudecieron cantatriz y piano.
A la noche siguiente volví a matar el tiempo rondando la ventana de mi admirada y desconocida contralto. La sesión fue más larga. La sinfonía del Guillermo, después trozos sueltos de Gioconda, y por último, cantada, Lucrecia.
Yo, que insensiblemente había concluído por acercarme a la reja, trataba de descubrir a la artista—pues tal nombre merecía—por los entreabiertos cristales. No veía más que un lado del piano. Iba a empujar las puertas cautelosamente; pero alguien se acercaba en la desierta calle. Era un hombre, que entró en la casa, contemplándome antes con tenacidad.
Luego cesó la canción, y me fui a dormir, dándome la norabuena por haber descubierto aquel caprichoso e inofensivo pasatiempo para las noches que me quedaban en el pueblo.
No faltaba una; y eso que, pocas después la luna, acudiendo a la cita también, cada vez más presurosa, me dejaba sin el amparo de las sombras; circunstancia molesta, porque empecé a llamar la atención de los pocos transeúntes de la plazuela, y, sobre todo, del caballero que entraba y salía de la casa. Y ¿qué? Me era tan grato escuchar aquella voz llena de poder y de frescura, que se ceñía a los acordes del piano ágil y ondulosa como una serpiente de colores... Me resultaba tan vagamente tentador aquel ofrecimiento, tantas veces repetido, desde el misterio, por una mujer desconocida y a la que yo no debía conocer, “del secreto para ser feliz, que ella sabía por experiencia y lo revelaba a los amigos”—sentido todo esto en la soledad de la noche, en el interior de aquella casa romancesca, destacada en silueta sobre el fondo claro del cielo, con sus rejas caladas y rematadas por cruces, con su farolillo santo alumbrando a una imagen que parecía aguardar juramento de amor... ¡Hablaba tanto aquello a los impulsos ideales que fuera de Madrid se permitía este corazón un poco fatigado...!
*
* *
Voy por la calle, tropieza conmigo un sujeto, y en vez de excusarse, me da una bofetada, que contesto con un bastonazo, tomándole por loco. Me entrega su tarjeta y se la tiro a las narices. Se aleja, pero recibo inmediatamente la visita de dos amigos suyos, y quieras que no, tengo que batirme. Al otro día, un sablazo en este brazo. ¿Noticias de mi rival...? Propietario, hombre extravagante, distinguido y frío. No pude averiguar más.
La herida, de bastante importancia, iba a retenerme en el pueblo más de lo que hubiera deseado. Esto, y el no poder explicarme tan original desafío, me irritaba.
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A los pocos días, me sorprendió mi adversario, visitándome.
—Vengo a pedirle mil perdones—me dijo. ¿Usted sabe quién soy?
—No tengo ese gusto... es decir, sí; un loco o un camorrista de profesión.
Ni lo uno ni lo otro. Soy, sencillamente, el dueño de la casa en cuya reja encontraba a usted siempre. Y pues que tras ella estaba mi mujer, que es tan honrada como joven, le tomé a usted por un impertinente a quien me propuse escarmentar. Lo menos que puede hacer un marido, aunque esté seguro—como yo lo estoy—de la virtud de su esposa, al ver que un hombre asedia su casa, recatándose en la obscuridad, es tenerle por inoportuno y profesarle antipatía.
—Bien—repuse asombrado—; pero es que mi objeto...
—No se moleste en explicármelo—interrumpió tranquilo y galante mi adversario—. Se lo acabo de escuchar al médico de usted, hablando confidencialmente de nuestro duelo, que todo el mundo achaca a genialidad mía. Usted iba a escuchar a Amalia. No canta mal, efectivamente, y merece la pena. Mas como las apariencias han hecho que yo pague una deferencia de usted a un mérito de mi mujer con una estocada, al saberlo me creo en el caso de reparación. Lo menos que debo hacer, si usted se digna perdonarme, es presentarle a mi mujer para que pueda usted oirla cantar, cómodamente sentado, y para que pueda ella darle las gracias por las veces que fué a oirla aguantando el frío y las molestias de la calle.
Tendí la mano a mi interlocutor, pero renuncié delicadamente a su proyecto. Insistió. Era, pues, absolutamente necesario.
Y fuí presentado.
Amalia Rosi, italiana de origen, morena, menudita. Deliciosas veladas. Cuando la volví a oir cantar “el secreto para ser felices lo enseño a mis amigos”, me daba cuenta de que yo... era ya su amigo!; y recordando mi brazo en cabestrillo, en pago a deudas de honor que yo no contraje, y al verla, efectivamente, tan linda y tan joven como su marido me había dicho, acabé por empeñarme en averiguar si era tan virtuosa como el marido afirmaba. Esto no podía comprobarse fácilmente; pero yo quería a todo trance darle a aquel hombre la razón de sus palabras y de sus actos.
¡Me dolía tanto el brazo!
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* *
Una noche, a los dos meses, pues ya era imposible demorar mi marcha, contemplé la casa por última vez. También hacía luna y el farol de la Virgen desparramaba su claridad rojiza por la fachada. Amalia, en el balcón, momentos antes, me había jurado por la Virgen que no me olvidaría.
Quedamos en eso.
Para muchos niños hay en muchas capitales, Madrid entre ellas, una escuela más pública que las escuelas públicas: la calle.
Su rector es la miseria, sus aulas el descuido y la ocasión, sus bedeles los guardias. Está abierta siempre.
A media noche, cuando cruzáis las anchas calles desiertas, un poco encantados de oir vuestro taconeo en la acera y de tener para vosotros nada más las luces brillando, como las que en avenidas de imperial palacio aguardan la retirada del señor, una cosa se os pone delante y se os enreda entre las piernas. Es un periódico extendido, que anda solo, detrás del cual se divisan luego los pies, la cabeza y las manos del que lo sostiene, como en las clásicas viñetas anunciadoras.
—¡Señolito, el Helaldo!—dice un chicuelo tan alto como el periódico.
Ha surgido de un portal, del biombo de Fornos, donde del frío se amparaba, tendido sobre un montón de niños, que pisan los trasnochadores. Un brazo que se retira o una pata que se encoge: esto es todo. «Los golfos», piensa el que sale; y por los miembros entrelazados allí, es tan incapaz de calcular el número de muchachos como de averiguar por las roscas movibles y viscosas el de un pelotón de lombrices.
Y me he fijado alguna vez en los chiquillos del Helaldo. Los hay rubios, con caras bonitas y tan dulces como la de todos los niños de tres años. Sus bocas sonríen con ingenuidad confiada, y sus ojos son vivos e inteligentes. Piden una pelilla o brindan su mercancía alargando la manila aterida, a no importa quién, con la amorosa gracia con que pedirían un beso a sus padres, si los conocieran. He buscado con insistencia entre ellos al criminal nato, de Lombroso, para conocerlo así, pequeñito. En vano. Frentes abultadas y sortijillas de seda... como todos los niños, en fin.
“¡Los golfos!” es cuanto dice al verlos el hombre grave, lo mismo que dice bajo los árboles del Retiro: “¡Los mosquitos!” El que más, recuerda en ellos el Gavroche; los halla chistosos y simpáticos, y se figura que van a ser eternamente gorriones de la gran ciudad, para dormir en los huecos de las estatuas y saltar de día al frente de los batallones. Está bien, pues; que no hagan nada; ya servirán de efecto armónico a los poetas, como las golondrinas y las hierbas de las tapias. El orden social, que por dos pesetas se encarga un guardia de representar, mira a los golfos y les da una patada de cuando en cuando.
¡Ah, pero se es injusto en tratarlos así, de haraganes! Distan de serlo. Esos pobres niños del Helaldo y La Colespondencia muestran la curiosidad y la voluntad de aprender que todos los de su edad, cuando se empieza a desplegar su alma. La tienen blanca, de ángel, y con ella han empezado su carrera y se aplican en su primera enseñanza.
¡Y que no les enseñan los puntapiés de orden público! A los seis años ya saben correr y quitar pañuelos, mirando con un ojo al bolsillo y con el otro al guardia. Es el ingreso de bachillerato. Mientras lo cursan, los agentes siguen observándolos con atención, llevándolos tal cual vez a recoger diplomas en la Prevención del distrito, y repartiéndoles trompadas y pescozones. Aunque con filosofía: “aún no estorban”, dice la sociedad. Y como no estorban, hasta los quince o veinte años, filiados ya en los gubernamentales registros, se pasan la vida, a fuer de estudiantes alegres, corriendo de los guardias en la calle y convidándolos a cariñena en las tabernas.
Facultad Mayor. Se indica por el ingreso del educando en la cárcel, a consecuencia de un robo o de un navajazo en quimera. Cosa leve y grandes adelantos. El que no es completamente imbécil, saca la licenciatura en tres años, y como ya está hecho lo más, he aquí que viene un día el saqueo del palacio de un marqués, en cuadrilla, con asesinato del dueño...
La sociedad se conmueve.
—Ese hombre—dice frunciendo el ceño ante el asesino—estorba ya. Venguémonos; ha terminado su carrera.
Y efectivamente, entra poco después en el calabozo; le pesan y miden los antropólogos; encuentran que tiene la frente deprimida, el pelo lanoso y áspero, las orejas en asa y los pómulos salientes. No recuerdan ya que cuando pequeñín tenía la cabeza de los angelillos, cuando pregonaba el Helaldo, ni recuerdan que la ferocidad de su sonrisa con dientes de caballo había sido primero, “en boca de niño, sonrisa de amor”.
—¡Criminal nato!—gritan los antropólogos.
Porque, eso sí; la ciencia es rotunda.
Ha terminado su carrera. Se le viste la hopa y el birrete de los ajusticiados.
Es decir, la toga.
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Cuando menos eso me pareció a mí una tarde muy triste en que yo pude contemplar a un hombre con bonete y sotana negra, sentado junto a un palo, agarrotado por el pescuezo y con la lengua fuera.
Tenía yo también recién ganada mi toga, y no sé qué extraños giros de pensamiento hiciéronme ver un poco de vergüenza en mi traje talar y un poco de grandeza entre los pliegues de aquella túnica que envolvía a aquel muerto con la cabeza tronchada y el gesto de apocalíptico reproche...
¡Quizá emprendimos la carrera al mismo tiempo! Yo, en el regazo de mi madre. Él, en el desprecio de la Humanidad.
Y me estremecí al pensar que si hubiese sido lo contrario, yo sería entonces el ahorcado, y el ahorcado el doctor.
¿Domingo?
Caramba, día de divertirse.
¡Cuánta gente! Todos suben, se alejan del centro. Yo me acerco, al revés.
Encontrarme desde mi casa en el Retiro, a los quince metros, no tiene lance de paseo.
Sol hermoso; coches y tranvías atestados; Espartero dominando la calle desde su caballo de bronce.
—¡Adiós, general!
Es muy amable este Espartero, con su sombrero en la mano, eternamente saludando a la acera derecha, desde donde nadie le responde. Líbreme Dios de pasar sin corresponder finamente al saludo, y los demás que hagan lo que gusten.
Y vengamos a cuentas, para no andar en balde: ¿adonde iré? Hay que pensarlo sobre la marcha, entre pisotón y codazo.
Dinero no falta, en buena hora lo diga, si no para comprar un reino, con el que quizás no sabría qué hacer, para comprar media docena de mujeres, que bien sabré qué hacer con ellas.
Pero tal vez lo sé demasiado.
La tarde es larga, la vida imposible. Reflexionando, principalmente. Algo, pues; necesito algo que me distraiga; y estoy en la corte, donde dicen que sobran las diversiones.
En la plaza gran atracción. Un toro y un elefante. Iría, pero luego no resulta ninguna de las barbaridades prometidas. ¿Fieras contra fieras? ¿Tigres, toros, leones y elefantes? Bah, para atrocidades los hombres, y ya los veo por la calle... y ya me ven.
¡La Cibeles!
Decididamente, me son simpáticos estos caballos de bronce y estas virtudes de mármol.
Allá, por las baldosas de Recoletos, desfila un cordón de gente. Sombreros monumentales, flores, niñas en situación, tal cual levita...; los de a pie, dándoselas de aristócratas desmontados, los de a caballo mirando a los landós, y los landós al trote. El éxito de la tarde es un cab tirado por once perros de Terranova.
¿Hay concierto? Beethoven, Wagner, cien violines, dos arpas... Yo quisiera oirlo sin verlo. Desde una hamaca oscilante en la bóveda. En las butacas acabaría por preocuparme de la postura; en los paseos estaría de pie y molesto; en el paraíso... ¡nada de paraísos!
Y nada de conciertos ni de músicas. La música miente, me diría dulzuras, llevaría mi pensamiento a lo que no puede existir. ¿Un mundo desavenido con la última nota? ¿Un ángel vuelto a caer al pisar la calle? Jamás. Prefiero seguir en la realidad.
Adelante. Arriba, arriba calle de Alcalá. La realidad puede ser un teatro cualquiera, de telón afuera o de telón adentro. Sólo que en la sala seguramente no me importaría lo que pasara en la escena. El colmo. Buscar interés por un espejo a lo que en sí mismo no interesa nada. Desde una butaca no sabría esta tarde si el drama o la comedia estaba delante de mí o alrededor mío o... dentro de mi alma.
Alma. ¿Habré dicho una barbaridad?
—Una limosna al ciego.
—Toma.
—Dios se lo pague.
—Bueno. Pero te advierto que son dos pesetas... por si eres ciego.
No es limosna. Es que doy el dinero que me hubiese costado no divertirme en el teatro. Gano todavía y ese infeliz me da las gracias. ¡Estúpido!
El sol, rasando sus rayos desde el tejado de la Equitativa, envuelve en polvo de luz la calle. Maldito si veo a nadie de tanta gente como tropiezo... Siempre es un favor. Señoras en silueta, amigos al traslumbre... y yo, sombrero a los ojos y hala, hala... Vuelvo la cabeza y veo a la señora de un amigo. Pero por la espalda. ¡Qué historia me recuerda! Ella lo quiso. Punzante, casi dulce, breve. Un epigrama. Una instantánea.
Bien ¿y qué? Maisón Dorée. ¿Qué adelanto con entrar? Café. Mis terrones y mi sitio. Conocidos, todo mi círculo. Poetas y autores, políticos, novelistas, empleados y periodistas sin empleo, un pintor, celos, mentiras en circulación, la farsa, lo de siempre... Además, que sería una lástima callarlos si me están poniendo como un trapo. Volveré. Hay tiempo de cobrarse. Yo suelo quedarme de los últimos...
Pero ¿este dinero?...
¡Ah, ya encontré mi diversión!
—¡Cochero!
—Señor.
—Al campo, al aire, al sol...
—Se está poniendo.
—No importa. Llévame adonde quieras, aunque no haya nadie, con tal que haya callos y vino. De prisa. Revienta el jaco, porque me da igual llegar en diez minutos o a media noche. Lo importante es ir de prisa.
—Camarero, una ración de callos y otra de alegría.
—¿Eh?
—Sí, hombre, sí. ¡Una botella!... ¡Parece mentira que no sepáis lo que estáis vendiendo!
Celso Ruiz, la prudencia misma, ¿cómo ha podido provocar al caballero Alberti, duelista célebre, tirador maravilloso que parte las balas en el filo de un cuchillo?
Acabo de encontrar a mi amigo en su despacho, tumbado en el diván, el cigarro en los labios.
—¿Te bates?—le he preguntado.
—Me suicido.
—Verdad. Tanto vale ponerse con una pistola frente a ese hombre.
—Es igual. Necesito demostrar que no soy un cobarde.
—¿A quién?
—A todos; a mí mismo, porque hasta yo empezaba a dudarlo.
—¡Estás loco!
Se incorporó Celso, me hizo sentar, y dijo:
—Escúchame. Toda una confesión. La vida exprés de la corte no tiene la sólida franqueza de nuestra provincia, donde el tiempo sobra para depurar la amistad. Aquí, las gentes somos a perpetuidad conocidos de ayer; amigos, nadie; de modo que tenemos el derecho de recelar unos de otros, de engañarnos mutuamente y de juzgar a cada cual por el traje con respecto a su posición, por su ingeniosidad con respecto a su talento, y por su procacidad con respecto a su hidalguía. La mesa del café, de concurrencia volante, nos atrae por su esprit y nos repugna por su cinismo. La dejamos con disgusto, quedando siempre un jirón de amor propio entre las tazas, y volvemos, sin embargo, al otro día, como a una tertulia de prostitutas, a fumar y estar tendidos. Tiene razón el que habla más fuerte, y el argumento supremo es una botella estrellada en la testa del contrario.
—Ecce homo. ¿Y algo así es tu lance con ese duelista, medio juglar y medio caballero?
—El motivo, a lo menos. Aguarda. Tú, cuando vine, hace un año, me presentaste en esos círculos, cuya animación me cautivó, pues no falta en ellos el ingenio. Fué un alegrón. Allá, en el destierro de nuestra ciudad, imposibilitado de juntar seis personas con quienes establecer cambio de ideas sin aduanas de ignorancia, pensaba en Madrid, en el Madrid íntimo, intelectual y exquisito; soñaba un cenáculo de hombres de corazón, donde estuvieran proscritas las preocupaciones, y donde el pensamiento pudiera brotar y dilatarse libremente como el humo de un vapor en el aire limpio de los mares... Mi sorpresa, pues, no tuvo límite al descubrir que entre estas gentes del talento se alzaban con cada palabra intransigencias mil veces más ruines que las de los ignorantes. La frase inofensiva, con tal que fuese afortunada, la retorcía la vanidad y la convertía en insulto; el triunfo ajeno lo trasformaba en odio la envidia; el razonamiento feliz era rechazado con la brutalidad del sectario; y todo esto, como trámite fatal, conducía al botellazo primero y al lance de honor algunas veces.
—Pongamos un medio por ciento.
—Es mucho.
—No. Exacto. La proporción de esos desafíos en que paga las tarjetas rotas el camarero. Uno por doscientas botellas... Pero dime de una vez, ¿por qué es tu lance?
—A eso voy; precisamente por haber esquivado aquellos otros y los argumentos de cristal. Como yo creo que no había de convencer a ningún polemista rompiéndole la cabeza, ni había de quedar convencido porque me la rompiesen a mí; como creo que nunca puede constituir caso de honra una disputa de café, que no es ordinariamente sino un caso de vanidad, más digno que de un lance de honor, de algunas explicaciones sensatas o del discreto desprecio, y como pienso, además, que en odio y en amores no caben términos medios, por lo cual no concibo el odio reglamentado que de antemano se da por satisfecho con ver una gota de sangre, y por lo cual, en fin, no concibo tampoco más que los lances de honor de veras, donde se va a matar o a morir probablemente, y de seguro a no perdonar una imperdonable herida de honra... de ahí que todas estas razones me obligasen a no volver más por los cafés como medida preventiva.
—Lo aplaudo, aunque no te imite.
—Yo me aplaudí igualmente el primer día. El segundo y el tercero los pasé fatales, a solas con mi susceptibilidad, que despertó en forma reflexiva. ¿No será esto, en el fondo—me preguntaba—una debilidad? Si la vida es así, aunque debiera ser de otro modo, y por el estilo de la del café es la mayoría de la gente, la que tratamos para nuestros negocios y la que tratamos por nuestras relaciones, ¿ha de renunciarse a la sociedad, encerrándose uno como un cenobita, sólo por el hecho de pensar con cordura?
—Esa idea es de Schopenhauer.
—Casi. ¿Qué había, pues, en mi prudencia de racional, y qué pudiera haber de cobardía?... Examiné mi vida entera. Me tranquilizó el examen. Por miedo no he retrocedido nunca en ningún propósito; mi biografía, tú la sabes, no es precisamente la de una monja.
—Y para probarlo en el café, como si el café fuese el mundo... ¡zas! desafías a...
—No. Ten calma. Entonces me encontré seguro de ser capaz de dar la vida por mi deber, por mi madre y por mi amante, y te repito que quedé tranquilo. La idea que yo tenía de mí mismo en ese punto me bastaba que la tuviesen también mis personas queridas...
Una gran tristeza hizo doblar a Celso el cuello al pronunciar estas palabras.
—¿Esas personas?—le interrogué.
—Son como las demás en este punto. Mi Claudia, mi buena Claudia, confunde también la insensatez y la estoicidad de la barbarie con el verdadero valor. No comprende que se pueda estar pálido con el corazon sereno. Ayer iba con ella en el faetón, por el campo; yo guiaba. Se planta delante un mendigo borracho y me pide limosna insolentemente; palidecí, rogándole que se apartara; mas había él tomado las riendas, y le descargué un latigazo que encabritó al caballo, arrancándole desbocado, después de arrollar al importuno.
En la carrera creí estrellarla, ¡a mi Claudia!... Cuando por la noche refería ella el incidente, dijo: “¡Qué miedo pasó éste! ¡Se quedó como el mármol!” Claudia, sin pararse a considerar la clase de temor que pudo asaltarme, ha sospechado, por primera vez, que soy un cobarde. Lo comprendí en no sé qué asesinamente compasivo de sus ojos!—Una hora después desafiaba yo a Alberti. El botellazo, razón de café, fácil, terminante. Probaré mi valor, puesto que es indispensable.
—Perdóname—le dije—; lo que así pruebas, por primera vez, es tu cobardía. Te suicidas.
—De un modo teatral. En un escenario, con amigos y público en los palcos, a la última. Sólo que me suicidarán de verdad; y el suicidio es de valientes: esta idea, si no es de Schopenhauer, debiera serlo.
Me ha sido imposible convencer a Celso de su temeridad, y me he separado de él abrazándole con pena, como a un sentenciado.
Sin embargo, ¡quien sabe! El desafío es mañana. Más que el pulso de un desesperado puede temblar el de un bravo de oficio...
Habremos de almorzar en casa de los primos de mi mujer. Pero yo he llegado antes; mi mujer no está todavía, y no está más que la mujer de mi primo. Y la mujer de mi primo, es decir, del primo de mi mujer (mi prima si os place, mi bella prima, arrogantísima) ha huído del salón, al sentirme, refugiándose en el gabinete.
Es terrible esta prima mía, tan rubia. Es tremendo que mi boda haya venido a convertirme inesperadamente, desde hace meses, en pariente de mi antigua enemiga cordial del tranvía, de mi antigua y desconocida enemiga mortal de por esas calles.
Pero es preciso terminar esta situación de una vez, y me resuelvo. Entro en el gabinete.
¿La he sorprendido? ¿La he asustado?... El libro cae de sus manos a la alfombra. Yo, me siento. Ve en mi cara una osada decisión, y su orgullo y su altivez la obligan a callar, mirándome, mientras la contemplo. Es lista, y adivina que va a hablarla su antiguo enigma odioso de otro tiempo.
—Vaya, prima, seamos francos: usted me odia con todo su corazón.
—¿Yo?... ¡Qué escucho!
—Sí. Usted me detesta, me aborrece.
—Se engaña usted, querido primo.
—Principalmente desde que el azar nos ha ligado en parentesco, su odio a mí se ha vuelto intolerable, prima, así obligada a verme y soportarme.
—¡Por Dios!
—Mi presencia y mi conversación la irritan, y quisiera usted, sin duda, poder causarme algún daño, en forma tal, que nadie sino yo supiese que usted me lo causaba... puesto que su odio es íntimo y absurdo y secreto entre los dos, de alma a alma.
—¡Mi odio!... Acaso es usted un poco fatuo.
—Tal vez.
—Desde que se casó habremos hablado seis veces, entre gentes, como extraños; y antes ni le conocía siquiera. A lo sumo pudiera haber de mí hacia usted simpatía o... antipatía: eso que instintivamente nos inspira toda nueva relación. Pero ¿odio?, ¿por qué? ¿No piensa usted que el odio es un honor que no puede concedérsele a cualquiera?
—Razón por la cual, de usted, yo tenía el orgullo de ser el hombre más odiado del mundo.
—No comprendo esa ilusión.
—Pues es raro, porque dicen que tiene usted talento.
—Gracias. También dicen que lo tiene usted.
—Sólo, pues, los dos, ignoramos mutua y directamente esto que dicen. ¿Quiere que intentemos convencernos?
—Bien.
—Hablemos, entonces, por primera vez. Las otras seis no sirven para nada. Hablemos... con franqueza. ¿Usted es capaz?
—¿Por qué no, querido primo?
—¡Oh, no... no es usted capaz!... ¡Siéndolo, habría dicho... odiado primo!
—Le encuentro testarudo, a más de fatuo.
—Menos mal. Ya con eso empieza a serme franca. Correspondo, y digo que usted no era sincera al afirmar que no me conocía antes de casarme. Me conoció usted en el tranvía. Hace lo menos dos años.
—No recuerdo. ¿Quiere tener la bondad?...
—Con mucho agrado. Noche mala, de viento, de lluvia, y tranvía de Salamanca, de este barrio. Un poco tarde, y solo yo en el tranvía. Una dama que lo para al poco, y que sube: era usted. Iba usted elegantísima: abrigo de piel café, gran sombrero y plumas de color de pensamiento, terciopelo pensamiento...
—¿Recuerda ahora?
—No. Sólo recuerdo que tuve esas prendas.
—Además, tan perfumada, que el olor de sus esencias hízome levantar los ojos del periódico. Fuí sin leer un momento, absorto por la gentileza de usted... Y usted, a lo largo del coche vacío, había entrado a sentarse en un ángulo de la delantera, diagonalmente opuesto al que ocupaba yo. Tomó usted, con rapidísima ojeada, nota de mi admiración, y la desdeñó en seguida... volviéndose a mirar por el cristal de la plataforma... Yo persistí en mirarla, absorto por su arrogancia y su belleza...
—Gracias, otra vez.
—Usted volvió a advertir mi atención, y la despreció más, volviéndome la espalda.
—¿Sí?
—Era, prima mía, amiga mía, el odio que usted empezaba a concederme, por demás...
—¿Por demás... qué?
—Por demás... generosamente. Y sonreí.
—Bueno, ya lo dije; usted es algo fatuo. Cualquiera otro que no lo hubiera sido, únicamente habría visto en mi desdén... el que conviene a los tenorios de tranvía.
—Si me perdona, prima, yo le diría a usted que les conviene mejor la indiferencia. El desdén así marcado es ya una pequeña entrega de atención... Y yo sonreí, sonreí... por eso... formé mi juicio de usted... y volví a enfrascarme en mi lectura, por no volver a mirarla... ¡Qué tormento entonces! ¡Qué rabia para usted!... ¿Se acuerda?... Es verdad, no se acuerda. Yo sí, en cambio; solos, solos siempre en el tranvía; el viaje, largo... En la Cibeles, usted habría dado no sé qué porque yo volviese a mirarla. En Colón, ¡y nadie entraba!, había usted tosido tres veces, dejando caer dos el pañuelo, y hablando con el cobrador para que oyese el abismado lector imperturbable su voz seductora... Una voz divina, clara, que yo oí bien... pues lo que menos me importaba era el periódico, todo empeñado en hacer rabiar a usted con mi indiferencia... porque le diré también, si usted me lo consiente, que es la indiferencia el mejor castigo contra las desdeñosas del tranvía. En fin, usted bajó; tenía yo tan tendidos los pies, que tuvo usted que pedirme al pasar:—¿Permite usted?—¡Horror, mi odiada prima!... ¿se acuerda?... Yo recogí los pies sin contestarla, sin alzar los ojos del Heraldo, cuya “lectura” no interrumpí...
—¡Falso!... ¡Usted me miró; y de tal manera, que aun volvía por el vidrio la cabeza cuando yo avanzaba hacia mi casa!
—¿Cómo? ¿Eso sí lo recuerda?
—Lo recuerdo. ¡Vea usted lo que son las cosas!
—¿Y no recuerda asimismo que otras noches desde entonces nos volvimos a encontrar en el tranvía, con más gente, con menos gente, y que siempre yo... leía el Heraldo?
—¿Y no recuerda usted, odiado primo, que en el tranvía y en la calle, dondequiera que nos volvimos a encontrar, yo cuidaba hacerle advertir la primera mi desprecio?
—Su odio.
—¡Sea! ¡Mi odio!
—Un odio de mujer. Amor inverso.
—¿Cree usted?...
—Tanto, que le temía a esta inevitable explicación, como a una declaración... amorosa.
—¡¡Señor mío!!
—¡Qué!
—Que yo no puedo consentir... ¡Schist! ¡mi marido!
Entra el marido, me saluda.
Sale el marido a dejar el abrigo y el bastón.
Hay un silencio.
¿Decía usted?... Siga, siga.
—Decía que usted verá si para dejar de odiarme le conviene amarme..., no hay otra manera. Por mi parte, siento muchas veces la intención de darla un beso.
—¡Oh, pero usted se me rinde, infeliz! ¿No ha previsto que desvanece mi odio, suponiendo que lo tuve, al confesarme su mañoso interés en sus lecturas del Heraldo? Usted, la intención de darme un beso; yo, la voluntad de negarlo, y heme aquí vengada, curada de mi odio... radicalísimamente.
—No. Porque yo diré en seguida que no me importa que me lo niegue... y usted me seguirá odiando.
—¿Como usted a mí por consecuencia?
—El odio es amor inverso. No renuncio al orgullo de su odio. Le digo, prima, que no quedan más caminos que odiar... o amar.
—Queda otro. Confesarles nuestro mutuo odio inextinguible a su mujer, a mi marido... y no vernos más. Es lo prudente.
—Tiene usted razón: es lo prudente. No hay motivo alguno para que nos sigamos soportando.
—¡Ahí viene mi marido!
—¡Y mi mujer!
Mi bella y blonda príma se levanta, vacila... vuelve a mí desde la puerta.
—¡No les diga nada aún!—me advierte.
—¡Pues jure que me odia con toda el alma!
—¡¡Con toda el alma!!
Sale, y yo permanezco un instante respirando sus esencias, sacudidas al vuelo de sus sedas.
Mi prima me odia.
Tiene talento mi prima, ¡qué diablo!
No había andado Juana la mitad del camino hacia la viña, con un cesto de mimbres al cuadril, cuando entre las encinas de la sierra se presentó Chuco de sopetón, diciendo:
—Mía tú, Reina, vengo escapao porque te vide llegar desde las pizarreras donde tengo la cabrá. Te quió decir una cosa. Mañana ya sabes que me voy a la ziudá, a la melicia; pues, vélaqui lo que traigo.
Chuco entregó un papel a su novia.
—¡Calla! ¿Y quién este santo...? ¡Eres tú!—exclamó ella admirada.
—Y toas qu’es verdá... Y que ma retratao el señorito ese, amigo del amo, ca venío de temporá al cortijo. Le trompecé ayer tarde en la ermita, pintando toa la fachá y toos los árboles y too... Liamos un cigarro, y aluego dijo que quería retratarme; yo le dije que bueno; me puso el garrote asina, como estás viendo ahí, y en menos de na, que toma, que deja, que raya p’arriba que raya p’abajo, ya tenía too el muñeco formao. Iba a largarse, después de parlar un rato, cuando, sin saber por qué, me acordé de ti. ¿Por qué no me había de hacer otro retrato pa ti...? Se lo dije lo mesmo que lo pensaba, y él, que debe ser mu largo, se echó a reir y lo hizo en seguía. Ese es, Reina, pa que lo guardes mientras ando yo por esos mundos... Pues, bueno; yo no he dormío ni migaja en toa la noche pensando al respetive qu’es menester que tú me des tamíen un retrato.
—Y yo... ¿cómo?—preguntó Juana dejando de mirar el de Chuco.
—Escucha, asina: vete en cuatro brincos a la alamea de la Tabla Grande del río, que allí se paró don Luis hace un poco, al salir el sol, y apreparó los chismes como pa pintar el molinillo, y amáñate pa ve cómo pué retratate. Anda, Reina; no me voy a se sordao si al llevaros esta noche la jarra de leche no me le tienes... ¿Lo oyes? ¡Que se me ha metió en la chola, y no me voy aunque sepa dar en un presillo!
¡Gran Dios! ¿Y con qué cara iba la Reina a presentarse a don Luis, sin haberle hablado una vez siquiera...?
Chuco adivinó esta idea; pero adoptó un aire resuelto preguntando:
—¿No irás?
—¿Que no?—insistió el cabrero con su extremeña terquedad.
Y como su novia continuaba en silencio, echóse el garrote al hombro, se acercó a ella, hizo una cruz, y después de decir: “Por ésta, que me llevan a presillo”, se las tocó a paso largo, dejándola atónita e inmóvil.
La Reina (mote que Juana había heredado de su madre, a quien se lo dieron por limpia y buena moza) se llenó de pena comprendiendo que Chuco cumpliría su promesa al pie de la letra. Tras algunos momentos de duda, se enjugó los ojos y miró al valle, donde se divisaba el umbroso follaje de la ribera; suspiró, y alegre al poco—que para algo habían de servirle sus diez y siete años—, partió ligera como una saeta hacia la Tabla Grande.
¡Bah! Si no conocía al señorito Luis, tampoco iba a pedirle un reino...! Entre corriendo y andando, cruzó el encinado, salvó el puente del arroyo, dejóse atrás la huerta y los pinares, y agazapándose en la pradera para esquivarse del tío Juan, que volvía del lugar con el carro, entró por fin en la alameda, recorriéndola hasta darse de manos a boca, o punto menos, con el pintor, que de pie junto a la silla de tijera, tenía delante un caballete. Juana se paró, y, arrepentida, trató de esconderse. Pero el señorito Luis la había visto ya; era inútil... Entonces, lanzando una imperceptible carcajada, a un tiempo medrosa y atrevida, roja como una grana, se acercó a él, soltó el covanillo, y clavando los ojos en el suelo, exclamó casi sin voz:
—Yo... soy la novia de Chuco.
El señorito Luis había soltado los pinceles y miraba con sorpresa a la recién llegada.
—¡De Chuco...! ¿Qué Chuco, hija?—preguntó en el colmo de la extrañeza.
No conocía a Juana, que habitaba en el cortijo las dependencias de la servidumbre.
—De Chuco el cabrero..., del que usted pintó ayer en la sierra de la ermita—añadió Juana.
—¡Aguarda! ¡Conque tú eres...! Pues tiene Chuco una novia como una perla—murmuró el joven sonriendo—. Bueno, mujer; tú dirás lo que deseas.
Al escuchar Juana el elogio, levantó la mirada hacia el señorito Luis... y la bajo viendo que sus ojos derramaban sobre ella un incendio. Sin embargo, aquella flor y aquella jovialidad diéronla alientos para continuar:
—Sí, me lo dijo. Por eso me pidió un retrato para dejártelo. ¿No te lo ha dado?
—Vélaqui usté; me lo ha dao ahora que me encontró cuando iba yo por uvas a la viña; y dijo que viniera al vuelo en busca de usté... porque me hizo la cruz para no dirse más que atao, en tanti yo no me diera maña pa... darle otro retrato que usté me haga.
—¡Bravo! Si no es más que por eso, no hay que atarlo, porque no desairaré nunca a una muchacha tan salada. Siéntate. ¡Esto va a ser a escape! Y a fe que me alegro, pues así estarás en mi álbum junto a él.
La noticia arrancó a Juana, que estaba rabiando por reir, una carcajada de alegría.
—Oye—dijo Luis en cuanto preparó los lápices y el álbum—, tú eres muy guapa y quiero hacer un retrato bonito. Así no estás bien; en vez de continuar sentada vas a echarte, saldrás mejor. Tu retrato será todo un cuadro.
Así diciendo, la levantó del cesto, se le puso de cabecera, obligándola a adoptar una postura caprichosa, le cruzó los pies después de acostarla de lado y la hizo reclinar la cabeza sobre un brazo y rodeársela con el otro. Satisfecho de la actitud de la joven, que temblaba a su contacto y seguía con el recelo en los ojos y el carmín en la cara esta maniobra, se fué a la silla sonriendo, sobrecogido por la inspiración de la belleza extraordinaria de la Reina.
Dibujaba Luis con el arrobamiento del artista que se deja absorber por su obra, y una tras otra, sin saberlo, dejaba escapar frases de admiración ardiente cada vez que su análisis descubría un tesoro de los mil de la belleza a la par atrevida y delicada de la Reina... ¡Sus palabras clavábanse en el corazón de Juana como flechas de oro...! y Juana (¿por qué no decirlo?) empezaba a impresionarse... Veía en el pintor la adoración a su hermosura, y ella, que siendo mujer, nunca había sido admirada, no se daba cuenta, la pobre, de que el amor principia así. El amor, es decir, algo grande, algo que jamás sintió junto a Chuco, en su cariño de hermanos, descuidadote y tranquilo, cuyas raíces se perdían en el trato de la infancia.
Bien visto, el señorito Luis era un cabal mozo; tendría veinticinco años, y Juana en su vida estuvo al pie de un hombre tan guapo, tan simpático, tan amable... ¡Vaya si sabia decir algunas cosas...!
Decididamente ella se encontraba a gusto en la alameda. Hasta el misterio del sitio, que al pronto le había causado un vago temor, comenzaba a placerla. Un vientecillo juguetón rizaba la amplia superficie del agua, prendiendo al sol en cabrilleos de oro y haciendo temblar en la opuesta orilla la imagen de los pintorescos matorrales de espinos y adelfas que la bordaban, por detrás de los cuales el cielo extendía su fondo de puro azul. En mitad del río, como una gaviota nadando, se destacaba la casita blanca del molino, al extremo de una isleta vestida de sauces, cuyas ramas colganderas se derramaban y mecían con languidez sobre la corriente apacible. Exceptuando el rumor lejano de la presa, el susurro de las hojas y el atronador ruido de los pájaros en los árboles, nada turbaba allí el silencio, si es que del silencio no son también las armonías de las brisas, de las aves y de las ondas.
Sólo necesitaba ya los últimos toques el dibujo; Luis lo terminó mientras decía con su acento medio apasionado y medio ligero:
—¡Oh, chiquilla! ¡Si te vieras a ti misma...! Eres inimitable... Qué diantre, la suerte anda muy mal repartida; de andar mejor, tú estarías donde tu hermosura fuese el encanto de todos. Mujeres como tú no debían nacer para morir como las margaritas del campo; no admito, no concibo que Dios haya creado cosa tan linda para esconderla... ¡Ea! Ven a ver esto; ya se acabó.
Juana se levantó y recibió el álbum que mostraba Luis, poniéndose a contemplar el retrato con curiosidad. Se agradaba a sí misma. Nunca había tenido ocasión de mirarse en un espejo mayor que la palma de la mano, y no sabía cuánta era la gentileza de su talle. Dudaba de que la hermosura aquella fuese un reflejo de la suya; el señorito Luis, sin duda, había hecho la imagen tan graciosa únicamente por halagarla.
—¿Esta soy yo?
—Esa eres. Chuco gana contigo el ciento por ciento. ¡Qué diablo, no has sabido escoger novio! ¡Qué muchacha más tonta! Ahora voy con la copia para él: trae el álbum.
Por segunda vez colocó Luis bajo su lápiz un papel blanco, empezando a copiar el boceto, del que pensaba hacer despacio una preciosa acuarela. La Reina no se saciaba de mirarlo.
Por encima del hombro del joven, rozándole alguna vez con los cabellos, observaba la soltura con que trazaba líneas que iban reproduciéndola.
En su propia cara sentía Luis respirar a Juana, que absorta en la contemplación, no tenía conciencia de otra cosa. Luis sufría. El aliento aquel le deleitaba como el perfume purísimo e intenso de la flor de jara en las siestas de la solitaria montaña. “Cuando ya esté hecha la acuarela—pensaba—, le pondré un título que será un perfecto recuerdo: Tentación.”
De improviso, alargando el papel y volviéndose, dijo:
—Toma.
Y le dió el retrato..., y un beso que estalló como una palmada en la purpúrea mejilla de la Reina.
La sangre toda afluyó al rostro de la muchacha. Sintió que se desvanecía, pero se repuso, y sin pronunciar palabra, rápida como la luz, llevando el retrato en la mano y arrebatando el cesto al pasar, desapareció entre los álamos.
*
* *
Cuenta la fama... (es decir, no lo cuenta la fama, porque es un secreto que sólo puede contar la que lo aguarda) que hará tres meses, la noche de la boda de la Reina y Chuco, cuando las amigas de aquéllas atribuían su llanto a las naturales cosas que hacen llorar en estas ocasiones, ella oprimía contra su corazón el retrato trazado en la alameda de la Tabla Grande del río, y suspiraba acariciando los recuerdos indelebles de las impresiones sentidas y de las palabras del pintor, que habían hecho desfilar ante sus ojos fugaces visiones más brillantes que una lluvia de estrellas.
Mi amigo César es un analista insoportable. Pudiera ser feliz, porque tiene talento y buena fortuna, y es el más desdichado de los hombres.
Todo lo mide, lo pesa y lo descompone, el placer y el dolor, el llanto y la alegría, el amor y la amistad. Su corazón, sensible hasta lo infinito, se deja tocar por las más pequeñas cosas; pero el eco levantado en el corazón, plácido o triste, grande o fugaz, es entregado inmediatamente al pensamiento, que al profundizarlo por todas partes lo deja destrozado.
Llorando ante el cadáver de su padre, pensaba si en su aflicción extrema no habría algo de hipocresía consigo mismo. Y cesó de llorar. Pero en seguida le pareció fanfarronada de fortaleza su dolor sin llanto. Y lloró, llamándose miserable.
Estrenó una comedia. Y cuando el público le aclamaba, se encontró a sí propio desmedidamente fácil de halagar por los aplausos. Para evitarlos, se negó a salir a escena por segunda vez, se largó a su casa, se metió en la cama y no pudo dormir, reflexionando que la brusquedad de tal determinación tuvo mucho más de vanidosa que el haber seguido recibiendo los aplausos.
Cuando saluda a un personaje aléjase meditando si en el saludo no puso algún servilismo. Y, por si acaso, cuando le halla otro día, lo esquiva.
Vive solo, huraño, perpetuamente dedicado a vacilar, a destruirse las ilusiones.
Es un loco, sin duda.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Recuerdo que hará tres años lo encontré una tarde en el Retiro, sentado de espaldas a la gente, con la silla recostada en un árbol y entretenido en mirar el desfile de los coches. Me senté con él y no hablamos. De pronto, al paso lento de los carruajes enfilados, porque estaba en el paseo el de la Reina, cruzó junto a nosotros una victoria, en cuyo interior iban dos mujeres, saludando a César.
Una lindísima, elegante, joven.
—¿Ves aquélla?—me dijo señalándola, cuando ya no pudo vernos—. La adoro. Estoy desesperado. La vi en la Comedia, en un palco. ¿Verdad que es divina...? Tiene alma de artista. Después de la presentación, no he vuelto más que dos días a su casa. ¡Oh, si yo pudiera llevarla a la mía, hacerla mi mujer...! Créeme. El ideal es esa Aurora Rubí: pero es hija de un hombre muy rico.
En seguida me contó que Aurora había estado con él atentísima, quizá más que con nadie; pero que, sin embargo, y a pesar de que la quería cada vez más, teniendo en cuenta la alta posición de aquella familia, no se atrevería a intentar nada. Yo hícele notar a mi amigo que teniendo él una carrera brillante y un nombre literario conocidísimo en Madrid, debían tenerle sin cuidado los miles de duros del suegro. Mucho menos cuando, a juzgar por el modo de saludar de Aurora, cuyos ojos se habían fijado en César con mimosería singular, la niña estaba de su parte. Continuamos hablando del asunto mucho rato a la vuelta del paseo, y ya de noche, en la Puerta del Sol, dejé a César con sus cavilaciones eternas y eternas dudas y desconfianzas.
*
* *
En Marzo volví a verle en una platea del Español, con Aurora y su familia. En toda la noche cesaron de hablar, cubierta ella la cara con el abanico de seda, sin importarles un pito la representación. Y después, durante todo el verano siguiente, le encontré siempre acompañándola en los teatros, en los paseos, enamoradísimos ambos, según las muestras. Tenía ganas de hablar con César para darle mi enhorabuena, y una tarde que yo estaba en la Moncloa, adonde fuí de puro aburrimiento, le hallé sentado en un banco, la cara seria, entretenido en golpear las piedrecillas del suelo con la contera del bastón.
—Te felicito—le dije.
—¿Por qué? ¿Por quién...? ¿Por Aurora? No, no; todo lo contrario.
—¿No es tu novia?
—Sí.
—¿No la quieres?
—Como un insensato, y su familia me acepta, y ella es adorable sin par; y, por lo tanto, me tiene vuelto el juicio. Puedo casarme cuando se me antoje; pero...
—Pero ¿qué?
—Pero... ¡no me da la gana!
Dijo esto con dureza extraña, como imposición hecha por su voluntad a su invencible deseo.
—No quiero. No me da la gana de casarme—repitió enfadado.
Yo me reí. Él se calmó luego.
—Mira, tú—me dijo—, la quiero tanto que yo necesito a toda costa saber que ella me quiere con delirio; necesito saber que me adora y que me adora como una loca; que me adora por mí mismo, no por la vanidad de mi nombre, ni siquiera por la gratitud de mi amor. En una palabra: necesito que me sacrifique cuanto es y cuanto vale: su tranquilidad, su orgullo, su porvenir y su honra.
—Estás chiflado.
—Chiflado o no, eso la he dicho: que quiero todos esos sacrificios, que si yo soy su dios, como ella repite a cada instante, su dios le pide el honor y la vida para hacer de ellos lo que guste: probablemente devolverlos; pero ¡quién sabe si entregarlos hechos jirones a la publicidad para ver si la adoración resiste a todo, hasta al martirio y la deshonra!
—Pero ¿hablas formal?—no pude menos de preguntarle a mi amigo.
—Tan formal, que hace cuatro días que no la veo. La he jurado que la amaré siempre, aunque probablemente nunca nos casaremos.
—¿Y ella?
—Lucha, la infeliz. Mira, al fin esta tarde me llama. Sí, sí, empiezo a creer que me idolatra; que podremos casarnos...; después.
*
* *
Al cabo de medio año, he vuelto ayer a tropezarme con César. Estaba en un café y leía completamente absorto una carta de renglones cruzados.
Aurora está en Santander.
—Oye—me dijo César tras de contarme muchas cosas—. Es horrible mi situación. Yo que tanto la adoro, no puedo acabar de convencerme de su amor, y ya menos que nunca. Yo leo esas cartas llenas de ternura, de confianzas dulcísimas, y pienso, a pesar mío, que aunque así deben ser las que dicta el corazón de una mujer enamorada, así pueden ser también las que dirige el miedo de una pobre niña a quien le guarda el tesoro de su honra.
—Que entregó por amor.
—¡Y que puede obligarla a mentir en el olvido! ¡Oh, si así fuera, si ella me hubiese olvidado, cuánto me estaría ofendiendo al creer que yo no sería capaz de devolverle estas cartas, estos recuerdos de nuestra escondida felicidad, que no tienen valor para mí de prendas de venganza contra la ingratitud, sino de reliquias santas de la única mujer que he querido y querré con toda mi alma, aun ante la confesión de su olvido... Y si me ama—continuó César exaltado—, yo quiero saberlo. Pero cómo, Dios mío, si me ha dado todas, todas las pruebas de amor que puede dar una mujer... ¡y no son bastantes!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Yo dejé a César por no decirle que es cruel, brutal, con la infeliz y enamorada niña que así se ha hecho la esclava de un loco.
Porque no me cabe duda que César tiene una locura no estudiada en los libros todavía.
Plegó Alfredo La Correspondencia que a la luz del tranvía vino leyendo desde Pozas, y miró dónde se encontraba: calle Mayor. ¡Oh! Y a fe que le había ensimismado el periódico. El coche iba bien de mujeres. Lo que se dice, cuando el día está de bonitas, se ve cada cara como una gloria.
Junto a él, mamá respetable, cincuentona y de libras, pero hermosa, y con dos niñas a la izquierda... que hasta allí. Se advertía a la pequeña, molesta en la estrechura del asiento, aguantada casi por aquel empleadete de levitín raído, personilla de pelele medio oculta entre las gasas de la joven por un lado y bajo el mantón de corpulenta chula por el otro; ésta era la cuña de la tanda. En la de enfrente dos o tres señoras todavía, una con su marido, guapa ella y retrechera. Pero a la más hermosa fueron los ojos de Alfredo, guiados por la nariz, por un rastro de heliotropo que le caía de muy cerca, envolviéndole en nube de sutil voluptuosidad; alzó la vista y vió de pie a la puerta de la plataforma delantera una rubia espléndida, de continente altivo de princesa, buena moza, enguantada, llena de lujo, de brillantes.
Alfredo se levantó y le ofreció el sitio. Ella dió las gracias sonriendo, clavándole los grandes ojos de oro también como el pelo abundantísimo. Iban a llegar, no merecía la pena. Insistió Alfredo, y la elegantísima dama se inclinó gentil, mostrando en la sonrisa la blancura de papel de sus dientes; fué a dar un paso, y con la velocidad del tranvía perdió graciosamente el equilibrio. Alfredo la sujetó por el brazo, contacto leve que bajo la seda hizo constar carne resbaladiza, elástica, tentadora.
Sola. ¿Quién sería?... El joven, que, emborrachándose de amor en su perfume, la contemplaba, hubiese jurado que transparentaban algo de suprema aristocracia aquella desenvoltura, aquella singular expresión de aplomo, de experiencia y ansia de placer. Cintura delgada, caderas anchas, pecho alto. Una delicia. Razón poderosa del vivir. Por dar un beso en tal encanto de boca, se comprendía todo.
¡Oh! Y nunca podría dar Alfredo un beso en cada boca de mujer hermosa! ¡Nunca! Es decir, que se moriría habiendo deseado besar tantas mujeres... ¡Qué pena!
Paró el tranvía. La dama pasó delante del joven, inclinándose llena de gracia; sus ojos largos, de pupilas amarillas de oro, volvieron a meterle en el corazón languideces de muerte. Descendió y atravesó, rápida y garbosa, la Puerta del Sol, sorteando coches, hasta la acera de enfrente. Allí su marcha fué un triunfo: los hombres se paraban, las mujeres volvían la cabeza. Alfredo iba detrás, a distancia.
Imposible figura más gallarda. Vista de espaldas a las luces eléctricas de las farolas y los escaparates, toda aquella arrogante hembra, con su traje claro de seda, destellaba chispas: de sus brillantes, de los plateados botones de su esbelto talle, de los hilillos de oro de sus encajes, de las peinetas sepultadas en los rubios bucles de su peinado, de los caireles de su sombrero verde, entre gasas y rizadas plumas. Su andar era fácil, ondulado. Sus pies herían el suelo con todo el peso de la buena moza. Bajo su aspecto delicado, casi aéreo, se adivinaba toda la hermosura.
Torció por la calle de la Montera. Alfredo llegó a la esquina, se paró, y parecía vacilar. Sí; por último, hasta el fin del mundo. Sabría su casa. París bien valía una misa.
¿Casada?... Un mes, dos. Una labor de aproximaciones insensibles. ¿El plan?... Resultaría después; por lo pronto, bastaba la voluntad. Querer es hacer querer, tratándose de todo.
Alfredo, procurando no perder la linda cabeza rubia de sombrero verde, que seguía con la vista por encima de las gentes, a lo lejos, para no ser advertido, iba ya pensando en el portero que le facilitaría detalles. El imaginaba también sus paseos a lo cadete, sus butacas frente al palco, su insistencia ante el enojo; luego la mirada, la primera mirada es decir, el triunfo. Desde que una mujer devuelve la primera mirada de amor, está vencida. Lo demás es accidental, de oportunidad y de tiempo.
La hermosa rubia dobló por la calle del Caballero de Gracia. Alfredo, que iba a cincuenta pasos, se apresuró hasta la esquina: allí se paró contrariado. Ella, muy cerca, en la luz viva de un escaparate de modas, resplandecía de belleza y de elegancia. Antes de seguirle vió: había mirado hacia atrás. Una mirada particular, subrayada de sonrisa. Y aceleró la marcha.
¿Fué aquella sonrisa leve la placentera emoción de toda mujer cuando observa que interesa, puramente de vanidad y que nada promete, o fué el enterada y conforme de un proyecto de historia? Difícil saberlo. Casi seguramente lo segundo; sin embargo, al tratarse de una mujer de treinta años, cuya hermosura debía de haberla ocasionado suficientes galanteos para odiarlos por sistema o para gustarlos por hábito. Alfredo echó este dato a su favor. No era poco.
Era... la primera mirada. Sólo que, aun dada por cierta, esto no era todo, y los deseos iban más aprisa que las esperanzas. Quedaba siempre la necesidad de verse y de hacerse rabiar, de la presentación y el trato... de ese infinito juego de habilidad que exigen ellas para engañarse desde que se proponen ser engañadas. Un tiempo lastimosamente perdido en el prólogo, cuando espera un libro seductor—pensaba el joven.
¡Ah, si las mujeres fuesen prácticas! ¡Tan prácticas como los hombres!... Entonces, a aquella disparatadamente hermosa, de quien él había visto embelesado la boca roja y la nuca blanquísima y vigorosa cubierta de vello de oro; a quien él mirándola había desnudado con el pensamiento y con su complacencia; que iba sola, y quizá a fastidiarse en la soledad de su gabinete, nada le impediría en aquel mismo momento aceptar su brazo y dejarse conducir a otro gabinete más reservado... de Fornos, por ejemplo, que estaba ya a dos pasos. Dos horas. Hermosura por pasión; luego, adiós para siempre, o hasta la vista.
En este momento, Alfredo se detuvo. Su amigo Alvarez saludaba afablemente a la dama. Debían conocerse mucho, según las risueñas frases cruzadas entre apretones de manos. Tan pronto como lo dejó, Alfredo le salió al encuentro.
—Baja conmigo.
—No, sube tú; tengo prisa.
—Un momento.
—Pero, hombre...
Le arrastraba del brazo.
—¿Conoces a aquélla?
—¡Claro!
—¿Dónde vive?
—Allí. (Alvarez señaló un principal.)
—¿Quién es?
—Luisa.
—¿Qué Luisa? ¿Luisa de qué? ¿La mujer de quién?
—La mujer de nadie. Es decir, de todo el mundo. Tu mujer si quieres: veinte duros.
Alvarez, aprovechando su brazo en libertad, salió disparado. Un segundo después, Alfredo entraba en Fornos; pero solo.
Y se sentó, pidiendo un humilde café con leche.
—Caramba—pensaba mientras era servido—. Esa es más práctica que los hombres todavía.
Y no, no era eso lo que deseaba. Alfredo hubiese querido que todas las mujeres fuesen muy prácticas... para él únicamente.
El triunfo del autor iba siendo evidente. Pero un triunfo de sumisión, que tenía algo de espantoso, como el del domador en la jaula de las fieras. El teatro parecía contener una sola alma anhelosa y vencida, que quitaba a los cuerpos la sensación de ahogo en aquel aire de polvillo de luz, impregnado de sudor y esencias, a cuyo través, y contrastando con la obscura e informe aglomeración de cabezas en el patio y los anfiteatros, se veían los escotes y los trajes claros en las explosiones brillantes de las cornucopias eléctricas, llenos de flores y destellos, con abanicos que los brazos desnudos movían en silencio, como guirnalda de mariposas.
En uno de ellos, en el segundo palco de la izquierda, con sus padres y su prima Berta, la burlona irresistible, estaba Angeles, la novia del autor, vestida de celeste, admirablemente peinada, con un esprit de plumas y una flecha de brillantes en el negro pelo, quizás demasiado rojos los labios y demasiado pintadas las ojeras en su carilla ideal de caprichosa, blanca como el cuello, de esa blancura de leche de la velutina. Callada y absorta, con una contracción nerviosa de triunfo en los labios, era, sin embargo, la única que no llevaba la ilación del drama. El codo, de guante blanco, en la balaustrada grana; el abanico en la barba, y la cabeza medio vuelta hacia la sala, donde seguía en una voluptuosa aspiración los estremecimientos del público, observándole, recogiendo sus latidos que acentuaban la expresión singular, un poco diabólica, de su sonrisa. De cuando en cuando flameaba en sus dormidos ojos de gata un relámpago de satisfacción: era que sorprendía unos gemelos mirándola; los pocos iniciados que asistían al teatro, habían extendido la noticia de que allí estaba la novia del nuevo autor, y la noticia rodaba de butaca a butaca, de palco a palco... y Angeles la seguía en sus zig-zag, y empezaba a sentirse heroina disimulada de la fiesta, flechada por aquellos anteojos, a los que si guiaba la curiosidad desde cada hermosura del drama, les contenía en arrobos de contemplación la belleza de la joven.
De pronto se produjo un murmullo profundo de pasiones removidas. La dama, con su lujo de reina, desde lo alto de su gran celebridad artística, acababa de llamar “estúpidas” a las mojigatas burguesas que habían pretendido burlarse de su libertad. Era la mujer del porvenir, triunfante. Estalló un aplauso, el primero de la noche, enérgico y nervioso, pero le cortó un siseo lleno de imperio. Fué un paréntesis de la atención, y muchos gemelos se dirigieron hacia Angeles; con más descaro que ninguno, el de un oficial de la Princesa, allá enfrente, desde el palco del Veloz, guapo, arrogante, con su pelliza blanca de pieles negras y cordones dorados. Estaba de pie, detrás de las sillas ocupadas por unos caballeros calvos de gran pechera reluciente, y no miraba sino de tarde en tarde al escenario, inclinándose sobre la baranda.
¡Oh! ¡El Veloz!... Ese palco, cuyas miradas suelen consagrar en los teatros la fama o la hermosura a la moda. También Angeles solicitaba su interés, gracias a la actualidad que venía a prestarla aquella noche el éxito ya indudable de su novio. Cogió sus gemelos, miró a cualquier parte, al oficial luego, que la tenía clavada con los suyos, y los abandonó en la falda de la prima Berta, que dijo entre maliciosa y burlona:
—Te conquista el húsar.
Siguió la representación. Angeles, con los ojos muy abiertos sobre la escena, no atendía. Recordaba la época en que, meses atrás, conoció a Ricardo entre las brisas y alegrías del Sardinero. Una crónica melosa, con su nombre entre flores; un deseo de pagar en sonrisas al corresponsal; un afán de monopolizar sus elogios en letras de molde, y a los ocho días, sin saber cómo, se encontró novia de Ricardo, a pesar de sus corbatas arcaicas y de su figurilla insignificante. Pero le quería, le quería, sobre todo desde que el papá de Angeles, fundándose en la precaria situación del joven, se opuso a las relaciones.
¡Ah! Pero este estreno, esta victoria, que cada vez más claro advertíase en la ansiedad del público, ganaba también al padre de la novia, que aplaudía con cariñoso entusiasmo, como si estuviera presenciando allí el azar que haría entrar a Ricardo en su familia. El mismo había deseado asistir con su hija, porque tanto habían dicho del drama los periódicos, que empezó a sospechar que su autor fuese, no sólo un hombre de talento, sino de porvenir.
Un frenético “¡bien!” y un palmoteo que convirtió instantáneamente el público entero en tempestad cerrada de aplausos y aclamaciones, volvió a Angeles de su ensimismamiento. El telón caía. “¡Bravo! ¡Bravo!” se oía gritar; y entre las voces trémulas que pedían al autor y el nutrido resonar de las palmadas, que daban al teatro una apariencia extraña de manos que se movían por todas partes, pudo ver Angeles que desde muchos palcos se le asestaban gemelos, brillando delante de los ojos de mujeres elegantísimas. También los del Veloz la enfocaban como una batería formidable, los de aquellos señores calvos de blanquísima pechera, los del húsar, arrogante, con su rubio bigote a la borgoñona y su pelliza de cordones de oro...
Angeles, roja de emoción, ahogándose en el ruido de aquel aplaudir frenético, resonante en su oído como una granizada de perlas, con la nariz por la delicia dilatada en su carilla ideal de caprichosa, sintió un vacío en las sienes cuando bajo el telón, a medio levantar, apareció un cómico y le arrojó al palco, a modo de homenaje, el nombre de su novio—lo cual arreció la tormenta de entusiasmo con un griterío imperativo y tremendo de: “¡El autor! ¡el autor! ¡Que salga!” La prima Berta la contemplaba con envidia...
“¡Que salga! ¡que salga!”
Volvieron a brillar sobre el telón las luces del proscenio, y empezó aquél a subir lentamente. La escena apareció desierta, deslumbradora. ¡Oh, iba a verle allí, en la apoteosis de la multitud electrizada, en la claridad de gloria de las luces invisibles de las bambalinas, ofreciendo la ovación con enamorada sonrisa! ¡Cuánto le quería!
La dama, aquella actriz rubia y espléndida, hermosa como una reina de cuentos, y un actor a quien el frac daba elegancia aparatosa, tiraban del autor, que al fin asomó por el foro entre aquéllos, vistiendo una levitilla antigua, pálido, con el asombro en los ojos y el pelo y el bigote como erizados. Junto a las graciosas reverencias de sus compañeros, las del pobre autor, muy serio y azorado, resultaban verdaderamente ridículas.
Angeles oyó decir en el palco inmediato “¡Qué feo!”; y la burlona Berta, la segunda vez que se alzó el telón, le comparó con un ratón recién salido de una jofaina. En esto, al desaparecer el autor de espaldas al fondo, tropezó con un mueble... y el público entero, sin dejar de aplaudir, rióse.
Angeles estaba descompuesta. Desde el palco del Veloz, el húsar, en actitud gallarda, la miraba y sonreía compasivamente... Se desvanecía la joven. Se levantó con rapidez y se ocultó en el antepalco sin que lo advirtiera apenas su familia, atenta a la ovación, que siguió ruidosa mucho tiempo.
Cuando el padre de Angeles, vivamente emocionado, fué a felicitarla estrechando su mano, encontró a la joven medio tendida en un diván, temblorosos los labios y la mirada sin luz. ¡Pobre sensitiva, tronchada por un huracán de felicidad!...
—Perdóname—le dijo—; ya comprendo tu cariño por ese hombre de talento, y puedes decirle que desde hoy lo tendré a orgullo. ¡A orgullo! ¿sabes?
—Es inútil—respondió Angeles solemne de desprecio—; no pienso verle más en mi vida. ¡Vámonos!
Y sin consentir en volver siquiera al palco, salieron del teatro, que esperaba ebrio de entusiasmo el último acto del maravilloso drama.
¿Aldeas? En buena hora. Pero en el lienzo para adornar mi gabinete o en el libro para decorar mi estantería. Ni más ni menos.
Así las conocía yo. Y sabía de ellas que contempladas desde el último cerro de su horizonte al caer el sol, cuando los senderos de la montaña eran recorridos por los pacíficos campesinos que de vuelta de sus faenas tornaban al hogar, azada o garrote al hombro, dejando oir canciones llenas de melancolía, entremezcladas sus notas con el estruendoso concierto de cigarras, grillos y ranas, meciéndose también por los espacios el triste son de la campana de oraciones y el tintineo de las esquilas del ganado; contempladas, decía, a la traslumbre del crepúsculo, con su esbelta torre en silueta alzada en mitad de blanquísimas casitas “que como ovejas rodeadas al pastor en apretado conjunto circundaban la bonita iglesia”, debían de ser el non plus ultra de las cosas de gusto, con aquellos arroyuelos lamiendo sus viviendas, con aquellos álamos prestándolas sombra, con aquel imprescindible pozo de limpio brocal, en que las muchachas del pueblo, limpias como armiños y lindas como perlas, mostrando bajo la “corta y honesta falda” su media como la nieve y su zapatito negro, escuchaban idílicas declaraciones del garrido y apuesto zagal que entre fogoso y ruborizado las miraba de soslayo, mientras en el viejo pilastrón de cantería verdinegra con candilillos y hierbas en las junturas, bebía su recua de borricos—alguno quizá dando también al viento su amorosa queja en un rebuzno poderoso...
Así las conocía yo... ¡Cuál me engañabais, oh caros novelistas y poetas!
Villaporrilla, enclavada con sus cincuenta casas en la abrupta falda de Sierra del Gato, con alcalde coloradote y brutote y de buen corazón (a lo menos así lo había yo juzgado las veces que con su sombrero en la corona y sus calzas de paño me visitó en la capital), es seguramente una aldea en las mejores condiciones para serlo; quiero decir que, a causa de estar alejada de todo centro de población, y de no ser Villaporrilla “camino para ninguna parte”, no cabe sospecharla corrompida en su primitivo aspecto. Villaporrilla, aunque en el corazón mismo de España, está alejada de la civilización como cualquier campamento de salvajes.
Pues bien: la primera sorpresa que llevé en Villaporrilla fué ver que sus casitas blanquísimas no eran ni blanquísimas ni casitas, sino especie de zahurdones del color del barro, medio ruinosos, de apariencia imposible de poetizar. Hasta un momento antes de llegar, el paisaje es bello; pero sus alrededores, como si la Naturaleza tuviera asco del mísero pueblo y le formara corro a distancia, consistían en raquíticos huertos y gran cantidad de estercoleros y lagunas cenagosas en que a su placer embarrábanse los cerdos. La iglesia era una casa poco más grande que las otras. Y el pozo del ejido, que no faltaba, verdaderamente, sería de agradable parecer a no estar rodeado de charcos y constituir como el cuartel general de los susodichos montones de basura.
¿Creéis que acudían ninfas en traje corto a sacar el agua? ¡Oh, qué caras, Dios mío! Muchachas desgreñadas, sucias, feísimas, con el color del paludismo, barrigonas, descalzas... Cerca estaba el cementerio. Cuatro tapiales, desportillados por más de un sitio, y en paz.
En Villaporrilla dejó de parecerme “buen corazón” su señor alcalde, aunque siguió pareciéndome coloradote, y brutote, sobre todo.
Además, a los pocos días me convencí de que su estado normal era el de una borrachera continua. El concejo se reunía a discutir sobre si El Pelao debía o no continuar en su cargo de ministro (alguacil, en la técnica de Villaporrilla), o si debía ya sustituirlo el actual regidor síndico, que llevaba tres meses sin cobrar un céntimo; y además, se reunía para tirarse los jarros y las sillas a la cabeza; lo cual hacía a todos los concejales preferir la taberna a la sala de sesiones, porque en ésta se tiraban los bancos y costábanle dinero al concejo.
—¿Y cómo no arregla esto el señor cura de la aldea?—pregunté, antes de conocerlo, imaginándome al pobre señor escandalizado con tal estado de cosas.
—¡Bueno está el cura!—me dijeron—; pero en fin, tras eso andamos, tras de echarle. El capitanea el bando del Furraco, y el año pasado nos llevó a la Audiencia en una causa a que le llaman la “causa madre”, porque ha dado lugar a otras once, hasta la fecha.
No me parecieron mejor los mozos que las mozas. En la casita donde me hospedé, única que tenía cristales en el pueblo, los rompían todas las noches las pedradas zagalescas.
Estos mozos rondaban hasta media noche en cuadrillas, con sendas porras al hombro. La semana que no había un par de descalabros y el subsiguiente empapelamiento en el juzgado municipal, podía rayarse con piedra blanca.
—Pues mire usted, este pueblo es muy tranquilo—me decían—. El año pasado no mataron más que a tres. En cambio, los de Cobarrubia a seis, y de Maratón dieron cinco al presillo.
Entre los invitados al estudio de Rangel con motivo de su última obra, estaban Jacinta Júver, una arrogante dama de ojos garzos, muy aficionada a la pintura, casi una artista, y su esposo, el señor La Riva, hombre que, según decía, desde hortera con sabañones, supo caer en marqués con gabán de pieles, sin más que saltarse limpia y oportunamente el mostrador de un comercio.
Habían desfilado los demás visitantes y quedaban estos dos; intranquilo él porque se le hacía tarde para el Senado, y la bella marquesa ante el lienzo absorta cada vez más, examinándolo a través de sus impertinentes y celebrando los detalles con el pintor en voluble charla. Era un panneau decorativo: el arcángel maldito, caído bajo un cielo de tempestad sobre una roca; Luzbel, con la túnica y el cabello rubio azotados por el vendaval, con el codo en la rodilla y la sien en el dorso de la mano, resplandecía aún de divinidad, en la hierática rigidez de su soberbia, como el ascua que en su propia ceniza se va apagando.
Hubo necesidad de explicarle este simbolismo al banquero, que se acercaba nuevamente, después de entretener su impaciencia con estatuas y desnudos. Y como su mujer, con cierta coquetería intelectual delante del artista, le señalaba los grandes aciertos de color y de dibujo, aquellas líneas onduladas de visión de ensueño, y aquellos tonos suaves que velaban la figura con neblinas de lo fantástico, harto La Riva de escuchar, exclamó:
—¡Hermoso! ¡Magnífico!
Añadió con franqueza mientras limpiaba los lentes:
—De todos modos... ¡yo no entiendo!, pero si es ángel, ¿por qué no ponerle alas?
Jacinta, avergonzada, con una dulce súplica de piedad para el marqués, miraba al pintor sonriendo. Éste, a pesar suyo, tenía en los labios una contracción desdeñosa y compasiva, a cuyo estremecimiento le faltó poco para romper en esta palabra: “¡Imbécil!” Pero le volvió la espalda, cambiando con la gentil marquesa una mirada que se clavó en el orgullo de La Riva como un florete.
En aquel hombre veía el artista la vulgaridad de que creía él haber salido con vuelo de genio, al pintar un demonio sin rabo, sin cuernos, sin alas de grulla siquiera...
Dió La Riva un paso, cogiendo por el brazo al pintor. Hubiérase creído que lo iba a lanzar contra la pared... Mas no; ¡brusquedades de hombre de negocio!... se sonreía.
—¿Cuánto vale ese lienzo?
Rangel respondió altivo:
—Veinte mil pesetas.
—Lo compro. Enviaré por él, y mañana tendrá usted la bondad de almorzar con nosotros para colocarlo.
Ya en el coche, rodando hacia el Senado, le decía Jacinta:
—Has estado importunísimo. ¿Para qué hablas de lo que no entiendes?
—¡Oh!—respondía filosóficamente el banquero—. ¡Si no se hablase más que de lo que se entiende bien!... ¡Bah, los artistas! ¡Sois vanidosos como el mismo Luzbel, hija de mi alma! En fin, ya verás... Cada cual tiene su vanidad, y... no había de estar yo sin la mía. Mañana quiero dar a ese geniazo un banquete tan original y espléndido que no lo olvide jamás...
*
* *
El almuerzo, en verdad, había sido regio. Los tres solos, en jovial y amena conversación, excitada por la abundancia de los mejores vinos, en aquel gran comedor, confortable, con sus dobles cortinas ante las policromas vidrieras de cristal cuajado, con sus plantas de hojas en abanico entre los muebles, y en medio de cuyo lujo sólido parecía la marquesita una figura de porcelana. Su pelo negro, partido en dos bandas, con sencillez griega, hacía más transparente la blancura “violeta” de su carne; y en su pálido traje heliotropo adivinábase una gallardía de buen gusto brindada al pintor.
Obstinábase en relatar su historia el marqués a los postres, empuñando la panda copa de champaña. Una biografía interesante, empezada en un chiquillo con almadreñas que salió un día de su puebluco a mirar el mundo, y que, en fuerza de años, de voluntad y de instinto de la vida, realizó con brío su parte de trabajo, colocándose a los cincuenta en blasonado palacio, para poder contemplar desde la altura de su corona de marqués y de su senaduría vitalicia el bien que había hecho. Y distinguía, en efecto, desde allí, aquellas tiendas humildísimas donde enriqueció a los dueños con su laboriosidad honrada; aquel gran comercio suyo más tarde; aquellas locomotoras, luego, corriendo en su país porque él y otros como él habían puesto el dinero; aquellas fábricas que él fundó; aquel...
—¡Siempre francote y un poco tosco, eso sí, pero orgulloso de todos modos!—decía La Riva con una calma y un ritmo que recordaban el paso del buey. Y observando a su mujer y al pintor, distraídos bajo la seducción vaporosa del champagne y de la espiritual cháchara que él había escuchado antes como un extraño, proseguía:—Mas a buen seguro que si no entiendo de esas monadas que compro para adornar mi palacio—o (con el ademán parecía incluir como un cuadro un bibelot más a la bella marquesa)—tampoco Rangel sabrá mucho de los negocios ni de los ferrocarriles, en que viaja repantigadamente... ¡Cada cosa tiene sus méritos... y sus misterios, que sólo Dios puede conocer en todas!
En seguida dirigióse a un criado que traía el juego para el café:
—No, Gaspar. En mi despacho. ¿Has prendido la chimenea?
Salió el criado haciendo un gesto de confidencia, y manifestó el banquero que servían el café en su despacho para que apreciaran la buena colocación que por sí propio había dado a la gran obra de arte.
Y derecho invitándoles a salir, mientras su mujer y el pintor se miraban presintiendo alguna nueva necedad artística del hombre de negocios, añadió:
—¡Ah! ¡Se trata de mi hermosa chimenea con arco de roble, tallado por Seriño!
Presenciaron un espectáculo extraño en el despacho.
—¡Vaya si lo entendía! ¿Qué se figuraban los dos?... ¿No era un lienzo decorativo? ¿No representaba un diablo más o menos bonito?... Pues ¡su pensamiento! en ningún sitio mejor que llenando el gran fondo de su chimenea antigua, con el fuego en los mismísimos pies del mal arcángel.
Lo primero que vió Rangel fue su panneau llenando el hueco negro de la chimenea. Tocando al lienzo ardían los trozos secos de pino, y las llamas y el humo habían obscurecido la pintura, levantada hasta la rodilla del ángel.
La Riva, cruzado de brazos, con una sonrisa de agrado como quien espera un pláceme, contemplaba al pintor, cuyos labios temblaban.
Esta vez se lo dijo el artista:
—¡Imbécil! ¡Imbécil!
Con toda su alma, con toda su rabia, y comprendiendo la situación, salió como un loco.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—¿Qué significa esto?—preguntaba Jacinta irguiéndose frente a su marido.
—Esto significa que le acabo de probar a un infeliz, prácticamente, cómo yo sé hacer las cosas; que si él tiene orgullo de su fantasía para pintar, yo tengo el orgullo de mi talento para hacer dinero, que vale y puede más, porque vale y lo puede todo... todo...
Y concluyó, mirando a su mujer hasta la conciencia:
—...incluso destruir la gloria... y haberte traído a mi palacio desde la estrechez, ¡no hay que olvidarlo, marquesa consorte de la Riva!...
Pasaba por Madrid, donde veinticuatro horas debía detenerse, con dirección a Tánger, León Demarsay, un diplomático con quien yo había intimado en Manila, hombre de gran corazón y excelente tirador de armas. Por mí advertidos de esas prendas del joven, quisieron algunos amigos míos conocerle, y le invitamos a un almuerzo, para cuyo final teníamos preparadas las panoplias.
Servido el café en el salón, Pablo Mora, que presume de floretista, le brindó el azúcar con la mano izquierda y con la derecha un par de espadas.
—Gracias—contestó León sonriéndome con dulzura al comprender que defraudaba nuestras esperanzas—. Hace mucho que abandoné estas cosas. No sé. Completamente olvidadas.
Y luego, defendiéndose de nuestra insistencia, y para que no creyéramos falta de cortesía o fatuo desdén de maestro su negativa, añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:
—Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.
Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.
—¡Nada!—exclamó al fin Demarsay—. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida...! Pero los hombres—añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad—somos un poco más crueles que las mujeres.
—Permita que me sorprenda en un hombre tal confesión—dijo María, clavando los ojos en Demarsay, del mismo negro acero que su pelo.
—¡Necesita demostrarse!—añadió no sé quién de nosotros.
—La demostración resulta de mis pequeñas historias. Decía... que un doctor me aconsejó, para unos dolores rebeldes, el campo y la gimnasia; inmediato a la finca donde pensé instalarme, vivía retirado M. Montignac, el más célebre duelista de Europa; propúsele al doctor, en gracia a mi comodidad, sustituir la gimnasia con la esgrima; aceptó, y a los seis meses yo estaba curado. Mas como por mis negocios permanecí en la posesión algunos años, y como además, por gratitud al ejercicio y deferencia a mi maestro, no abandoné las armas, resultó que cuando volví a París, según Montignac, que se apresuró a comunicárselo a sus compañeros, era el mejor discípulo que había tenido hasta entonces. A consecuencia del aviso, sin duda, la Sala Hervilly me invitó a un asalto; y a consecuencia del asalto, en el cual desarmé cuantas veces quise a un M. Murguer, tirador celoso de su fama, recibí al siguiente día la visita de sus padrinos.
—¿Para otro asalto?—preguntó ingenuamente Luciana.
—Para un duelo—continuó Demarsay—. Pretendían que me batiera con Murguer, porque éste deseaba saber si mi habilidad era la misma con espada sin botón. Contesté que no tenía el menor deseo de prestarme a la prueba, y que no encontrando odios ni ofensas que vengar, sino antes al revés, habiendo tenido una complacencia en conocerle, le proponía un jovial almuerzo con unas cuantas botellas de champagne. Almorzamos juntos, tiramos y procuré dejarme alcanzar algunas veces, por calmar la vanidad de aquel hombre. Sólo que una de ellas, cuando yo creía estar ganando su simpatía, al oirme decir sonriendo: ¡Touché!, arrojó su espada y nos abandonó airadamente. Por la tarde los padrinos. Afirmaban esta vez que le había ofendido con mi condescendencia, tratándole como a un niño; lo que no estaba dispuesto a tolerar, porque aspiraba a ser tratado en todo momento como hombre; que no aceptaba explicación ninguna, y que conceptuaba preciso que nos midiéramos con armas desnudas, a fin de que sus descuidos o mis galanterías, en caso que yo me atreviera así a brindárselas, no resultaran una ridícula e inocente burla.
—¡Qué tesón!—exclamó María.
Pablo, en su punto de tirador, advirtiendo que todos los que oíamos a Demarsay hallábamos importuna la conducta de su adversario, se creyó en el caso de encontrarla explicable.
—Al verdadero duelista—manifestó—velador constante de su prestigio, no le es agradable, aunque involuntaria, una humillación de esa índole. En esto se parece a la mujer con respecto a su honra. Ninguna tolera con paciencia que otra mujer delante de ella aparezca más honrada.
—Pero yo, que no soy duelista, que no lo era—replicó Demarsay con su acento ligero y fino de parisiense—, sino un pobre enfermo que se curaba y se divertía jugando al florete igual que podía divertirse jugando a la pelota, me asombré de la exigencia de aquel señor, a quien juzgué un solemne majadero...
Miré a Pablo y le vi inmutarse. Iba a contestar, tal vez en defensa de su falaz proposición, pero se contuvo.
—Y con plena franqueza tuve el gusto de participárselo a los padrinos—continuó el diplomático—. Aseguro a usted que eché de menos la ley de Schopenhauer contra el duelo: “Todo mantenedor y portador de un cartel de desafío, recibirán veinte palos en público, a usanza china.”
Pablo no pudo contenerse.
—Castigo que no sufriría ningún hombre de honor sin pegarse un tiro.
—A lo cual contesta el filósofo, que lo prevé: “Es mejor que un loco se mate a sí mismo que no que mate a otras personas.”
Produjeron una carcajada, que puso en evidencia a Pablo, las palabras del francés, quien siguió:
—Loco era aquél, y de remate, Me buscaba y me encontró una noche en el Tívoli: me dió un bofetón y le tiré por la barandilla del palco; él, al hospital desde el teatro, con una pierna rota; yo a la comisaría, donde tuve que pagar dos sombreros y un abanico que estropeó al caer mi hombre... Pierna curada a los dos meses, y ¡lo de siempre, señores! ¡el duelo...! ¡Bah! Era preciso acabar, y acepté como quiso, permitiéndose todo, a muerte. Aseguro que cuando contemplé mi espada ante aquel infeliz que se defendía con torpeza, me pareció un instrumento infame con el cual, y con habilidades de tahur, podía yo impunemente arrancar una existencia. Pude matarle, y le desarmé varias veces. Esto aumentó su coraje, y mi desprecio a mí mismo, y a él, y a cuantos presenciaban el repugnante espectáculo como una fiesta. Al fin, para acabar, le herí en la mano. No cedió, sino que se lanzó sobre mí con más furia. Entonces le atravesé el brazo, y la espada cayó de su mano inerte... Antes que aquel insensato pudiera curarse y provocarme de nuevo—concluyó Demarsay dirigiéndose a mí—pedí mi traslado, y renegando de la esgrima que en mala hora había aprendido, me embarqué para Sangay, y luego para las Filipinas, donde tuve el gusto de conocer a usted.
—Pero ¿el juramento?...—interrogó Luciana.
—Porque no basta eso—añadió otro—; una temeridad excepcional no significa que la esgrima no pueda servir en una causa justa.
—Y, en efecto—añadí yo—, cuando le conocí, todavía le vi manejar prodigiosamente la espada.
—Sí—contestó mi amigo—, pero evitando a los profesionales. Aun así, señores, después tuve que cerrarme a la banda para rehuir otros encuentros con Tomegueux, en París, y con San Malato, en Florencia; y hasta pude convencerme al fin, por mí propio, de que el conocimiento de las armas, que no es indispensable nunca y que sirve rara vez para cosas razonables, se pone fácil y malamente al servicio de la vanidad y de las pasiones. La que es hoy mi mujer era mi novia en 1895. Estábamos en Nápoles; el conde de Torino quería a mi novia, que me adoraba, y el padre de ésta, un romano que conservaba la tradición del orgullo, prefería al conde por su nobleza. Mi pobre Celsa se rebeló al afán de su padre, poniéndome por causa; y cuando el conde me desafió un día, sentí una alegría infinita, satánica. Tenía la seguridad de matar a mi rival, y me complacía en el derecho que él mismo me daba para matarle.
Se interrumpió Demarsay un segundo, con tristeza, antes de proseguir:
—Pude cumplir con una pequeña estocada, como con Murger; pero no: fuí tan miserable, que aproveché con saña y sangre fría todo mi arte para buscarle el corazón... Ante aquel desdichado que se desplomaba, comprendí repentinamente toda mi infamia... Y entonces fué mi juramento, señorita... ¡jugar con las armas es jugar con el fuego!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Un poco después, León Demarsay se despedía de nosotros. Aun estaba en la antesala cuando Pablo me cogió de un brazo, me llevó al comedor y dijo:
—¿Quieres ser mi padrino?
—¿Te bates?—le pregunté sorprendido.
—Sí.
—¿Con quién?
—Con León Demarsay. Me dijo antes majadero.
—¡Y tú lo confirmas!—repliqué con tal acento de convencido desprecio, que se quedó en mitad del comedor con la cabeza baja, más abochornado que ofendido.
Terminada la consulta, pude entrar en el despacho, donde mi buen amigo el doctor se ponía el abrigo y el sombrero, para nuestro habitual paseo; pero el criado entreabrió la puerta.
—¿Más enfermos? ¡Estoy harto! Que vuelvan mañana.
—Traen esta tarjeta—contestó el criado, entregándola.
Y debía ser decisiva, porque Leandro la tiró sobre la mesa, volvió a quitarse el gabán y gritó malhumorado:
—Que pasen.
Dirigiéndose a mí, que me disponía a dejarle solo, añadió:
—No; espera ahí, tras el biombo. Concluiré a escape.
El biombo ocultaba un ancho sillón de reconocimiento. Me senté y saqué un periódico, viendo que el concienzudo médico alargaba la visita, a pesar de su promesa.
Eran señoras.
Con ellas había inundado el despacho un fuerte olor a floramy que se sobrepuso al del ácido fénico. Sus voces bien timbradas me distraían, y no pudiendo leer, escuché.
—Doctor, mi hija está cada día más delgada, sin saber por qué. Come poco, duerme mal y va quedándose blanca como la cera. Se cansa, se cansa esta niña, que era antes infatigable. Reconózcala bien, y dígame con claridad lo que padece. Estoy dispuesta a seguir un plan con el rigor necesario...
—¿Qué edad tiene usted?
—Veintitrés años—replicó tímida la joven.
Francamente, al oirla yo, me entró un vivo deseo de mirarla, a fin de comprobar si delante de los médicos, en cuestión de edades, no mienten las mujeres... Enfilé un resquicio entre dos hojas del biombo... ¡Oh, qué deliciosa criatura! ¡Qué hermoso pelo de ébano bajo el sombrero de paja! Alta y esbeltísima, muy pálida, con los dientes como perlas entre los labios pintados, sin duda. Si mentía, merecía disculpa en gracia a su hechicero aspecto; y por mi parte diré que mi curiosidad, en cierto modo psicológica, quedó borrada por mi admiración, en cierto modo artística. La contemplé buen rato, sin parar mientes en el interrogatorio, al que contestaba la madre casi siempre...
Pero comprendí de improviso que no debía seguir mirando. La encantadora chiquilla se desnudaba... Su mamá habíale quitado el sombrero y la estola, ayudándola a descorchetar el corpiño de seda, tirándola de las mangas después, en tanto que el feliz doctor—¡felices los doctores que pueden ver estas cosas!—distraíase discretamente preparando el estetóscopo... ¡Qué diablo, perdóneseme la indiscreción! Resolví quedarme atisbando... ¿Tenía yo la culpa?...
—Cuando guste—avisó la madre.
Al quitárseme de delante, vi a la joven en corsé, un pequeño y coquetón corsé de raso color caña, desajustado como la cintura de la falda, al aire los brazos y desabrochado en el hombro izquierdo el canesú de encaje. Una garganta ideal, un escote divino.
La seductora enferma, ruborosa y con una mano extendida sobre el pecho, no conseguía así más que revelar la exuberancia de sus senos, hundiendo entre ellos la finísima y blanca tela. ¡Delgada, decían! Aunque sí: era una de esas mujeres pasionales, delgadas con delgadez flexible, hecha para el amor, de brazos finos y seguramente de muslos más gruesos que la cintura.
El médico se acercó y empezó a auscultarla con atenta indiferencia, oprimiendo de un modo que me parecía brutal, en la carne de nieve el negro caucho del aparato, escuchando en todas partes mientras que la joven entornaba los ojos y entreabría la boca respirando con creciente adorable angustia. Contestaba rápida las breves preguntas del doctor, y éste, interesado de pronto por algo anómalo que quería percibir mejor en la punta del corazón, separó la camisa para volver a aplicar el estetóscopo... Por encima surgía redondo y desnudo un bellísimo seno de estatua...
Ella cerraba los ojos, caída al respaldo la cabeza en languidez que a mí, profano, siendo de enferma, se me antojaba de amante... Él cerraba los ojos también; atento siempre, inmutable, si bien hubiese yo jurado que hubo un momento en que le vi sonreír con piedad y malicia.
—¿Es aquí donde más sufre?
—Sí—gimió la muy gentil, sintiendo que el joven doctor le posaba en el corazón la mano.
Y alzó a él los ojos, con fijeza de suplicio, casi estrábicos.
—Puede usted vestirse.
Inmediatamente mi amigo fué a tomar notas en su diario de consulta, hasta que la señora concluyó de ayudar a su hija.
Tornó entonces a sentarse cerca.
—Van ustedes a dispensar que me informe de algunos detalles.
—Un médico es un confesor, caballero—apuntó la dama, completamente ganada por la actitud beatífica de Leandro.
—¿Tiene novio?
—Sí. ¡Cosas de muchachos! Ha tenido novios... Se vistió de largo muy joven, a los quince años... y lo tiene ahora, según creo; pero esto no le preocupa, que yo sepa al menos... ¿Verdad, Purita? ¿Te da disgustos Marcial?
—No, mamá, ninguno; tú lo sabes.
—¿Por qué, pues, se desvela? ¿Tiene usted algún deseo no realizado? ¿Hay en sus ensueños alguna idea fija, dominante? ¿Qué suele soñar?
—¡Oh, nada! Tonterías. Mamá... dice que es por la debilidad.
La cariñosa madre intervino nuevamente.
—Se acuesta tarde. Noches de dejar a las amigas a las tres, después de bailar como una loca. Yo creo que la desvela el mismo cansancio, porque no hay otro motivo, y en casa no se le da el disgusto más leve. Es un delirio por el baile, la chiquilla.
—¿Y quiere usted mucho al novio?
Aquí sonrió Purita por única respuesta.
—¿Son antiguas las relaciones?
—Tres años.
—¿No quiere casarse? ¿Por qué no se casan?
—¡Bah, no, doctor!—saltó la madre—. ¡No piense usted que la apena eso! Mi hija es una chiquilla completa, que no se separaría de sus padres por nada del mundo, y que prefiere su casa y su piano y su espejo a todo. Su novio es un trasto, como ella: un chico de veinticuatro años, que tardará cuatro o seis en llegar a capitán, siquiera. Sería locura pensarlo.
—Sin embargo, puede que su hija, por respeto...
—¡Oh, no, no!—interrumpía testaruda la madre—. Sobre esto, doctor, quede tranquilo. Nada influye en la enfermedad, que, por el contrario, sería ahora un obstáculo más para la boda. Habrá que pensar primero en cuidarse. Mi hija, y su novio igualmente, están demasiado hechos a las comodidades de sus casas para tomar otra que no podría ser, hoy por hoy, un palacio, con treinta y siete duros al mes...
Por segunda vez advertí en mi amigo una sonrisa, más francamente amarga al alejarse de las damas.
Entregó luego una receta, diciendo displicente:
—Se trata de un padecimiento funcional, de puro desequilibrio nervioso. Anemia... Quince gotas de ese elixir en cada comida, ejercicio, aire libre... pero nada de campo ni de aislamiento para esta señorita: sería peor... y... a su edad no hay inconveniente alguno en casarla, señora.
Todavía tres docenas de palabras entre cumplidos y seguridades acerca de que la enferma tenía sano el corazón y el pecho, y concluyó la consulta.
Yo salí alborotadamente en cuanto se cerró la puerta.
—¡Bendita carrera, chico, que te permite contemplar tales encantos!
Y contra lo que esperaba, contestó indignado el médico:
—¡No! ¡Maldita carrera, que me obliga a contemplar tales miserias! ¡Esa divina criatura morirá tísica antes que su novio ascienda!... Yo he podido decirle a la madre: “Imbécil, tu hija no tiene falta de vida, sino vida que le sobra, que la abrasa, que la ahoga una y mil veces desde los quince años, agitándola enloquecida de ansia de amor, al volver del baile a su lecho solitario de odiosa virgen, contemplando su hermosura inútil... mientras que el novio que la enciende, va a concluir la noche encima de alguna prostituta.” Y ya lo ves: hierro, gotas de hierro, y cobrar diez duros: porque si yo les diese la verdadera receta, a las madres, para estas pobres vírgenes... y mártires, ya hace tiempo que pasaría por un loco sinvergüenza y no vendría nadie a mi consulta. ¡Oh, qué farsa es la vida!
FIN